10.55 Plaza Central
El centro de Oslo no había estado tan lleno de gente desde el entierro del rey en enero de 1991. Las calles de acceso a la Plaza Central estaban cerradas al tráfico, y un ejército de policías uniformados intentaba con gesto hosco mantener la calle Kirkegata despejada para que el cortejo, que llegaría en unos minutos, tuviera el paso franco. No les estaba resultando fácil. El espacio que dejaban libre las personas que abarrotaban ambos lados de la calle no era mayor que un camino rural. Había cámaras de televisión por todas partes, y Brage Håkonsen había detectado a los agentes de la secreta diseminados aquí y allá, tan fáciles de reconocer que hasta resultaba ridículo. Llevaban un auricular en la oreja y gafas de sol, aunque el día estuviera nublado.
Dos guardias montados aparecieron por la esquina de la calle Karl Johan. Los caballos trotaban nerviosos y elegantes, cada uno a un lado de la calle. Aquello funcionó; la gente se echaba hacia atrás con verdadero temor ante los enormes animales que espumeaban por la boca y enseñaban el blanco de los ojos. De repente, cuatro motoristas doblaron desde la calle Karl Johan hacia Kirkegata, seguidos de un cortejo de varias limusinas.
Se dirigieron hacia la catedral de Oslo a bastante velocidad y se detuvieron en fila delante de la entrada. Importantes invitados venidos de todas las partes del mundo fueron introducidos en la armería a toda prisa, a veces incluso con cierta brusquedad, por funcionarios de civil y de uniforme. Brage Håkonsen rio despreciativo cuando, desde su observatorio en el cruce de Grensen con Kirkegata, vio que Helmut Kohl protestaba porque le cogían del brazo; apartó de un codazo al funcionario que insistía en hacer su trabajo, una cabeza más bajo que él, y se tomó el tiempo que necesitaba para volverse hacia alguien a quien parecía conocer y saludarle con educación.
La banda de la Guardia Real avanzó mientras tocaba la Marcha fúnebre de Chopin, cubriendo a los presentes como una capa silenciosa. Brage Håkonsen se quitó la gorra no por respeto, sino porque sabía que allí era importante comportarse como todo el mundo.
Detrás de la banda, apareció un coche negro con banderas noruegas en el capó y cortinas negras en las ventanillas, que no impedían ver que el ataúd de Birgitte Volter era blanco. Sobre el féretro reposaba una corona de rosas de un rojo oscuro, como un círculo de espesa sangre coagulada. Brage Håkonsen oyó que algunas personas sollozaban. Por alguna razón que no podía explicar, y que no querría admitir, él también sentía la trascendencia del momento. Una sensación de fecha señalada, de tristeza. Irritado, se la quitó de encima y se dirigió hacia la primera línea del gentío, hacia la plaza misma.
Ocurrió de repente.
Cuatro hombres y siete mujeres empezaron a gritar y a berrear abriéndose paso por la acera atestada hasta ponerse en medio de la calle, delante del cortejo, antes de que la policía pudiera reaccionar.
—¡Detengan la caza de ballenas! —gritaron en inglés—. ¡Asesinos, asesinos!
Brage se detuvo bruscamente y, de pronto, se encontró cara a cara con una enorme ballena de goma que se iba inflando mientras uno de los activistas sujetaba una bomba de helio entre las piernas.
—¡No a la caza de ballenas! ¡No a la caza de ballenas!
Los gritos acompasados casi ahogaban la música de la banda de la Guardia Real, que eran los únicos que parecían no haberse dado cuenta de lo que estaba pasando y seguían tocando. El ritmo pesado y cargado de muerte se oía bajo los gritos y el siseo de la ballena, que casi había alcanzado su tamaño natural, girándose y retorciéndose según iba creciendo; parecía como si quisiera entrar nadando en la catedral. Uno de los activistas, que tendría unos cincuenta y muchos años, con barba negra de marinero y unas condecoraciones en la chaqueta que Brage no supo identificar, cogió un cubo y se lo lanzó a una de las mujeres jóvenes. Rápidamente, esta abrió la tapa con una navaja suiza y, con un gesto de enorme fuerza, arrojó pintura roja en dirección al coche fúnebre. El conductor, que se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya había empezado a dar marcha atrás, y los caballos que le seguían retrocedieron relinchando asustados. La pintura roja cayó sobre el asfalto y solo unas pocas gotas alcanzaron al vehículo que transportaba los restos mortales de Birgitte Volter.
