Lunes, 7 de abril de 1997

09.15 Tribunal Supremo

Benjamin Grinde miró al presidente del Tribunal Supremo y negó ligeramente con la cabeza.

—Sinceramente, no sé qué decir. Como te comenté por teléfono ayer, la policía ha reconocido que fue un enorme error. No tengo ni idea de cómo ha podido enterarse la prensa.

El presidente se acercó el periódico a la cara. Los cristales de las gafas eran muy gruesos y hacían que sus ojos parecieran minúsculos. Además los tenía entrecerrados.

Arrestado un juez del Tribunal Supremo

Benjamin Grinde fue la última persona en ver a Volter con vida

Por LITEN LETTVIK y TROND KJEVI (Foto)

La policía lleva tres días negando que se hayan producido detenciones en el caso Volter, pero eso no es cierto. La verdad, que tanto la policía como el juez del Tribunal Supremo Benjamin Grinde han tratado desesperadamente de ocultar, es que Grinde fue detenido en su domicilio el viernes por la noche.

Tan solo media hora después de que la primera ministra Birgitte Volter fuera encontrada muerta en su despacho, se emitió una orden de arresto contra el juez del Supremo Grinde (véase el facsímil). El renombrado jurista, que también preside la conocida como Comisión Grinde, creada por el Congreso de los Diputados en otoño del año pasado, fue, según todos los indicios, la última persona en ver con vida a la primera ministra. Grinde ha declinado hacer declaraciones al KA, pero, según hemos podido saber, asegura que su presencia en el despacho de Birgitte Volter a última hora del viernes se debió a una simple visita rutinaria. La policía no lo confirma. La comisaría de Oslo ha rodeado el tema de la detención de un muro de silencio. El comisario jefe Hans Christian Mykland se ha limitado a afirmar que la orden fue retirada de inmediato, por tratarse de un error.

Las reacciones entre la clase política van desde la sorpresa a la prudencia. Págs. 7, 8 y 9.

—Esto no es bueno —murmuró el presidente del Tribunal Supremo—. Nada, nada bueno.

Benjamin tenía la mirada clavada en la mesa, en un código penal de tapas rojas y gastadas. El león del escudo parecía reírse de él, arrogante y superior, y Grinde parpadeó.

—Resulta difícil no darte la razón en eso —dijo en voz baja—. ¿Qué quieres que haga? ¿Me inhibo hasta que esto se aclare?

El presidente dejó el periódico y rodeó la mesa de roble macizo de la sala de los jueces para acercarse a la ventana enmarcada por cortinas de terciopelo verde oscuro. Miró fijamente hacia la fachada del edificio de enfrente, que mostraba esculpidas en piedra las primeras palabras del himno nacional. Puede que el Ministerio de Economía quisiera convencer al mundo de su compromiso con el país, en unos tiempos en los que se esforzaba por no malgastar las riquezas que manaban sin cesar del mar del Norte como un invisible jarro de Sarepta.

—Buena foto —murmuró apoyando las palmas de las manos sobre el cristal.

—¿Cómo?

—Una foto muy buena, la que aparece tuya en el periódico.

Se dio la vuelta y volvió a tomar asiento con tranquilidad. Por un momento pareció que estaba lejos, muy lejos, pero Benjamin Grinde sabía que el presidente del Tribunal Supremo era un hombre que se lo pensaba mucho antes de hablar, y no se dejó influir por el silencio.

—No sería correcto —dijo por fin—. Está claro que la acusación era infundada, y si dejaras tu puesto ahora sería ceder ante los rumores. Pero, por si acaso, lo consultaremos con los abogados.

Abrió la puerta y la mantuvo abierta para que entraran los otros cuatro jueces que esperaban con sus togas negras de cuello ribeteado en terciopelo púrpura. Llevó aparte al mayor de ellos y mantuvo con él una conversación en voz baja que los demás no pudieron captar. En el momento en que el presidente abrió la puerta para dejarlos solos, el secretario de Justicia apareció para decir las palabras habituales:

—Los abogados están en el estrado.

El juez decano se puso delante e hizo una breve señal al resto, que se colocaron en fila tras él siguiendo el orden establecido, con Benjamin Grinde, el último en ser designado, al final.

La sensación de solemnidad que siempre le invadía después de saludar con la cabeza a los abogados y tomar asiento, un segundo después del administrador, había desaparecido. El alto respaldo de la silla era incómodo y la toga demasiado calurosa.

—Se abre la sesión. Hoy vamos a tratar el caso de apelación número…

Benjamin Grinde se sentía muy mal. Quiso coger un vaso de agua, pero le temblaba el pulso y lo dejó.

—¿Algo que objetar a la composición del tribunal?

El administrador miraba alternativamente a los dos abogados que estaban de pie en el estrado frente a la mesa en forma de U de los jueces. La nuez del joven letrado que iba a presentar su primer caso ante el Supremo subía y bajaba como un yoyó, impidiéndole articular palabra. Movió la cabeza febrilmente de un lado a otro, mientras que la otra, una abogada del Supremo de casi sesenta años, contestó con voz alta y clara:

—No.

—Soy consciente de que hoy nos encontramos en una situación algo peculiar —dijo el administrador mientras movía sus papeles sin objetivo aparente, montones de casos jurídicos de desigual relevancia, a juzgar por lo que había podido ver antes—. Supongo que los abogados están ya al corriente de un artículo que ha publicado la prensa matutina en el que el juez Grinde —hizo un breve gesto hacia su derecha— es objeto de atención. Se dice que fue arrestado a raíz del trágico caso de asesinato que todos conocemos. Bueno. Hemos hecho algunas averiguaciones sobre el asunto y el fiscal general nos ha confirmado que se trató de un error. Por eso no creo que un artículo lleno de especulaciones y publicado en un medio «amarillo» —parecía que se hubiera tragado un limón— debiera tener como consecuencia que un juez del Supremo se viera obligado a renunciar a su puesto. Pero, como digo, se trata de una situación excepcional, y dejo a los abogados que expresen su opinión sobre si el juez Grinde goza de la confianza necesaria. Así que, por una cuestión de ética profesional, reitero la pregunta: ¿hay alguna objeción a la composición del tribunal?

