02.00 Redacción del KA
Si Liten Lettvik hubiera tenido un rabo, lo estaría menando de un lado a otro de pura satisfacción. Estaba inclinada sobre el ordenador, estudiando la propuesta de portada para la edición del día. Le interesaba sobre todo la foto: la foto de la boda de Birgitte Volter y Roy Hansen tomada por el padre de Benjamin Grinde, el fotógrafo Knut Grinde. Birgitte Volter tenía tripita, un poco demasiado prominente para pasar por la moda de la época, solo dos años después de la muerte de Marilyn Monroe.
—¿De dónde has sacado estas fotos? —preguntó el responsable de la edición.
No esperaba respuesta, y Liten Lettvik no respondió. Se limitó a sonreír con suficiencia y pedirle que imprimiera la portada.
—Hazlo tú misma —gruñó.
Pero nada podía estropear el humor de la periodista esa noche. Fue a su despacho, abrió su ordenador y entró en la edición del día.
Amigo de la infancia investiga una tragedia familiar
Fotos hasta ahora nunca publicadas de la primera ministra Birgitte Volter.
Por LITEN LETTVIK (Fotos: archivo privado)
KA presenta hoy en exclusiva aspectos hasta ahora desconocidos de la vida de la fallecida primera ministra Birgitte Volter. Las fotos, pertenecientes a la juventud de Volter, se publican por primera vez.
También se desconocía que Birgitte Volter y su esposo Roy Hansen perdieron en 1965 a su hija de tres meses, Liv, en trágicas circunstancias. Birgitte Volter tenía solo 19 años cuando nació la niña, pero aun así fue capaz de acabar el bachillerato. Como es sabido, nunca llegó a tener estudios universitarios; dos meses después de la muerte de Liv empezó a trabajar como secretaria en el monopolio estatal de venta de alcohol. No tuvo más hijos hasta 1975, cuando nació Per Volter, que estudia actualmente en la Escuela de Oficiales. La familia ha mantenido una actitud muy reservada sobre la muerte de Liv. Fuentes consultadas por KA, personas que afirman ser muy cercanas a la familia Volter-Hansen, aseguran que no sabían nada del trágico acontecimiento. KA no ha podido obtener declaraciones al respecto de Roy Hansen, el viudo de Birgitte Volter.
Tampoco era de dominio público que Birgitte Volter y Benjamin Grinde fueran amigos íntimos en su juventud. Más de treinta años después, ese mismo Benjamin Grinde va a dirigir la investigación sobre los sucesos ocurridos en 1965, año en el que murió un número anormalmente elevado de bebés en Noruega.
Continúa en págs. 12 y 13.
Liten Lettvik encendió otro purito y fue a la página 12.
«Muy sospechoso», declara un catedrático
Fred Brynjestad dirige duras críticas a Grinde.
Por LITEN LETTVIK y BENT SKUL (Foto)
«Hay serios motivos para dudar de la competencia del juez del Tribunal Supremo Benjamin Grinde para dirigir las tareas de investigación de lo que pudo ser un enorme escándalo sanitario en 1965», afirma el doctor Fred Brynjestad, catedrático de derecho civil, en declaraciones a KA. La presidenta de la comisión de Asuntos Sociales del Congreso de los Diputados, Kari-Anne Søfteland (centro), está profundamente sorprendida por las nuevas informaciones relativas al caso, y afirma que ella y el resto del Congreso han sido víctimas de un engaño.
«Si resulta ser cierto que Birgitte Volter perdió una hija ese año, y que en aquella época mantenía una relación de estrecha amistad con Benjamin Grinde, hay razones más que suficientes para dar la voz de alarma —afirma Brynjestad—. Antes de que a Grinde se le propusiera presidir la comisión, la primera ministra debería haber visto que se trataba de una situación muy irregular. Pero aún más grave es que el mismo Grinde no fuera consciente de ello —denuncia Brynjestad—. Grinde es un excelente jurista y estas lamentables circunstancias deberían ser evidentes para él».
Brynjestad añade que no es seguro que Grinde deba ser inhabilitado, pero podría serlo, y eso debería haber sido motivo suficiente para que no hubiera aceptado el cargo.
«Se ha convertido en una lamentable tendencia en nuestra sociedad que nuestros líderes tengan conexiones entre ellos, y los límites entre el poder y los grupos de presión se diluyen para el ciudadano de a pie. Tenemos una red invisible de poder que no podemos controlar».
