Martes, 8 de abril de 1997

09.00 Comisaría de Oslo

—¡Y has dejado de fumar y todo, Hanne!

—Eres muy perspicaz, solo has tardado diez minutos en darte cuenta. Billy T. aún no se ha enterado. ¡Y a ti solo te han hecho inspector! ¡Genial!

Håkon Sand le cogió la mano y la apretó con fuerza mientras sonreía de oreja a oreja.

—Tienes que venir a visitarnos cuanto antes. ¡Hans Wilhelm está hecho ya un hombrecito!

Al niño de Håkon le habían puesto el nombre en honor a Hanne Wilhelmsen, y ella agradeció a todos los dioses en los que no creía haberse acordado de traer un regalo. Bueno, en realidad era Cecilie quien se había acordado, a última hora en el aeropuerto durante su apresurada partida de California. Una camiseta de fútbol americano para Billy T. y un caimán gigantesco de color amarillo limón para Hans Wilhelm.

—¿Quieres quedarte en nuestra casa?

Fue como si de pronto hubiera tenido una idea genial, y sonrió satisfecho ante su cordial invitación.

—Puede que a Karen no le haga mucha gracia tener una invitada —dijo Hanne desechando la idea—. ¿No está a punto de dar a luz?

—El próximo fin de semana —murmuró Håkon, y no insistió más—. Pero tienes que venir a vernos pronto.

Llamaron a la puerta y entró un policía uniformado.

—¡Ahí va! ¿Has vuelto? ¡Bienvenida! ¿Cuándo ha sido eso? ¿Vuelves al curro?

Con la vista fija en Hanne, esperando su respuesta, dejó una carpeta frente al inspector de policía.

—No, solo estoy de vacaciones —dijo Hanne con prudencia—, un par de semanas nada más.

—Ja. No me creo que vayas a mantenerte apartada de la comisaría ahora.

Pudieron oír la risa del policía un buen rato después de que se cerrara la puerta.

—¿Qué es eso? —preguntó Hanne señalando la carpeta.

—Veamos.

Håkon Sand pasaba las páginas y Hanne Wilhelmsen tuvo que hacer un esfuerzo para no leer por encima de su hombro. Le dio un par de minutos. No aguantaba más.

—¿Qué es? ¿Algo importante?

—El arma. Creemos saber de qué clase de arma provenía el proyectil.

—Déjame ver —dijo Hanne impaciente e intentó coger los papeles.

—Eh, eh —objetó Håkon poniendo las dos manos abiertas sobre el montón de documentos—. Secreto profesional, ya sabes, estás en excedencia. No lo olvides.

—¡Qué! —Por un momento pareció pensar que lo decía en serio; le miró incrédula—. Cuando eres policía, siempre eres policía.

—¡Solo bromeaba!

Se rio y le pasó la carpeta de plástico verde.

—Un Nagant —murmuró Hanne Wilhelmsen pasando las páginas—. Probablemente un M1895 ruso. Raro. Jodidamente raro.

—¿Por qué?

Cerró la carpeta, pero se quedó con ella sobre el regazo.

—Un arma curiosa. Muy especial. El tambor tiene su propia patente. Se carga hacia atrás y se engancha a una pequeña protuberancia del cañón. Así no entra aire entre el tambor y el cañón. Muy curioso, ¿sabes?, porque literalmente le robaron la patente a un noruego.

—¿Cómo?

—Hans Larsen, de Drammen. Inventó un sistema propio para revólveres herméticos que envió a Bélgica, a Lieja, para que lo fabricaran. Allí pasaron de fabricarlo y le robaron la patente, que más adelante, a finales del siglo XIX, fue desarrollada hasta convertirse en un revólver en Rusia. Las historias del zar y todo eso.

—Nunca dejas de sorprenderme.

Håkon Sand sonrió, aunque sabía que hacía unos años unos colegas habían intentado apuntar a Hanne al concurso Doble o nada con el tema «Armas de fuego». Ella protestó enérgicamente cuando la televisión se puso en contacto con ella, y al final no llegó a participar.

—¿Y para qué sirve ese cañón que no deja pasar el aire?

—Mayor precisión —explicó Hanne—. El problema de los revólveres es que pierden presión entre el tambor y el cañón, y la precisión disminuye. No suele tener mucha importancia, porque los revólveres no están pensados para disparar a mucha distancia. Una vez vi uno de estos. —Calló y siguió leyendo—. Aquí dice que solo hay registradas cinco armas de este tipo. Pero tenéis un grave problema, Håkon, un problema gordísimo.

Volvió a cerrar la carpeta y por unos instantes pareció que iba a dejarla caer inadvertidamente en un bolso que había junto a su silla. Luego la puso sobre la mesa, entre los dos.

—Que yo sepa, tenemos más de un grave problema en este caso —dijo Håkon, y bostezó—. Podría decirse que los problemas se acumulan. Pero ¿a qué te refieres?

—Esta arma se produjo en grandes cantidades durante mucho tiempo. Se pueden encontrar en muchos países, sobre todo en aquellos que estuvieron bajo la influencia de la Unión Soviética. En los años cincuenta las vendían muy baratas a sus aliados, tanto en Europa como en África. Por ejemplo, no resulta difícil encontrarlas en… —Dudó unos instantes y se pasó una mano por los ojos—. En Oriente Medio. Y también resulta que hay unas cuantas en Noruega. Seguro que más de cinco. Generalmente han llegado aquí de formas un tanto curiosas. El revólver que yo vi era de un ruso exiliado que la había heredado de su padre, quien sirvió en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial.

—Armas sin registrar —dijo Håkon en voz baja y desanimada, e infló los carrillos—. Lo que nos faltaba.

Hanne Wilhelmsen rio con ganas y se pasó una mano por el pelo.

—¿Acaso te esperabas otra cosa, Håkon? ¿Creías que la primera ministra de Noruega había sido asesinada con un revólver que figuraba en nuestro incompleto e inútil registro de armas? ¿De verdad creías eso?

09.45 Ministerio de Sanidad

Nadie sabía muy bien por qué había sido nombrada ministra de Sanidad. Eso pensó Loffen Larsen cuando la mujer hizo una mueca extraña, siempre esos gestos raros, esos tics repentinos de los músculos faciales que no tenían nada que ver con algo que hubiera sucedido o que alguien hubiera dicho. Lo pensó cuando la ministra dio por terminada la reunión: nadie entendía por qué estaba en el cargo. Casi nadie que no perteneciera al Partido Laborista, al gobierno o al Parlamento sabía quién era cuando la nombraron ministra. Y eso a pesar de que había sido vicepresidenta del partido durante cuatro años. La mujer tenía una mediocre licenciatura en historia y en algún momento, muchos años atrás, había trabajado como profesora. Estaba divorciada y era madre de dos gemelas adolescentes, y durante un tiempo considerable había sido ama de casa. Luego había ido de aquí para allá; estuvo un tiempo, no mucho, en la confederación de sindicatos, y luego en el sindicato de estudiantes, pero tampoco aquello duró mucho. Iba escalando posiciones a la vez que era capaz de mantenerse en un sorprendente segundo plano. Y nunca se había pronunciado sobre ningún aspecto relacionado con la sanidad hasta que fue nombrada ministra. A Loffen Larsen no le gustaba su nueva jefa, y eso le preocupaba profundamente.

—Damos por terminada la reunión semanal.

El secretario de Estado, el asesor político y el consejero del ministerio se pusieron de pie a la vez que Loffen Larsen.

—¡Tú!

Todos dieron un respingo y se volvieron hacia la ministra.

—¡Gudmund! Tú te quedas.

El asesor político, un joven robusto oriundo de Fauske, se encogió y miró con envidia a los demás, que, aliviados, salieron de la sala.

Ruth-Dorthe Nordgarden dejó la mesa de reuniones y se sentó en su gran silla de despacho. Allí se quedó, observando a Gudmund Herland. Parecía una muñeca Barbie cansada; no tenía expresión, sus ojos estaban muy abiertos e hizo un extraño movimiento con el labio superior que indujo al joven, nervioso, a mirar por la ventana.

