10.15 Calle Odin, 3
Era imposible levantarse. Tenía la cabeza apoyada en dos almohadas y le costaba respirar. Miraba sus pies desnudos buscando el agujero por el que se habían derramado todas sus fuerzas. Se sentía muerto. El vacío total estaba recubierto de un dolor como nunca antes había experimentado.
No había escapatoria. El mundo de Benjamin Grinde se desintegraba. La semana anterior había sido un interminable viaje a ninguna parte, el fin de todo. Las miradas de sus colegas del tribunal… era como si algo inmóvil hubiera formado una membrana a su alrededor. No hablaban con él, solo de vez en cuando, y únicamente le dirigían la palabra si no quedaba más remedio. Los titulares de la prensa lo habían destrozado todo. Aunque la acusación fuera un error, aunque la policía insistía en que no era sospechoso, la orden de arresto estaba ahí. Un escrito incriminatorio que, al menos ahora, cuando era de dominio público, haría imposible el desempeño de su profesión. Pero lo otro era aún peor.
¿Es que nunca iba a librarse del destino que compartió con Birgitte? ¿No iba a terminarse nunca? ¿Después de tantos años? Los dos habían intentado a su manera escapar; habían huido cada uno en una dirección, y acabaron muy arriba, aunque subidos a árboles distintos.
Hizo un esfuerzo desesperado por recomponerse. Dejó caer los pies a un lado de la cama y consiguió sentarse. El león de bronce que vigilaba la puerta del dormitorio le dedicaba un gruñido helado. La melena estaba pulida y brillaba como el oro; las fauces, negras y cubiertas de verdín. Lo había comprado en una callejuela de Teherán. Aquel gran felino le fascinaba, un animal exótico que, aun así, había sido elegido para representar lo más noruego de todo: el símbolo de su administración pública. Rugía en el escudo nacional sobre la puerta de la sede del gobierno. Dos de ellos estaban tumbados frente al Congreso de los Diputados. Leones dóciles y desdentados que intentaban impresionar sin que en realidad pudieran asustar a nadie. Y la más bella de todos ellos: la leona de pechos llenos que vigilaba la sala 9 del Tribunal Supremo; la sala de juntas y representación.
Benjamin Grinde observaba la figura de bronce. Le clavaba a la cama; era como si un aliento repulsivo emanara de sus fauces. Quería alejarse de allí. Salir del dormitorio. Fue con paso incierto hasta la cocina.
—Nunca he mirado dentro —cayó de pronto mientras buscaba el café—. ¿Qué hay dentro?
El gran aparador de roble con puertas de cristal y uvas talladas en relieve se veía casi negro a la luz del atardecer. Las cortinas estaban echadas; la vida seguía en el exterior, pero allí dentro no había nada.
Detrás de los viejos manteles de la bisabuela se encontraba la cajita que debió haber dejado donde estaba.
Un pequeño y hermoso pastillero de oro esmaltado.
Lo cogió e intentó abrirlo.
11.00 Departamento de Asuntos Internos, comisaría de Oslo
—¿O sea que tuvimos a ese hombre ayer? ¿Aquí? ¿En la comisaría?
No quedaba mucho del jefe de inteligencia neutro y correcto. Ahora se paseaba por su despacho mesándose los cabellos.
—¿Cuándo salió?
—Ayer por la tarde. No tenía nada que ver con las manifestaciones. Solo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—Brage Håkonsen —murmuró Ole Henrik Hermansen entre dientes—, ¿qué tenemos contra él?
—Poco.
El agente intentaba seguir a su jefe con la mirada, pero era difícil. Hermansen no paraba de moverse de un lado a otro detrás de él.
—¿Y qué es ese poco?
—Definitivamente forma parte de los ambientes de extrema derecha. Militó en Poder Ario, pero de eso hace tiempo. Hace dos años que es casi invisible. Sospechamos que tiene su propio grupo, una especie de célula, pero no sabemos nada con certeza.
El jefe de inteligencia se detuvo de golpe tras la espalda de su subordinado.
—Y Tage Sjögren le visitó la semana pasada.
