08.30 Café Markveien
Hanne Wilhelmsen reía por lo bajo mientras leía la tira de Calvin y Hobbes. Siempre empezaba el periódico por ahí. Se había terminado el plato entero: filete ruso con cebolla y patatas fritas y medio litro de leche. Reprimió un eructo y se arrepintió de haberse comido las patatas.
Billy T. no estaba suscrito al Aftenposten. A Hanne la irritaba que no cumpliera ni siquiera con esa condición básica para llevar una vida civilizada: que te lleven un periódico a casa. Compensaba la ignorancia de su amigo desayunando en una cafetería con toda la prensa, después de su carrera matinal.
El café no estaba bueno, pero sí muy cargado. Arrugó la nariz, pero bien podría ser a causa de todos los artículos publicados sobre la muerte de Benjamin Grinde. El Dagbladet se había decantado por unas gigantescas letras rojas sobre la foto del juez Grinde, y Hanne fue directamente a la página 4, tal como se indicaba. Las palabras la asaltaron desde el papel, pero solo con información que ya tenía de antes. No continuó con la lectura. Pero, por una vez, tenía que reconocer que los periódicos llevaban algo de razón. Era sorprendente que Benjamin Grinde hubiera muerto solo ocho días después del asesinato de Birgitte Volter. Estaba claro que la estruendosa arenga del comisario jefe había hecho efecto; ninguno de los periódicos parecía haber conseguido el dato de que la muerte se había producido en algún momento del sábado por la tarde. Pero era una coincidencia extraña. Los medios iban a volverse locos si descubrían, o tal vez debiera decir «cuando descubrieran», que el vigilante del distrito gubernamental también se había despedido de este mundo en la misma fecha.
Algo rondaba por su cabeza, pero no sabía exactamente qué.
El vigilante. Benjamin Grinde. Birgitte Volter. Todos muertos en poco más de una semana. Uno de un disparo de revólver. Otro en un accidente provocado por elementos naturales. El último parecía haberse suicidado, o al menos eso fue lo que le susurró Billy T. cuando se dejó caer en la cama junto a ella a las cuatro de la mañana. Le había contado que el hombre había sido encontrado en su cama, con un muy correcto frasco de pastillas vacío a su lado. Hanne sacó un bolígrafo del bolso, dejó el plato usado en la mesa contigua y trazó un triángulo en la servilleta. Grinde, el vigilante y Volter, cada uno en un vértice. Debajo, dibujó un chal, un revólver, una llave electrónica y un pastillero. Sabía que la respuesta estaba allí.
Deslizó el bolígrafo de los objetos a los nombres y de vuelta a los objetos. Resultó un dibujo confuso e incomprensible, y le entró dolor de cabeza. Aquellas jaquecas la perseguían a intervalos irregulares desde 1993. Se iniciaron entonces, cuando la golpearon hasta dejarla inconsciente a la puerta de su despacho. Estaba investigando un caso escandaloso en el que destacados políticos, abogados y personal de los servicios secretos habían traficado con drogas.
Se tomó dos aspirinas con el último trago de leche.
El diario KA estaba desatado. Su sección de política se había interesado por fin por la cruzada personal de Liten Lettvik, y lo más destacado de las seis páginas dedicadas al asunto era el comentario político.
¿Soportaremos la verdad?
La nación noruega ha recibido en una semana el impacto de unos hechos tan dramáticos que no pueden compararse a ningún otro suceso acaecido desde la Segunda Guerra Mundial. Hace dos viernes la primera ministra Birgitte Volter apareció asesinada en su despacho. Anoche un juez del Tribunal Supremo fue hallado muerto en su vivienda en misteriosas circunstancias.
Podemos contemplar estos acontecimientos desde distintos puntos de vista. Algunos preferirán cerrar los ojos y creer que también los personajes más destacados de nuestra sociedad se ven afectados por la tendencia a la violencia de los tiempos que corren, una tendencia que se está incrementando de forma exponencial y que los políticos parecen incapaces de detener. Ese punto de vista es ingenuo y tapará el problema en lugar de desvelarlo. En los últimos días, la prensa noruega ha lanzado innumerables teorías que apuntan a que organizaciones terroristas internacionales podrían haber elegido a la primera ministra como objetivo de sus oscuros propósitos. Pero, si nos centramos demasiado en esa posibilidad, corremos el peligro de pasar por alto explicaciones que están mucho más cerca de casa.
KA es el único periódico que ha investigado la muerte de Birgitte Volter con sus propios medios. No nos hemos conformado con repetir obedientemente los breves comunicados que la policía ha compartido con la opinión pública. Con nuestra minuciosa labor hemos desvelado que Benjamin Grinde fue probablemente la última persona que vio a Volter con vida. También hemos dado a conocer que, de hecho, durante unas horas estuvo acusado del crimen. Luego hemos podido constatar que existían unos lazos de amistad muy estrechos entre Grinde y la primera ministra. Y hoy hemos sabido que, gracias a su labor, la comisión Grinde ha descubierto graves irregularidades en la sanidad noruega. Ahora, la pregunta decisiva es: ¿se atreverán los políticos, la prensa y la policía a sacar las necesarias conclusiones de lo que ahora sabemos?
Es en momentos difíciles como este cuando debemos demostrar que somos un Estado de derecho. Para superar esta prueba tenemos que partir de la independencia de la prensa, la policía, la judicatura y la política. Y se requiere, sobre todo, una prensa que esté dispuesta a dar la voz de alarma y contar la verdad, con independencia de los poderes establecidos.
Tenemos que aprender de otros países que han pasado por traumas nacionales similares. Suecia vivió hace once años el asesinato a tiros de Olof Palme en plena calle. En sus primeros momentos, la investigación se centró de forma casi exclusiva en la llamada «pista kurda». Cuando se consideraron otras posibilidades, ya fue demasiado tarde. La investigación se resintió por falta de profesionalidad y teorías inamovibles. El resultado fue que Suecia probablemente nunca pueda resolver el enigma del asesinato de Palme. Bélgica acaba de sufrir el impacto de un escándalo de pedofilia con profundas ramificaciones en la policía y probablemente también en la política. Los poderosos han estado tan unidos entre ellos que han conseguido minar la investigación de unos crímenes espantosos. Cuando les ha convenido…
Debemos evitar que esto pueda ocurrir también en nuestro país.
Los datos de los que KA dispone, y que hoy ofrece en exclusiva al pueblo noruego, demuestran que las numerosas muertes de recién nacidos ocurridas en 1965 se debieron muy probablemente a un grave error de las autoridades sanitarias. Vacunas distribuidas por el Instituto Nacional de la Salud que resultaron mortales, puede que para varios cientos de niños. Un exterminio administrado y distribuido a través de un organismo público.
La política más destacada del país y el líder de la comisión investigadora mantuvieron la semana pasada una reunión, probablemente para tratar este asunto. Ahora ambos han muerto.
¿Queremos afrontar la verdad?
Hanne Wilhelmsen sintió ganas de fumar por primera vez en mucho tiempo. El dueño del pequeño café donde se encontraba no parecía estar al tanto de la ley antitabaco; las otras cinco personas que había en el local estaban fumando. Hanne había oído algo acerca del escándalo sanitario cuando se empezó a hablar del caso, poco antes de marcharse a Estados Unidos. También se enteró de que Grinde sería el encargado de investigar el asunto. Y resulta que Grinde había visitado a Volter el día en que esta murió. Pero ¿tenía eso algo que ver con el asesinato?
Volvió a concentrarse en la servilleta. El dibujo era más confuso que nunca. Con cuidado, trazó una cruz sobre el vigilante. La línea que unía a Benjamin Grinde con Birgitte Volter salió reforzada; se hizo un agujero en el papel blando. Pero el vigilante no parecía resignarse a desaparecer. Lo tachó del todo, pero entonces sí que había algo que no cuadraba en el dibujo. Allí había algo, pero no era capaz de captarlo. La jaqueca volvió, y ya no podía tomar más medicamentos.
—¡Hanne! ¡Hanne Wilhelmsen!
Un hombre le dio un golpecito en la cabeza con un periódico. Se protegió instintivamente con el brazo para dar paso enseguida a una enorme sonrisa.
—¡Varg! ¿Qué haces por aquí? ¡Siéntate!