—El caso Grinde —dijo ella sin concretar más.

El asesor político no sabía si debía sentarse, pero su jefa no le dio ninguna pista, así que se quedó de pie. Se sentía como un idiota.

—Sí, bueno… —comenzó con prudencia.

—¿Por qué no se me informó de que quería más dinero?

—Pero si intenté hablarte de ello… —empezó Gudmund Herland.

—¡Intentaste! No voy a tolerar que no se me informe de asuntos tan importantes.

Le daba vueltas a un bolígrafo que amenazaba con romperse bajo la presión de sus dedos.

—Escúchame, Ruth-Dorthe, te dije que quería reunirse contigo para hablar de ello, pero tú…

—No dijiste de qué se trataba.

—Pero…

—Vamos a dejarlo ahí. —Habló con tono decidido y agitó las manos frenéticamente sin mirarle—. Tendrás que esforzarte mucho más. Puedes irte.

Gudmund Herland no se movió. Seguía de pie en el centro de la habitación mientras sentía cómo una furia incontrolable le inundaba. Apretó los labios y cerró los ojos. Esa maldita imbécil. Esa infernal, jodida zorra. No solo le había informado de que Benjamin Grinde quería hablar con ella, sino que le había aconsejado todo lo encarecidamente que pudo que se reuniera con él. El escándalo sanitario podría servirle para darse a conocer, para mostrarse resolutiva. Si había algo que al gobierno le hacía falta en aquellos momentos era precisamente capacidad de reacción. Pero ella no le había prestado atención; no tenía tiempo. A lo mejor más tarde. Siempre igual: tal vez más adelante. Esa mujer no sabía lo que era ser ministra. Creía que podía hacer un horario normal de oficina y se ponía de muy mal humor si algo interfería con su cena con sus estupendas hijas. Apretó los dientes con tanta fuerza que casi rechinaron, y apenas la oyó cuando dijo:

—¿Te vas a quedar ahí plantado?

Abrió los ojos. Ahora parecía un miembro de la familia Adams. Las mejillas se habían alzado en un gesto diabólico. No valía la pena, pensó el asesor. Su carrera política no iba a naufragar contra esa roca. Sin decir nada se dio la vuelta y salió. Se permitió el mínimo placer de cerrar con un portazo innecesario.

Ruth-Dorthe Nordgarden cogió el teléfono y le pidió a la secretaria que le dijera al asesor que volviera a entrar. Mientras esperaba, se reclinó en su silla, apoyó los pies sobre la papelera y examinó el estampado de las cortinas. No le gustaban y la irritaba que aún no las hubieran cambiado, a pesar de que lo había pedido varias veces.

La preocupaba enormemente el caso de los bebés fallecidos. En el caso de que tuviera que dejar el cargo, cosa que por otra parte dudaba mucho, puede que se le hubiera pasado por alto algo importante y entonces podrían utilizarlo contra ella. Podría ser. ¿De qué quería hablar con ella Benjamin Grinde? ¿De algo que después había tratado con Birgitte? ¿Era solo para insistir en el tema del dinero o había algo más? ¿Otra cosa?

Mojó un terrón de azúcar en el café y se puso el grumo marrón y dulce sobre la lengua. Inquieta, y no exenta de preocupación, pensó en su conversación con Liten Lettvik la noche anterior. No había comprendido qué era lo que la periodista estaba buscando. Tampoco le había proporcionado ninguna información. Pero la conversación le había provocado intranquilidad y desasosiego, y en medio de todo el dulzor sintió un sabor amargo en la boca.

El asesor estaba en la puerta.

—¿Querías hablar conmigo?

—Sí —balbuceó Ruth-Dorthe enderezándose en la silla. El azúcar crujió entre sus dientes y tuvo que tragar varias veces—. Quiero que me subas todos los documentos relativos al caso de los bebés muertos. Ahora.

El asesor asintió con un movimiento de cabeza y supo que una orden como esa en realidad quería decir que debería haberlos tenido desde ayer.

12.39 Departamento de Asuntos Internos, comisaría de Oslo

El jefe de inteligencia Ole Henrik Hermansen lanzó una carcajada sonora y poco habitual en él. Era en todos los sentidos un hombre hermético. Su aspecto impecable y su rostro poco expresivo le convertían en un agente secreto de manual. Su cara era neutra sin rasgos característicos, llevaba el cabello gris peinado hacia atrás, los ojos eran de un azul diluido y su boca de labios finos; aquel hombre podría pasar desapercibido en cualquier concentración de gente del mundo occidental.

—¿De dónde has sacado eso?

El agente que tenía delante se miró el pecho y sonrió con timidez.

—Solo la uso aquí. En el trabajo. Nunca en la calle.

La camiseta era gris y llevaba escrito en grandes letras negras: «Tengo tu expediente».

—Espero de verdad que sea así. Eso podría causarnos problemas.

—Aquí tiene más problemas, jefe —dijo el agente dejando una carpeta encima de la mesa mientras miraba con gesto interrogante hacia una silla.

—Siéntate. ¿Qué es esto?

—Un informe de la inteligencia sueca. Preocupante.

Se masajeó el hombro derecho con la mano izquierda e hizo una mueca. El jefe de inteligencia no tocó el informe, pero miró fijamente a su subordinado.

—Ayer por la noche se estrelló una avioneta en Norrland, una Cessna pequeña de seis pasajeros. Fue en Västerbotten län, entre Umeå y Skellefteå —explicó el hombre de la camiseta. Había cambiado de lado y ahora se apretaba brutalmente el hombro izquierdo con la mano derecha—. El viernes por la noche enviamos un aviso de máxima alerta a nuestros países vecinos, y la seguridad que vigilaba a Göran Persson y Paul Nyrup Rasmussen ha sido extraordinaria. Por eso, afortunadamente, no se sabía que…

Dudó unos instantes mientras observaba la carpeta que había entregado a su jefe. Pero Ole Henrik Hermansen seguía sin abrirla. Solo unas casi imperceptibles arrugas en su frente daban a entender que estaba impaciente por escuchar el resto de la historia.

—El primer ministro sueco Göran Persson tendría que haber viajado en ese avión. Iba a inaugurar una gran exposición de barcos en Skellefteå, pero antes tenía que asistir a un encuentro de la dirección nacional del Partido Socialdemócrata en Umeå, por lo que debía ir en avioneta para poder estar en los dos sitios.

Tendría que haber viajado en ese avión —dijo el jefe de inteligencia en voz baja con una pregunta implícita.

—Sí. Afortunadamente tuvo que suspenderlo. En el último minuto. El piloto iba solo. Por lo que he podido saber vivía allí, en Skellefteå. Ahora está muerto.

Por fin Hermansen abrió la carpeta. Pasó las páginas deprisa, tanto que no podía haberse enterado de mucho.

—¿Y qué dicen nuestros amigos suecos? ¿Sabotaje?

—No lo saben. De momento están sobre todo contentos porque la historia no haya trascendido. Pero tienen sus dudas, y nosotros también.

Ole Henrik Hermansen se acercó a un mapa de Escandinavia colgado en la pared. Estaba bastante gastado y cubierto de cabezas rojas de alfiler agrupadas en algunos puntos. Recorrió la costa este de Suecia con un dedo.

—Más arriba —dijo el agente—, ahí. —Se había levantado también y puso un índice romo sobre el plano—. A medio camino entre Kvärnbyn y Vebomark.

Dos alfileres que habían estado clavados con fuerza sobre Malmö cayeron al suelo sin que ninguno de los dos hombres los hubiera tocado.

—Tengo que poner un mapa nuevo —murmuró Hermansen—, este debe de llevar colgado aquí desde el principio de los tiempos. ¿Cuánta gente sabía que iba a ir en ese vuelo?

—Casi nadie. Ni siquiera el piloto.