—¡No!

Los abogados contestaron a coro, y el más joven de ellos se apoyó con fuerza sobre el pesado estrado de teca. No dejaba de tragar saliva y, cuando el administrador le dio la palabra, se puso de pie bruscamente cuan largo era.

Silencio. Un largo silencio. El hombre se tambaleó y, desde su mesa, los jueces no pudieron ver cómo su colega femenina le dedicaba un gesto de ánimo con el pulgar levantado; lo hizo discretamente, protegida por el estrado, pero el joven estaba tan ido que no se percató de nada.

A Benjamin Grinde le entraron unas ganas incontrolables de reír. Se pasó la mano por los labios intentando empujar la hilaridad de vuelta a su lugar de origen. Nunca antes le había sucedido; nunca había perdido el respeto y la seriedad que eran imprescindibles para el más alto tribunal de la nación. Debía comportarse con solemnidad. Sabía por lo que estaba pasando el joven abogado. Estaba muy pálido y abría la boca como un pez fuera del agua. Por fin comenzó:

—Distendido tribunal…

El administrador emitió un sonoro carraspeo, y el abogado se calló de golpe. Parecía a punto de echarse a llorar.

—Jueces superiores del reino…

El administrador le hizo un discreto gesto a su secretario, que se apresuró a garabatear unas palabras en un papelito amarillo y lo dejó frente al infeliz abogado, que ya estaba totalmente paralizado y lucía sobre el labio una densa película de sudor.

—Distinguido tribunal, jueces supremos del reino —repitió el letrado, y fue como si hasta la misma sala soltara un gran suspiro de alivio y las oscuras paredes ya no parecieran tan estrictas, tan opresivas.

Cuatro de los jueces esbozaron una sonrisa y empezaron a tomar notas. Benjamin Grinde ya no sentía ninguna necesidad de reír. Tampoco se fijó en Liten Lettvik, que se levantó sin hacer ruido de la última fila para los oyentes y abandonó la sala.

12.00 Comisaría de Oslo

Ni siquiera su suave acento de Kristiansand podía enmascarar su cabreo. El comisario jefe Hans Christian Mykland golpeó la mesa y cerca de ciento cincuenta policías se enderezaron en sus sillas.

—Este es un asunto muy serio, muy, muy grave. Creí que quedó claro en la reunión plenaria del sábado. Nada de filtraciones a la prensa. Lo dejé clarísimo.

Volvió a golpear la mesa con el puño y el silencio era tal que ni siquiera Billy T. se atrevió a dejar escapar un poco de aire; le dolía el estómago.

—Esa orden de arresto fue un error y todos lo sabemos. Ahora nos arriesgamos a que nos pida una indemnización por persecución ilegal e indebida. ¿Saben las consecuencias que puede tener ofender al tercer poder?

Nadie parecía sentirse tentado a responder; la mayoría se miraban el regazo con mucho interés.

—Esto será investigado a fondo. Me ocuparé personalmente de que quien haya filtrado la orden tenga que responder por ello… ¡ante mí!

El jefe por fin había tenido tiempo para afeitarse, y había algo en él que transmitía una nueva determinación; era como si hubiera ganado estatura durante el fin de semana.

—Bien, dejemos ese asunto. En la próxima rueda de prensa… —miró al jefe de prensa y rectificó—, quiero decir, en el próximo briefing, aclararemos lo mejor que se pueda que Benjamin Grinde colaboró con nosotros solo como testigo. Y veremos si el incendio es muy grande y si tenemos posibilidad de extinguirlo. Le doy la palabra al comisario de la policía judicial.

El comisario de la judicial dio un respingo, como si no hubiera estado atento al sermón; a él no le afectaba.

—Será necesario hacer un breve resumen de la situación —empezó mientras colocaba una transparencia en el proyector.

—El que no tiene nada que decir lo hace proyectando algo —dijo Billy T., que de nuevo ocupaba la última fila con Tone-Marit a su lado.

Esta hizo como que no le oía.

—Como sabéis, estamos trabajando a tope en todos los frentes. Lo más importante es averiguar el cómo y el porqué. Con respecto a este último punto, hemos considerado útil clasificar los posibles motivos en tres categorías principales. —Se giró hacia la pantalla y, sin ponerse de pie, señaló—. Uno: motivos personales. Dos: causas internacionales. Tres: movimientos extremistas. El orden es casual.

—Es bastante extremista matar a la primera ministra, sea cual sea la causa —dijo Tone-Marit en voz baja, y Billy T. la miró sorprendido.

—Ahora debes ser una buena chica y estar calladita —le dijo con sorna.

—También hemos decidido que debemos ser restrictivos con las tomas de declaración a la familia más cercana, por lo menos hasta después del entierro, que será el viernes. Y ese es otro problema.

Señaló al jefe de la policía antiterrorista, o «grupo operativo», que era el eufemismo que aparecía sobre el papel. El hombre de figura compacta y cabello y barba negro azabache se puso de pie con gesto dolorido.

—El entierro contará con la máxima protección. Estamos identificando a los grupos de riesgo, es decir, terroristas internacionales, agentes extranjeros, extremistas nacionalistas tanto de derechas como de izquierdas… —Sonrió al jefe de inteligencia, que no le respondió. Un poco ofendido, prosiguió—: Y, por supuesto, personas con trastornos psíquicos. Sabemos por experiencias previas, internacionales, claro, que cuando se produce un suceso como este puede ser obra de algún perturbado. Por supuesto también vigilamos de cerca a nuestros conocidos de los ambientes criminales, todos aquellos que, de alguna manera, pudieran guardar relación con el caso. Tendremos una reunión centrada solo en este tema mañana por la mañana.