Aunque la policía se había visto sorprendida, tardaron muy poco tiempo en detener la acción reivindicativa. Veinte agentes se abalanzaron sobre los manifestantes y les llevó exactamente cinco minutos ponerles las esposas, pinchar la ballena y meter a los activistas y los flácidos restos del cetáceo en un furgón aparcado junto a un H&M. Fue rápido y eficiente, a pesar de que varios hombres que habían presenciado los hechos se empeñaron en ayudar a la policía y, con su actuación gritona e iracunda, dificultaron bastante la actuación de los agentes.
—¡Eh! —gritaba Brage Håkonsen intentando quitarse las esposas—, ¡yo no tengo nada que ver con esto!
Se resistió con todas sus fuerzas cuando tres hombres le obligaron a entrar en la furgoneta.
—¡No tengo nada que ver con esto, joder! ¿Es que no me oís?
—Cierra la boca —rugió una policía uniformada que iba en la parte delantera del vehículo—. No tenéis vergüenza, sabotear… ¡sabotear un entierro! ¡No tenéis vergüenza!
Se había vuelto hacia él y sus palabras eran como un ácido que podría corroer la rejilla que la separaba del cubículo de los arrestados.
—¡Pero si es que yo no participo en esto, joder! —gritó Brage de nuevo, golpeando su cabeza contra la pared del furgón—. ¡Que me soltéis, coño!
Pero la única respuesta que obtuvo fue el sonido del motor que se ponía en marcha y un mantra repetido por sus compañeros de detención:
—¡NO a la caza de ballenas! ¡NO a la caza de ballenas!
12.13 Catedral de Oslo
—Ha sido tan hermoso. ¡Tan conmovedor y hermoso!
Lerke Grinde intentaba hablar en voz queda, pero su tono era tan penetrante que hasta sus susurros podían escucharse a muchos metros de distancia. Iba aferrada del brazo de su hijo y vestía completamente de negro, con un estilo que habría sido más adecuado para un entierro de El Padrino que para el de una primera ministra noruega socialdemócrata. Todo era negro y brillante: los altos tacones, las medias de rejilla, el vestido y la capa. Para rematarlo, llevaba un sombrerito que lanzaba destellos y un velo negro y rígido que le tapaba la cara. Lo que en ese momento no sabía, aunque la llenaría de alegría cuando esa noche viera en la televisión las grabaciones de la ceremonia, era que las cámaras se habían fijado en ella varias veces: una mujer tan enlutada y que lloraba tanto tenía que ser necesariamente un familiar cercano.
—Baja el tono, madre —susurró Benjamin Grinde—. ¿Puedes calmarte un poquito?
En la armería estaban Roy Hansen y Per Volter. El hijo le sacaba media cabeza al padre. Los dos iban con traje oscuro, y ambos tenían un color macilento y la mirada baja. Ofrecían la mano sin saber a quién, y muchos prefirieron, tras dudar un momento, pasar frente a ellos sin darles el pésame. Otros hablaban con ellos unos instantes. La mayoría de las ministras les dieron a ambos un beso largo y sentido.
Liten Lettvik estaba unos metros más allá, junto a un grupo de periodistas, y observaba a los deudos. Cuando le llegó el turno a Ruth-Dorthe Nordgarden, la última de la sucesión de ministros, Liten se dio cuenta de que Roy Hansen se apartaba un poco, aparentemente por un acceso de llanto, que no se le pasó hasta que Ruth-Dorthe desistió y salió por las pesadas puertas de roble. Per Volter había sido más explícito que su padre. Se negó a aceptar la mano que la mujer le tendía y se volvió hacia el obispo de Oslo, que destacaba con su casulla junto a los familiares, como un águila anciana con plumas prestadas.
—Roy —susurró Lerke Grinde cuando por fin llegó su turno—. ¡Roy, qué tragedia!
Liten Lettvik dio unos pasos hacia la puerta. ¿Quién era la señora mayor que iba del brazo del juez Grinde?
—¡Pobre Birgitte! —prosiguió Lerke Grinde. La gente había empezado a volverse para mirarla—. ¡Qué suceso tan espantoso, la pequeña Birgitte! ¡La pequeña, inocente y maravillosa Birgitte!