Como conclusión de las investigaciones que KA ha llevado a cabo las últimas semanas, Benjamin Grinde destaca como uno de los personajes más influyentes de la sociedad noruega. No solo era amigo de infancia de Birgitte Volter, sino que también cuenta con numerosas amistades en el Congreso y en la judicatura. Entre los años 1979 y 1984, perteneció al mismo coro que Kari Bugge-Øygarden (laborista) y Fredrik Humlen (conservador). En sus tiempos de estudiante tuvo trato con el que luego sería presidente de Orkla, Haakon Severinsen, y con la directora del Hospital Central de Oslo, Ann-Berit Klavenæs, entre otros.
La diputada Kari-Anne Søfteland (centro) afirma estar escandalizada porque estas circunstancias no hayan salido antes a la luz.
«Ahora tendremos que sopesar la necesidad de renovar la comisión por completo», ha declarado por teléfono a KA desde las Seychelles, donde la comisión para Asuntos Sociales se encuentra de viaje para estudiar de cerca el funcionamiento de los ambulatorios locales.
«Esto demuestra lo necesario que es que sea el Congreso mismo quien tenga el control sobre este tipo de cuestiones. Probablemente debería haber sido el Congreso quien designara esta comisión. El retraso que podría producirse es muy de lamentar, ya que haría que la investigación se demore mucho más», concluye.
Liten Lettvik se desconectó. Sacó el álbum de un cajón y se dedicó a pasar las páginas con aire distraído. En varios lugares había huecos; las esquinas de papel que deberían sujetar las fotos familiares parecían marcos sin sentido alrededor de un espacio en blanco.
Liten Lettvik solo tenía un problema: ¿cómo devolver el álbum? Pasó un buen rato meditando sobre la cuestión mientras la habitación se llenaba de un humo blanco y ligero.
«En realidad no tiene importancia —decidió—. De hecho, podría quemarlo». Se lo llevó a casa, por si acaso.
07.00 Jardín Botánico, Tøyen
A Hanne Wilhelmsen le gustaba la sensación de que el sudor corriera y el corazón protestara. Al subir por la leve cuesta de Trondheimsveien había incrementado la marcha, y entró por la puerta del Botánico haciendo un sprint hasta el Museo de Zoología. Eligió un banco bajo un árbol que no supo identificar. La letra del cartelito era ilegible; algún vándalo la había cubierto con su firma de grafiti.
Nunca había estado en tan buena forma. Cerró los ojos para notar el aroma de los árboles que habían iniciado su andadura hacia el largo y agotador verano. Cecilie tenía razón: al dejar de fumar mejoraba el olfato.
Un anciano caminaba hacia ella, llevando un rastrillo en una mano y una pala pequeña en la otra.
—Un tiempo estupendo —dijo sonriendo hacia el cielo malhumorado y gris que les cubría.
Lloviznaba. Hanne Wilhelmsen se echó a reír.
—Pues sí, desde luego.
El hombre la miró y se decidió. Se sentó a su lado en el banco y sacó un pedazo de tabaco de mascar que se colocó con cuidado debajo de la lengua.
—Este es el mejor tiempo posible —murmuró—, lluvia al amanecer y sol por la tarde.
—¿Usted cree? —preguntó Hanne escéptica, echando la cabeza hacia atrás.
La llovizna le cubrió el rostro como una toallita húmeda japonesa.
—Segurísimo —dijo el hombre sonriendo—. ¡Mire ahí!
Señaló hacia el oeste, donde resaltaba la iglesia de Sofienberg contra un fondo blanco grisáceo.
—¿Ve esos claros de ahí? —Hanne asintió—. Cuando hay claros justo ahí sobre Holmenkollen, un poco hacia el sudoeste, y no hace viento como ahora, al cabo de unas horas hace bueno.
—Pero eso no es lo que han dicho los del tiempo. Han pronosticado lluvia hasta el miércoles —dijo Hanne mientras estiraba.
El anciano rio intensamente y escupió saliva marrón.
—He trabajado aquí durante cuarenta y dos años —dijo con satisfacción—, cuarenta y dos años cuidando de mis plantas. Sé lo que les va bien de agua, sol y cuidados. Este es un curro estupendo, señora. Mucha gente cree que estos árboles y plantas requieren un montón de tratamientos científicos de esos, pero estas criaturas necesitan más que eso…
Se quedó mirándola. Ella dejó los estiramientos y le devolvió la mirada. El rostro del anciano estaba muy curtido y arrugado, y a Hanne la sorprendió que aún trabajara. Por su aspecto hacía mucho que debería haberse jubilado. Era una compañía agradable, desprendía una paz que no le exigía decir mucho.
—Es algo instintivo, ¿vale? Me dan libros y tratados y no sé qué más, pero yo no necesito nada de eso, sé lo que le hace falta a la florecilla más chiquitita y a cada uno de los gigantescos árboles de este jardín. Tengo instinto, ¿sabe, señora?, sé qué tiempo va a hacer y lo que necesita cada insignificante florecilla.