Volvió a sentarse y miró al jefe de información e inteligencia en busca de su aprobación, pero seguía sin recibir respuesta. El comisario de la policía judicial tomó de nuevo la palabra.

—En este momento estamos informatizando las declaraciones de todos los que trabajan en la torre del gobierno. Intentaremos descubrir cualquier acceso injustificado al gabinete de la primera ministra. Es vital que todas las declaraciones sean entregadas en un disquete.

—Si estuviéramos mejor equipados, eso podría hacerse presionando una tecla —suspiró Billy T. poniéndose de pie.

—¿Ya te marchas? —susurró Tone-Marit.

—Tengo cosas mejores que hacer.

Había algo que le preocupaba, aunque no conseguía recordar qué era. Algo que había olvidado, una información que le habían dado pero que se había perdido en algún lugar del disco duro de su cabeza.

—Sobrecarga —murmuró para sí mientras se dirigía a la zona amarilla de la cuarta planta del edificio—. Creo que no seré capaz de procesar más datos.

12.24 Centro de Oslo

Brage Håkonsen vestía pantalones vaqueros y un enorme jersey rojo oscuro con las palabras «Washington Redskins» en el pecho y, en la espalda, la cabeza de un jefe indio con plumas. A los demás les parecía extraño que quisiera lucir la imagen de un tipo de piel oscura, pero eso era porque no se enteraban de nada. Los indios de América del Norte tenían orgullo, eran un pueblo majestuoso. Al contrario que sus inútiles parientes del sur, esos seres canijos y renegridos vestidos de colores chillones, los nativos de América del Norte tenían una grandiosa tradición cultural y un profundo conocimiento y sabiduría sobre la naturaleza y la vida animal. Era el gobierno de Estados Unidos, infestado de judíos, el que les había aplastado durante cientos de años y les había robado su derecho a la tierra, las praderas y el agua. Solo de pensarlo, la ira hacía zumbar sus oídos.

Se escondió rápidamente detrás de una furgoneta parada con el motor en marcha, cargada de ropa para la tienda que había al final de la calle Storgata. El vigilante había mirado en su dirección unos instantes.

Cuando Brage Håkonsen se volvió a asomar con mucho cuidado y la gorra calada hasta la frente, vio que el vigilante seguía su camino con la misma actitud, más atento, con un aire nervioso. Algo en él había cambiado. Ya no era esquivo y pusilánime; estaba alerta, parecía un ciervo en temporada de caza. Se metió en una tienda de ropa deportiva, no sin antes mirar a derecha e izquierda.

Brage Håkonsen pasó casi corriendo por delante de un McDonald’s y cruzó la calle con el semáforo en verde. Un Escarabajo tuvo que frenar de golpe sin que Håkonsen se dignara siquiera dedicarle una mirada.

El vigilante estuvo mucho tiempo dentro de la tienda. Al salir no llevaba nada, ni siquiera una bolsa de plástico, así que si había comprado algo cabía en un bolsillo. Seguía mostrándose alerta, mirando a su alrededor constantemente, y a intervalos irregulares se detenía para mirar hacia atrás. Luego echaba a correr unos metros y entonces volvía a caminar despacio, con una tranquilidad casi exagerada.

Antes no era así. Era facilísimo seguir al vigilante. Nunca quedaba con nadie, evitaba el contacto visual y Brage Håkonsen había podido caminar pegado a él, incluso se había permitido la audacia de ponerse frente a él, a menos de tres metros, y nunca había detectado su presencia. Ahora parecía tener ojos en la nuca. Era cansado seguirle y Brage Håkonsen se arrepintió de haber elegido ese jersey. Algo más neutral hubiera sido más práctico, camisa y chaqueta, tonos marrones o grises.

El vigilante por fin iba a cruzar el puente de Nybrua. Era una zona con mejor visibilidad, y Brage Håkonsen podía dejar hasta cien metros entre ellos sin arriesgarse a perderle. El repentino e inesperado sonido de la sirena de una ambulancia que salía de urgencias hizo que el vigilante diera un respingo. Por un momento pareció que fuera a tirarse al río Aker. Se pegó a la barandilla y miró a su alrededor con ojos de loco.

Brage Håkonsen sonrió. No se equivocaba. El problema era que se comportaba de una forma tan sospechosa que corría el riesgo de que, si alguien de la policía le veía actuar así, lo detuviera. Por otro lado, la policía ya le habría interrogado, puede que en más de una ocasión, y aun así seguía caminando libremente por las calles de Oslo.

Pronto estuvo seguro: el vigilante llegó a su portal y metió la llave en la cerradura sin dirigirle la palabra a la hija del portero, que le miraba ofendida marcando cadera.

Brage Håkonsen se quedó observando el destartalado inmueble de la calle Jens Bjelke hasta asegurarse de que el vigilante había llegado a su apartamento. Luego intentó parar un taxi.

14.47 Redacción del KA

A Liten Lettvik había dejado de dolerle la rodilla izquierda. Además, había pasado el fin de semana sin probar el alcohol y su cuerpo parecía reaccionar ante esos inesperados cuidados rechazando los puritos. Llevaba cinco horas sin encender uno. Liten Lettvik se sentía muy, muy bien.

La policía no había desmentido nada. Durante la conferencia de prensa, hacía menos de una hora, habían tratado de sortear como podían las aguas turbulentas, casi podía ver cómo salpicaban al comisario jefe, pero en ningún momento lo habían desmentido. Liten Lettvik pensó con gratitud en Konrad Storskog, y por un momento incluso se preguntó si debería dejarle en paz a partir de ahora.