Sollozó y se dirigió a Per Volter, que miraba sorprendido a aquella extraña mujer a la que no había visto en su vida.
—¡Per! ¡Tan alto y buen mozo!
Intentó abrazar al joven, pero él se echó hacia atrás sobresaltado. Eso hizo que Lerke Grinde quedara colgada del brazo de su hijo, peligrosamente inclinada hacia delante. Uno de sus tacones de aguja se había enganchado en una grieta del suelo, y estaba a punto de caerse.
—¡Dios! Creo que voy a desmayarme —jadeó.
Benjamin Grinde sujetaba el brazo de su madre con todas sus fuerzas, hasta que un policía consiguió cogerla por la cintura e incorporarla.
—¿La ayudo a salir, señora? —preguntó con educación.
Sin esperar respuesta, la condujo hasta la puerta y recorrió con ella unos treinta metros entre el gentío hasta el centro de la gran plaza. Benjamin Grinde iba detrás con aire furtivo y las solapas de la gabardina levantadas para taparse la cara.
Los periodistas de la armería se reían del incidente. Todos salvo Liten Lettvik, que anotó algo en un cuaderno: «Anciana con BG. ¿Interesante?».
13.00 Cuesta del Palacio Real
Los periodistas habían acertado. Dieron en la diana con los dieciséis ministerios. El puzzle del gobierno se había completado sin una sola sorpresa. Tryggve Storstein estaba en el centro de la larga fila de ministros, con un gran ramo de rosas rojas y una sonrisa ausente, discreta, oportuna para la ocasión. Hacía apenas una hora del entierro de su predecesora. Había menos gente de lo habitual para saludar al nuevo gobierno, pero más periodistas y fotógrafos que nunca.
Lloviznaba, y la ministra de Fomento parecía impaciente por terminar con la tradicional sesión de fotos. Consultaba su reloj con frecuencia, y empezó a caminar hacia los negros coches oficiales antes de tiempo. Tryggve Storstein la obligó a volver.
Por fin acabó todo y el grupo se disolvió. Liten Lettvik agarró del brazo a Ruth-Dorthe y le robó un abrazo.
—Te llamo al móvil esta noche —le susurró al oído.
17.15 Comisaría de Oslo
—Primero invita a la pasma a ir a ver sus armas y luego se esfuma. Entenderás que la situación apesta, Håkon.
Håkon Sand golpeaba la mesa con los dedos.
—No estar en casa cuando estás de baja por enfermedad no es «esfumarse», Billy T. Puede estar en cualquier sitio. En el médico, con su novia… Con su madre, si me apuras.
—¡Pero es que tampoco contesta al teléfono! Le he llamado varias veces desde anoche y, ¡joder!, no creo que esté en la consulta del médico un día entero.
—Pues en el hospital, o con la novia, como ya te he dicho.
—Ese tío no tiene novia. Te lo digo yo.
Håkon Sand se revolvió el pelo y pidió a Billy T. que se sentara.
—¿Qué es exactamente lo que tienes contra ese vigilante? —preguntó en tono cansado.
—Para empezar: estuvo en el lugar de los hechos. Segundo: tiene armas, cuatro que consten en nuestro registro. Y lo más sospechoso de todo…
Billy T. cogió una botella de Coca-Cola medio vacía y se tragó el contenido sin pedir permiso a su dueño.
—Que aproveche —dijo Håkon con ironía.
—Pero escúchame —dijo Billy T., antes de hacer una mueca, levantar medio culo del asiento y dejar escapar un largo y sonoro pedo.
—¡Joder, Billy T.! ¡Deja de hacer eso!
Håkon se levantó agitando febrilmente una mano mientras se tapaba la nariz con la otra. Manipuló con torpeza la ventana hasta abrirla de par en par. Billy T. se rio y tiró la botella de Coca-Cola a la papelera.
—Lo más sospechoso de todo —repitió Billy T.— es que el tipo cambiara de opinión.
—¿A qué te refieres con cambiar de opinión?
Håkon tenía una caja de cerillas, que iba quemando de una en una hasta que se consumía y encendía la siguiente.