El hombre llevaba una gabardina grande y gastada que lanzó con gesto mundano sobre el respaldo de su silla al tomar asiento. Luego puso los codos sobre la mesa, entrelazó las manos y la miró.
—Increíble… Con los años estás cada vez más guapa.
—¿Qué haces aquí? Creí que te lo pensabas mucho antes de abandonar la ciudad de las seven colinas.
—Siete colinas, Hanne. Ya sabes que nosotros no decimos seven. Tengo un caso, un caso rarísimo. Un chaval fugado al que nadie quiere, pero que al parecer es un genio de la informática. Los de protección al menor encuentran huellas del chico en internet cada dos por tres, pero no tienen ni idea de dónde está y solo tiene doce años.
Llamó al dueño y le pidió un café.
—Mejor que pidas un té —susurró Hanne.
—Y una mierda. Yo por la mañana tomo café.
Varg y Hanne ya no recordaban cómo se habían conocido. Él era detective privado y rara vez iba por Oslo. Tenían algunos conocidos comunes y habían coincidido en un par de ocasiones en el desempeño de su profesión. Se cayeron bien de forma inmediata, algo que a los dos les había sorprendido sobremanera.
—En realidad estoy en excedencia —dijo Hanne sin dar pie a más explicaciones—, pero estoy haciendo alguna cosilla en el caso Volter. Es imposible no involucrarse.
—Muy llamativo lo que dice el periódico hoy —dijo señalando el caos de papeles que había sobre la mesa—. Ese escándalo sanitario parece un asunto serio.
—No he tenido tiempo de leer casi nada. ¿De qué se trata?
—Bueno —dijo mientras reclamaba su café con impaciencia—, por lo visto un número anormalmente elevado de bebés fallecieron por muerte súbita. Parece que es una especie de diagnóstico de último recurso para cuando se han descartado todas las demás posibles causas de la muerte. Todos los niños habían recibido la misma vacuna triple vírica. Se pone a los tres meses. Resulta que esa vacuna estaba… —pasó las páginas del KA con entusiasmo ensalivando su índice a intervalos regulares—… contaminada. Aquí dice: «Probablemente se trate de un derivado surgido en el líquido conservante. El derivado tiene la particularidad de que se parece al principio activo de la vacuna, pero produce un resultado muy distinto. Podría haber atacado al corazón de los bebés, que habría dejado de latir».
—Déjame ver —dijo Hanne quitándole el periódico de un tirón.
Estuvo leyendo varios minutos. Cuando levantó la mirada, Varg ya se había tomado la mitad del café.
—Esto es jodidamente serio —dijo Hanne en voz baja mientras doblaba todos los periódicos—. Ni siquiera saben dónde se adquirieron las vacunas.
—No, y ese es el punto principal. La comisión había solicitado hacer averiguaciones en archivos extranjeros para aclarar la cuestión. Los datos de que se dispone en Noruega presentan lagunas lamentables. Es muy probable que las vacunas fueran producidas en alguna república bananera sin medidas higiénicas aceptables.
Se tragó el resto del líquido negrísimo y se levantó bruscamente.
—Tengo que irme, pero… ¡oye! —Dudó un momento, sonrió, y añadió—: Este otoño cumplo los cincuenta. ¿Por qué no cruzas las montañas? He decidido celebrarlo un poco.
—En otoño estaré en Estados Unidos —respondió Hanne, y luego abrió los brazos—. Pero ¡felicidades! Nos vemos.
Varg se echó la gabardina sobre los hombros y se marchó. Hanne arrancó una página de su agenda y dibujó su triángulo otra vez. Volter —Grinde— el vigilante. En el artículo decían que la ministra de Sanidad Ruth-Dorthe Nordgarden había asegurado que se tomaban aquel asunto muy en serio y que pondrían a disposición de la comisión todos los medios necesarios para que pudieran investigar en el extranjero. Hanne dudó un rato y luego escribió las iniciales RDN entre Grinde y Volter. De repente, el vigilante parecía innecesario; su presencia sobre el papel interfería en el nuevo triángulo que formaban los otros tres. Si era cierto que Grinde se había quitado la vida, ¿por qué lo había hecho? No tenía ninguna lógica que el suicidio estuviera relacionado con el escándalo sanitario. Al contrario, tendría que estar orgulloso por haber resuelto el caso. Sin duda los artículos publicados por la prensa durante la semana debían de haber resultado muy incómodos, pero… ¿quitarse la vida?
El dolor de cabeza se había hecho insoportable. De pronto trazó una gran cruz encima del dibujo y lo rompió en pedacitos.
«Esto no tiene ningún sentido», se dijo a sí misma, y salió para ver si un poco de aire fresco podía ayudarla.
En la calle marcó un número en el móvil y sin presentarse dijo:
—¿Podemos vernos esta noche? —Al cabo de unos segundos, añadió—: Vale. A las siete. En el Tranen. Está en la plaza de Alexander Kieland.
A continuación marcó el número de Billy T.
—Hola, soy yo. Te quedas solo esta noche también. Una cena.
—Y si Cecilie llama y pregunta por ti, ¿esto es oficial o extraoficial…? —Billy T. rio.
—Bobo, es un encuentro con Garganta Profunda. Puedes decirle eso.
El dolor de cabeza era mortal, y con los dedos presionando sus sienes decidió volver a la calle Stolmaker para intentar dormir un poco.
11.15 Calle Odin, 3
El equipo técnico había estado allí varias horas la noche anterior. Habían dejado huellas mínimas por todas partes; señales casi invisibles de que ese apartamento había sido revisado de arriba abajo por gente que no vivía en él, aunque hubieran vuelto a dejar todo en su sitio con sumo cuidado. Solo faltaba un bote de plástico vacío de comprimidos Sarotex de 25 miligramos, que habían encontrado en la mesilla de Grinde junto a medio vaso de agua, y la ropa de cama, que también debía ser examinada con más detalle. Billy T. estaba plantado en medio del salón con un breve informe de los investigadores de escenas del crimen en la mano. El cadáver había aparecido en la cama, vestido solo con un calzoncillo tipo bóxer. No había ninguna señal de que alguien hubiera forzado la entrada; la puerta estaba cerrada por dentro con la cadena de seguridad echada. La madre del fallecido había llamado a un cerrajero para entrar, pero este había sido lo bastante espabilado como para avisar antes a la policía.
Billy T. dobló la hoja dos veces y se la metió en el bolsillo trasero del pantalón. Había tenido que pelear para estar allí. Tone-Marit le debía una después de pedirle que interrogara al vigilante.
—Sarotex —preguntó a Tone-Marit—. ¿Ese tipo tomaba antidepresivos?
—No hay nada que lo indique —contestó ella—, pero sabía lo que hay que tomar. Se tomó dos comprimidos de Valium para tranquilizarse y después un puñado de Sarotex. Lo compró el viernes. Solicitó el medicamento a nombre de su madre y engañó a los empleados de la farmacia diciendo que su madre acababa de quedarse viuda y necesitaba algún tranquilizante para ayudarla a superar el duelo. El tipo era médico, sabía lo que necesitaba y podía conseguir casi de todo en una farmacia.
La cocina era la estancia más lujosa del piso. Los armarios eran de madera de cerezo y las encimeras de algo que parecía un mármol oscuro.
—Larkivitt, un mineral que solo se encuentra en Noruega —dijo Tone-Marit pasando la mano por la superficie dura y lisa—. Precioso. ¡Y mira!
Una gran nevera americana con frigorífico a un lado y congelador al otro estaba integrada en los muebles de cerezo marrón rojizo. En la puerta del congelador había una abertura donde se podía rellenar un vaso de agua con hielo. Abrió la puerta. Vio paquetes muy bien organizados y etiquetados: «Solomillo de alce, 1996», «Arándanos, 1995», «Fettuccini caseros, 20 de marzo». Aquello sugería que el contenido del frigorífico sería también muy sofisticado. Pero no era así. Apenas había un queso brie mohoso, un pimiento arrugado, tres botellas de agua con gas y dos de vino blanco. Billy T. metió la nariz en un cartón de leche desnatada que cogió de un estante lateral y echó la cabeza hacia atrás con una mueca. Grinde llevaba un tiempo sin comer. Una litografía colgaba sobre una mesa para dos, junto a la ventana, y el robot de cocina era parecido al que Billy T. había visto en la cocina grande de la comisaría. La habitación era una pasada, pero bastante impersonal.