El agente se limitó a asentir con la cabeza, aunque no estaba seguro de ser visto.
—Averígualo todo —bufó Ole Henrik Hermansen, y se sentó de golpe—. Averiguadlo todo sobre ese tipo y, en el peor de los casos, arrestadle.
15.32 Tindfoten, en el valle de Troms, cerca de Tromsø
La nieve ya no era blanca. Caía a su alrededor con un tono gris que nunca antes había visto. Toda aquella grisura se mezclaba en una masa sin matices, casi no veía las puntas de su esquíes. No deberían haber dejado el refugio de Skarvassbu. Se lo dijo a Morten, que era una tontería. Tal y como había empeorado el tiempo desde que salieron del valle de Snarby, deberían haberse quedado en la cabaña.
—Pero si lo que queda es casi todo cuesta abajo —había protestado Morten—. Veinte minutos de ligera cuesta arriba, luego media hora de estupenda pista. La cerveza nos espera en casa. ¿Te quieres quedar aquí?
Morten había señalado las estanterías del pequeño refugio turístico: unas sopas de sobre de coliflor y cuatro latas de un guiso de albóndigas con verduras; aquello era mucho menos tentador que un solomillo poco hecho y una cerveza helada en el apartamento de Morten en Skattøra.
—Pero ¿y el peligro de aludes? Podría haber avalanchas.
—¡Por Dios! He hecho esta ruta cien veces. Aquí no hay aludes. ¡Vamos!
Al final había cedido. Y ahora no sabía dónde estaba Morten. Se detuvo y se apoyó en los bastones.
—¡Morten! ¡Morten!
Era como si el sonido no quisiera avanzar a través de la masa gris. Retrocedía nada más salir de su boca y volvía a su interior.
—¡Morten!
Ni siquiera sabía dónde estaba. Seguía ascendiendo por una pendiente poco pronunciada, pero ya llevaba casi una hora esquiando. Morten dijo que solo serían unos veinte minutos y empezaría la cuesta abajo. Debía de ser por lo mala que era la nieve para marchar. Había tanta nieve… mucha más de lo habitual; sabía que casi cada día se marcaban nuevos récords en los partes meteorológicos del norte de Noruega. Parecía que ahora el terreno era un poco más llano. Se detuvo para intentar comprobarlo. La nieve le azotaba y mordía, y había empezado a calar su ropa. Ninguno de los dos iba vestido para afrontar una tormenta.
—¡Morten!
El vigilante de la sede del gobierno se sentía mareado; empezaba a ser difícil distinguir lo que era arriba y lo que era abajo. Hacía mucho que no controlaba lo que era norte, sur, este y oeste. Pero por lo menos se encontraba en terreno llano; la cuesta arriba había terminado.
De pronto oyó un ruido. Algo que no era el agudo y ululante sonido del viento, ni el golpeteo del cierre de su mochila. Un ruido amenazante, de baja frecuencia; se quedó paralizado mientras la angustia parecía ascender por sus pantorrillas.
Debía de haber unos dos metros de nieve bajo sus esquíes. ¿Estaba en una ladera? ¿Junto a una montaña? Empezó a caminar deprisa, con decisión, a pesar de que no tenía ni idea de dónde se encontraba. Perdió el equilibrio.
El suelo había empezado a moverse, despacio, como algo viscoso. El sonido grave se había transformado en un rugido ensordecedor y, antes de que pudiera ponerse de pie, llegó la avalancha. Parecía el fin del mundo. Le arrojaba de un lado a otro, en un momento estaba boca arriba, y al siguiente se veía lanzado hacia delante boca abajo. La nieve se abría paso por todas partes, no solo bajo la ropa hasta la piel, sino a través de los oídos, los ojos, la boca, la nariz. Supo que iba a morir.
La presión aumentaba. Ya no se deslizaba sobre la nieve montaña abajo. Estaba bajo ella. A su alrededor ya nada era gris, sino completamente negro. Sentía como si los ojos fueran a hundírsele en el interior del cráneo; y jadeaba buscando un aire que no existía, sus vías respiratorias estaban llenas de nieve.
«Ahora nunca lo sabrán».