Habían sido los únicos en dar la noticia, claro. Cierta sensación de agradecimiento había llevado al redactor jefe a autorizarla a seguir investigando la conexión entre el asesinato de Birgitte Volter y la visita de Benjamin Grinde al despacho de la primera ministra. Aunque sin mucho entusiasmo.

—No creo que haya mucho más que exprimir de ese limón —objetó con prudencia mientras se mordía el labio—. La noticia tiene morbo en un día como hoy, Liten, pero está claro que la policía ya no sospecha del tipo. ¡Por Dios, si esta mañana ya estaba de vuelta en el Tribunal Supremo!

—Escúchame, Leif, los chicos de nacional tienen una mina de oro. Mucho material sobre el que seguir trabajando.

—Pero si ya tienen de sobra. Aún no se sabe nada del nuevo gobierno que se formará el viernes. No habían disfrutado tanto desde que estalló el caso de espionaje Furre.

—¡Exacto! ¿Y cuál fue la cuestión central en el caso Furre?

El redactor jefe no contestó, pero Liten había conseguido llamar su atención, sus manos inquietas sobre el vade protector de la mesa le delataban; estaba gastado y tenía los bordes deshilachados, y los dedos que no paraban de manosearlo eran señal segura de que había despertado el interés de Leif Sarre.

—Las críticas se basaron sobre todo en que Berge Furre estaba siendo vigilado por la gente de asuntos internos de la policía, ¿no es cierto? Y Furre pertenecía a la comisión que a su vez iba a investigar a asuntos internos, ¿no? En resumidas cuentas, como miembro de la comisión, no podía ser objeto de investigación. Pero entonces los defensores de asuntos internos empezaron a liarla porque nadie debe ser inmune en un asunto así, ni el rey Salomón ni Perico de los Palotes. ¡Y ahora han acusado a un juez del Tribunal Supremo, el rey Salomón, me entiendes, sin la valoración de un tribunal! Ahí hay tela, mucha tela que cortar.

El redactor jefe estuvo un rato callado, hasta que finalmente señaló la puerta con un gesto malhumorado. Esa era una aprobación en toda regla.

Sin embargo, Liten no había encontrado mucho más sobre Benjamin Grinde. Mientras revisaba su expediente se dio cuenta de que muy pocos, o nadie, parecían conocerle de verdad. Ni siquiera la entusiasta e inocentona suplente de la secretaria del Tribunal Supremo, con la que Liten había tenido tanta suerte la noche del viernes, le había servido de mucha ayuda. Y eso que estaba claro que le había parecido de lo más emocionante que una periodista de un medio nacional se interesara por sus opiniones sobre esto y aquello.

—No, el juez Grinde casi nunca recibe llamadas personales —canturreó al otro lado de la línea.

Benjamin Grinde tenía un montón de conocidos. Pero evidentemente ningún amigo, por lo menos no en la judicatura. Los retratos que le habían hecho en once llamadas telefónicas inútiles eran aburridísimos y no le servirían de nada: Benjamin Grinde era eficiente, correcto y trabajador.

—Secretaria del abogado Fredriksen, dígame.

Liten Lettvik por fin se había encendido un purito, y echó el humo por la nariz mientras se presentaba y pedía que le pasaran con Frode Fredriksen. Solo tardó unos segundos en ponerse; el abogado Fredriksen no era de los que dejaban escapar una oportunidad para hacer uso de su derecho constitucional a expresar sus opiniones.

—Un escándalo judicial —afirmó pomposo. La periodista casi podía ver cómo se sacudía la caspa de las solapas, algo que hacía siempre que quería enfatizar una idea—. Te diré una cosa, Liten Lettvik: si la comisión no llega al fondo de este asunto, me ocuparé personalmente de que todos los implicados asuman su responsabilidad. ¡Es mi maldito deber como portavoz de los más desfavorecidos!

Frode Fredriksen era capaz de ponerse trascendente hablando del color de la manteca, y la periodista ni siquiera se tomó la molestia de anotar sus palabras. Así que le interrumpió antes de que llegara al final de su discurso y empezara a hablar de los «inviolables derechos humanos».

—Pero ¿qué es lo que resulta tan escandaloso? ¿Qué crees que ha ocurrido?

—Las autoridades quieren ocultar algo, Liten Lettvik, ocultan algo.

—Entiendo que es ahí adonde quieres llegar, pero ¿el qué?

—No lo sé, claro. Pero te diré una cosa: en mi vida me había encontrado con un muro de silencio como el que las autoridades han construido en torno a este asunto. Nunca en toda mi carrera. Y, aunque esté mal que yo lo diga, es una carrera muy larga, como bien sabes.

—¿Qué clase de silencio?

Liten Lettvik encendió otro purito con la colilla del anterior.

—Han desaparecido informes —continuó el abogado—, se niegan a entregarlos o, cuando llegan a mis manos, están incompletos. Los hospitales de este país son los «asuntos internos» de la sanidad, te lo aseguro, Lettvik. Secretismo y arrogancia de principio a fin. Pero no dejaremos que nos detengan.

—Aun así has pedido un aplazamiento de la vista sobre las indemnizaciones…

—Por supuesto. Espero que la comisión Grinde saque a la luz nuevos datos. Así las indemnizaciones podrán ser mayores.

—Pero escúchame bien, abogado Fredriksen. —Liten Lettvik se cambió el auricular de oreja con un gesto impaciente—. Debes de tener alguna idea sobre lo que está pasando… Quiero decir, la comisión ha ordenado que se investigue lo ocurrido en los años sesenta y que los familiares reciban toda la información de las autoridades sanitarias. Pero, sinceramente, de aquello hace ya treinta años. ¿Para quién podría resultar peligroso un asunto así? ¿Y por qué estás tan alterado? ¿No has conseguido ya lo que querías? Se ha formado una comisión investigadora y eso era lo que tú reclamabas, ¿no?