—Ni siquiera el piloto —repitió el jefe en voz baja mientras se rascaba el nacimiento del pelo—. ¿Hay mucha preocupación en el servicio de inteligencia sueco?

—Mucha. —El agente levantó los hombros y sacudió la cabeza de un lado a otro—. Y además Göran Persson vendrá a Noruega, al entierro, claro.

Ole Henrik Hermansen lanzó un profundo suspiro.

—Dime alguien que no venga.

El agente se encaminó hacia la puerta y estaba a punto de cerrarla tras él cuando Hermansen le llamó de pronto.

—¡Oye!

Asomó la cabeza de nuevo.

—¿Sí?

—Quítate esa camiseta. Pensándolo bien… no tiene ninguna gracia. Quítatela, por favor, y no vuelvas a ponértela.

15.30 Gabinete de la primera ministra

—Me quedé aquí sentada. Solo me quedé aquí… sentada.

Wenche Andersen escondió la cara entre sus manos y se echó a llorar, de forma silenciosa y desesperada. Sus hombros se agitaban bajo la chaqueta de color rojo óxido, y Tone-Marit Steen se puso en cuclillas junto a ella y posó una mano sobre su espalda. La secretaria de la primera ministra había empezado a acusar, por fin, la presión de los acontecimientos de los últimos días. Parecía más menuda y mucho mayor.

—¿Puedo traerte algo? ¿Un vaso de agua, tal vez?

—Me limité a quedarme aquí sentada. ¡No hice nada!

Se quitó las manos de la cara. Tenía una mancha negra debajo del ojo izquierdo, el maquillaje había empezado a correrse.

—Si hubiera hecho algo —sollozó—, ¡tal vez habría podido salvarla!

Las reconstrucciones nunca eran fáciles. Billy T. reprimió un suspiro y miró de reojo al juez del Tribunal Supremo Benjamin Grinde, quien también parecía haber encogido. El traje le quedaba más suelto y el leve tono moreno de su piel había desaparecido por completo. Ahora podía ver que el hombre tenía una leve red de vasos sanguíneos dibujados en cada mejilla, y apretaba los labios hasta formar una estrecha y poco atractiva línea recta.

—No podrías haberla salvado —la consoló Tone-Marit—, murió en el acto. Ahora lo sabemos. No había nada que pudieras hacer.

—Pero ¿quién lo hizo? ¿Cómo entraron? Tuvieron que pasar por mi lado de alguna manera. ¿Por qué me limité a quedarme aquí sentada?

Wenche Andersen se dejó caer sobre la mesa y Billy T. miró al techo intentando encontrar la paciencia que hacía mucho tiempo que había perdido. Les había llevado un tiempo excesivo hacer la comprobación de sonido. Un policía había disparado varios tiros con balas de fogueo en el despacho de la primera ministra. Aunque se oía muy poco a través de la doble puerta, Wenche Andersen casi había saltado de su silla todas las veces. Desde el cuarto de baño no se oía nada. El problema era que Wenche Andersen no era capaz de recordar con precisión en qué momentos se había ausentado de su puesto.

—Tal vez deberíamos intentarlo simplemente —propuso Billy T.—. Lo mejor es acabar con esto cuanto antes, ¿no?

La secretaria sorbió muy alto sin dejar de llorar. Pero por lo menos se incorporó y cogió un pañuelo de papel que le ofrecía Tone-Marit Steen.

—Sí, tal vez —susurró la secretaria—. Tal vez deberíamos empezar.

Benjamin Grinde miró hacia Billy T. y, tras recibir una señal indicativa de este, salió al pasillo.

—Espere fuera —le gritó Billy T.—. No entre hasta que yo se lo diga. —Luego se inclinó sobre la mesa de Wenche Andersen y preguntó en voz baja—: Así que eran las cinco menos cuarto, las dieciséis cuarenta y cinco aproximadamente. Los que aún estaban aquí eran…

Pasó las páginas que tenía delante.

—Øyvind Olve, Kari Slotten, Sylvi Berit Grønningen y Arne Kavli —le ayudó Wenche Andersen, intercalando un sollozo entre cada uno de los nombres—. Pero no estuvieron aquí todo el rato. Se marcharon en un intervalo de media hora. Todos ellos.

—Vale —dijo Billy T., girándose hacia la puerta para gritar—: ¡Adelante!

Benjamin Grinde entró por la puerta intentando exprimir una sonrisa de la mueca congelada que había exhibido desde que llegó. Saludó con un gesto a Wenche Andersen.

—Tengo una cita con la primera ministra —dijo.

—Para —dijo Billy T., y se rascó la oreja—. No hace falta actuar. Limítate a contarnos lo que hiciste.

—Está bien —murmuró Benjamin Grinde—. Pues entré y dije lo que acabo de decir. Entonces me pidieron que esperara un momento y luego…

Se detuvo, y Wenche Andersen se puso en pie y volvió a intervenir.

—Me levanté y fui al despacho de Volter. Ella le invitó a entrar con un gesto de la mano y yo le dije «Adelante», y pasó por mi lado… así.

Benjamin Grinde se dirigió con paso inseguro hacia Wenche Andersen. No se pusieron de acuerdo sobre el lado por el que debían cruzarse y se quedaron vacilantes el uno frente al otro, como dos gallos de pelea que no supieran cuál de ellos era el más fuerte.

—Alto —repitió Billy T. con un profundo suspiro y una mirada cargada de significado al jefe de la policía judicial, que hasta el momento no había abierto la boca—. Como ya he dicho antes —dijo hablando muy despacio y vocalizando mucho, como si se dirigiera a unos niños de cinco años a los que debía enseñar a jugar al parchís—, no tenéis que actuar. Procurad relajaros. La postura o el lugar exacto en el que estuvierais en ese momento no tienen mucha importancia, o sea que…

Posó una mano enorme sobre el hombro de Benjamin Grinde y lo condujo con determinación hacia la puerta del despacho de la primera ministra.

—Tú entras por aquí y entonces…

Benjamin Grinde se dejó llevar dócilmente al centro de la habitación, frente al sofá de las visitas. Billy T. le animó a continuar con un gesto y retiró la mano de su hombro. No sirvió de nada. El juez del Supremo seguía indeciso y su cara estaba aún más pálida.

—Supongo que la saludarías, ¿no? —dijo Billy T., consciente de que estaba condicionando la reconstrucción mucho más de lo aconsejable según los manuales—. ¿Le diste la mano, un beso?

Benjamin Grinde no contestó. No dejaba de mirar el escritorio que tenía delante; ordenado y limpio, sin rastro alguno de la tragedia que había ocurrido el viernes por la noche.

—¿Le diste la mano, Grinde?

El hombre se sobresaltó; de pronto pareció caer en la cuenta de dónde estaba y de lo que esperaban de él.

—Nos dimos la mano y un beso en la mejilla. Lo quiso ella. El beso, me refiero. A mí me pareció un poco forzado, llevábamos muchos años sin vernos.

Su voz sonaba baja y profunda, sin entonación.

—¿Y luego?

Billy T. hizo un gesto con la mano para animarlo a continuar.

—Luego me senté, aquí.

Se dejó caer sobre una silla y depositó la cartera de color burdeos sobre la mesa.

—¿La dejaste ahí?

—¿Qué? Ah, sí, mi cartera. No. —La cogió y la puso en el suelo, apoyada en la pata de la silla—. Así es como estuve sentado.

—Durante tres cuartos de hora —dijo Billy T.—, en los que hablasteis de…

—No hace falta tratar ese asunto aquí, Billy T. —dijo el jefe de la policía judicial, y carraspeó—. No se trata de un interrogatorio. El juez del Supremo Grinde ya ha dado sus explicaciones. Estamos en una reconstrucción de los hechos.

Una sonrisa servil adornaba su rostro vuelto hacia Benjamin Grinde, pero el juez estaba pensando en otra cosa.