Intentó una última vez hacer llegar oxígeno a sus doloridos y aplastados pulmones. Todo se oscureció y solo tres minutos más tarde estaba muerto.
16.10 Calle Kirkeveien, 129
Una bella y antigua silla estilo imperio parecía sentirse ofendida junto a una mesita de la serie Billy de IKEA. Tan ofendida como debería estar la litografía de Munch que colgaba junto a una serigrafía enmarcada con un paspartú rojo. La habían comprado por doscientas coronas en el nuevo puerto de Aker durante la última oleada de tendencia yuppie.
En la silla estaba sentada Ruth-Dorthe Nordgarden. Pensaba. Observaba el teléfono móvil que tenía en la mano derecha. Luego lo dejó de golpe y cogió el fijo, un inalámbrico que aún no controlaba del todo.
Se vengaría. Tal vez no de forma inmediata, pero tarde o temprano les daría su merecido. Tryggve Storstein no la quería en su equipo, y sabía que eran otras fuerzas las que habían impuesto su nombre. Llevaría tiempo, pero tarde o temprano se presentaría la ocasión.
—¿Hola?
El auricular estaba callado como una tumba. Dudosa, apretó la tecla verde y sonrió aliviada cuando oyó que tenía línea y luego unos rápidos pitidos.
—¿Hola?
—Diga.
—Soy Ruth-Dorthe.
—¡Hola! ¡Y enhorabuena!
La voz era neutra. Ruth-Dorthe sabía lo que podía esperar de aquel hombre. No podía confiar en él. No podía confiar en nadie. Pero era de los suyos. Era él quien se había ocupado de ella, quien la había ayudado, apoyado. Sabía que sus respectivas carreras estaban ligadas; eran gemelos siameses en política. Gunnar Klavenes también estaba en la dirección del partido.
—¿Qué demonios ha pasado?
—No te preocupes por eso. Al final salió bien.
Se quedaron en silencio. Podía oír el sonido del lavavajillas. Se había quedado atascado en un punto del programa y aclaraba una y otra vez. Se llevó el teléfono a la cocina.
—Un momento.
Ahí dentro sonaba como una tormenta de lluvia torrencial. Un tornado en una lata de conserva. Indecisa, se quedó mirando los botones del panel superior sin tocar ninguno. Al final apretó con resolución el interruptor de apagado. En el interior disminuyó la fuerza del viento y se oyó lloviznar cada vez con menos intensidad.
—¿Hola?
—Sí, sigo aquí.
—No durará mucho —dijo ella con voz inexpresiva.
—Ahí creo que te equivocas, Ruth-Dorthe. Su posición es más fuerte de lo que crees.
—No si hereda todos los problemas que dejó Birgitte. Y lo hará. Las elecciones de este otoño serán su fin.
—Ahora no. Ganaremos votos a cuenta del asesinato. Eso hicieron los socialdemócratas suecos.
Ruth-Dorthe miraba con ojos entornados el árbol del patio trasero, que mostraba unos pequeños brotes verdes.
—Ya veremos —murmuró—. Te llamaba por si querías cenar conmigo. Esta noche.
—Hoy me es imposible. Estoy ocupadísimo. ¿Por qué no dejas que te llame yo cuando tenga oportunidad?
—Vale —dijo ella, ofendida—. Creí que te interesaría saber lo que tengo que contarte.
—Claro que sí, Ruth-Dorthe, pero en otro momento, ¿de acuerdo?
Sin contestar, volvió a presionar la tecla verde que tenía dibujado un pequeño teléfono. Funcionó. Todos creían que estaba acabada. También sus apoyos, al menos algunos de ellos. Gracias a la marcha de Gro el año anterior, había podido seguir siendo la vicesecretaria del partido. Los primeros cuatro años no habían ido como ella esperaba. Su grupo de amigos se había reducido, y las críticas de los que no le deseaban nada bueno se habían intensificado. En el congreso anual, tan solo dos semanas después del cambio de gobierno, todos habían intentado evitar follones. Era el congreso anual de Birgitte, y la directiva formada durante la anterior legislatura había podido continuar como estaba. Ruth-Dorthe Nordgarden sabía que se había librado por los pelos. Y sabía que Tryggve Storstein era su principal enemigo. En aquella ocasión ocupaba un cargo secundario, equivalente al suyo. Ahora era el líder. Y primer ministro.