Se acercó a una plantita que estaba cerca del banco. Hanne no sabía si era un árbol joven o es que era así de pequeña.
—Mire este arbusto, señora. ¡Procede de África! No necesito leer ningún libro para entender que esta señorita requiere una porción extra de calor y cuidados, ¿vale? La pobre echa de menos el calor y a las compañeras que dejó en África.
Pasó la mano por el tronco y Hanne tuvo que abrir y cerrar los ojos varias veces; parecía que a la planta le gustaba su tacto. Su mano era grande y áspera, pero tocaba la planta con sensual suavidad.
—Usted quiere a estas plantas —sonrió Hanne.
Él se incorporó con dificultad y se apoyó en el rastrillo.
—No se puede hacer un trabajo como este sin quererlas. Llevo cuarenta y dos años haciéndolo, ¿sabe? ¿Usted a qué se dedica?
—Trabajo en la policía.
El hombre lanzó una contagiosa y sonora carcajada.
—Pues entonces no le faltará trabajo. Pero ¿y lo de esa pobre Birgitte que la palmó? ¿Todavía tiene tiempo de estar corriendo por ahí?
—Bueno, en realidad estoy en excedencia —empezó a explicar Hanne, pero cambió de opinión—. Además, tengo que mantenerme en forma pase lo que pase, ya sabe.
El hombre sacó un gran reloj de bolsillo.
—Uy, tengo que ponerme a trabajar. Esta es la época más cansada del año, la primavera y todo eso. Adiós. —Sonrió y se despidió con el rastrillo. A mitad de la cuesta se dio la vuelta y regresó—. No sé nada de esas investigaciones, yo solo soy jardinero. Pero seguro que a vosotros os pasa lo mismo: lo más importante es hacer caso del instinto.
Hanne Wilhelmsen había vuelto a sentarse.
—Sí —dijo en voz baja—. Creo que tiene razón.
El anciano volvió a despedirse levantando el rastrillo y siguió su camino.
Hanne Wilhelmsen respiró hondo. El aire era fresco y húmedo, y la depuraba por dentro. Su cabeza se aligeró y sus pensamientos parecían más claros y estructurados. Se sentía como monsieur Poirot, a merced de las pequeñas células grises. No era lo habitual. Estaba acostumbrada a tener el control de una investigación, solía disponer de toda la información relativa al caso, y ahora solo podía acceder a retazos; incluso Billy T. había expresado su frustración por trabajar en un equipo tan numeroso, en el que solo unos pocos tenían acceso a todos los datos. Era cierto que Håkon tenía una visión más global, pero no sabía bien por dónde tirar y estaba más preocupado por el inminente parto de Karen que por otra cosa.
La víctima tenía dos identidades. Era la primera ministra Volter y era Birgitte. ¿Cuál de ellas había sido asesinada?
Hanne echó a correr de nuevo, cuesta abajo. Pasó junto al anciano, que estaba de rodillas cavando en la tierra y ni siquiera la vio. Aceleró.
Ninguna de las identidades estaba asociada a un móvil, al menos a uno evidente. Hanne sentía un profundo escepticismo hacia las especulaciones sobre una conexión internacional con la que jugaba la prensa a todas horas. La pista que llevaba a los extremistas resultaba más fiable, aunque la policía secreta no parecía tener mucho que ofrecer por ese lado tampoco. Claro que era difícil saber por dónde iban los chicos del último piso.
Según Billy T., la vida de Birgitte Volter parecía aburridísima. Su vida privada. No era lo bastante intensa como para ocultar algún escándalo; su vida pública lo ocupaba todo. Si había tenido un amante secreto, era el más clandestino de la historia. Los rumores que se referían a ella, como a cualquier personaje público, eran poco concretos y resultaban imposibles de comprobar, y además solían referirse a hechos ocurridos mucho tiempo atrás.
Tampoco había ninguna razón para asesinar a la primera ministra. En Noruega no se mata al primer ministro. Por otra parte, seguro que Olof Palme había pensado lo mismo de su país cuando no quiso llevar guardaespaldas al cine aquella funesta noche de febrero de 1986.