El salón resultaba más acogedor. En las estanterías que recorrían toda una pared había literatura muy variada, y Billy T. presionó una tecla para ver qué cedé había en el reproductor. Peter Grimes, la ópera de Benjamin Britten. No del todo del gusto de Billy T. Negó con la cabeza. El pescador Peter Grimes, que siempre se veía atrapado en medio de las tormentas y hacía la vida imposible a los chicos del orfelinato que le querían ayudar. Una música tremenda y nada apropiada para alguien que albergara pensamientos suicidas. Vio que Tone-Marit estudiaba unas figuritas. Billy T. cogió una de ellas de una de las estanterías del aparador, grande y macizo, y preguntó qué era.
—Netsuke japonés —dijo Tone-Marit sonriendo—, pequeñas miniaturas que en un principio se hacían para adornar cinturones, pero que luego se han utilizado como objetos decorativos y de coleccionismo.
Billy T. miraba alternativamente al pequeño y terrorífico dios shinto que tenía en la palma de la mano y a Tone-Marit.
—Estos son muy bellos. Probablemente auténticos, anteriores a 1850 y, en ese caso, muy valiosos.
Con cuidado y delicadeza, la agente volvió a dejar las figuras en su sitio, alineadas tras las puertas de cristal tallado.
—Mi abuelo era agente de importación de Japón —explicó Tone-Marit, casi avergonzada.
Billy T. se agachó y abrió las puertas talladas con parras. Dentro encontró manteles almidonados y bien doblados.
—Una persona organizada, el tal Grinde —murmuró, y cerró las puertas.
Se dirigió al dormitorio. Estaba ordenado, pero no había ropa de cama. Habían colgado con mucho cuidado un pantalón de un planchador eléctrico. Sobre una pequeña butaca reposaban una camisa y una corbata. Se entraba al baño por el dormitorio. Era muy masculino, con el suelo cubierto por baldosas azul oscuro. Las paredes blancas tenían una cenefa a la altura de los hombros, de color azul y oro, un dibujo de reminiscencias egipcias que rodeaba toda la estancia. Se percibía un tenue y fresco olor a hombre. Un solo cepillo de dientes. Una maquinilla de las de antes y jabón de afeitar de verdad. Billy T. tocó la maquinilla, que parecía ser de plata auténtica y tenía las iniciales BG grabadas.
Se sentía como un intruso. De pronto se imaginó una escena terrible: ¿y si fuera él el muerto? ¿Y si fuera algún otro policía el que estuviera inspeccionando su cuarto de baño, tocando sus cosas, mirando sus pertenencias más privadas? Tuvo un escalofrío y vaciló antes de abrir el armarito del baño.
Allí estaba. No lo dudó ni por un instante.
—Tone-Marit —gritó—, ven para acá y tráete una bolsa para pruebas.
Llegó al instante.
—¿Qué pasa?
—Mira.
Se acercó despacio y siguió con la mirada su dedo índice hasta ver un pequeño pastillero dorado y esmaltado.
—Uau —exclamó abriendo mucho los ojos.
—Sí, no es para menos —dijo Billy T. con una media sonrisa mientras introducía el pequeño objeto en una bolsa de plástico y la cerraba herméticamente.
15.45 Comisaría de Oslo
El jefe de inteligencia parecía el empleado de una funeraria. Su traje era demasiado oscuro y la camisa demasiado blanca. La corbata estrecha y negrísima parecía ser el signo de exclamación que remataba su inadecuada vestimenta. Era cierto que iban a hablar con los familiares de Birgitte Volter, pero el entierro ya había tenido lugar cuatro días antes.
Ninguno de los presentes en la sala de juntas del comisario jefe había visto antes nada igual. Por supuesto que la mayoría de ellos habían hablado una o varias veces con los familiares de la víctima de un homicidio, pero no de una manera tan oficial y, desde luego, nunca después del asesinato de una primera ministra.
—Vaya —dijo el comisario jefe, mirando incrédulo a Billy T.
El policía llevaba un pantalón de lana gris con dobladillo, una camisa blanca y una chaqueta gris oscura desabrochada. La corbata tenía un suave colorido otoñal. Parecía otro. Hasta se había quitado la cruz invertida y en su oreja brillaba un diamante minúsculo.
El jefe de la sección entró apresuradamente y sin resuello en la sala, con la cara enrojecida.
—Los ascensores no funcionan —gimió secándose las manos en el pantalón.
Roy Hansen estaba en la puerta, después de que la secretaria del comisario le indicara amablemente adónde debía dirigirse. Se quedó mirándolos a todos, y la ronda de saludos se hizo tan larga y complicada, con todas aquellas sillas por en medio, que Billy T., con buen criterio, prefirió no contribuir a la incómoda escena. Tomó asiento, saludó al viudo con una inclinación de cabeza y no le preguntó dónde se había metido Per Volter.
Llegó cinco minutos tarde. Su ropa parecía delatar que había dormido con ella puesta, y probablemente había sido así, a juzgar por el olor a sudor mezclado con la peste inconfundible de la borrachera reactivada al amanecer y con el colutorio de menta que intentaba disimularlo. Su mirada era huidiza y levantó la mano en un saludo colectivo en lugar de estrechar las que, dubitativas, se extendían hacia él. No se dignó mirar a su padre.
—Llego tarde —murmuró derrumbándose en una silla, medio de espaldas a su padre—. Perdón.
El comisario jefe se levantó sin saber muy bien qué decir. No parecía muy apropiado darles la bienvenida a un análisis explicativo de la muerte de su esposa y su madre. Miró a Roy Hansen, quien a su vez tenía los ojos clavados en la espalda de su hijo. Una mirada tan desnuda y cargada de desesperación que el comisario jefe se asustó por un momento y estuvo a punto de cancelar la reunión.
—Esto probablemente va a resultar muy desagradable —empezó por fin—, y lo lamento mucho. Pero tanto yo como mis colaboradores estamos seguros de que preferiréis tener información de primera mano sobre el punto en el que nos encontramos. Quiero decir, en la investigación.
—Sabemos menos que esos que están apostados a la puerta —interrumpió Per Volter bruscamente y en voz muy alta.
—¿Perdón? —El comisario se llevó una mano al hombro y observó al chico—. ¿A la puerta?
—Sí, periodistas. He tenido que abrirme paso entre ellos. ¿Creéis que me apetece que me hagan fotos?
Se estiró la camisa, como queriendo mostrar su lamentable estado.
El comisario jefe miraba fijamente algo que tenía a sus pies y tragó saliva varias veces. La nuez parecía llegarle hasta la barbilla, enrojecida por una dermatitis provocada por el afeitado.
—No puedo más que lamentarlo. Nadie debía saber que veníais. Lo siento mucho.
—Siento esto, siento lo otro… —Per Volter echó su silla hacia atrás y se repantigó como un adolescente rebelde, con el trasero en el extremo del asiento, los hombros en el respaldo y las piernas muy abiertas—. To serve and protect, ¿no es ese el lema? Pues de momento no habéis ni servido ni protegido. ¿De acuerdo?
Pegó un puñetazo a la pared y se tapó la cara con las manos.
Roy Hansen carraspeó. Su cara había adquirido un tono pálido grisáceo y sus ojos estaban peligrosamente húmedos. El resto de los hombres presentes permanecían inmóviles. Solo Billy T. se atrevía a mirar al padre y al hijo.
—Per —dijo en voz baja Roy Hansen—, podrías…
—¡No me hables! —berreó Per Volter—. ¿No te lo he dicho? ¿No te he dicho que no quiero hablar contigo nunca más? ¿Eh?
Y volvió a taparse la cara con las manos.
El jefe de inteligencia estaba rojo como un tomate. Jugueteaba con un cigarrillo que no podía encender y no apartaba la vista de una de sus rodillas. El jefe del departamento no se dio cuenta de que tenía la boca abierta hasta que un hilillo de saliva empezó a caer por la comisura de sus labios. Entonces la cerró del golpe y se secó rápidamente la barbilla con la manga.
El comisario jefe miraba por la ventana como si estuviera buscando una vía de escape.