—Vale —dijo Billy T. sin poder disimular su irritación—. Y entonces, cuando acabasteis la conversación…

—Me puse de pie y me fui. No ocurrió nada más. —Levantó la vista hacia Billy T. Sus ojos eran más oscuros que antes, el marrón del iris se confundía con el negro de sus pupilas. El blanco de los ojos estaba enrojecido y la boca formaba una línea aún más delgada—. Lo siento, pero no hay nada más que contar.

Por un momento pareció que Billy T. no sabía qué hacer. En lugar de continuar con la reconstrucción, se acercó a la ventana. Ahora, de día, la ciudad se veía más gris y caótica que en la ocasión anterior, cuando los neones hacían que Oslo se mostrara casi hermosa. Aunque los edificios de enfrente —las oficinas de un periódico pegadas al bloque 5 del distrito gubernamental— eran nuevos, había algo deslavazado en ese paisaje, algo siempre pendiente de rematar; los edificios en construcción en la esquina de Hansen & Dysvik reforzaban la sensación de que Oslo era una manta hecha de retales nuevos y viejos que nunca llegaría a ser un proyecto consumado.

De pronto se giró hacia ellos.

—¿Qué dijo cuando te marchaste?

Benjamin, que seguía sentado, miró al vacío y contestó:

—Dijo: «Buen fin de semana».

—«Buen fin de semana». ¿Nada más?

—No, me deseó buen fin de semana y me marché.

Se puso de pie, se colocó la cartera bajo el brazo y caminó hacia la puerta.

—Entonces ¿ya podemos dejar marchar al juez Grinde?

Quien hablaba era el jefe de la policía judicial, y debía tomarse más como una orden que como una pregunta.

—Está bien —murmuró Billy T.

Pero no estaba bien. No estaba nada bien. Benjamin Grinde no decía la verdad. El hombre era el mentiroso más inútil con el que Billy T. se hubiera topado nunca. Sus mentiras llevaban luces azules y sirenas; eran evidentes y claras, pero aun así resultaba imposible encontrarles un sentido.

—Trae al vigilante —pidió a un policía de uniforme y salió tras Benjamin Grinde.

En la escalera volvió a poner la mano sobre el hombro del juez. Grinde se detuvo bruscamente y se quedó rígido. No se dio la vuelta. Billy T. le pasó y se quedó dos escalones más abajo; cuando se dio la vuelta, sus ojos estaban a la misma altura.

—Creo que miente, Grinde —dijo en voz baja.

Grinde bajó la mirada, y Billy T. les sorprendió a ambos, al juez y a sí mismo, cogiéndole de la barbilla, sin hacer fuerza, sin animosidad, más o menos como lo hacía con sus hijos cuando no querían mirarle a los ojos. Era una flagrante falta de respeto, pero, por alguna razón, Benjamin Grinde aceptó la humillación. Billy T. sabía por qué. Levantó la cara del juez y la mantuvo sujeta mientras hablaba.

—Creo que no me has contado la verdad, ¿y sabes qué? No logro explicarme el porqué. Estoy casi seguro de que no mataste a Birgitte Volter. No me preguntes por qué, pero lo estoy. Sé que ocultas algo. Probablemente algo de lo que hablasteis, algo que puede ayudar a arrojar luz sobre este asesinato.

Grinde había recuperado el control. Con un gesto brusco apartó la barbilla de la mano de Billy T. y dio un paso atrás. Ahora miraba al policía desde arriba.

—He dicho lo que tenía que decir de este asunto.

—Así que reconoces que hay cosas que no has dicho.

Billy T. no apartó la mirada.

—He dicho lo que había que decir. Ahora quiero marcharme.

Pasó junto al altísimo policía y desapareció por el pasillo sin mirar atrás.

—Joder —murmuró Billy T. para sí—. ¡Vaya mierda!

»¡Espabila, tío!

El vigilante no era un hombre a quien Billy T. sintiera la necesidad de coger de la barbilla en un intento amistoso de conseguir su colaboración. Era más bien el tipo al que uno quisiera tumbar sobre sus rodillas y darle una azotaina. Estaba de mal humor, era hosco y parecía estar cagado de miedo.

—¿Tocaste ese picaporte, sí o no?

Billy T. y el vigilante se encontraban en el pequeño cuarto de descanso que estaba entre el despacho de la primera ministra y la sala de reuniones.

—Ya lo he dicho mil veces —dijo el vigilante colérico—, no toqué esa puerta.

—En ese caso, ¿cómo explicas que tus huellas estuvieran aquí —Billy T. agitó el dedo índice delante de un pequeño círculo en el marco de la puerta—, y aquí, en el picaporte?

—He estado aquí unas mil veces antes de ahora, ¿no? —contestó el vigilante poniendo los ojos en blanco—. ¿Es que sabes de cuándo son las huellas esas o qué?

Billy T. cerró los ojos y empezó a contar. Cuando llegó a diez, volvió a abrirlos.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es que no te das cuenta de lo serio que es este asunto? —Estampó un puño contra la pared—. ¿Eh? ¿Es que no entiendes nada o qué?

—Entiendo que crees que he matado a Volter, ¡y yo no lo he hecho, joder!

Su voz se quebró y el labio inferior empezó a temblarle. Billy T. se quedó observando al tipo sin decir nada durante mucho rato. Luego, a pesar de todo, lo hizo: puso la mano bajo la barbilla del vigilante y le obligó a mirarle a los ojos. El vigilante intentó soltarse, pero le sujetaba con demasiada fuerza.

—No sabes lo que te conviene —dijo Billy T. en voz baja—. No entiendes que podemos ayudarnos el uno al otro. Solo con que me contaras lo que pasó esa noche, la situación mejoraría mucho para los dos. Y una cosa más: si has matado a Volter, lo descubriré. Te lo puedo jurar por mi honor: lo descubriré. Aunque no creo que lo hicieras, de momento no. Pero tienes que ayudarme. ¿No lo entiendes?

Sus dedos apretaban con tanta fuerza que en la cara del hombre aparecieron unas manchas rojas. A su espalda, el responsable de la policía judicial emitió un gruñido a modo de advertencia.

Pero Billy T. no le oyó. Miraba fijamente los ojos castaños del vigilante, que estaban rodeados de unas pestañas excepcionalmente largas. Se le erizó el vello de la nuca cuando reconoció en su mirada el terror en estado puro. Un miedo abisal.

—No me tienes miedo a mí, joder —susurró Billy T. en voz tan baja que solo el vigilante pudiera oírle—. Si tuvieras un poco de sentido común me contarías qué es lo que te tiene muerto de miedo. Porque de algo se trata. Pero no te preocupes, lo averiguaré. —Soltó la barbilla del vigilante con un gesto brusco y doloroso—. Ahora puedes irte —le espetó.

»Por lo menos esta mujer no miente —comentó Billy T. para sí.

Con la garganta atenazada por el llanto, Wenche Andersen había explicado hasta el más mínimo detalle de lo que había hecho desde la última vez que vio a Birgitte Volter con vida hasta que encontró a la primera ministra muerta en su despacho. Había ido al baño tres veces. Con el rostro enrojecido y muy azorada, detalló que había hecho una vez aguas mayores y dos veces aguas menores. Tone-Marit le dedicó una sonrisa afable y recalcó que no hacía falta dar tantos detalles.

—Y entonces llamé a la policía.

Al acabar su relato, Wenche Andersen respiró aliviada.

—Muy bien —la elogió la agente con firmeza, empleando ese tono de profesora de preescolar tan suyo.

Billy T. cerró los ojos y se frotó la cara con las manos.

Wenche Andersen agradeció el comentario con una tibia sonrisa. Entonces enrojeció violentamente. Tone-Marit pudo ver cómo toda ella se agitaba y la vena del cuello se hinchaba y latía con fuerza.

—Me he olvidado de una cosa —exclamó la secretaria—. ¡Otra vez me he olvidado de algo!

Fue directa al despacho de la primera ministra y, algo inusual en ella, no pidió permiso.

—La cajita —susurró volviéndose hacia Billy T., que la había seguido—. El pastillero. ¿Lo habéis cogido?