Hanne había llegado hasta el parque de Sofienberg y no llovía. Miró hacia el oeste. Los claros que había señalado el anciano se habían hecho más grandes; ahora había un pequeño trozo de cielo azul. Se sentó en un columpio y se balanceó despacio, adelante y atrás. Los pocos que tenían acceso al gabinete de la primera ministra parecían totalmente improbables como autores del crimen. Si Wenche Andersen hubiera asesinado a su jefa a sangre fría, se habría merecido el Oscar a la mejor actriz secundaria en su trato con la policía. Descartada. ¿Benjamin Grinde? Se había ido a su casa para preparar la cena de su cincuenta cumpleaños y, según contaron los policías que fueron a buscarle, se mostró perfectamente tranquilo hasta que le contaron que Volter había muerto. No podía ser él. El resto de los colaboradores tenían coartadas indestructibles. Habían estado reunidos, en cenas o en un estudio de radio.
Cuando había pedido el informe de la autopsia, pensaba que estaba muy cerca de la solución; se había pasado toda una noche considerando la posibilidad. Suicidio. Lo más sencillo de todo. Pero ¿cómo podía una suicida llevarse el arma del crimen y enviarla por correo a la policía unos días después? Hanne Wilhelmsen no creía en una vida después de la muerte, al menos no una tan activa. Se había pasado aquella noche dando vueltas en la cama elaborando distintas teorías. Entusiasmada, había rogado que le dejaran ver el informe de la autopsia. Pero una pequeña y sencilla comprobación había echado por tierra su teoría. Era imposible quitarse la vida sin dejar huellas técnicas. El forense había examinado las manos de Birgitte Volter, en parte para buscar indicios de lucha, y en parte, de forma rutinaria, para descartar un suicidio. Y así fue. En las manos no había restos de pólvora. Su teoría se desmoronó como un castillo de naipes.
Hanne Wilhelmsen no tenía ganas de seguir corriendo. Se levantó del columpio y empezó a caminar hacia casa, hacia el peculiar refugio de Billy T. en la calle Stolmaker, 15.
¿Estaría la respuesta al enigma en por qué habían enviado el arma a la policía? ¿Alguien quería decirles algo?
Hanne sacudió la cabeza. Empezaba a esbozar nuevas propuestas, sus pensamientos daban vueltas sin encontrar su lugar en el confuso esquema que había intentado diseñar durante el fin de semana.
El asesinato de Birgitte Volter era un caso sin un móvil. Al menos, no uno evidente. De momento no. ¿Qué tenían en realidad? Nada más que un exiguo conjunto de objetos desaparecidos y una persona muerta. Tenían un revólver devuelto al que alguien había sacado brillo y del que no se sabía la procedencia. Las pruebas de balística demostraron que la que llegó en un sobre era el arma del crimen.
Había desaparecido un chal. Y un pastillero de plata u oro esmaltado. Y una llave electrónica. ¿Estaban esos objetos relacionados entre sí?
Hanne Wilhelmsen recordó al anciano del Jardín Botánico. El instinto. Se detuvo, cerró los ojos, intentó sentir algo. Estaba acostumbrada a fiarse de su instinto, lo que su estómago le decía, su intuición. Pero no notaba nada más que una incipiente ampolla en el talón izquierdo.
A pesar de eso, corrió hasta casa.
09.10 Comisaría de Oslo
—¡Esto no puede ser una casualidad, Håkon!
Billy T. entró en tromba en el despacho del inspector hablando demasiado alto. En los brazos llevaba algo enorme e indescriptible. Estaba manchado de rojo y parecía un ser de goma que se hubiera quedado sin resuello.
—¿Qué es eso? —bostezó Håkon Sand.
—La ballena —sonrió Billy T. entre dientes, colocando aquella criatura informe en un rincón—. A mis chicos les va a encantar jugar con ella este verano, el juguete más grande de toda la playa.
—Joder, Billy T. No puedes quedarte con un objeto requisado.
—¿No? ¿Y se va a quedar la ballena ahí tirada —acercó la puntera de la bota a aquella masa roja, produciendo un sonido apagado y triste—, solita en ese sótano oscuro? No, tendrá mejor vida con mis chicos.
Håkon Sand negó con la cabeza y bostezó otra vez.
—Escucha, Håkon —dijo Billy T. inclinándose sobre él—, no puede ser una casualidad. La persona que murió este sábado en un alud en un lugar perdido del norte de Noruega era el vigilante de la sede del gobierno.
—Tromsø es una ciudad universitaria de sesenta mil habitantes. No sé si les gustará que llames a su ciudad un lugar perdido.
—¡Qué más da! ¿No lo entiendes? Ahora el tipo está muerto, así que podremos entrar en su apartamento a echar un vistazo.
Billy T. golpeó la mesa del abogado de la policía con un impreso azul.
—Aquí lo tienes. Rellena esta orden de registro.
Håkon Sand apartó la hoja como si le hubieran plantado delante una caja de escorpiones vivos.