Se hizo un silencio total. Liten Lettvik pegó una profunda calada y retuvo el humo en sus pulmones disfrutando de la nicotina que llegaba a su sangre.

—Escúchame bien, Liten Lettvik: en 1965 murieron ochocientos niños de más —dijo por fin en voz baja e intensa. La periodista podía oír cómo manejaba los documentos mientras dramatizaba—. ¡Al menos ochocientos niños! En 1964 murieron en este país 1078 niños menores de un año. En 1966 fueron 976. Los años anteriores y posteriores se mantienen de forma más o menos constante en torno a los mil, y la cifra ha ido descendiendo de forma sistemática hasta estar entre doscientos y trescientos hoy día. Pero en 1965, Liten Lettvik, murieron 1914 bebés. Una diferencia así no puede ser casual. Murieron por algo. Y las autoridades no quieren ayudar a que se descubra qué es ese algo. Un escándalo. Lo repito: un enorme escándalo.

Liten Lettvik lo sabía. Había leído todo lo relativo al caso. Pero aún no había obtenido respuesta a su pregunta, y por un momento dudó si continuar con la conversación. Cambió de tema repentinamente.

—¿Y qué pasa con Benjamin Grinde?

El abogado Fredriksen lanzó una sonora carcajada.

—Ahí estáis más que perdidos. O por lo menos lo está la policía. Y me ha parecido entender que así lo han reconocido, aunque vosotros le hayáis dado tanto bombo al asunto. Benjamin Grinde es un hombre excelente. Un poco aburrido, algo pomposo, pero eso va con el cargo. Está en el aire que se respira en el Supremo. Ah, no. Benjamin Grinde es un jurista extraordinariamente dotado, y un ciudadano ejemplar. Me alegré muchísimo de que fuera elegido para dirigir la comisión de investigación. Y así se lo hice saber, con toda modestia.

Por ahí no iba a conseguir nada. Liten Lettvik le dio las gracias por su tiempo sin rastro de entusiasmo. Marcó un último número. Necesitaba comer algo.

—Edvard Larsen —contestó una voz agradable.

—Hola, Loffen. Soy Liten Lettvik. ¿Cómo te va?

—Bien —dijo el responsable de comunicación del Ministerio de Sanidad en tono resignado. Liten Lettvik llamaba a todas horas y parecía no entender que le era imposible pasarle la llamada a la ministra Ruth-Dorthe Nordgarden—. ¿Qué puedo hacer por ti hoy?

—Escúchame: necesito hablar con la ministra.

—¿De qué se trata?

—Siento no poder decírtelo, pero es importante.

«Loffen» Larsen solía vivir inmerso en un mar de paciencia, una cualidad inestimable como portavoz de la ministra en los medios. Pero ahora estaba a punto de zozobrar.

—Sabes muy bien que debo saber de qué se trata. No tengamos esta conversación una vez más.

Intentó quitarle hierro a sus palabras con una risita final. Liten Lettvik suspiró.

—Vale, pero no es nada comprometido, aunque sí importante. Quiero preguntarle por algo relativo a la labor de la comisión Grinde.

—Tú dime las preguntas que yo me ocuparé de que recibas las respuestas lo antes posible.

—Te lo agradezco, pero no, gracias —dijo Liten Lettvik, y colgó de golpe.

Sin embargo, no estaba demasiado irritada. Ruth-Dorthe Nordgarden era el miembro del gobierno con quien era más fácil conseguir hablar. Solo había que encontrar algo que le interesara. Ofrecerle algo a cambio. Con aire distraído, Liten Lettvik pasó las páginas de su agenda Filofax hasta que sus dedos dieron por sí solos con el número secreto de la casa de Ruth-Dorthe Nordgarden.

Pero la molestaba tener que esperar hasta la noche para poder llamar.

20.50 Calle Stolmaker, 15

—Aunque solo fuera por los chicos, podrías intentar que esto resultara un poco más acogedor.

Hanne Wilhelmsen llevaba puesto un delantal de piel manchado de vino y restos de comida. Hizo un gesto de desesperación con el cucharón de madera que tenía en la mano, salpicando un poco de salsa de tomate.

—Podrías intentar no ponerme la cocina perdida de salsa de tomate —dijo Billy T. con una media sonrisa—. Eso no contribuye a que resulte más acogedora. —Pasó la mano por la puerta de la nevera y lamió la salsa roja—. Mmm, buenísima. Una pena que no estén aquí los niños. Espaguetis con tomate y carne picada, su plato favorito.

—Tallarines a la boloñesa —le corrigió ella—. No es lo mismo que espaguetis —añadió, enseñándole el paquete.

—Espaguetis aplastados —confirmó él—. ¿Y qué vas a hacer con eso?

Cogió un tallo de apio y se lo metió en la boca al tiempo que señalaba la nuez moscada.

—¡No toques! —le regañó Hanne, volviendo a agitar el cucharón y dibujando esta vez una raya de puntitos rojos en la impecable camiseta blanca de Billy T.—. Echa un vistazo a este salón —prosiguió con resignación mientras ponía la tapa a la cazuela—. Esas cortinas deben de ser de los años setenta. —Probablemente tuviera razón. Estaban patéticamente torcidas y eran de un tejido grueso, naranja con franjas marrones. En los pliegues se acumulaba el polvo de muchos años—. Al menos podrías haberlas lavado. Y mira allí, por ejemplo. —Desde la cocina integrada en el salón clavó la vista en el equipo de música que brillaba y lanzaba destellos a la luz de una lámpara de pie de tres bombillas y pantalla de rafia—. ¿Cuánto te ha costado eso?