—¡Per Volter! —La voz de Billy T. sonó profunda e insistente—. ¡Mírame!
El joven dejó de balancearse de un lado a otro, aunque siguió cubriéndose la cara con las manos.
—¡Mírame! —rugió Billy T. golpeando la mesa con la palma abierta hasta hacer vibrar los cristales de las ventanas. El chico dio un respingo y apartó las manos—. Entendemos que estés jodido. Todos los que estamos aquí comprendemos que tienes que estar pasándolo fatal. —Billy T. se inclinó sobre la mesa—. Pero no eres el único en toda la historia de la humanidad que ha perdido a su madre. ¡Tienes que hacer un esfuerzo por controlarte!
Per Volter se incorporó furioso en el asiento.
—No lo soy, pero sí el único que luego tiene que ver su vida familiar diseccionada en toda la prensa nacional.
Estaba llorando, un llanto silencioso con pequeños sollozos. No paraba de frotarse los ojos, pero no servía de nada.
—Eso es verdad —dijo Billy T.—, me es imposible ponerme en tu lugar. Pero aun así debes dejar que hagamos nuestro trabajo. En este momento consiste en contaros a tu padre y a ti en qué punto de la investigación nos encontramos. Si quieres escucharnos, estará bien. Si no, te sugiero que te marches. Puedo pedir a alguien que te acompañe por la puerta de atrás para que te libres de la prensa de ahí fuera.
El joven no contestó. Seguía llorando.
—Eh —dijo Billy T. en voz baja—. ¡Per!
Per Volter levantó la vista. Los ojos del policía eran extraños, de un azul claro y gélido, un color plano que parecía propio de una película de terror o de un perro peligroso. Pero su boca dibujaba una leve sonrisa que dejaba traslucir una comprensión que Per Volter no había sentido desde que su madre fuera asesinada de un disparo.
—¿Quieres quedarte o te vas? ¿O prefieres esperar en mi despacho y así hablamos luego tú y yo?
Per Volter se obligó a sonreír.
—Lo siento. Me quedo.
Se sonó los mocos en el pañuelo de papel que le ofreció el jefe de la secreta, volvió a incorporarse, cruzó las piernas y se quedó mirando al comisario jefe como si se preguntara, entre sorprendido e impaciente, por qué la reunión había terminado antes de empezar.
No duró mucho tiempo. El comisario jefe hizo un breve resumen y dio la palabra al jefe de inteligencia, quien también fue muy sucinto. Billy T. sabía que la información que estaba dando había sido concienzudamente filtrada; en realidad, Ole Henrik Hermansen estaba contando todo y nada. Lo más interesante fue que, cuando mencionó la pista de los extremistas en términos muy generales, su boca adquirió una expresión extraña y sus labios no mostraron su habitual firmeza.
—El vigilante —concluyó Billy T.—. Tienen algo relacionado con él.
»¿Eh? —contestó de pronto. Al parecer, el comisario jefe había dicho su nombre tres veces sin que lo oyera—. Ah, sí, perdón. El pastillero.
Billy T. sacó una bolsita de plástico del bolsillo y la depositó frente a Roy Hansen. El viudo no había dicho ni una palabra desde que Per le gritó, y tampoco ahora abrió la boca. Miró la bolsa sin mover un músculo de la cara.
—¿Reconoces esto? —preguntó Billy T.—. ¿Era el pastillero de Birgitte?
—Nunca lo había visto —dijo Per antes de que su padre tuviera tiempo de contestar.
El joven se inclinó hacia delante para coger la bolsa. Billy T. lo detuvo extendiendo su mano abierta a gran velocidad.
—Todavía no. ¿Lo reconoces?
Sacó el pastillero de la bolsa y lo sostuvo frente a Roy Hansen.
—Es nuestro —susurró el viudo—. Fue un regalo de boda para Birgitte y para mí. Es el que os enseñé en la foto.
—¿Seguro?
Roy Hansen asintió despacio sin apartar la vista de la cajita.
—Nunca lo había visto —repitió Per Volter.
—¿Dónde la habéis encontrado? —preguntó Roy Hansen tendiendo la palma abierta hacia Billy T.
—En el piso de Benjamin Grinde —dijo Billy T. depositando la cajita en la mano de Roy Hansen.
—¿Cómo? —Per Volter miraba al uno y al otro—. ¿En casa del juez ese del Supremo?
Todos los policías asintieron esforzadamente, como si así la afirmación resultara más cierta.
—En casa de Benjamin Grinde —repitió Roy Hansen—. ¿Por qué?
Dejó de examinar cada detalle del pastillero.
—Bueno, eso era lo que esperábamos que alguno de vosotros pudiera explicarnos —dijo Billy T. dando vueltas al diamante que llevaba en la oreja.
—Ni idea —murmuró Roy Hansen.
—¿Ni una suposición?
La desesperación dio paso a la agresividad. El viudo levantó la voz.
—Tal vez Benjamin lo robó, ni más ni menos. Se lo afanó en algún momento, ¿qué sé yo? A lo mejor fue hace muchos años. No había visto esa cosa desde ni se sabe cuándo.
—No. En ese caso tuvo que ser el día que se reunió con Birgitte antes de que la asesinaran —dijo Billy T. con voz serena—. Su secretaria confirma que el pastillero solía estar sobre su mesa.
Miró a Per Volter, que se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Ni idea. Nunca lo había visto.
—Supongo que has notado que es difícil abrirlo —dijo Billy T. dirigiéndose a Roy Hansen—. Pero nosotros lo hemos conseguido. Dentro hay un mechón de pelo, parece de un bebé…
Per jadeó e hizo un esfuerzo evidente por no echarse a llorar otra vez.
—Pensamos… —empezó Billy T.—. Creemos que tal vez… No resulta fácil hacer esta pregunta, Hansen, pero…
Roy Hansen parecía haber encogido y tenía los ojos cerrados.
—Como hemos recalcado, cualquier información puede ser relevante en el caso de Birgitte, y por eso no me queda más remedio que preguntar…
Billy T. se pasó la mano por el cráneo afeitado, moviéndola adelante y atrás con aire pensativo. Evitó con mucho cuidado mirar al comisario jefe. Sabía lo que su superior estaba a punto de decir.
—¿Por qué no dijiste nada del bebé muerto? —soltó precipitadamente—. ¿De vuestra hija?
—Billy T. —dijo el comisario en tono cortante e hizo una pausa—. Esto no es un interrogatorio. No hace falta que contestes ahora a esa pregunta, Hansen.
—¡Pero quiero hacerlo!
Se levantó y fue hacia la ventana con movimientos rígidos, antes de girarse bruscamente hacia los demás.
—Hace un momento dijiste que no sabías lo que era que la prensa contara tu vida. Tienes toda la razón. ¡No tienes ni idea! A toda Noruega le interesa Birgitte, a vosotros os preocupa Birgitte. Estoy resignado a ello. Pero hay algo que es solo mío. ¡Mío! ¿Lo entiendes?
Estaba junto a Billy T., apoyó una mano sobre la mesa y le miró a los ojos.
—¿Por qué no he dicho nada de Liv? ¡Porque no os importa! ¿Vale? La muerte de Liv fue nuestra tragedia, de Birgitte y mía.
Su ira desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. De pronto daba la impresión de que no sabía muy bien dónde estaba ni por qué. Miró desconcertado a su alrededor y volvió a sentarse.
Se hizo un largo silencio.
—Bueno —dijo Billy T. guardando con cuidado el pastillero en la bolsita e introduciéndola en el bolsillo de su chaqueta—, lo dejaremos estar. Si he dicho algo que ha podido herirte, lo lamento. Solo una cosa más… —Miró al comisario jefe, quien le autorizó a seguir con gesto desganado—. Hay algo que de ninguna manera debe saberse. Hasta ahora hemos conseguido evitar que la prensa se entere y nos gustaría ser los únicos en conocer esta información unos días más. Hemos… —Sacó un sobre de su cartera y depositó su contenido frente a los dos deudos—. Sabemos que esta fue el arma empleada para cometer el crimen —dijo señalando las dos fotos—. Es un revólver ruso…
—Un Nagant —le interrumpió Per Volter—. Un M1895 ruso. —Observó fijamente la foto—. ¿Dónde está el arma?