—¿Cuánto tiempo puede pasar después de salir de cuentas antes de que empiece a ser peligroso?
—¿Qué?
—Las mujeres. Las embarazadas. ¿Cuánto pueden pasarse de la fecha prevista?
Billy T. esbozó una amplia sonrisa.
—Nervioso, ¿eh? Ya has pasado por esto antes, Håkon, todo saldrá bien.
—Pero Hans Wilhelm llegó una semana antes de tiempo.
Håkon intentó reprimir el enésimo bostezo.
—Me parece que Karen me dijo que salía de cuentas ayer —dijo Billy T.
—Sí —murmuró Håkon frotándose la cara—, pero aún no ha llegado ningún bebé.
—¡Por Dios, Håkon! Pueden pasar una y hasta dos semanas sin que la situación sea crítica. Además, el médico se ha podido equivocar al calcular la fecha. Relájate. Mejor rellena esto —dijo empujando el impreso hacia Håkon.
—¡Déjalo! —El inspector intentó devolvérselo, pero el otro insistía y al final lo rasgó con movimientos bruscos y enfadados—. No sé cómo andas de memoria, Billy T., pero yo me acuerdo perfectamente de un incidente de hace unos años cuando intenté encarcelar al abogado Jørgen Ulf Lavik basándome en un testimonio de Karen. Una pesadilla. El juez casi se merienda mi expediente porque debería haber sabido que los muertos tienen tantos derechos como los vivos. Ni de coña voy a hacerlo otra vez.
Billy T. se lo quedó mirando boquiabierto.
—¡Cierra la boca! —continuó Håkon—. Si tú no aprendes de tus errores, yo sí. Y además, y te lo digo por última vez: ¡el vigilante no es cosa tuya! —Håkon dejó caer los puños sobre la mesa y levantó la voz aún más—. Y como te dediques a perseguir a Tone-Marit para que te haga de recadera, yo… ¡yo me voy a cabrear! No hay base para una acusación. Y tampoco tenemos ningún indicio que nos permita suponer que en casa del vigilante haya algo que debamos requisar. ¡Mira! —Se dio la vuelta y cogió uno de los cuatro libros de leyes que tenía en la estantería. Lo tiró sobre la mesa con tanta fuerza que los cristales de las ventanas vibraron—. Ley de enjuiciamiento criminal. Artículo 194, puedes leerlo tú solito.
Billy T. se removió en su silla.
—¡Cómo te pones, joder!
Håkon Sand dio un profundo suspiro.
—Estoy ya muy harto, Billy T. —Habló en voz más baja, como si estuviera murmurándole algo al libro—. Es que a veces me cansáis tanto, Hanne y tú… Sé que sois buenos profesionales, hasta sé que la mayor parte de las veces tenéis razón. Pero es que… —Se reclinó pesadamente en su silla y miró por la ventana. Dos gaviotas se habían posado en el alféizar y miraban hacia el interior con la cabeza ladeada, como sintiendo lástima por el hombre—. Vosotros no os tenéis que tragar toda la mierda cada vez que la parte legal no está bien. Soy yo. ¿Sabes cómo han empezado a llamarme los otros abogados de la casa?
—El chico de los recados —murmuró Billy T. reprimiendo una sonrisa.
—No me importa. En realidad me parece bien. Agradezco la relación que tenemos Hanne, tú y yo. Hemos resuelto algunos casos muy importantes.
Ahora los dos sonreían, y las gaviotas gritaron afónicas desde el otro lado de la ventana mostrando su acuerdo.
—Pero ¿no sería posible tratarme con un poco de… un poco de respeto de vez en cuando?
Billy T. miró muy serio a su colega.
—¡Joder! Te estás equivocando, Håkon. Déjame decirte algo. —Se inclinó y agarró la mano del inspector. Este intentó retirarla, pero Billy T. no se la soltó—. Si hay algún abogado aquí que nos merezca respeto a Hanne y a mí, ese eres tú. Nadie más. ¿Y sabes por qué?
Håkon observaba las manos de ambos sin contestar. La de Billy T. era enorme, peluda y sorprendentemente cálida y suave. La suya, huesuda y dura. La giró, y ahora se sujetaban el uno al otro como si se dispusieran a bailar.
—Nos gustas, Håkon. Tú nos tratas con respeto a nosotros y estás dispuesto a ser un poco flexible con el libraco ese… cuando comprendes que se interpone en nuestra misión de atrapar a los malos. Te has mojado por Hanne y por mí docenas de veces. Cometes un grave error si crees que no te respetamos. Muy grave.