—Ochenta y dos mil coronas —murmuró Billy T., tratando de meter una cuchara en la cazuela.

—Te he dicho que ni lo intentes. Con que te hubieras gastado la mitad de eso en IKEA podrías haber adecentado esto bastante. ¡Pero si ni siquiera tienes un sofá en condiciones!

—A los chicos les gusta sentarse en el suelo.

—Eres y seguirás siendo siempre un bicho raro. —Sonrió—. Veré qué puedo hacer mientras esté aquí.

Billy T. puso la mesa y movió el televisor para poder ver el especial informativo mientras cenaban. Luego abrió dos cervezas, las sirvió y ajustó el volumen.

—¿Cuándo se cansarán de estos informativos tan largos…? —preguntó Hanne Wilhelmsen quitándose el delantal—. Ya llevo vistos dos hoy y dicen lo mismo todo el tiempo, o casi.

La mujer de la pantalla tenía un aspecto decidido que inspiraba confianza, a pesar de que su peinado recordaba al de un conocido personaje de cuento infantil.

—Anda, se ha cortado el pelo. Le queda bien.

—Esa mujer debe de estar casi tan cansada como nosotros —comentó Billy T. lanzándose sobre la comida—. ¡Está de puta madre! No sé cuántas ediciones ha tenido que presentar estos últimos días. Y encima le han cambiado el orden, y dan primero las noticias, luego los deportes y por último los análisis de la actualidad. Está todo patas arriba, en la tele también —concluyó señalando la pantalla con la cuchara.

—Chsss —gesticuló Hanne—, calla.

«Y en esta edición de nuestro informativo contamos con la presencia en el estudio del comisario jefe de la policía Hans Christian Mykland. Bienvenido, señor Mykland».

«Gracias».

«Iré directa al grano, señor Mykland, puesto que sé que tiene cosas mucho más importantes que hacer que estar aquí hablando conmigo. ¿Podría decirme si la policía está más cerca de solucionar el caso Volter cuando ya han pasado casi exactamente tres días de su asesinato?».

—Pobre hombre —murmuró Hanne tras escuchar la respuesta del comisario jefe—. No tiene nada que contar, pero debe hacer que parezca que dice algo. ¿De verdad que estáis tan perdidos, Billy T.?

—Casi.

Sorbió tallarines hasta que su boca se convirtió en una gran rosa roja.

—Payaso…

—Bueno, tenemos algo más —dijo Billy T. secándose la boca con el antebrazo—. Entre otras cosas, un calibre muy poco frecuente.

—¿Ah? ¿Cómo de infrecuente?

—7,62 milímetros. Creo que muy pronto sabremos qué arma utilizaron. Pero eso no puede contarlo ahí —dijo señalando el televisor—. Es que no le veo el sentido a presentarse en el estudio cuando no puede decir nada. Joder, está cabreadísimo porque se ha filtrado lo del arresto y nos han puesto a todos un doble bozal reforzado.

—No creo que resulte muy efectivo —dijo Hanne dando un trago a su cerveza—. La comisaría de Oslo es un auténtico colador, siempre ha sido así.

El comisario jefe pareció muy aliviado cuando por fin le dejaron marcharse. La mujer del pelo rojo siguió hablando al público mientras se dirigía a otra parte del estudio. Los líderes de los grupos parlamentarios en el Congreso de los Diputados estaban sentados a una mesa con forma de bumerán, y el presentador se quedó mirando fijamente a la cámara tras dar paso a una grabación que tardó en aparecer más de la cuenta.

—¿Por qué nunca les sale bien? En Estados Unidos estas cosas no pasan. Lo clavan todo el tiempo, cada vez.

Con unas imágenes bastante insulsas del Congreso de fondo, un comentarista explicaba las dificultades de hacer encajar el puzzle del nuevo escenario político. De vuelta en el estudio, el presentador se dirigió a un hombre de gesto grave impecablemente vestido con una americana de color claro.

—Yo creía que la que dirigía el Partido Demócrata Cristiano era la tía esa —dijo Billy T.—, no ese tipo de ahí.

—Ella lidera el partido, pero él está al frente del grupo… ¡Chsss!

«Sería un grave error intentar obtener ventajas políticas de la trágica situación que ha surgido a raíz del asesinato de la primera ministra Volter».

«¿Eso quiere decir que no van a aprovechar la oportunidad para reforzar su situación en el Parlamento?».

El presentador hablaba con un extraño deje del norte de Noruega y llevaba una rara coletilla en la nuca, que si bien era algo más corta que cuando Hanne se marchó a Estados Unidos, no paraba de moverse al ritmo de su voz.

«Como he dicho, un suceso muy trágico ha acontecido a nuestra nación, y los partidos de centro hemos decidido que no es el momento de hacer cambios. Debemos permanecer todos unidos en estas difíciles circunstancias, y el pueblo decidirá en las elecciones de septiembre quién debe guiar este país en el futuro».

El demócrata cristiano no había acabado, pero el presentador se giró hacia su izquierda y se dirigió a un hombre de barba poblada y bien cuidada, con cierto aire de frustración en el rostro.

«¿Cómo interpreta esto la derecha?».

El hombre movió un poco la cabeza con gesto de hastío y fijó una mirada decidida sobre el presentador.

—Comunicación no verbal —comentó Hanne—. Ese ha ido a un cursillo sobre cómo comportarse ante los medios.

—¿Qué? —preguntó Billy T. sirviéndose más pasta.

—Olvídalo. Chsss.

«Son tiempos difíciles y, desde luego, no es el momento de aplicar estrategias políticas o de denigrar al contrario. Pero me permito comentar que esto demuestra hasta qué punto la supuesta alternativa de centro no es real. Los partidos de centro llevan varios meses promocionando su candidatura de cara a las elecciones de este otoño, pero cuando se presenta una oportunidad real, la dejan caer como si fuera una patata caliente. Esto nos da la razón: el Partido Conservador debe ser también parte de la alternativa al Partido Laborista».