—¿Por qué? —preguntó Billy T.
—¿Dónde está el arma? —repitió Per Volter. El rojo de sus mejillas le daba un aspecto febril—. Quiero ver el arma.
En tan solo unos minutos, un agente había llamado a la puerta, había entregado un revólver a Billy T. y se había despedido con un movimiento de cabeza.
—¿Puedo tocarlo? —preguntó Per en voz baja mirando a Billy T., que asintió.
Con aire profesional, Per Volter inspeccionó el arma que le había quitado la vida a su madre. Revisó el tambor, vio que estaba vacío, apuntó al suelo y disparó.
—¿Conoces este tipo de revólver? —preguntó Billy T.
—Sí, conozco esta arma muy bien. Es mía.
—¿Tuya?
El jefe de la secreta casi había gritado.
—Sí. Este Nagant es mío. ¿Alguien puede decirme cómo ha llegado hasta aquí?
17.30 Parque Sten
Se arrepentía profundamente de no haber insistido en que el encuentro fuera en otra parte. Odiaba el parque Sten. Era casi imposible cruzar aquel pequeño pulmón verde entre la calle Sten y Pilestredet sin que se le acercara alguna de la escoria que solía deambular por allí, asquerosos maricones que le tomaban por uno de ellos, daba igual cómo se comportara o vistiera. En una ocasión uno de aquellos tipos, para adularle, le había llamado Jonas Fjeld, el gigante rubio, y eso fue lo que le salvó de que lo derribara de un golpe. Brage Håkonsen tenía en su librería las obras completas del escritor racista Øvre Richter Frich, creador del héroe Jonas Fjeld.
Además, deberían haber quedado más tarde. Todavía era de día. Pero su contacto había insistido; se marchaba al extranjero y quería finiquitar aquello cuanto antes.
Brage Håkonsen ya había atravesado el parque tres veces. Era imposible quedarse parado, porque entonces aparecían reptando, aquella plaga de la sociedad.
Por fin. El hombre de la gabardina oscura hasta los pies le hizo un gesto mínimo. Brage miró a su alrededor con mucha discreción y se dirigió hacia el tipo. Cuando se cruzaron, notó que algo caía en el interior de su bolsa, un saco de nailon con algo de ropa deportiva en el fondo. Había soltado una de las asas justo a tiempo.
Volvió a cerrarla y se encaminó a toda prisa hasta unos cubos de basura a la entrada del pequeño parque. Abrió uno y tiró un sobre viejo, junto con un envoltorio de helado que había encontrado media hora antes.
Cinco mil coronas no era mal precio por un arma eficiente y sin registrar. Imposible de localizar. Cuando salía del parque, Brage Håkonsen vio por el rabillo del ojo que el hombre de la gabardina hasta los pies se dirigía a los cubos de basura. Brage sonrió y agarró la bolsa con más cuidado.
De repente, un escalofrío helado recorrió su columna vertebral. Aquel hombre, el que estaba debajo de un gran árbol leyendo un periódico. Lo había visto antes. Ese mismo día, hacía poco. Se esforzó por recordar dónde. ¿En el quiosco? ¿En el tranvía? Aceleró y miró por encima de su hombro para ver si el tipo del periódico le seguía. No lo hizo. El hombre le lanzó una mirada y volvió a concentrarse en su lectura.
Sería uno de ellos, uno de aquellos maricones. Brage respiró aliviado y corrió despacio hacia la facultad de veterinaria. Pero no se le iba de la cabeza aquel hombre del periódico. Tenía que ir a la cabaña para esconder el arma allí. Por el momento. Hasta que el plan estuviera concluido. Ya casi estaba, pero no del todo. No estaba seguro de a quién llevar consigo. No podía hacerlo solo. Pero quería un solo ayudante. Cuanta más gente estuviera involucrada mayor era la probabilidad de que todo se fuera a la mierda.
Ahora que la primera ministra había sido eliminada, era el turno del presidente del Congreso de los Diputados. El valor simbólico sería enorme. Pero algo le hizo dudar cuando abrió la puerta de su apartamento. No podía ir a la cabaña. Casi nadie sabía de su existencia. Tan solo la anciana del primero, a la que ayudaba a cargar la compra y cuando le tocaba limpiar la escalera, y que como muestra de agradecimiento le había entregado las llaves de su cabaña. Era una mujer muy vieja y no tenía hijos, y apenas conocía a nadie salvo a los trabajadores sociales que le traían comida caliente tres veces a la semana. Un anciano pellejo, pero también toda una señora. No había tenido segundas intenciones cuando empezó a charlar con ella de vez en cuando, pero cuando supo que su marido había luchado con los nazis y muerto durante la guerra, empezó a ayudarla. Había que cuidar de los nuestros. Era una cuestión de honor.
Quería ir a la cabaña. Pero algo le decía que no debía ir. Y que el arma tampoco debía estar en su piso, ni en su trastero.
Fue al sótano, abrió el trastero de la señora Svendsby y dejó la pistola empaquetada detrás de cuatro tarros de mermelada casera del año 1975.
Cuando cerró la puerta y dejó la llave entre dos vigas del techo, aún no había mirado el arma.
La señora Svendsby tenía mal las caderas y hacía quince años que no bajaba al sótano.
19.10 Restaurante Tranen
El restaurante Tranen ni siquiera había hecho un intento de ponerse de moda. Mientras que todos los cafés cutres de Oslo eran invadidos por pijos que llegaban desde el otro lado de la ciudad para hacer turismo, Tranen seguía siendo demasiado cutre. Su clientela no se había acercado a los barrios bien en su vida, y ahora la mayor parte de ellos ya no se encontraban en condiciones de ir a ninguna parte. Allí estaban, con unas pocas coronas de la asistencia social, las caras amoratadas y unas vidas de las que nadie estaba interesado en saber nada. Hanne Wilhelmsen sabía que, si alguien se tomara la molestia de escuchar, se enteraría de historias desgarradoras. Pero esa gente se limitaba a quedarse allí metiendo ruido, con las mejillas enrojecidas y sus destinos tan cuidadosamente ahogados en alcohol que nunca nadie los descubriría.
Consultó su reloj e intentó no irritarse. En ese momento Øyvind Olve entró por la puerta sin aliento. Miró desconcertado a su alrededor y pareció creer que se había equivocado. En la primera mesa había alguien vestido de vaquero. Vale que se trataba de una mujer y que, a decir verdad, en su vida parecía haber puesto su ancho trasero sobre nada que recordara a un caballo, pero llevaba el disfraz completo. Lucía una brillante cazadora de piel roja con largos flecos de nailon fosforescente y tachuelas que formaban sobre su espalda las palabras DIVINA LOCURA en letra redondilla. En la cabeza llevaba una copia en blanco de un sombrero Stetson, y los vaqueros eran tres tallas demasiado pequeños y casi le impedían estar sentada. Tal vez por eso estaba medio incorporada, inclinada sobre un hombre que por lo visto se negaba a invitarla. O tal vez solo quisiera enseñar sus botas de plástico, blancas y brillantes.
—Dijiste que apoquinarías —farfulló intentando coger por el cuello de la camisa al tipo, con el cráneo cubierto de finas hebras de pelo—. Joder, Barrilete. ¡Mierda! Prometiste que me invitarías.
El hombre intentaba librarse de la supuesta promesa, literalmente. Tiró un vaso de medio litro de cerveza que estaba casi sin empezar y los cinco que estaban sentados a la mesa observaron con horror cómo el preciado líquido desbordaba la mesa y caía al suelo en cascada.
—Joder, Barrilete, ¿qué has hecho? Pues ahora sí que me debes otra —lloriqueó la vaquera.
Øyvind Olve no localizó a Hanne Wilhelmsen hasta que ella le llamó. Aliviado por alejarse del rodeo de la puerta, se dejó caer en una silla frente a ella y soltó su maletín sobre la mesa.
—Øyvind —le reprochó ella con una sonrisa—, ¿cuándo vas a agenciarte algo mejor que eso?
Él observo ofendido su maletín, una cartera pequeña de nailon azul y rojo con el logo del Partido Laborista en una esquina.
—¡Pues a mí me gusta!