Håkon experimentó una sensación de calidez, como si en su estómago anidara algo bueno, como la felicidad casi olvidada de la infancia. Acumulaba un cansancio inmenso. Se le cerraron los ojos y se sintió mareado.
—Joder, ¡qué cansado estoy! No he dormido en toda la noche. No podía dejar de mirar la tripa de Karen. ¿Estás seguro de que no es peligroso?
—Segurísimo —dijo Billy T., y le soltó la mano—. Pero ahora escúchame. —Se pasó los nudillos por el cráneo—. Esto puede ser un bombazo. Birgitte Volter aparece muerta. Y luego, de repente, muere el vigilante en un alud, el mismo que estuvo en su despacho en el momento más crítico de todos. El que se ha mostrado tan hosco y difícil, el que tenía armas y no se ha presentado para enseñarlas como había prometido. ¡Puede haber vidas en peligro, Håkon! ¡Tienes que darme ese impreso azul!
Håkon Sand se puso de pie. Estiró los brazos hacia el techo mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.
—Déjalo, Billy T. No te voy a dar ninguna orden de registro, pero si te sirve de consuelo —se dejó caer sobre los talones con un ruido seco—, el viernes pasado el tipo recibió una orden para que entregara las armas. Es decir, recibió una notificación oficial de lo que tú le habías pedido por las buenas. Ahora serán sus herederos los que tendrán que cumplir con eso. Supongo que tendrá padres en alguna parte. Si Tone-Marit concluye que merece la pena seguirle la pista al vigilante, lo discutiré con ella. Con Tone-Marit, no contigo.
—¡Pero, Håkon! —Billy T. no se rendía—. ¿No ves que la muerte del vigilante es demasiado oportuna?
Håkon Sand se echó a reír.
—¿Así que crees que existe una organización terrorista que ha encargado la nevada del siglo en el norte de Noruega, y luego ha provocado una tormenta inesperada y un alud? ¿Un alud que empezó a planificarse en noviembre, cuando cayeron las primeras nevadas? Mi tío vivía en Tromsø. La semana pasada ingresó en el hospital. Un infarto causado por el esfuerzo excesivo de retirar tanta nieve. ¡Pues claro! —Volvió a reír con ganas durante un buen rato—. ¡Todo un montaje meteorológico! Te equivocas, Billy T. Por una vez te equivocas y ya está.
Tenía razón. Billy T. refunfuñó. Se acercó a la ballena y la agarró en brazos.
—A la mierda con todo —dijo malhumorado, y salió del despacho.
—Y la ballena esa la dejas donde la encontraste —berreó Håkon Sand a su espalda—. ¿Me oyes? ¡Devuélvela!
12.15 Tribunal Supremo
En el comedor se encontraban cinco jueces, disfrutando de su té y de un sencillo almuerzo traído de casa en lo que llamaban la «pausa larga». Dos de ellos aún no se habían acostumbrado a prescindir del café. En el Supremo se bebía té. La habitación era grande y hermosa, con dos sofás y sus correspondientes butacas de abedul tapizadas en lana de color verde manzana. Armonizaban bien con el cálido color amarillo de las paredes, en las que colgaban cuadros coloridos y agradables a la vista. La fina porcelana blanca de las tazas tintineaba y se oía algún que otro prudente sorbo.
—¿Alguien ha visto hoy a Benjamin Grinde?
El presidente tenía un pliegue entre los ojos que mostraba la leve inquietud que sentía desde que un par de horas antes se enterara de que el juez Grinde no había aparecido.
—Pasé por su despacho hace un rato —prosiguió—. Tenía que pronunciarse el primero sobre el caso de las pensiones que vimos el miércoles, ¿no es cierto?
Tres de los jueces asintieron con un movimiento de cabeza.
—Eso me parecía. Tengo que dar una charla en el Tribunal de lo Social la semana que viene, y quisiera hacer referencia a la última resolución disponible.
—Yo tampoco le he visto —confirmó el juez Sunde, estirándose la pechera de un blanco inmaculado.
—Yo tampoco —dijeron dos de los otros a coro.
—Pero debía tener su voto listo para esta tarde —dijo el juez Løvenskiold—. Tenemos una reunión a las cuatro. Esto es…
—Extraño —concluyó otro de ellos—. Muy extraño.
El presidente se acercó al teléfono que había junto a la elegante cocina americana, a la izquierda de la puerta. Tras una breve conversación en voz baja, colgó y se dirigió hacia los demás.
—Esto es preocupante —dijo en voz alta—. Su secretaria dice que le esperaban como cualquier otro día, pero que no ha venido y tampoco ha avisado.
Los jueces contemplaban el fondo de sus tazas de té. De la calle Apoteker llegaba el ruido de un camión parado con el motor en marcha.