«Bueno, hasta el otoño no tendremos la respuesta a esa cuestión».

El demócrata cristiano había tomado la palabra, pero el presentador le interrumpió sin contemplaciones.

Hanne soltó una carcajada.

—¡Pero si ninguno de ellos quiere el poder! Están todos muertos de miedo.

—Política —escupió Billy T. sirviéndose por tercera vez—. Te voy a contratar de cocinero.

—Cocinera —le corrigió Hanne distraída y sin apartar la mirada de la pantalla.

—¿Qué?

—Pues que cuando la que cocina es una mujer se dice cocinera. Cocinero es un hombre. Pero me gustaría escuchar esto, por favor.

«Estaría mal aprovecharse de esta situación extraordinaria».

Era un representante del partido de centro que repetía el eco de lo que había dicho su aliado del Partido Demócrata Cristiano, y el conservador volvió a negar con la cabeza, esta vez de forma enérgica.

«Pero ¿cuál es la diferencia? ¿Qué habrá cambiado en otoño? El Partido Laborista gobierna en minoría hoy igual que lo hará en septiembre. Llevamos así toda la posguerra. ¿Creen los partidos de centro, izquierda y demócrata cristiano que en las elecciones conseguirán una mayoría en el Parlamento?».

«Como ya he dicho, eso habrá que verlo», intentó interrumpir el representante demócrata cristiano, pero el presentador le hizo callar con un gesto decidido y ya no había quien detuviera al hombre del Partido Conservador.

«¡Ya va siendo hora de que sepamos vuestra opinión sobre varios asuntos decisivos! Los votantes tienen derecho a ello. ¿Cuál es vuestra postura sobre la construcción de plantas gasísticas? ¿Qué pasa con el Espacio Económico Europeo? ¿Las ayudas para guarderías? ¿Las retribuciones durante las bajas por enfermedad? ¿Sabremos algo de todo esto antes de ir a las urnas?».

Entonces empezaron a hablar todos a la vez.

—Cuando el gato no está, los ratones bailan —dijo Hanne.

—Pero es que esos no quieren bailar —dijo Billy T.—. Tienen la espalda pegada la pared y les da terror que alguien los saque a bailar. ¡Qué asco! Me producen náuseas.

Aunque eso no parecía quitarle el apetito. Se sirvió por cuarta vez y rebañó la cazuela.

—Deja que mejor ponga un poco de música, anda.

—No, de verdad, que esto es importante.

Los políticos acabaron por fin con su discusión, o bien no les dejaron continuar. Devolvieron la señal a la presentadora del otro estudio, que tenía junto a ella a Tryggve Storstein.

—Madre mía, él sí que parece cansado —dijo Hanne en voz muy baja y dejó el vaso de cerveza sobre la mesa sin haber bebido.

Tryggve Storstein estaba tan desmejorado que ni siquiera las maquilladoras de la televisión habían logrado disimularlo mucho. Bajo la luz de los focos destacaban sus ojeras oscuras y su boca tenía un gesto triste, casi resentido, que mantuvo durante toda la entrevista.

«Bueno, Tryggve Storstein, supongo que, a pesar de lo trágico de las circunstancias, procede felicitarle como nuevo líder del partido».

Murmuró algo que podría ser un agradecimiento.

«Ha estado aquí conmigo escuchando el debate. ¿Será usted quien forme gobierno este viernes?».

Tryggve Storstein carraspeó ligeramente y asintió con la cabeza.

«Sí».

La presentadora pareció desconcertada por la brevedad de la respuesta, y movió nerviosamente los brazos mientras preparaba la siguiente pregunta. Storstein siguió contestando de forma lacónica; en algunos momentos incluso se mostraba hostil, y la presentadora tenía que esforzarse mucho para cubrir el tiempo que habían planificado para la entrevista.

—No parece precisamente la gran esperanza blanca —comentó Hanne Wilhelmsen, y empezó a quitar la mesa—. ¿Café?

—Sí, gracias.

—Pues prepáralo tú.

El hombre de gafas y un leve acento del norte de Noruega volvía a tener la palabra. Ahora estaba acompañado de tres redactores jefe de la prensa nacional que se pronunciaban sobre la situación actual en tono dramático y trascendente.

«¿Cómo va ser posible llevar a cabo un proceso político sano y normal en estos días que faltan para formar nuevo gobierno, cuando se está llevando a cabo una investigación policial donde es posible, y recalco “posible”, que haya sospechosos de asesinato en el círculo del que debe salir el gobierno?», preguntó el presentador.

—Me gustaría que la gente aprendiera a hablar poniendo algún punto —dijo Hanne para sí.

Billy T. silbaba alto mientras manejaba la cafetera.

El director del Dagbladet se inclinó entusiasmado hacia delante y su barba casi rozó la mesa.

«Es decididamente muy importante que la policía se mantenga al margen del proceso político. Tiene que quedar muy claro que ninguna consideración política debe interferir en el trabajo de la policía, pero, por otra parte, no podemos acabar en una situación en la que el partido que va a formar gobierno se vea bloqueado porque la mayor parte de los posibles candidatos a ministros conocían a Birgitte Volter».

—Típico —suspiró Hanne Wilhelmsen—, nadie cree que sea alguien de su entorno más cercano, por mucho que las estadísticas demuestren que casi siempre suele ser así. Aunque, por otro lado, todo el que detenta algún poder en Noruega conocía a Birgitte Volter. Supongo que en este caso es demasiado peligroso confiar en las estadísticas.

Se puso de pie y apagó el televisor.