—¿Pastillero?

Billy T. miró interrogante al policía de uniforme y este sacó la lista de objetos que se habían llevado para estudiarlos más a fondo.

—Aquí no figura nada de eso —dijo negando con la cabeza.

—¿Qué clase de pastillero? —preguntó Billy T. ladeando la cabeza y tapándose la oreja con la palma de la mano; le dolía muchísimo.

—Una cajita preciosa, pequeñita, esmaltada —explicó Wenche Andersen y dibujó un pequeño cuadrado en el aire—. Un pastillero esmaltado en plata, o puede que en oro. Parecía muy antiguo y siempre estaba aquí —señaló—, en la mesa. Yo… —Parecía desesperada, una desesperación mezclada con vergüenza, y dudó—. No me queda más remedio que reconocerlo —dijo por fin mirando al suelo—. En una ocasión intenté… —Volvió a esconder la cara entre las manos y su voz sonó distorsionada, como si hablara con sordina—. Intenté abrirlo. Pero estaba muy duro y antes de que lo lograra llegó la primera ministra y… —Su rostro estaba demudado, las lágrimas caían y sollozó en busca de aire—. Fue muy embarazoso —susurró—, yo no tenía ningún derecho a hacer algo así, y ella se limitó a… me lo quitó y nunca más hizo referencia al asunto…

Billy T. dedicó una cálida sonrisa a la mujer del traje rojo.

—Hoy has hecho un trabajo excelente —la consoló—. Cualquiera puede dejarse llevar por la curiosidad. Y ahora puedes marcharte.

Se quedó en el despacho de la primera ministra hasta que todos se hubieron marchado.

—Un pastillero —se dijo por fin—. ¿Contendría pastillas?

17.10 Calle Ole Brumm, 212

—Seré muy discreta —dijo Hanne Wilhelmsen—, me mimetizaré con el papel pintado.

—¿Tú, anulada por un simple papel pintado? ¡Imposible!

Billy T. aún no tenía claro que hubiera sido buena idea llevar a Hanne Wilhelmsen a la casa de Roy Hansen.

—No digas nada —murmuró mientras se dirigían a la puerta del chalet adosado pintado de amarillo—. Y no se te ocurra comentárselo a nadie en el trabajo.

Cuando se acercaban a la puerta, a Hanne le pareció ver algo con el rabillo del ojo. Se volvió hacia un seto de mediana altura que enmarcaba el pequeño jardín delantero. No había nada. Hanne sacudió la cabeza y siguió a Billy T., que ya había llamado al timbre.

No hubo respuesta.

Billy T. volvió a llamar sin que nadie acudiera a abrir. Hanne bajó la escalera y miró hacia el piso de arriba.

—Hay alguien en casa —dijo en voz baja—, las cortinas se han movido.

Billy T. dudó unos instantes antes de poner el índice sobre el timbre una vez más.

—¿Sí?

El hombre que acababa de abrir la puerta de un tirón brusco tenía pasta de dientes en las comisuras de los labios y barba de tres días. Sus ojos eran pequeños y estaban entornados, como si acabara de levantarse. La pechera de la camisa estaba manchada de huevo, restos de yema reseca de color amarillo oscuro. Hanne odiaba los huevos y tuvo que apartar la mirada unos instantes. Respiró profundamente por la nariz mientras dirigía una sonrisa a un pequeño manzano que había al pie de la escalera.

—¿Roy Hansen? —preguntó Billy T., y recibió un pequeño gesto de asentimiento por respuesta—. Policía —prosiguió, enseñando su placa con la mano izquierda mientras le tendía la derecha para saludarle—. Lamentamos mucho molestarte. ¿Podemos pasar?

El hombre se asomó a la entrada y miró rápidamente a derecha e izquierda.

—Bien. Hoy han llamado a la puerta cuatro veces. Periodistas.

Roy Hansen los condujo a través de un pequeño recibidor hasta un salón en penumbra donde el polvo bailaba en las franjas de luz que dejaban pasar las cortinas echadas. Se dejó caer en el sofá con un leve gemido, y con las palmas de las manos invitó a los policías a tomar asiento en sendas sillas.

El aire era espeso y pegajoso; olía levemente a flores y a cítricos en proceso de putrefacción. Hanne vio un imponente frutero con naranjas llenas de manchas de moho de un color gris verdoso. Más allá, en un aparador de madera de pino pegado a la pared del fondo, había varias pilas de correo sin abrir. En un rincón del salón aguardaba una enorme cantidad de ramos de flores amontonados tal como habían llegado: cuarenta o cincuenta ramos todavía con sus envoltorios de papel o de celofán azul. Los cuadros de las paredes, serigrafías populares pero de buen gusto, parecían apagados y descoloridos, como si hubieran desistido de su intento de aportar algo de alegría a los habitantes de aquella casa que estaba a punto de dejar de ser un hogar.

—¿Te ayudo con las flores? —preguntó Hanne Wilhelmsen sin llegar a sentarse—. No deberían quedarse así.

Roy Hansen no contestó. Miró hacia el rincón de las flores con aire ausente, como si aquellos ramos que ocupaban varios metros cuadrados de la habitación no tuvieran nada que ver con él.

—Al menos deberíamos coger las tarjetas —sugirió Hanne—, para que puedas dar las gracias. Más adelante, quiero decir, cuando te veas con ánimos.

Roy Hansen negó con un gesto frustrado y señaló en dirección a las flores.

—No importa. Mañana pasa el camión de la basura.

Hanne tomó asiento.

Se notaba que aquel había sido un salón acogedor. Si pudiera pasar la luz, se vería que los muebles eran coloridos y alegres, y que las plantas que festoneaban los grandes ventanales habían estado llenas de vida. Las paredes, que ahora parecían de un blanco grisáceo, en realidad eran de un amarillo claro, un tono que, si entraran la luz y el aire en la estancia, debía de quedar muy bien con el suelo de parquet claro. Solo cuatro días antes aquel salón había sido el núcleo de un saludable y acogedor hogar noruego. Hanne sintió escalofríos al pensar en lo que la muerte podía provocar: una enorme sensación de vacío parecía haberse apoderado no solo del viudo que tenía delante, sino de toda la casa.

—Lo siento mucho, de verdad —dijo Billy T., y por una vez se mantuvo muy quieto con las piernas extendidas frente a él—. Sé que os han informado de que os dejaríamos en paz hasta que pasara el entierro. Pero ha surgido algo para lo que necesitamos una respuesta de forma inmediata. Por cierto, y antes de que aborde el tema por el que hemos venido…

En ese momento, un joven que no llegaría a los veinticinco años bajó por la escalera del primer piso. Vestía un chándal y zapatillas deportivas negras. Era de mediana estatura, rubio, y su cara resultaba casi anónima en su extrema normalidad.

—Voy a correr un poco —dijo en voz baja, y se dirigió hacia la puerta sin mirar a los dos policías.

—¡Per! ¡Espera! —Roy Hansen estiró los brazos como si quisiera retener a su hijo—. Sabes que intentan hablar con nosotros —dijo mirando a Billy T. con gesto desvalido—. Nos paran cada vez que salimos.

Billy T. se levantó, indignado.

—¡Maldita gentuza! —murmuró dirigiéndose a la puerta de la terraza—. ¿No podrías salir por aquí y luego saltar el seto del vecino? —Abrió la puerta y miró hacia fuera—. Por ahí —dijo señalando—. ¿Pasando esa valla de ahí?

Per Volter dudó un momento antes de atravesar el salón para llegar hasta la puerta de la terraza con gesto contrariado sin levantar la mirada. Billy T. le siguió.

—Billy T. —dijo tendiéndole la mano—. Soy de la policía.

—Ya me había dado cuenta —respondió sin estrechársela.

—Mis condolencias —dijo Billy T. Le costaba utilizar una palabra tan rebuscada, pero no se le ocurría ninguna mejor—. Es muy triste.