Pero aún sabía de qué hilos podía tirar. Consultó su reloj. Las niñas todavía estarían fuera varias horas. Ruth-Dorthe Nordgarden se sirvió un café. Estaba demasiado cargado. Arrugó la nariz y volvió a la cocina para echarle un chorrito de leche. La nevera dejó escapar un olor rancio; las niñas se escaqueaban más que nunca de sus obligaciones. Irritada, comprobó que la leche estaba caducada. Olisqueó el cartón y terminó por servirse un poco de todas formas.
Mientras daba sorbitos a la bebida de un sucio color marrón, sus ojos se pasearon entre el móvil y el inalámbrico. Era difícil creer que los móviles no pudieran ser intervenidos; con las técnicas actuales, era dudoso que fuera posible hablar y tener la seguridad de que no ibas a ser escuchado. El móvil no daba la sensación de ser seguro; hacía ruidos extraños y a veces se oían las voces de otras personas. Al final, pese a todo, se decidió por el móvil.
—Querías hablar conmigo —dijo con voz inexpresiva.
«Debería limpiar los cristales», pensó. Los rayos oblicuos del sol de primavera tenían dificultades para llegar hasta su escritorio, y el polvo bailaba en la luz pálida. Estuvo mucho tiempo escuchando la voz del otro lado de la línea.
—Estamos hablando de documentos clasificados —dijo por fin—. Sería difícil, por no decir casi imposible.
No lo era, y los dos lo sabían. Pero Ruth-Dorthe Nordgarden quería que la convencieran, quería saber qué podía sacar ella de este asunto.
Cinco minutos más tarde cortó la comunicación. Anotó unas palabras en el margen de su agenda para el lunes. Necesitaba un técnico para el lavavajillas en cuanto fuera humanamente posible. Tenía que acordarse de pedirle a su asesor político que se ocupara.
18.00 Calle Jakob Aall, 16
—Tengo dudas, debo decir. La verdad, tengo dudas.
Lerke Grinde arrugó su frente de un tono marrón oscuro y apretó los labios. Aun así, Liten Lettvik pudo ver un brillo de curiosidad en su mirada.
—Después de lo que ese horrible periódico suyo publicó sobre Ben, no debe extrañarle que no me alegre de verla. Por otra parte…
Lerke Grinde retrocedió hacia el interior del minúsculo recibidor e indicó a Liten Lettvik que la siguiera.
—Si de alguna manera puedo contribuir a que la gente entienda que Ben no tiene nada que ver con esta horrible historia, sería perfecto.
La mujer, que debía de tener setenta y muchos años, llevaba un vaquero ceñido que evidenciaba de forma fascinante lo que le ocurría a un cuerpo bien entrado en la ancianidad. Las piernas parecían esqueléticas y sin fuerza, las pantorrillas delgadas como palillos. En el espacio que quedaba entre las prietas perneras y las sandalias de plataforma, Liten Lettvik distinguió unos tobillos de piel tirante cubierta de manchas marrones. Bajo el holgado jersey rosa de angora que le llegaba hasta la mitad del trasero, Liten podía ver que el tiempo había erosionado toda la musculatura de los glúteos. «Diez años atrás, seguramente no más de diez años atrás, aún podías ponerte ropa como esta», pensó la periodista.
—Tome asiento —ordenó Lerke Grinde, y Liten sintió cierta incomodidad ante la mirada desafiante que salía de debajo de las cejas de la anciana, depiladas hasta formar dos finas líneas bajo una frente muy alta.
—No me dirá que no a un tentempié, ¿verdad?
Cuando volvió de la cocina, llevaba en una mano una pequeña fuente de sándwiches, y en la otra una con un pie de cristal llena de bollitos.
—Siempre me ha gustado mantenerme esbelta, ¿sabe usted? Así que para mí un vasito de vino de Oporto. Así.