Hanne Wilhelmsen echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—¿Te parece bonito? Pero si es espantoso. ¿Te lo han regalado en la convención anual del partido o algo así?
Øyvind Olve asintió desconcertado y dejó el maletín en el suelo, fuera de la vista de la oficial de policía. Hanne le indicó la cerveza que tenía delante con un movimiento de cabeza. Había pedido para los dos.
—¿Por qué querías que quedáramos aquí? —susurró poniendo los ojos en blanco.
—Porque es el único sitio de todo Oslo en el que puedes tener la absoluta seguridad de que nadie va a escuchar ni una palabra de lo que digas —susurró ella a su vez, mirando a su alrededor con gesto conspirador—. Ni siquiera la secreta ha llegado hasta aquí.
—Pero… —dijo mirando el menú grasiento— ¿aquí se puede comer?
—Comeremos luego en otro sitio —le cortó—. La cerveza es como la de cualquier otro lugar. Ahora cuéntame.
Dio un sorbo y puso los codos sobre la mesa mientras se pasaba la lengua por los labios.
—¿De qué va todo este escándalo sanitario? ¿Qué es lo que está pasando realmente?
—Bueno, cuando ocurren cosas como estas suele ser por una lucha de poder y por filtraciones a los peris.
—¿Los peris? Te refieres a la prensa.
—Lo que decían los periódicos de hoy… —dijo Øyvind dibujando un círculo en el vaho del vaso de cerveza—. No lo sabían ni siquiera en presidencia de gobierno. Parece que alguien nos quiere perjudicar.
—¿Perjudicaros? Pero ¿no es cierto lo que dicen?
—Puede que lo sea y, si fuera el caso, lo haríamos público. El problema es que es la comisión de investigación la que tiene que aclararlo, y al hacerse pública tanta información en una fase tan temprana nos va a ser difícil gestionarlo de forma racional.
—¿«Nos»? Te refieres al partido.
Øyvind Olve sonrió casi acongojado.
—Sí, también. Pero sobre todo al gobierno. Se me olvida todo el rato que ya no estoy en presidencia, perdona.
—¿Y cómo puede esto perjudicar al gobierno en la actualidad? Pero si todo aquello ocurrió hace treinta años…
—Al gobierno se le responsabiliza de todo, eso lo sabes bien. Fue el gobierno el que asumió la responsabilidad de investigar este asunto, aunque el Congreso también estuvo a punto de quedarse con esto. Menos mal que Ruth-Dorthe fue rápida y pudo montar una comisión gubernamental antes de que los del Congreso se enteraran de nada. Por aquel entonces el asunto no parecía lo bastante importante. Pero ahora, verás… —Dio un largo trago a su cerveza y soltó un gemido—. Piensa en el escándalo de las escuchas —continuó, bajando la voz aún más—. Cuando por fin se hicieron públicas las conclusiones del informe de la comisión Lund… —volvió a llevarse el vaso a la boca y se bebió la mitad de su contenido—, ¿no viste cómo intentaron transformarlo en «su» triunfo?
—¿Quiénes?
—La oposición. La Izquierda Socialista y el Partido Centrista. Y otros. Como si fuera el Congreso quien hubiera hecho el trabajo y no un juez del Supremo muy competente con un buen equipo. ¡Como si a nosotros no nos interesara una revisión completa y detallada de cualquier posible irregularidad!
—Pero… —protestó Hanne— el gobierno ya había hecho su propia investigación sin resultado alguno.
—Sí —dijo Øyvind Olve dejando el vaso sobre la mesa con un golpe—, pero ¡no fue culpa del gobierno! Joder, no fue Gro en persona quien estuvo revisando archivos y documentos.
Molesto, pidió otra cerveza. En lugar del camarero, se presentó un tipo que no llegaría al metro cuarenta de estatura y que llevaba un esmoquin. Su nariz había conocido tiempos mejores, aunque no podía haber sido mucho más grande. La boca no se distinguía hasta que la abrió haciendo un elegante gesto con su sombrero de copa.
—¡Señores! Me llena de alegría que este disoluto local también reciba la visita de gente de bien. Permítanme que les dé la más cordial bienvenida en nombre del propietario y de la clientela habitual del Tranen.
Se puso el sombrero con las dos manos e hizo una pequeña y estirada reverencia.
—Mi nombre es Pingüino, y seguro que los señores entienden por qué.
Soltó una gran carcajada y se agarró al borde de la mesa con sus dedos cortos y gruesos. El esmoquin estaba viejo y gastado y el fajín gris le apretaba peligrosamente el orondo torso; los brazos y las piernas eran demasiado cortos en proporción al resto del cuerpo. Hanne empezó a buscar su monedero.
—Pero, señora mía —exclamó el hombre escandalizado—, ¿cómo pueden ustedes creer que mi pequeña expedición hasta su mesa haya sido por motivos egoístas? Mi única razón es desear a esta pareja una feliz estancia.
El hombre bajito miró mal el monedero de Hanne y ella lo volvió a meter en el bolso a toda prisa.
—Muy bien —asintió satisfecho—. Les dejo con su buena conversación y su dorado elixir, y expreso mi más profundo deseo de que los señores vuelvan pronto por aquí.
Chasqueó los dedos y el camarero apareció al momento con dos cervezas sin que Hanne ni Øyvind las hubieran pedido.
—Deja ya de molestar a la clientela, Pingüino —dijo el camarero malhumorado—. ¡Lárgate!
—No nos molesta —dijo Hanne, aunque no sirvió de nada.
El camarero se llevó a empujones al hombrecillo hacia el otro extremo del local.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó Hanne echando el trago que le quedaba de cerveza en el vaso que le acababan de traer.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Øyvind sin poder apartar los ojos del personaje vestido de esmoquin.
—¡Estás en la ciudad! —rio Hanne con malicia—. En el campo no tenéis de esto.
—Sí, tenemos —murmuró Øyvind—, pero no visten de esmoquin.
—Me estabas contando algo.
Øyvind siguió mirando a aquel tipo tan raro.
—Gobernar es un desagradable ejercicio de equilibrismo —dijo por fin—. En todos los sentidos. Sobre todo cuando el desgaste es tan grande como en nuestro partido. Se nos responsabiliza de todo, de todo lo malo. El país está bañado en leche y miel, y aun así todo el mundo está cabreado con el Partido Laborista. Este escándalo sanitario…
Consultó su reloj y se puso la palma de la mano sobre el estómago.
—¿Hambre? —preguntó Hanne Wilhelmsen.
—Sí.
—Luego. Primero cuéntame.
—Vale —prosiguió Øyvind Olve—. Si es cierto que ocurrió algo malo en 1965, por supuesto que estamos interesados en que salga a la luz. Todos. Por muchas razones. Hay que asumir responsabilidades y, sobre todo, aprender de los errores, aunque se cometieran hace tantos años. Pero es importante que las cosas ocurran en el momento adecuado. Al haberse filtrado tanta información a la prensa el gobierno tiene que pasar a la defensiva… ¡Joder, Hanne! En presidencia no sabían nada de esto que se ha publicado hoy.
—Sigo sin entenderlo —dijo Hanne—. En todo caso, afectaría a… ¿Quién estaba en el poder en el sesenta y cinco?
—El último de la saga de los Gerhardsen fue sucedido por Borten —murmuró Øyvind—, pero eso ahora no tiene importancia. La clave es que el gobierno actual parece falto de iniciativa, parece que no está informado de cosas que sí han averiguado los periódicos, y ese es un indicio de debilidad. O por lo menos así lo ve la gente de los medios, y eso es lo que importa.
Øyvind volvió a regurgitar cerveza.
—Tienes que hacer algo por tu sistema digestivo —dijo Hanne.
—Y cuando hoy han relacionado el escándalo sanitario con el asesinato de Birgitte… ahora sí tenemos problemas de verdad.
Se inclinó sobre la mesa y su rostro quedó a unos veinte centímetros del de Hanne.
—Pero seguro que eso es una tontería —objetó Hanne.
—¿Tontería? Seguramente, pero… ¡da igual! Mientras los periódicos lo conviertan en un mismo caso, la gente creerá que lo es. Sobre todo ahora que parece que…
Se echó hacia atrás de golpe y miró hacia la barra, como si no tuviera intención de decir nada más.