—Primero dijo que podía ir a su casa a ver las armas. Luego cambió de opinión. Dijo que las traería aquí. Le dije que sí, que muchas gracias. Y desde entonces no le hemos visto el pelo. Y ahora se supone que está de baja por enfermedad. ¡Ja!
—Así que crees —dijo Håkon despacio— que debemos detener a un tipo del que solo sabemos que el viernes pasado hizo su trabajo y que ha tenido la osadía de no venir corriendo a ver a Billy T. como había prometido, ¡y que además es culpable del muy grave delito de ponerse enfermo! —Tiró la caja de cerillas a la mesa y echó la cabeza hacia atrás con las manos puestas sobre los reposabrazos de su silla—. Pues tendrás que buscarte a otro que no sea yo. Una orden de registro lleva aparejada una acusación. Y ya nos hemos precipitado una vez. Además, no es tu trabajo. Tienes el mismo problema que Hanne. Me refiero a que no te limitas a hacer lo que se te ha pedido. No te corresponde a ti valorar el papel del vigilante en este asunto.
—¡Joder, Håkon! —Billy T. pegó un puñetazo en la mesa—. Fue Tone-Marit la que quiso que yo interrogara a ese tipo a toda costa.
—No te va a servir de nada —sonrió Håkon con malicia—, no te va a servir de nada. Tendrás que volverte a tu despacho y buscar a algún otro amigo de Volter con quien hablar.
Sin decir una palabra más, Billy T. salió dando un portazo.
—NO a la caza de ballenas —rio Håkon Sand con ganas.
En cuanto hizo un par de llamadas y se dispuso a retomar su trabajo, se dio cuenta de que Billy T. le había engañado. La copia del informe de la autopsia, que no le concernía en absoluto pero que había insistido en ver con empeño infantil, ya no estaba sobre su mesa. Billy T. se la había robado.
19.00 Calle Stolmaker, 15
—¿No vas a ver las noticias, Hanne?
Billy T. cogió una cerveza fría de la nevera y miró satisfecho su propio cuarto de estar. Tenía cortinas nuevas. Aunque nunca se había fijado en las de color naranja que colgaban allí antes, podía ver que las nuevas, de color azul cielo, eran mucho más acogedoras, sobre todo ahora que Hanne había comprado un sofá, también azul, en la cadena de tiendas de muebles más grande de Noruega. Además había encontrado unos pósters antiguos en el desván. No sabía de dónde habían salido los marcos, pero quedaban muy bien en la pared de detrás del sofá. Las plantas, por el contrario, no habrían hecho ninguna falta. Aunque las macetas con dibujos indios eran bonitas, los brotes verdes que empezaban a salir morirían en menos de tres semanas. Lo sabía muy bien, porque ya lo había intentado antes.
Hanne no contestó. Estaba enfrascada en la lectura de la copia del informe de la autopsia, mordisqueando un bolígrafo.
—¡Hola! Tierra llamando a Hanne Wilhelmsen. ¿Vas a ver las noticias?
Le dio un golpecito en la cabeza con la botella y encendió la tele. La marcha fúnebre brotó atronadora por los altavoces.
—Vale, pero ¡no molestes!
Irritada, se pasó la mano por el punto en el que había impactado la botella y ni siquiera levantó la vista hacia el televisor. Billy T. soltó un gemido y se sentó en el suelo para seguir la emisión. De pronto lanzó una gran risotada.
—Mira esos borregos, ¡mira!
En la pantalla aparecía la increíble imagen de los arrebatados activistas que, literalmente a vida o muerte, querían acabar con la caza de ballenas en Noruega. Una voz en off relató que un ciudadano noruego, tres holandeses, dos franceses y seis estadounidenses habían sido arrestados tras manifestarse frente a la catedral de Oslo.
—Americanos protestando por la caza de ballenas… ¡Ellos, que fríen, gasean y envenenan a personas! Que tienen a millones de ciudadanos por debajo del umbral de la pobreza. ¡Hay que ver!
Pegó un buen trago a la cerveza y volvió a tirarse un pedo.
—Para ya —murmuró Hanne, pero ni siquiera así levantó la cabeza—. ¿No te enseñó tu madre a ir al baño para hacer esas cosas?
—Primero fue el oído —dijo Billy T. malhumorado—. Ahora está bien, pero el estómago se me ha rebelado. ¡Tengo que dejarlo salir! Como decía mi abuela: hay más sitio fuera que dentro. Así que a callar.