Se sirvió una generosa dosis; el líquido marrón rojizo casi desbordó la copa. Liten Lettvik asintió con un gesto y la anciana le llenó la suya por la mitad.
—Usted conduce, supongo —explicó Lerke Grinde, y se sentó—. Pero sírvase, por favor.
Empujó ambas fuentes hacia la periodista.
Tenían muy buena pinta. Y Liten Lettvik tenía hambre. Siempre estaba hambrienta. Tiempo atrás había leído en una revista de divulgación científica que la gula podía ser un sustitutivo de la conciencia. Procuraba olvidar ese artículo. Cogió un sándwich de salmón y huevo revuelto, y se preguntó si aquella extraña mujer siempre tenía listas exquisiteces como aquellas. No había estado en la cocina más de diez minutos. Resultaba desagradable comer bajo la mirada de águila de la mujer del sofá. Miraba por encima de la copa de vino de Oporto con intensos ojos castaños, y Liten Lettvik desistió cuando había consumido la mitad del sándwich.
—¿Cómo pudieron publicar algo así? —repitió Lerke Grinde—. ¡Si ya sabías que esa orden de detención era una tontería!
—Acusación —corrigió Liten Lettvik—. Era una acusación, y dijimos también que se había desestimado. No había nada en ese artículo que no fuera cierto.
Lerke Grinde parecía ausente. Miraba con descaro a Liten Lettvik, pero no daba la sensación de que sus pensamientos estuvieran centrados en el hecho de que su hijo hubiera sido acusado por error como un asesino unos pocos días antes. Algo nuevo y poco definido se dibujaba en el anciano rostro; una mezcla de satisfacción y pudor. Liten Lettvik estaba desconcertada.
—Y ya está olvidado. Se lo puedo asegurar. La gente olvida muy rápido. Pero tal vez pueda contarme algo de su hijo…
La mirada de la anciana se había tornado insoportable. La miraba fijamente mientras se secaba los labios con una servilleta de tela, una y otra vez.
Liten Lettvik sacudió la cabeza.
—¿Ocurre algo?
—Tiene usted huevo revuelto en la barbilla —susurró Lerke Grinde inclinándose sobre la mesita del salón—. ¡Aquí!
Se señaló el mentón y Liten Lettvik efectuó un rápido movimiento con el dorso de la mano. Un grumo amarillo se extendió por su piel y tuvo que utilizar la otra mano para limpiarlo.
—Bueno… Tiene usted una servilleta —dijo Lerke Grinde sarcástica.
—Gracias —murmuró la periodista sacándola de un gran aro de plata grabada.
—Ya ha desaparecido —sonrió Lerke Grinde satisfecha—. ¿Qué era eso que me quería preguntar?
Era muy raro que Liten Lettvik se sintiera descolocada. No la afectaba para nada su propio aspecto físico. Le daba igual. En realidad, le importaban muy pocas cosas, y en el fondo se alegraba mucho del hecho de no querer de verdad a nadie; el caso era que ni siquiera le interesaba mucho el resto de la gente. Puede que él… Bueno, él tampoco. Su causa, su cruzada, su gran proyecto, era la verdad. La verdad era una obsesión para ella, y se reía con desprecio de los estúpidos intentos de otros periodistas de plantear debates sobre los principios de la ética en el periodismo. En dos ocasiones, solo dos en una larga y premiada carrera, había publicado algo que resultó no ser cierto. Fue duro. Aquellos incidentes la habían perseguido durante meses. El paseíllo hasta la húmeda celda de castigo del desmentido había sido un infierno.
La verdad nunca era inmoral. Cómo se llegara a ella y el efecto que pudiera tener sobre otras personas era secundario. No importaba si mentía y utilizaba métodos inmorales para obtenerla. La verdad tenía una sola cara: la objetiva. Si cada una de las palabras que componían un artículo era correcta, el texto era legítimo.
La certeza de buscar siempre la verdad la hacía inmune. Pero en ese preciso momento, delante de aquella bruja, aquella pequeña, engreída y ridícula ardilla que movía los bigotes al otro lado de una mesa de salón de caoba maciza, en ese preciso momento Liten Lettvik se sintió algo insegura.