—Parece ¿qué? —susurró Hanne.
—Que la policía no tiene ni idea de qué es lo que ha pasado en el caso Volter —dijo Øyvind despacio—. ¿O sí lo sabéis?
Hanne dibujó un corazón en la humedad que el vaso de cerveza había dejado sobre la mesa.
—No me mezcles a mí con la policía. Ahora no estoy trabajando.
Øyvind Olve se agachó inesperadamente y puso el ridículo maletín de nailon sobre la mesa. Abrió la cremallera y sacó tres folios que dejó frente a Hanne.
—Claro. No estás trabajando. Entonces ya me dirás qué hago con esto.
Empujó los documentos hacia ella.
—¿Qué es? —preguntó Hanne, dándoles la vuelta.
—Algo que encontré en el despacho de Birgitte. Tuve que revisar todos los documentos, muchos de ellos trataban de temas políticos comprometidos. Esto estaba metido entre dos carpetas rojas.
—¿Carpetas rojas?
—Asuntos clasificados como reservados.
Los folios recogían una serie de nombres escritos en braille seguidos de lo que parecían fechas.
—Fechas de nacimiento y de fallecimiento —explicó Øyvind Olve—. Está claro que tiene que tratarse de una lista de las muertes súbitas ocurridas en 1965. Y mira aquí…
Cogió los papeles, fue a la tercera página, y buscó un momento con la mirada antes de volver a ponerlos frente a Hanne y señalar.
—Liv Volter Hansen. Nacida el 16 de marzo de 1965, fallecida el 24 de junio de 1965.
—Pero ¿qué es esto?
—Después de dar muchos rodeos y con un montón de medias verdades, he podido averiguar que este listado lo ha confeccionado la comisión Grinde. Los padres de esos niños habían sido seleccionados mediante un programa informático e iban a ser entrevistados en profundidad sobre la salud de sus hijos, comportamiento, hábitos alimentarios, etcétera… hasta el momento de su muerte. Una elección aleatoria, con fines estadísticos. Y, también por casualidad, la primera ministra de la nación estaba incluida en ese grupo. Pero lo más interesante es que el listado no estuvo terminado hasta el 3 de abril: el día anterior al asesinato de Birgitte. La única manera en que esto pudo llegar a sus manos es que Benjamin Grinde se lo diera. He comprobado todas las posibilidades restantes. Correos, actas de reuniones… todo. Tuvo que haberla conseguido a través de Grinde. Y mira esto…
Volvió a señalar una de las hojas. En el margen de la primera página había unas palabras garabateadas: «Otra persona???». «¿Qué decir?».
—¿Qué demonios querrá decir esto? —preguntó Hanne, más para sí misma que para Øyvind.
—No tengo ni idea —contestó él de todas formas—, pero es la letra de Birgitte. ¿Qué hago?
—Vas a hacer lo que deberías haber hecho desde el primer momento —dijo Hanne en voz alta y cargada de reproche—. Vas a entregar estos documentos a la policía. Ahora mismo.
—Pero si íbamos a comer algo —se quejó Øyvind.
20.00 Comisaría de Oslo
Per Volter había empezado a perder pelo. Billy T. podía verlo con claridad, en la coronilla. Era solo cuestión de tiempo que el joven comenzara a quedarse calvo. Pero ahora Billy T. no estaba seguro de qué hacer. Per Volter llevaba casi diez minutos con la cabeza hundida entre los brazos, echado sobre el escritorio del inspector, sin dejar de llorar. La situación se había originado por un pequeño comentario del policía:
—Creo que tienes varias cosas que explicarme.
—¿Crees que maté a mi madre? —había gritado Per Volter, antes de echarse a llorar convulsamente.
Y nada pareció servir de ayuda. Billy T. le había asegurado que no lo estaba acusando. Para empezar, su coartada era indestructible: veinte soldados y tres oficiales podían jurar que el chico se encontraba en una tienda de campaña en la meseta de Hardanger cuando se efectuó el disparo en el despacho de la primera ministra. Por otra parte, no había ningún indicio de que pudiera tener un motivo para hacerlo. Y lo tercero era que, de ser un asesino, no habría dicho que el arma no registrada era suya.
Billy T. había repetido todo aquello varias veces, sin que sirviera de nada. Al final se rindió y decidió que Per Volter llorara todo lo que necesitara. Parecía que iba para largo.
Billy T. se examinó las uñas y consideró la posibilidad de ir al baño. Cuando ya se había decidido y se estaba levantando, Per Volter sorbió con fuerza y alzó la cabeza. Tenía la cara desencajada, roja e hinchada.
—¿Estás un poco mejor? —preguntó Billy T., y volvió a sentarse sin hacer ruido.
Per Volter no contestó, pero se secó la cara con la manga en una especie de mudo asentimiento.
—Toma —dijo Billy T. ofreciéndole pañuelos de papel—. Por lo visto, mantienes tus armas y tu equipamiento en un estado impecable.
El halago venía reforzado por una sonrisa de aprobación, pero no pareció tener un efecto reconfortante en Per.
—¿Habéis estado allí? —preguntó mirando el pañuelo empapado.
—Sí. Dos agentes han estado en casa de tu padre y han escrito un informe que habla de un mantenimiento ejemplar. Las armas en un armario cerrado con llave, la munición en otro. Las cinco armas correctamente registradas.
—Ese registro vuestro es un chiste —murmuró Per Volter—. Que yo sepa es solo para este distrito y ni siquiera está informatizado.
—Estamos esperando la nueva ley de control de armas —dijo Billy T. y sirvió dos tazas de café de un termo de acero. Empujó hacia Per una de ellas, negra y con una foto de Franz Kafka—. Pero… ¿por qué? —añadió, tras dudar un momento.
Per levantó la vista haciendo una mueca porque se había quemado la lengua.
—Por qué ¿qué?
—¿Por qué no habías registrado el Nagant?
Per soplaba el café, pero seguía estando demasiado caliente y lo dejó con cuidado encima de la mesa.
—No llegué a hacerlo. Las otras armas son compradas, mientras que el Nagant fue un regalo. De cuando cumplí dieciocho años. Era de mi abuela materna. Participó muy activamente en la guerra, estuvo en el frente de Finnmark y todo, y solíamos decir que el Nagant era su medalla.
El joven sonrió tímidamente y un leve gesto de orgullo apareció un momento en su rostro.
—Operó a un ruso herido y le salvó la vida. ¡Y ni siquiera era médico! Fue en el otoño de 1943, y el hombre no tenía otra cosa que darle que su arma. Se llamaba Kliment Davidovitsj Raskin. —Ahora sonreía abiertamente—. Cuando era niño me parecía que ese nombre molaba mucho. La abuela le buscó varias veces después de la guerra. A través de la Cruz Roja, del Ejército de Salvación y todo eso. Nunca le encontró. Murió cuando yo tenía dieciséis años. Una mujer estupenda. Ella… —Sus ojos amenazaron con volver a desbordarse y le dio otra oportunidad al café—. El Nagant fue el regalo de cumpleaños de mi madre cuando cumplí los dieciocho —murmuró mirando el fondo de su taza—. Es el mejor regalo que me han hecho nunca.
—¿La has disparado alguna vez?
—Sí. La munición es bastante especial, hay que encargarla. La habré disparado… unas seis o siete veces. Más que nada por darle uso. Es un arma muy poco precisa, y antigua. La abuela nunca la utilizó.
De nuevo le invadió el recuerdo de alguien que ya no estaba. Brotaron lágrimas de su ojo derecho, pero permaneció erguido.
—¿Por qué estás tan cabreado con tu padre, Per?
En el momento en que hizo la pregunta saltaron todas las alarmas internas de Billy T. El chico debería ser informado de que no tenía obligación de declarar contra su propia familia. Aun así, Billy T. no retiró la pregunta.
Per Volter miraba por la ventana. Sostenía la taza de café junto a su cara sin beber de ella. Parecía que el vapor le hacía bien, y cerró los ojos con agrado ante la humedad que se depositaba sobre su rostro enrojecido.
—Cabreado es poco —dijo con voz queda—. Es una mierda de hombre. Engañó a mi madre y a mí me mintió.
Clavó sus ojos en Billy T. Eran de un azul intenso, y por un perturbador instante Billy T. sintió que estaba viendo un fantasma: el chico se parecía a su madre.