Aunque no le hacía falta decirlo: Hanne estaba totalmente concentrada en el informe de la autopsia. El reportaje sobre los activistas había terminado y el presentador informó de que el noruego no tenía nada que ver con la manifestación y había sido puesto en libertad, mientras que los extranjeros seguían detenidos.
—¿Qué es lo que estás buscando? —preguntó Billy T. mostrando por primera vez verdadero interés en lo que Hanne estaba haciendo.
—Nada —suspiró ella, juntando los documentos para introducirlos en una funda de plástico—, absolutamente nada. Creí que tenía una idea genial que nos daría todas las respuestas.
—¿Qué?
—Pero, como suele pasar, no era tan genial después de todo. El informe de la autopsia descarta mi idea. Pero ha estado bien poder comprobarlo. Gracias por conseguírmelo.
—Tuve que engañar a ese buen chico tuyo. ¿Qué era lo que creías que podía ser tan genial?
—Nada —sonrió Hanne—, no era correcto. ¿Echamos una partida?
—Yes! —Billy T. se levantó de un salto y trajo el enorme y anticuado futbolín del dormitorio—. ¡Me pido Inglaterra! —gritó mientras hacía maniobras para encajar en el cuarto de estar la mesa con las figuritas de goma clavadas en ocho barras metálicas.
—Vale. Entonces yo seré Holanda.
Que uno de los equipos vistiera de verde claro y el otro de azul no les preocupaba lo más mínimo. Siempre podrían ser la equipación de reserva.
21.30 Calle Ole Brumm, 212
Por fin solo. La chaqueta del traje oscuro colgaba del respaldo de una silla con aire de estar también fatigada y sin ánimo. Roy Hansen miraba la foto de Birgitte que estaba sobre el aparador. La vela encendida a su lado era la única fuente de luz de la habitación y casi le hipnotizaba.
La última semana había sido irreal. Nunca le había interesado el movimiento New Age, no creía en fenómenos paranormales y tampoco era creyente. Pero los últimos días habían sido lo más parecido a una experiencia extracorporal que era capaz de imaginar. Tryggve Storstein le había visitado, azorado y cansado, pero capaz de mostrar una cercanía y una tristeza sincera que, de una manera extraña, había llevado algo de alegría a Roy Hansen. Tryggve le había emocionado. Habían conversado largo rato, y guardado silencio más tiempo aún. Los dos representantes del departamento de protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores no fueron tan bienvenidos. Pero al menos la mujer había insistido en que llamara a una agencia de limpieza; había que quitar de en medio las flores, el polvo y la oscuridad. Ahora la casa estaba limpia.
Esa tarde todo el mundo había intentado imponerle su presencia. Lo hacían con buena intención, lo sabía. Pero no había nadie a quien quisiera tener allí, salvo a Per. Sin embargo, Per no quería hablar con él. O salía a correr mucho, mucho rato, o estaba en su habitación, solo, sin hacer nada, o hablando por teléfono. Conversaciones que duraban una eternidad con alguien que Roy no sabía quién era.
Algunas personas habían vuelto a casa con ellos después de la recepción en el Ayuntamiento. Él se había marchado tan pronto como los de protocolo se lo habían permitido. El secretario general del partido y tres miembros más de la organización se habían ido con él. Luego llegaron más, pero por suerte habían entendido que prefería estar solo. Y ayudaron a recoger antes de marcharse.
Roy Hansen intentó ver la televisión, pero solo emitían interminables reportajes del entierro. Le recordaban su última y dolorosa derrota: ni siquiera en su muerte le dejaban a solas con ella. Ni siquiera muerta, bajo una tapa blanca en un pesado ataúd de madera, era suya. Era del Estado. De la opinión pública. Y, sobre todo, del partido. Nunca suya. Ni siquiera hoy, cuando todo se había terminado para siempre. En lugar de una reunión cálida y silenciosa de los más allegados, un rato de consuelo junto a otras personas que también querían a la mujer con la que había compartido su vida, en lugar de eso, el entierro de Birgitte se había transformado en una cumbre política. También en eso.