Se estremeció y se echó hacia atrás en un intento de disimular su barriga. Por primera vez en mucho tiempo echó una mirada crítica a sus pechos. Flotaban ante ella como una sólida balconada; la verdad es que nunca se había fijado en que se aposentaban sobre sus muslos cuando estaba sentada.
—Solo me preguntaba si podría contarme algo de su hijo —dijo por fin—. Queremos proporcionar a nuestros lectores una impresión correcta de quién es. Al fin y al cabo, ocupa un puesto muy importante y su vida tiene un alto interés público, ¿no le parece?
—Desde luego que sí. —Lerke Grinde emitió una risa aguda, intensa y persistente—. De hecho, me extraña que la prensa no se haya interesado antes por él. ¿Sabe usted? —Lerke Grinde volvió a inclinarse hacia delante buscando confidencialidad—. Ben fue la primera persona en Noruega que ejerció a la vez como médico y como doctor en derecho.
Se dirigió hacia una estantería sin callar en ningún momento. Se agachó con dificultad para coger un álbum.
—A mí me parece que no le prestaron la atención que merecía.
Lo dejó delante de la periodista.
—Solo dos columnas en el Aftenposten —señaló con una uña pintada de rojo—. Fue todo un acontecimiento, pero —añadió, dejándose caer en su asiento otra vez— la verdad es que publicaron un artículo más largo cuando acabó el bachillerato. —La anciana le indicó con un gesto que pasara las páginas del álbum hacia atrás—. Fue solo en el periódico local de Akershus, pero aun así…
De pronto, Liten Lettvik vio al joven Benjamin Grinde en una foto de periódico grande, amarillenta y gastada. Esbozaba una tímida sonrisa y, a pesar del cabello abundante y la mirada desnuda de un chico de dieciocho años, era fácil reconocerle. Era cierto que se había hecho más atractivo con el paso del tiempo, pero en la vieja foto también se podía apreciar su belleza inmadura, vulnerable y encantadora.
—¡Vaya! —murmuró Liten Lettvik—. ¿Sacó matrícula de honor de nota media?
—Matrícula de honor en todas las asignaturas —Lerke Grinde rio entusiasmada—, en la escuela catedralicia de Oslo, la mejor de la ciudad… casi diría que la mejor de toda Noruega. En aquella época, claro. Luego ha ido a peor, como tantas otras cosas en este país.
Cerró la boca con gesto de desaprobación.
—¿Quién es esta joven?
Liten Lettvik puso el pesado álbum sobre la mesa. La madre de Benjamin Grinde sacó de su funda de piel un par de gafas de medialuna, y observó la foto.
—¡Ah, esta! —chilló alegre—. Pero si es Birgitte. ¡Pobre Birgitte! Mire lo mona que era.
Birgitte tenía cogido por la cintura al Benjamin Grinde de dieciocho años. El joven estaba tieso como un palo, con las manos indecisas colgando a los costados de los muslos, mirando muy serio a un lado de la cámara. Birgitte Volter, con media melena y falda de vuelo, bailarinas y gafas de montura gatuna, sonreía al fotógrafo acunando a un bebé con el otro brazo. La criatura no estaba en una postura muy cómoda, su cabeza colgaba sobre el codo de la chica. En el cartón gris oscuro alguien había escrito con tinta blanca y letra fácil de leer: «El primer día bajo el sol de la pequeña Liv».
—¡Mire! —dijo Lerke Grinde entusiasmada pasando las páginas del álbum—. Aquí estamos todos en la playa. Es que Birgitte era una amiga muy cercana a la familia, ¿sabe usted? Sus padres eran una gente estupenda. Murieron hace unos años, los pobres. Eran nuestros vecinos más cercanos. Fueron unos tiempos divinos.
Suspiró y se reclinó sobre el sofá con una sonrisa, mirando por la ventana con expresión nostálgica.
—Unos tiempos divinos —repitió en voz baja, más para sí misma que pensando en Liten Lettvik.
Y la verdad es que la periodista tampoco la oyó.
—¿Quién es? —preguntó en voz muy alta señalando otra foto.