El chico no contestó, pero empezó a trotar en el sitio, como si quisiera marcharse pero estuviera demasiado bien educado para ser aún más grosero de lo que ya había sido.

—Solo una cosa antes de que salgas corriendo —dijo Billy T.—. Ya que te tengo aquí. ¿Es cierto que perteneces a un club de disparo?

—De tiro —dijo Per Volter—. Soy adjunto a la dirección del Club de Tiro de Groruddalen.

Por primera vez asomó al rostro del joven algo que podía recordar a una sonrisa.

—¿Conoces a todo el mundo allí?

—A casi todos. Por lo menos a los que mantienen cierta actividad.

—¿Participas en competiciones?

—Sí. Bueno, ahora mismo son sobre todo campeonatos militares. Estoy en la escuela de oficiales.

Billy T. asintió y le mostró una foto. Una polaroid sacada sin autorización y sin que el vigilante del distrito gubernamental hubiera tenido tiempo de protestar.

—¿Conoces a este hombre?

Se la dio a Per Volter, que dejó de trotar en el sitio y observó la fotografía durante varios segundos.

—No —dijo titubeando—, creo que no.

—Pero no estás seguro del todo.

Per volvió a estudiar la foto un rato más. Luego negó con decisión, devolvió la foto y miró a Billy T. a los ojos.

—Completamente seguro. Nunca he visto a este hombre.

Se despidió con un movimiento de cabeza y salió lanzado hacia el jardín y hacia la valla de metro y medio que pasó con un elegante salto de medio lado, para luego desaparecer entre los matorrales del otro lado.

Billy T. le siguió con la mirada, frunció el ceño y volvió con Hanne Wilhelmsen y Roy Hansen.

—¿Has encontrado su tarjeta electrónica? —preguntó mientras tomaba asiento.

—No, lo siento. No puede estar aquí.

Billy T. y Hanne intercambiaron una mirada rápida y Billy T. ya no fue capaz de permanecer quieto. Se inclinó hacia delante y la corta butaca de salón hizo que quedara casi en cuclillas. Era realmente incómodo.

—¿Sabes si Birgitte tenía un pastillero de plata o de oro?

—Esmaltado —añadió Hanne—, una pequeña caja esmaltada aproximadamente de este tamaño —precisó, cruzando los pulgares y los índices.

Roy Hansen miraba a uno y a otro.

—Un pastillero, ¿qué es eso?

—Una cajita diminuta —explicó Hanne—. Probablemente sea muy antiguo. ¿Heredado, tal vez?

Roy Hansen ladeó la cabeza y se rascó la mejilla. Los policías pudieron escuchar el ruido rasposo de la piel. Se levantó de repente y cogió un álbum de una estantería sobrecargada. Volvió a tomar asiento y estuvo un rato pasando páginas.

—Aquí —dijo de pronto—. ¿Puede ser este?

Se inclinó y dejó sobre la mesa el álbum entre él y Hanne Wilhelmsen, y señaló una de las fotos en blanco y negro. Era grande, y evidentemente había sido hecha por un fotógrafo profesional con película de gran formato; se distinguían hasta los detalles más pequeños. Una muy joven y muy feliz Birgitte Volter, vestida de novia con velo, posaba junto a un muy sonriente Roy Hansen, con flequillo espeso y gafas de pasta negra. La pareja estaba junto a una bien repleta mesa con regalos de boda: dos planchas, un gran jarrón de cristal, una cubertería de plata, dos manteles, una lechera y un azucarero que tal vez fueran de cristal, y otros objetos más difíciles de identificar. Y, efectivamente, en primer plano, una cajita minúscula.

—Casi no se ve —lamentó Roy Hansen—, y para serles del todo sincero me había olvidado de ella. Hace muchos, muchos años que no la veo. Ni siquiera recuerdo quién nos la regaló.

—¿Te acuerdas del color?

Roy Hansen negó con la cabeza.

—¿Y tampoco de su procedencia? ¿Estás seguro?

El hombre siguió diciendo que no. Tenía la mirada perdida, como si quisiera rescatar los recuerdos de la boda de un rincón olvidado y polvoriento de su cerebro. Contemplaba absorto la foto, esa foto alegre, con una lágrima colgando de su ojo izquierdo.

—Bueno —dijo Billy T.—. No vamos a molestarte más.

Llamaron a la puerta y Roy Hansen dio un respingo. La lágrima se desprendió y bajó hacia la comisura de sus labios. Se secó con el dorso de la mano con un gesto brusco.

—¿Quieres que abra? —preguntó Hanne.

Roy Hansen se levantó despacio, con dificultad, y se pasó las manos varias veces por la cara.

—No, gracias —susurró—. Espero la visita de mi madre. Puede que sea ella.

El polvo, la penumbra y el aire cargado parecían afectar a la acústica del salón. El cansado tictac de un viejo reloj de mesa sonaba como envuelto en algodón; era como si toda la habitación estuviera acolchada. Las voces que llegaron del recibidor interrumpieron abruptamente aquel ambiente difuso y silencioso, como cortes de una navaja.

—¿Quién es usted? —oyeron que decía Roy Hansen, casi gritando, como si pidiera ayuda.

Hanne Wilhelmsen y Billy T. se levantaron como un resorte y se precipitaron hacia el recibidor. Por encima de la espalda encorvada de Roy Hansen, Billy T. pudo ver a un hombre alto de unos cuarenta y pocos años, con el pelo revuelto y un gigantesco ramo de flores sin envolver que se interponía entre él y el viudo de Birgitte Volter, quien retrocedía hacia el recibidor de puro susto. El hombre de las flores aprovechó la oportunidad. Casi había conseguido cruzar la puerta cuando Billy T. se abrió paso junto a Roy Hansen y puso la enorme palma de su mano sobre el pecho del recién llegado.

—¿Quién eres? —preguntó.

—¿Quién? ¿Yo? Soy de Ver y oír. Solo quería dar el pésame y tal vez charlar un momento.

Billy T. se giró muy deprisa y miró a Roy Hansen. El hombre ya tenía muy mal aspecto cuando habían llegado, y además había llorado mientras estaban allí. Billy T. detestaba haber tenido que molestarle, pero aclarar la cuestión del pastillero era tan vital que no había tenido alternativa. Ahora Roy Hansen mostraba un color de piel macilento y el sudor brotaba de su frente.

—¿Qué demonios te crees presentándote aquí de esta manera? —bramó Billy T. al periodista—. ¿Es que no entiendes nada o qué?

Hanne Wilhelmsen empujó a Roy Hansen hacia el salón y cerró la puerta.

—Fuera de aquí —rugió Billy T.—. Lárgate de aquí, joder, y aléjate de la zona inmediatamente.

—Vale, tío, ¡menudo numerito! Si solo queríamos ser amables…

—¡Amables! —dijo Billy T., y le dio un empujón tan fuerte al hombre en el pecho que se tambaleó y se le cayeron las flores—. ¡Que te largues, te digo!

—Relájate, tío. Ya me voy, ya me voy.

El hombre retrocedió unos pasos y se agachó para coger el ramo.

—¿Podrías ocuparte de ponerlas en agua?

Billy T. no era de los que pegan. Se había cargado un montón de cosas durante sus ataques de ira: papeleras, pantallas de lámpara, ventanas, retrovisores… Pero Billy T. no le había puesto la mano encima a nadie desde que se peleara con su hermana de niño. Tampoco pegó a este hombre. Pero le faltó poco para arrearle un buen bofetón. Con los puños cerrados delante de la cara del tipo, bufó:

—Como vuelva a verte por este barrio… Como sienta tu rastro o el de algún otro de esa revistilla tuya, entonces…

Cerró los ojos y contó hasta tres.

—Desaparece. ¡Ahora!

Cuando iba a cerrar de un portazo, el ramo volvió a aparecer por la puerta.

—¿Podrías asegurarte de que reciben estas flores? —oyó decir al periodista.