De pronto se dio cuenta de que echaba de menos a los padres de Birgitte. Los dos fallecieron a finales de los ochenta, y seguramente era mejor así. Se libraron de vivir el asesinato de su hija. Del mismo modo que habían evitado presenciar el distanciamiento cada vez mayor de Birgitte de aquellos que la rodeaban; su lejanía de aquellos que la querían. Pero hubiera sido un consuelo tenerlos con él en ese día. Tal vez podrían haberlo compartido con él. Estaba claro que Per no podía.
El viernes anterior Roy había deseado el regreso de su hijo a casa más que nada en el mundo. Las horas que pasaron hasta que llegó el sábado por la mañana, de uniforme y con el petate hasta arriba de equipaje, fueron insufribles. Pero cuando Per por fin llegó, de alguna manera siguió ausente. Su expresión era dura, cerrada, impenetrable.
Apareció de repente.
—Buenas noches. He esperado a que la abuela se durmiera. Ahora me voy a acostar.
Roy Hansen no había oído llegar el coche. Observó la figura de su hijo en el umbral, la luz de la vela no permitía distinguirle con claridad.
—Pero, Per —susurró—, ¿no puedes sentarte un rato? ¿Solo un ratito?
El joven no se movió de la puerta. Era imposible verle la cara.
—Siéntate. Solo un poco.
De pronto la luz brotó del techo. Per había apretado el interruptor y, cuando Roy se acostumbró a la claridad y pudo por fin ver, se quedó petrificado.
Per, el buen chico. El joven educado y estudioso que nunca había dado a sus padres un motivo de preocupación en su adolescencia. Per, que era su niño, su consuelo y también su responsabilidad después de que Birgitte hubiera iniciado su Larga Ausencia cuando el chico apenas había cumplido diez años. Ahora Per estaba irreconocible.
—Si tan empeñado estás en hablar conmigo, adelante, hazlo.
Su rostro estaba contraído, sus ojos protuberantes como los de un bacalao muerto y escupía saliva por la boca al hablar.
—No pensaba decir nada. Pero ¿de verdad crees que no lo sé?
Se acercó a su padre con los puños cerrados y gesto amenazante.
—Eres un maldito hipócrita, eres un… ¿Sabes, papá? Eres un…
El chico lloraba. No había dejado escapar una lágrima durante el entierro. Ahora las lágrimas brotaban de sus ojos y tenía ronchas rojas en la cara, como si una peste desconocida se hubiera apoderado de él, convirtiéndolo en un ser feo y repugnante. Roy se echó a un lado en el sofá, casi estaba tumbado.
—¿Crees que no sé por qué mamá se alejaba? ¿Por qué no soportaba pasar más tiempo en casa?
Roy Hansen intentó apartarse más de su hijo, pero un brusco gesto de Per con los puños le asustó aún más y se quedó rígido.
—¡Y con esa Ruth-Dorthe Nordgarden! Con ese careto de Dolly Parton. ¿Sabes lo que significó para mamá encontrarse aquel pendiente en la cama? ¿Tú qué crees?
—Pero…
Roy trató de incorporarse. Per volvió a levantar las manos para pegarle; sus puños estaban a menos de medio metro de él, dejándolo clavado en el sitio.
—¡Os oí! Tú creías que esa noche no estaría en casa, pero regresé.
—Per…
—No te atrevas a decir mi nombre. ¡Os oí!
El joven lloraba a moco tendido. Tosía y sorbía mocos y gritaba con voz aguda; empezaba a ser difícil entender lo que decía.
—Tranquilízate, Per, ¡baja la voz!
—¡Bajar la voz! ¿Tengo yo que tranquilizarme? Fuiste tú, papá, tú eras el que tenías que haberte controlado aquella noche del otoño pasado. ¡Tú y ese tremendo putón que no es más que un coño!
Se había vaciado. Per Volter bajó los puños lentamente y se quedó en lo que parecía la posición de descanso de un soldado, jadeando para tomar aire.
—¡No quiero volver a hablar contigo nunca más!
Per fue hacia la puerta.
Roy Hansen se levantó despacio. Ya no le quedaba voz.
—Pero, Per —susurró—, hay muchas cosas que tú no sabes, ¡tantas cosas que no sabes!
No obtuvo respuesta, y poco después oyó que el coche salía a toda velocidad. La vela se había apagado y el salón estaba bañado en una inclemente luz blanquísima.