Lerke Grinde no contestó. Seguía mirando por la ventana y su gesto había cambiado; cierta calidez asomaba a sus ojos y su sonrisa parecía sincera, como si viniera de un lugar perdido en su interior, sepultado mucho tiempo atrás.
—Disculpe —gritó Liten Lettvik—. ¡Señora Grinde!
—¡Oh! —La anciana dio un respingo—. Lo siento. ¿Qué me preguntaba?
—¿Quién es?
Liten Lettvik no quería llamar la atención sobre sus uñas mordidas y prefirió golpear la foto del bebé con los nudillos. Estaba boca arriba sobre una toalla de felpa y guiñaba los ojos molestos por el sol, con las rodillas desnudas dobladas hacia la barbilla. A un lado del bebé estaba sentada Birgitte Volter, sonriendo seductora. Al otro, Benjamin Grinde, muy serio. Detrás del bebé, en cuclillas, estaba un hombre que Liten Lettvik reconoció al momento: Roy Hansen. Atractivo, ancho de hombros, con una enorme sonrisa y una mano bajo la cabeza de la criatura.
—¿Quién es este niño?
Lerke Grinde la miró desconcertada.
—¿Niño? Pero si es Liv.
—¿Liv?
—Sí, la niña de Birgitte y Roy.
—¿Su hija? Pero si solo tienen un hijo. Y es un chico, ¿no? Per.
—Pero, querida… —Lerke Grinde le dedicó una mirada reprobatoria—. Per solo tiene veintipocos años —explicó—. Esto fue en el sesenta y cinco. La pequeña Liv murió. Fue una tragedia horrible, la verdad. Simplemente murió, así —intentó chascar los dedos—, sin causa alguna. Espantoso. Afectó terriblemente a todos. Los pobres señores Volter enfermaron. No hay otra forma de decirlo: nunca volvieron a ser los mismos. Gracias a Dios, Birgitte era muy joven y Roy también, claro, aunque nunca he podido entender qué veía Birgitte en ese hombre. La juventud, ya se sabe… Los jóvenes vuelven a levantarse. Y Ben, tan buen chico. Estaba destrozado. Pobre Ben. Es tan sensible. Su padre también lo era. Era fotógrafo, ¿sabe usted?, y en el fondo tenía alma de artista. Siempre lo dije.
—Y dice que esto fue en 1965 —señaló Liten Lettvik tragando saliva—. ¿Qué edad tenía la niña?
—Tan solo tres meses, la pobre. Un bebe pequeñito, precioso. Encantador. No es que la buscaran exactamente, usted ya me entiende… —Lerke Grinde insinuó un guiño con el ojo derecho—, pero era un rayo de sol. Y entonces, murió de repente. Muerte súbita. ¿No es así como lo llaman ahora? Nosotros solo decíamos que era una tragedia, en aquellos tiempos no teníamos tantas expresiones rebuscadas, ¿sabe usted?
Liten Lettvik empezó a toser con fuerza, una tos estruendosa y afónica que parecía surgir de algún lugar cercano a sus rodillas. Se tapó la boca con las dos manos y jadeó.
—¿Podría darme un poco de agua?
Lerke Grinde parecía completamente desconcertada y salió corriendo hacia la cocina.
Liten siguió tosiendo mientras agarraba el álbum y lo dejaba caer en el gran bolso que siempre llevaba con ella. Durante la parte final y apoteósica de su ataque de tos, cerró la cremallera.
—Aquí tiene —trinó Lerke Grinde a su lado con una copa de cristal—, beba con mucho cuidado, ¡por lo que más quiera! ¿Fuma usted, señora Lettvik? ¡En ese caso, debería dejarlo!
Liten Lettvik no contestó y se bebió toda el agua.
—Gracias —murmuró—. Ahora tengo que irme.
—¿Tan pronto? —Lerke Grinde no podía ocultar su decepción—. Pero volverá usted otro día, ¿no?
—Por supuesto —aseguró Liten Lettvik—, pero ahora debo marcharme.
Por un momento dudó si coger uno de los tentadores sándwiches. Sin embargo, se reprimió. Todo tenía un límite.