—¿Música? —preguntó Billy T. optimista.

—¡No! Quiero estar en silencio, ¿vale?

A falta de un sofá en condiciones, se recostaron en la cama de matrimonio del dormitorio, uno frente al otro. Hanne tenía la cabeza apoyada en la pared y la espalda sobre un raquítico y gastado cojín. Bebió un sorbo del café que él le dio.

—¡Puaaaj! —escupió haciendo una mueca—. ¿Esto qué es? ¿Alquitrán?

—¿Demasiado fuerte? —Sin esperar respuesta, Billy T. fue a buscar la leche a la nevera y echó un buen chorro a la taza de Hanne—. Bien. Ahora aguantaremos despiertos un rato.

Intentó encontrar una postura confortable, pero no había más cojines en la cama y al final optó por sentarse.

—Algo pasa con Ruth-Dorthe Nordgarden —prosiguió, y de pronto empezó a rascarse la oreja—. ¡Mierda! Aquí dentro hay algo, a veces me duele muchísimo.

—¿Qué quieres decir con algo?

—No sé, una infección o algo así.

—Bobo… Me refiero a Ruth-Dorthe Nordgarden.

—Ah. —Billy T. se observó la yema del dedo, pero seguía sin ver nada—. Una tía curiosa. Mueve las manos con nerviosismo y hace gestos raros y, a la vez, da la impresión de ser… ¡fría! —Señaló con el dedo índice moviéndolo arriba y abajo—. Parece superfría, como un escualo. Hay algo que me gustaría investigar, pero no consigo concretar qué es, y no hay ninguna base para afirmar que estuvo cerca del SMK la noche del asesinato.

—¿SMK?

—El gabinete de la primera ministra. A ver si te aprendes la terminología.

—¿Era amiga de la primera ministra?

—No, ella dice que no. Me comentó que no se veían fuera del trabajo. Una tía muy rara. Hay algo… tenebroso en ella. ¡Si hasta me puse nervioso por estar en la misma habitación que ella, joder!

Hanne Wilhelmsen no respondió. Se calentó las manos con la taza humeante y se fijó en un dibujo infantil que estaba prendido de un corcho: un Batmóvil muy sofisticado, equipado con alas y cañones.

—Y lo que…

—Chsss —le interrumpió Hanne con un sonoro chasquido.

Billy T. dio un respingo y derramó el café.

—Pero ¿qué…?

—Chsss.

Billy T. murmuró una maldición de la que Hanne no hizo caso. Siguió mirando fijamente la pared de enfrente, y Billy T. se dio la vuelta para averiguar qué era lo que observaba con tanta intensidad.

—Alexander —dijo él vacilante—. Lo dibujó Alexander.

De pronto, Hanne clavó su mirada en él. Sus ojos parecían más grandes de lo normal y el aro oscuro que rodeaba su iris aún más marcado.

—¿Dijo que no tenían trato en su tiempo libre?

—Sí. ¿Por?

Hanne se levantó de la cama y dejó la taza de café en el suelo. Luego se colocó frente al dibujo de Alexander observándolo con mucho interés.

—¿Se puede saber qué pasa con ese dibujo? —preguntó Billy T.

—Nada, nada. Está muy bien, pero no estoy pensando en eso.

Se giró hacia él con una mano en la cadera y ladeó la cabeza.

—El hijo de Birgitte Volter, Per, es un tirador bastante bueno. Me lo he encontrado unas cuantas veces en el campo de tiro de Løvenskiold. Cuando era más pequeño su padre solía acompañarle. No puedo afirmar que le conozca, pero hemos charlado un poco, y sería natural que nos saludáramos si nos encontramos por la calle. Y…

Billy T. la observaba mientras el dedo seguía con el proyecto de explorar las profundidades de su oído.

—Si tienes una infección incipiente no deberías hurgarte tanto —dijo Hanne apartándole la mano—. Bueno, a lo que iba. Hará un año o así… no, debió de ser en noviembre, justo antes de que nos marcháramos a Estados Unidos, muy poco después del cambio de gobierno, vi a Roy Hansen y a Ruth-Dorthe Nordgarden en el Café 33, en el barrio de Grünerløkka.

—¿El Café 33? ¿Ese antro?

—Sí, a mí también me extrañó. Pasé por allí para entregarle algo a una persona que trabaja en el café, y allí estaban, al fondo del local, con una cerveza cada uno. Sí, tuvo que haber sido después del cambio de gobierno, porque antes de eso no tenía ni idea de quién era Ruth-Dorthe Nordgarden. Es bastante… ¿guapa? Rubia y llamativa, es fácil fijarse en ella. En un primer momento quise saludar a Roy, pero algo me lo impidió y me marché sin que me viera.

—Pero, Hanne, ¿por qué lo recuerdas tan bien?

—Porque ese mismo día había leído un artículo en un periódico. Creo que fue en el Dagbladet. Trataba de esas redes de contactos que tanto preocupan a la prensa. Las dinastías políticas y esas cosas. Creo que llevaba el periódico conmigo cuando fui al Café 33.

—Mierda —murmuró Billy T. frotándose el lóbulo de la oreja—, me parece que voy a tener que pedir hora en el médico.

—Pero ¿no te parece bastante extraño, Billy T.? —dijo Hanne pensativa. Volvió a observar el Batmóvil, y descubrió que también tenía un televisor en el capó y un radar de coche de carreras sobre el maletero—. ¿No resulta curioso que Ruth-Dorthe Nordgarden diga que no tenía trato con Birgitte Volter más allá de lo profesional, cuando en realidad hace seis meses estaba bebiendo cerveza con su marido en un antro cutre de Grünerløkka?

Billy T. la miraba y se frotaba la calva arriba y abajo, arriba y abajo.

—Sí —dijo por fin—. Tienes razón. Es muy extraño.