—Tengo que aclarar esto —murmuró el presidente—. Inmediatamente.
¿Benjamin Grinde se habría puesto enfermo? No era propio de él faltar sin avisar. Desde su despacho, el presidente del Tribunal Supremo marcó y escuchó los tonos de la llamada. Sabía que en el número 3 de la calle Odin estaba sonando un teléfono, pero nadie parecía oírlo. Se rindió y colgó lentamente. En la ficha personal de Grinde figuraban dos números de teléfono de la persona más allegada, su madre. Uno en el extranjero, el presidente no fue capaz de reconocer a qué país pertenecía. Pero el otro empezaba con el prefijo de Oslo, el 22. Lo marcó poco a poco, con mucho cuidado.
—Casa de los Grinde —contestaron al otro lado con voz cantarina—. ¿En qué puedo ayudarle?
El presidente se presentó. Lerke Grinde se sintió como en una nube. Hace solo dos días la había visitado una periodista y hoy la llamaba nada menos que el presidente del Tribunal Supremo.
—Cuánto honor… —chilló provocando que el presidente se apartara instintivamente el auricular de la oreja—. ¿Qué puedo hacer por usted?
Le explicó el motivo de su llamada.
—Creo que Ben necesita descansar —le tranquilizó la mujer—. Está muy cansado, ¿sabe usted? Este asunto de la policía le ha afectado muchísimo. Bueno, no sé si habrá tenido ocasión de darse cuenta, pero es muy sensible. Es cosa de la familia Grinde. Su padre, por ejemplo…
El presidente la interrumpió.
—Así que usted cree que está durmiendo, eso es todo. Pero no ha avisado.
—Los dos sabemos que eso no es propio de Ben. A lo mejor es que lleva durmiendo desde ayer. Puedo… —se calló un momento pero fue una pausa muy breve—, puedo pasar por su casa esta tarde, tengo el tiempo justo antes de ir al teatro. Es que ahora tengo hora en la peluquería, pero esta tarde…
—Gracias —volvió a interrumpirla—, le agradeceré que lo haga.
—Por supuesto —dijo Lerke Grinde, y al presidente le pareció notar en su voz cierto tono ofendido.
—Adiós —colgó antes de que ella pudiera decir nada más.
17.30 Ministerio de Sanidad
—¡De eso puedo ocuparme yo, por favor!
La secretaria de la ministra de Sanidad pareció sorprendida al encontrarla inclinada sobre el fax mientras, con los ojos entornados, intentaba averiguar cómo funcionaba.
—Es un asunto privado —ladró Ruth-Dorthe Nordgarden echando a su nerviosa ayudante con la mano.
Por fin consiguió mandar el fax y Nordgarden se llevó el original consigo.
—Diles que entren —ordenó a una de las secretarias, y fue a tomar asiento a la cabecera de la mesa de reuniones que tenía en su despacho, con media hora de retraso.
Ninguno de ellos la miró al entrar. El ambiente era tenso, había una angustia en el ambiente que solo la ministra parecía no notar. Les dedicó una sonrisa forzada y les indicó que se sentaran.
—Primero debo decir que no sé nada de asuntos como este, así que procuren hablar muy claro. Adelante. No, ¡un momento! —Miró a los presentes, dos hombres y tres mujeres, y abrió los brazos—. ¿Dónde está Grinde? ¿No ha llegado aún?
Consultó su reloj. Los otros cinco se miraron sorprendidos.
—Tenía la impresión… —empezó a hablar Ravn Falkanger, un médico de cierta edad, catedrático de pediatría—, creía que el juez Grinde estaba aquí en una especie de reunión preliminar…
—Para nada —interrumpió Ruth-Dorthe Nordgarden—. Yo no sé nada de una reunión previa.
Volvió a consultar la hora, esta vez con un gesto exagerado, subiéndose la manga de la chaqueta y sosteniendo el brazo a gran altura.
—Bueno. Pues si a estas horas no ha aparecido, tendremos que empezar. He leído esto. —Blandió en el aire el informe de once folios que esa misma mañana le había entregado la secretaria de la comisión, una ayudante científica que daba la impresión de ser demasiado joven y bastante infeliz—. Y debo decir que me lo han puesto bastante difícil con tanta jerga científica.
El mayor de los hombres, el catedrático de toxicología Edward Hansteen, carraspeó ligeramente.