Entonces Billy T. cerró la puerta pillando el brazo que sujetaba el ramo. El hombre del otro lado soltó las flores mientras daba un berrido.

—¡Joder! ¿Es que me quieres matar?

Billy T. abrió la puerta un instante y el brazo desapareció a la velocidad del rayo. Luego cerró de un portazo mientras respiraba deprisa y profundamente, intentando recuperar el autocontrol.

—No puedes quedarte aquí —le dijo a Roy Hansen cuando por fin estuvo lo bastante tranquilizado como para volver al salón—. ¿Están así todo el tiempo?

—No, no todo el tiempo. Hoy ha sido el peor día. Es como si… es como si esperaran que ya hubiera pasado el duelo, como si tres días fuera la tregua que estaban dispuestos a darme.

Se echó hacia delante y rompió a llorar.

Hanne Wilhelmsen quería marcharse de allí. Sentía una intensa necesidad de salir, de alejarse de aquel lugar cerrado y asfixiante con dos personas rotas por el dolor incapaces de hablar entre ellas. Roy Hansen necesitaba ayuda, y ni ella ni Billy T. se la podían proporcionar.

—¿Puedo llamar a alguien? —preguntó en voz baja.

—No, mi madre vendrá enseguida.

Los policías se miraron y decidieron dejar a Roy Hansen a solas con su desesperación, con aquel dolor con el que ninguno de ellos podía ayudarle. Pero se quedaron en el coche, frente al 212 de la calle Ole Brumm, durante tres cuartos de hora, hasta que una anciana llegó a salvo hasta la puerta, ayudada por el taxista que la había llevado, sin que ningún periodista la hubiera abordado. Probablemente les había asustado la luz azul que lanzaba su advertencia desde el techo del coche policial aparcado al otro lado de la calle.

Al salir, Billy T. había tirado el precioso ramo de flores de Ver y oír al cubo de la basura. Debía de haber costado cerca de mil coronas.

18.30 Restaurante Bombay Plaza

Se habían sentado al fondo del restaurante indio y comían papadums mientras esperaban a que les sirvieran el pollo tandoori. Las finas y crujientes láminas estaban muy picantes, y Øyvind Olve recuperó un poco de color en la cara. Desde el viernes por la mañana apenas había visto una cama, y notó cómo los tres primeros sorbos de cerveza se le subían a la cabeza.

—Qué bueno verte —dijo levantando el vaso hacia Hanne Wilhelmsen—. ¿Cuándo vendrá Cecilie?

Hanne Wilhelmsen no sabía muy bien si sentirse ofendida porque todos los que la conocían a ella y a su pareja preguntaban cuándo volvería Cecilie antes de interesarse por ninguna otra cosa. Decidió no molestarse.

—En Navidad. Yo me vuelvo a Estados Unidos dentro de unos días. Podría decirse que esto son una especie de vacaciones.

El hombre que tenía delante se acercaba a los cuarenta y parecía un confortable osito de peluche. No es que estuviera especialmente gordo, o que recordara a un oso, pero las orejas asomaban alegres y onduladas de una cabeza redonda coronada por un pelopincho de color negro. Tras los pequeños cristales de sus gafas redondas, sus ojos eran cálidos y reconfortantes, como si nunca hubieran contemplado ninguna de las miserias de este mundo. Pero no era más que un espejismo; se trataba de un político muy experimentado. Hasta el viernes anterior había sido el director del gabinete de Birgitte Volter. Secretario de Estado del gabinete de la primera ministra, y amigo íntimo de Cecilie Vibe. Era de Kvinnherad y se había criado en la granja vecina a la casa de veraneo de los padres de Cecilie. La novia de Hanne Wilhelmsen, que mantenía una relación menos conflictiva con su propia vida, se había llevado a su existencia adulta a Øyvind y a su hermana Agnes, los amigos de los veranos de su niñez. Hanne Wilhelmsen no mantenía contacto alguno con su infancia. Su vida se dividió en dos el día en que Cecilie y ella se fueron a vivir juntas. De eso hacía ya mucho, mucho tiempo. En sustitución de sus amigos, había podido compartir los de Cecilie.

—¿Qué vas a hacer ahora?

No contestó inmediatamente, se quedó mirando su vaso de cerveza mientras le daba vueltas y más vueltas. Luego se pasó una mano por la cabeza y sonrió.

—¿Quién sabe? Supongo que volveré a la sede del partido. Pero antes… lo primero que voy a hacer es irme de vacaciones.

—¡Muy merecidas! ¿Cómo han sido estos seis meses en realidad? —Antes de que tuviera tiempo de responder, la cara de Hanne se iluminó—. ¿Por qué no vas a ver a Cecilie? ¡Vamos! Se está genial en California en esta época del año. Tenemos sitio de sobra y estamos a cinco minutos de la playa.

—Lo pensaré, gracias. Tal vez no le venga bien, a Cecilie, quiero decir.

—¡Claro que le viene bien! De verdad, se pondría contentísima. Todo el mundo habla de ir a vernos, pero nadie lo hace.

Él sonrió, y cambió de tema.

—Ha sido el medio año más turbulento de mi vida. Todo lo que podía salir mal ha salido mal. Pero… —de nuevo se pasó la mano por el pelo, un gesto de timidez que repetía desde que se conocieron—, la verdad es que ha sido emocionante. Nos ha unido. Lo creas o no, toda la caña que le daban no acabó con ella. Birgitte nos mantuvo unidos. Como si fuéramos nosotros contra ellos, los responsables contra los inconscientes.

Un hombre alto y moreno trajo la comida. El pollo, de un rojo intenso, humeaba y dejaba escapar su aroma, y Hanne Wilhelmsen se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno. Cogió una porción de naan y habló con la boca llena.

—¿Cómo era Birgitte Volter? Quiero decir realmente. Tú has trabajado muy cerca de ella durante años, ¿no?

—Mmm.

—¿Cómo era?

Øyvind Olve era un hombre equilibrado, oriundo del oeste del país. Había medrado en el partido gracias a su origen proletario, su trabajo honrado y la sensatez suficiente para callarse cuando era necesario. Ahora no sabía qué decir. En verdad Hanne Wilhelmsen era una buena amiga, pero también era policía. Ya le habían interrogado dos veces, un gigante que, vestido de otra manera, podría haber ilustrado un cartel propagandístico de la Alemania nazi en los años treinta. Øyvind Olve dudaba y notó que la cerveza le había mareado.

—Era una de las personas más apasionantes que nunca haya conocido —dijo por fin—. Era considerada, capaz, tenía perspectiva y era visionaria. Lo más llamativo quizá fuera su tremendo sentido de la responsabilidad. Nunca pasaba nada por alto. Siempre se hacía cargo. Y además… en realidad era muy buena persona.

—¿Buena? —Hanne se rio—. ¿Los políticos pueden ser buenos? ¿Qué quieres decir con buena persona?

Øyvind Olve pareció meditar unos segundos, luego le pidió al camarero otra cerveza. Miró a Hanne, que rehusó con un gesto de la mano.

—Birgitte buscaba el bien. Estaba sinceramente convencida de que la política tiene como fin crear una sociedad mejor para el mayor número posible de personas. No solo en cifras, ni sobre el papel. Le importaba de verdad la gente. Por ejemplo, insistía en leer todas y cada una de las cartas que le llegaban de personas de todo el país contándole sus problemas, y te aseguro que son unas cuantas. No es que pudiéramos hacer gran cosa. Pero las leía todas, y algunas de las historias la afectaban mucho. En un par de ocasiones tomó cartas en el asunto, para irritación de los burócratas. Una irritación sin límites.

—¿Era impopular entre ellos? ¿Entre los burócratas?

Øyvind Olve la observó un buen rato. Luego empezó a comer otra vez.

—Créeme, es casi imposible saberlo. En mi vida he conocido a un cuerpo de funcionarios que en apariencia sean tan leales como los del gabinete de la primera ministra. La verdad es que no hay manera de saber si les caía bien o no. Y tal vez no tenga mucho interés saberlo.