—Papá estaba liado con Ruth-Dorthe Nordgarden.
Escupió el nombre como si le costara un gran esfuerzo pronunciarlo.
Billy T. no dijo nada, pero sintió que su corazón se aceleraba, una incómoda vibración que le hizo llevarse instintivamente la mano al pecho y apretar los labios.
—No tengo ni idea de si lo suyo duró mucho —continuó Per—. Pero les pillé in fraganti en casa el otoño pasado. Papá no lo sabía, no sabía que les oí. Se lo conté el otro día. Vaya mierda…
Dejó la taza sobre la mesa con un golpe, apoyó los codos en los muslos y hundió la cara entre las palmas. Se balanceó despacio, adelante y atrás, mientras hablaba a sus manos.
—Ni siquiera sé si mamá lo sabía.
No dijo nada más. Hacía demasiado calor en el pequeño despacho, el calor se pegaba a la piel y Billy T. seguía sintiendo la alarmante punzada a la izquierda de las costillas. Intentó levantar el brazo, pero le provocó un dolor que le hizo detenerse.
—Ojalá tuviera una familia normal —susurró Per con voz apenas audible—. Ojalá no tuviera que leer sobre nosotros en los periódicos. Sobre…
—Sobre tu hermana —completó Billy T.
El dolor se había moderado algo, pero su corazón seguía latiendo con fuerza a un ritmo desconocido.
Per Volter se apartó las manos de la cara y volvió a mirar a Billy T. directamente a los ojos. El parecido con su madre era escalofriante.
—No sabía nada de mi hermana hasta que lo leí en el periódico —dijo con voz inexpresiva—. ¡Nada! ¡No sabía que tuviera hermanos! ¿No tenía derecho a saberlo? ¿Eh? ¿No crees que deberían haberme contado que una vez tuve una hermana?
Ahora casi gritaba. La voz se le quebraba y le salían gallos.
Billy T. asintió, pero no dijo nada.
—Siempre creí que mi madre trabajaba tanto por… su sentido del deber. El partido y la nación y todo eso. Ahora creo…
Rompió a llorar otra vez. Se resistía, tragaba saliva y se frotaba los ojos. Su cuerpo estaba demasiado agotado para soportar otra ronda de llanto. Pero resistirse no sirvió de nada. Las lágrimas y los mocos brotaban y las mangas de su camisa estaban demasiado empapadas como para absorber algo cuando apretaba la cara contra sus antebrazos.
—Yo creo que en realidad no me quería tanto. Si había podido olvidar a un bebé hasta el punto de no mencionarlo nunca, no es extraño que de vez en cuando también se olvidara de mí. No nos quería a ninguno de los dos.
—Creo que te equivocas, y mucho —intentó calmarlo Billy T., aunque se daba cuenta de que su voz sonaba débil y poco convincente—. Que no se hable de alguien no quiere decir que no se le quiera. Debes recordar que…
—¿Puedes imaginarte lo que es leer algo así en el periódico? —le interrumpió Per Volter—. ¿Eh? ¿Leer sobre los asuntos familiares más secretos de los que yo no sabía nada? ¡Odio a mi padre! ¡Odio a ese hombre!
Billy T. guardó silencio. No sabía qué decir. El dolor del joven era tan intenso e imposible de manejar que no cabía en ninguna parte. Estaban en un despacho demasiado caluroso y cerrado, era como si pudiera explotar en cualquier momento.
Billy T. sabía que debía dejar que el chico se siguiera desahogando. Sabía que debía sacarlo de allí, darle algo de comer y de beber, y llevarlo a un lugar donde pudiera continuar hablando, donde tuviera con quién hablar. Ahora que se había desencadenado la gran erupción, Per Volter debería tener la oportunidad de vomitar todo lo malo que llevaba dentro.
Pero Billy T. estaba demasiado agotado. No podía más. Cerró los ojos mientras pensaba cómo iba a ser capaz de llegar hasta su cama.
—Haré que alguien te lleve a casa —dijo en voz baja.
—No quiero ir a casa —contestó Per Volter—. No sé adónde quiero ir.
23.20 Calle Vidar, 11c
No podía dormir. Pensaba en el arma escondida detrás de los tarros de mermelada en el trastero de la señora Svendsby. Aunque estaba más segura allí que en el suyo, el escondite no le gustaba. Debería estar en la cabaña.
El hombre del periódico también le preocupaba. No era como los otros. No parecía interesado en él, no de esa manera. Pero aun así le había estado observando. Y eso le hacía sentirse muy intranquilo.
Brage Håkonsen se dio la vuelta y notó que la sábana empezaba a estar húmeda de angustia. Gimió desesperado y se levantó de la cama. Tenía muchas ganas de llamar a Tage. Necesitaba ayuda del exterior. Sería lo más seguro. Pero no podía llamar. Su teléfono podía estar intervenido. El móvil era otra opción, pero, por otro lado, aunque la policía no pudiera escuchar la conversación, podría averiguar adónde había llamado. Por eso preferían las cabinas de teléfono y las cartas cifradas que quemaban nada más leerlas.
Era como si tuviera el cuerpo lleno de hormigas. Le picaba la piel y dio vueltas por el piso, rascándose la tripa inquieto. Al final se montó en la bicicleta estática y puso la resistencia a tope. Pedaleó y pedaleó, y después de hacer un par de kilómetros sus músculos empezaron a relajarse. El sudor se pegaba a su cuerpo semidesnudo y su respiración era pesada y rítmica.
Llamaron a la puerta.
Brage Håkonsen se quedó rígido, soltó los pedales y dejó que siguieran dando el último par de vueltas hasta pararse.
No pensaba abrir. No tenía ni idea de quién podía ser, pero la intranquilidad y la desagradable tensión de antes habían vuelto, unas contracciones en el estómago que de pronto le hicieron echarse a temblar. Lentamente volvió a meterse en la cama, pero no se atrevía a apagar la luz. Cualquier cambio en el apartamento que pudiera verse desde el exterior delataría que había alguien en casa.
Volvieron a llamar, con firmeza e insistencia.
Permaneció inmóvil. Se negaba a abrir. Nadie debería llamar a la puerta tan tarde. Tenía todo el derecho a no abrir. De pronto se acordó de las revistas pornográficas, y cuando se incorporó sin hacer ruido, mirando el considerable montón de ellas que tenía en la mesilla de noche, le preocuparon más que la pistola del sótano. Se levantó deprisa, sigilosamente, alzó el colchón y escondió las revistas entre las tablas de madera del somier.
Volvieron a llamar una tercera vez. Con furia, ininterrumpidamente durante un minuto.
No tenía nada en la casa por lo que pudieran detenerle. No tenía ningún asunto pendiente con nadie. Tendría que abrir.
Se puso un albornoz azul oscuro con rayas negras y se ató el cinturón mientras iba hacia la puerta.
—Ya va, ya va —murmuró mientras quitaba la cadena de seguridad para abrir.
Eran dos hombres. Los dos tendrían unos cuarenta años. Uno llevaba un traje entre marrón y gris y corbata; el otro, pantalón y chaqueta con el cuello de la camisa abierto.
—¿Brage Håkonsen? —preguntó el del traje.
—Sí.
—Somos de la policía.
Los dos le mostraron una tarjeta plastificada con su foto y el león del escudo de armas.
—Estás arrestado.
—¿Arrestado? ¿Por qué?
Brage Håkonsen dio instintivamente un paso atrás, y los dos hombres se deslizaron hacia el interior. El que iba vestido de sport cerró la puerta sin hacer ruido.
—Por adquisición ilegal de armas.
El hombre le tendió una hoja azul, pero Brage se negó a cogerla.
—¿Arma? ¡Yo no tengo ninguna maldita arma!
—Lo que no tienes es permiso de armas —dijo el más alto de los dos.
—A pesar de eso compraste un arma esta tarde, en el parque Sten.
Joder, ¡joder! El del periódico no era un maricón de mierda, era policía.
—No es cierto —dijo Brage Håkonsen, pero fue a vestirse.
Ni siquiera le dejaron ir solo al dormitorio; el alto le siguió y no le perdió de vista hasta que estuvo listo para ir a Grønnlandsleiret, 44.