—Se da la circunstancia, señora ministra, de que el trabajo de la comisión ha tomado un rumbo que no era el que estaba previsto cuando se constituyó. Ha surgido la necesidad de viajar al extranjero para consultar ciertos archivos. Esa es la razón por la que Benjamin Grinde deseaba hablar con usted, y entiendo que eso… —carraspeó con más fuerza esta vez y miró sus papeles—, que el volumen de trabajo de la ministra no hizo posible esa reunión con Grinde. Imagino que por eso buscó la ayuda de la primera ministra Volter. Entenderá usted que… se trata de un caso tan delicado que Grinde quería discutirlo con las más altas instancias políticas de forma confidencial.
Se hizo un silencio tan incómodo que la secretaria de la comisión se puso colorada. El sudor brotaba de su frente e intentó sin éxito esconderse tras su largo cabello rubio.
—Bueno —dijo Ruth-Dorthe Nordgarden—, eso ya es agua pasada. Atengámonos al aquí y ahora. Adelante.
E hizo un gesto con la cabeza en dirección al doctor Hansteen.
La reunión duró tres cuartos de hora. El ambiente no mejoró. La conversación en torno a la mesa ovalada mantenía un tono bajo, solo interrumpido por los repentinos «No lo acabo de entender» y «¿Puedes repetirlo?» de la ministra. De vez en cuando, Synnøve von Schallenberg, especialista en medicina preventiva, tomaba el relevo a su colega. Ella también tenía el gesto preocupado y echaba miradas de reojo a la ministra mientras hablaba.
—Como usted entenderá —resumió por fin el doctor Hansteen—, la conclusión más probable es que ocurrió algo muy irregular.
Recalcó sus palabras golpeando tres veces los documentos con los nudillos.
Ruth-Dorthe Nordgarden miraba fijamente los papeles que tenía delante. El informe que le habían entregado esa misma mañana. Lo había leído. Pero tal vez no con la suficiente atención. No debería habérselo pasado por fax a Liten Lettvik. Por lo menos, no desde su despacho. ¿Podía localizarse el remitente? Había sido un terrible error.
Hizo una mueca incomprensible y se mesó los cabellos.
—Sí, pero… —su boca se contrajo con fuerza—, ¿hay algo aquí que pueda implicar un problema político?
Los cuatro de más edad intercambiaron miradas consternadas. La ayudante científica estudiaba con detenimiento un nudo en la madera de la mesa. La ministra de Sanidad Ruth-Dorthe Nordgarden entendió demasiado tarde que se había pasado de la raya. La comisión no estaba allí para ayudarla en cuestiones políticas, sino para exponer los hechos.
—Pueden marcharse —dijo muy deprisa—. Gracias por…
El resto se perdió entre el ruido de las patas de las sillas que se apartaban de la mesa cuando todos se pusieron de pie. Para colmo, la secretaria de la comisión volcó su silla. Ruth-Dorthe se quedó parada sin reaccionar, con los ojos llenos de lágrimas, pero ninguno de ellos se dio cuenta.
19.30 Calle Stolmaker, 15
Por muy fantástico que fuera que Hanne Wilhelmsen estuviera con él, Billy T. sentía un inmenso placer al encontrarse solo en casa. Nadie le obligaba a ver las noticias y podía comer espaguetis medio fríos directamente del envase sin que ella torciera el gesto. Era muy práctico. Solo tenía que dejar la lata debajo del grifo del agua caliente un rato y… voilà: la cena estaba lista.
Se había traído el puf del dormitorio; aún no se había hecho al sofá azul. Tenía el cuerpo apoyado en el puf y los brazos y las piernas estirados por el suelo. Ignoró los golpes que daba en la pared su malhumorado vecino y subió el volumen un poco más con el mando a distancia.
Madame Butterfly se acercaba a su final. Sentía con ella su enorme derrota. El hombre al que amaba y a quien había esperado durante años había vuelto por fin, con otra mujer. Y esa mujer que le había arrebatado a su amado quería quitarle también su único tesoro: su hijo.
La música se dirigía hacia el clímax, densa, dramática. Billy T. cerró los ojos, la música le llenaba, sentía vibrar los dedos de sus pies.
Con onor muore chi non può serbar vita con onore!
—Con honor muere quien no puede conservar la vida con honor —susurró Billy T.
El teléfono estropeó el final.
—¡Mierda! —Se levantó de un salto, cogió el teléfono y berreó—: ¡Espera!
Dejó el auricular sobre la mesa y escuchó cómo Madame Butterfly cantaba para su hijo con intensidad y llena de dolor: quería morir por él.
Todo había terminado.
Con una voz tan dulce que Tone-Marit creyó que se había equivocado de número, contestó:
—Hola. ¿Quién es?
Y su voz empezó a recuperar su tono habitual cuando unos segundos más tarde gritó:
—¡Qué demonios! ¿Que Benjamin Grinde ha muerto?