Se frotó los ojos con los índices doblados, como un niño cansado.

—¿Y qué hay de su vida privada?

La pregunta pareció descolocarle. Se quitó las manos de la cara y le dirigió una mirada casi asustada.

—¿Privada? No puedo decir que la conociera en su ámbito privado.

—¿Que no la conocías? Si llevas un montón de años trabajando pegado a ella.

—Trabajando, sí. Eso no es lo mismo que conocer su vida privada, y tú deberías saberlo.

Sonrió y vio que Hanne enrojecía ligeramente. Llevaba trabajando trece años en la comisaría de Oslo y solo dos de sus colegas habían entrado en el piso que compartía con Cecilie Vibe.

—Pero hay fiestas y cosas así —insistió Hanne—. Del partido, quiero decir. Y has viajado por todo el mundo con ella, ¿no?

—No, no mucho. Pero ¿qué es lo que de verdad quieres saber?

Hanne Wilhelmsen dejó los cubiertos y se secó la boca con una gran servilleta blanca de tela.

—Déjame que lo plantee de otra manera —dijo en voz baja—. ¿Fue Birgitte Volter quien eligió a Ruth-Dorthe Nordgarden como ministra de Sanidad?

Ahora le había llegado a Øyvind Olve el turno de ponerse colorado. Manoseó un trozo de naan, que mojó en la salsa y goteó en rojo sobre su camisa.

—No te contaría esto si no estuviera muerta —murmuró mientras intentaba quitarse la mancha, que se iba haciendo más y más grande con el roce de la servilleta seca—. Puede que sea difícil de entender.

—Ponme a prueba. —Hanne sonrió.

—Componer un gobierno es un puzzle de gran complejidad —empezó Øyvind Olve—, y por supuesto la primera ministra no puede elegir libremente a sus ministros. Hay muchas consideraciones que deben tenerse en cuenta: sexo, procedencia geográfica… —Intentó reprimir un eructo—. La confederación de sindicatos quiere lo suyo. Personajes de peso dentro del partido, el secretario general, etcétera, etcétera. —Regurgitó y se llevó la mano al esternón—. Ardor de estómago —dijo para disculparse.

—Pero ¿qué pasa con Ruth-Dorthe Nordgarden? —insistió Hanne, que había apartado su plato y tenía los codos apoyados en la mesa—. ¿Quién la eligió a ella?

Øyvind Olve sacó un sobre de antiácido e intentó ingerir su contenido con discreción. No era tarea fácil.

—No deberías comer comida india si tienes problemas de estómago —dijo Hanne—. ¿Qué pasa con Nordgarden?

—Lo que es seguro es que no fue Birgitte quien la quiso. Se la impusieron.

—¿Quién?

Se quedó mirándola un buen rato, luego negó con la cabeza.

—Francamente, Hanne… Ni siquiera eres miembro del partido.

—Pero os voto. —Sonrió—. Siempre.

No obstante, comprendió que no iba a darle nada más. No de ese tema. Pero puede que sí le proporcionara algo del asunto que más le interesaba.

—¿Tuvo Ruth-Dorthe Nordgarden un lío con Roy Hansen?

Probó suerte tan bruscamente que Øyvind Olve volvió a regurgitar con fuerza. Un hilillo de antiácido asomaba por la comisura de sus labios y recuperó la maltratada servilleta otra vez.

—Tú deberías ser la última en atender a rumores, Hanne —dijo en voz baja.

—O sea, que lo has oído antes.

Øyvind Olve puso los ojos en blanco.

—Si tuviera que contarte todo lo que he oído de quién se acuesta con quién en la política noruega, tendríamos que quedarnos aquí el resto de la semana —dijo esbozando una sonrisa.

—No hay humo sin fuego —repuso ella.

—Te diré una cosa, Hanne —dijo Øyvind inclinándose hacia ella. Su voz era intensa—. He visto habitaciones atestadas de humo sin que hubiera la más mínima llama en ninguna parte. Hace mucho que lo aprendí. Y tú también deberías saberlo. ¿Con cuántos hombres se rumoreó que habías estado antes de que la gente empezara a intuir la verdad? ¿Y con cuántas mujeres crees que has estado según la rumorología?

Aquello ya no era agradable. Los restos del tandoori despedían un olor fuerte y rancio y la cerveza se había disipado. En el restaurante hacía demasiado calor y Hanne se tiró del cuello del jersey. Llevaba cerca de diecinueve años viviendo con Cecilie en fiel aislamiento, y sabía que en la Central Operativa le atribuían los contactos sexuales más increíbles. Consultó la hora.

—Solo una cosa más. ¿Tenían relación Birgitte Volter y Ruth-Dorthe Nordgarden?

—No —dijo Øyvind mientras pedía la cuenta—. No en el sentido que tú le darías. No en privado. Eran compañeras de partido.

—¿Y no sabes nada de si Ruth-Dorthe…? ¡Menudo nombre, por cierto! —Sonrió y prosiguió—: ¿De si Ruth-Dorthe conocía a Roy Hansen?

—No, que yo sepa.

Øyvind Olve negó con la cabeza.

—Así que si te contara que yo…

El camarero apareció con la factura y, después de dudar unos instantes, la dejó frente a Hanne, aunque era Øyvind quien la había pedido.

—Ya ves el aura de autoridad que desprendes —rio él.

—Si te contara —prosiguió Hanne— que vi a la tal Ruth-Dorthe y a Roy Hansen tomando una cerveza en el Café 33 hace unos seis meses, ¿te sorprenderías?

La miró con una arruga entre sus ojos de osito de peluche.

—Sí —dijo, ladeando la cabeza—. Me sorprendería mucho. ¿Estás segura de que eran ellos?

—Completamente segura —dijo Hanne Wilhelmsen, y empujó la cuenta hacia el otro lado de la mesa—. ¡Ahora mismo no tengo trabajo fijo!

—Lo mismo digo —murmuró Øyvind Olve, aunque cogió la factura de todos modos.

23.10 Calle Vidar, 11c

—Tienes que ayudarme —susurró el vigilante—. Joder, Brage, ¡necesito ayuda!

Brage Håkonsen, con una camiseta blanca impecable y un calzoncillo con estampado de camuflaje, no podía creer lo que veían sus ojos. En su puerta estaba el vigilante del distrito del gobierno, y tenía aspecto de estar frenético. El pelo disparado en todas direcciones, enredado y sucio, y los ojos desorbitados como si acabara de ver un vampiro vivito y coleando. La ropa le colgaba del cuerpo y sus hombros habían desaparecido en el interior de una cazadora militar que le estaba enorme.

—Estás completamente loco, tío. Presentarte aquí, ahora —siseó Brage—. Lárgate y no vuelvas a dejarte ver por aquí nunca más.

—Pero, Brage, tío —lloriqueó el vigilante—. Joder, tío, ¡necesito ayuda! Yo he…

—¡Me la suda lo que hayas hecho!

—Pero, Brage —gimoteó—, ¡escúchame! ¡Deja que entre y te cuente!

Brage Håkonsen puso un puño enorme sobre el pecho del vigilante, que era una cabeza más bajo que él.

—Por última vez: ¡lárgate!

Alguien abrió la puerta del portal. Brage Håkonsen pegó un respingo y de un fuerte empujón lanzó al vigilante hacia el descansillo de la escalera. Luego cerró de un portazo y el vigilante oyó cómo echaba el cerrojo.

Un hombre joven subía por la escalera. El vigilante se alzó las solapas hasta las orejas y miró hacia la pared cuando pasó a su lado. Luego se quedó parado, oyendo sus pasos hasta el quinto piso.

¿Qué podía hacer? Tenía lágrimas en los ojos y le temblaban los labios. Se sentía fatal y tuvo que sentarse en la escalera para no caerse. Tengo que largarme, se dijo. ¡Joder! Tengo que irme de aquí.

Por fin se puso de pie y salió tambaleándose a la noche de Oslo sin un destino concreto.