Domingo, 6 de abril de 1997

07.30 En las profundidades de la sierra de Nordmarka, cerca de Oslo

El agua quería atraparle; se aferraba pegajosa a su cuerpo y no le soltaba. Tenía que respirar con los pulmones atenazados, jadeos cortos y violentos que hacían que su piel se contrajera. Tras su ancha caja torácica el corazón latía intensamente. Notaba cómo la sangre circulaba por sus venas; golpes rítmicos desde su corazón hacia el resto del cuerpo por las venas cada vez más finas de sus brazos, piernas y los dedos de los pies, antes de que el líquido rojo luchara para volver a abrazar sus pulmones y recibir nueva fuerza, nueva vida. Volvió a sumergir la cabeza y se concentró en aprovechar las brazadas al máximo, brazadas largas y correosas. Era un albatros, un tiburón tigre. Dio una fuerte patada en un movimiento similar al de un pez y consiguió impulso suficiente para alcanzar la superficie gris y lisa.

Nunca se había sentido tan vivo. Se deslizó fuera del agua en un solo movimiento. Se plantó abierto de piernas sobre una pequeña roca gris, pulida a lo largo de millones de años hasta parecer un espejo en esta bella y maravillosa tierra que era la suya. Recorrió su cuerpo desnudo con una mirada apreciativa, desde los pies, grandes y masculinos con vello rubio, hasta los hombros, cincelados por un trabajo duro y un entrenamiento más duro todavía. Cuando vio su miembro medio erecto, se echó a reír. Adoraba el agua fría y siempre se bañaba desnudo como una burla hacia otros hombres. Pero aquí estaba solo.

Sin secarse, ni siquiera se había llevado una toalla de la cabaña, se giró hacia la laguna. Las aguas se habían vuelto a cerrar tras él y solo se veían algunos pequeños círculos concéntricos perfectos tras los saltos de un pececillo.

La neblina de la mañana seguía cerniéndose entre los árboles, que aún estaban tan desnudos como él y contemplaban con timidez su reflejo en el agua. Aquí y allá una mancha de nieve sucia se aferraba al brezo y al barro. No haría más de cinco o seis grados, y el aire estaba cargado de humedad y frescor, con el olor inconfundible de la incipiente primavera. Sonrió y respiró profundamente por la nariz.

Nunca, nunca había sido tan feliz.

No confió en aquel tipo. Aunque se lo hubieran recomendado. Varias veces. Dos de los miembros del grupo pensaban que merecía la pena reclutarlo. Pero fue él, su líder, quien dijo que no. Ese hombre tenía un punto débil. Nunca había hablado con él en persona, le había vigilado de lejos. Había seguido al vigilante del distrito gubernamental un día entero sin que sospechara nada. Siempre resultaba útil. Un día siguiendo a una persona podía darle mucha más información que todas las referencias del mundo.

No estaba muy seguro de qué era lo que le había hecho decidirse. Había algo inaceptablemente femenino en la manera que tenía aquel tipo de moverse. Además, se equivocaba al elegir la ropa. Demasiado débil. Tal vez fuera su mirada. Tenía los ojos marrones, sin que eso fuera lo decisivo. Lo importante era que no sostenía la mirada. Indecisos. Faltos de resolución.

—Ni hablar —decidió sin consultar a nadie—, ese hombre es un riesgo.

Las medidas de seguridad, verificar todos los pasos por partida doble, que todo estuviera triplemente garantizado… nunca antes había sido tan importante controlar todo el proceso como ahora que la policía secreta se había visto obligada por los traidores del Parlamento a desplazar el foco de su atención desde la verdadera amenaza, los rojos, para centrarse en ellos.

Por fin había conseguido construir una organización con capacidad de acción. No eran muchos, y solo confiaba plenamente en diez de ellos, pero era más importante ser fuertes que numerosos. Debían captar a sus miembros con extrema cautela. Observaban detenidamente a un candidato durante meses antes de iniciar una aproximación.

El vigilante era seguidor del Partido del Progreso. No era afiliado ni nada por el estilo, pero estaba claro que simpatizaba con ellos. Y ese no solía ser un buen punto de partida. Era cierto que con frecuencia tenían en común su verdadero amor por la patria, pero la mayoría eran unos imbéciles. Y si no lo eran, solían padecer un exceso de espíritu democrático. Le gustaba esa expresión. La había acuñado él mismo. Los del Partido del Progreso no habían entendido que era imprescindible emplear otros métodos que los permitidos por las élites noruegas dominadas por los judíos.

Había dicho que no. Los dos miembros del grupo que querían reclutarlo habían protestado, pero tenía la sensación de que aceptaban su decisión. No tenían otra opción.

—Antes tendrá que darnos una prueba —sentenció un año antes.

Poco después le habían contado que el vigilante era colega de un tipo de Loke. Loke era un asco. Idiotas románticos, un grupo de boy scouts reblandecidos que bebían demasiado y destrozaban los coches de los paquistaníes. Gamberradas sin base ideológica; no sabían nada, no habían leído otra cosa que novelas del Oeste. Pero el vigilante ocupaba un puesto que podía ser interesante. Nunca antes habían tenido la oportunidad de captar a alguien que estaba tan cerca del gobierno. El vigilante estaba tan cerca como era posible llegar. Así que había continuado siguiéndole de vez en cuando por su cuenta. Lo sabía todo de él. Sabía qué periódicos leía, a qué revistas estaba suscrito y las armas que tenía. Porque tenía armas, pertenecía a un club de tiro. El líder guardaba un dossier completo sobre él en el sótano; incluso sabía que se follaba a la hija quinceañera del portero de su casa y utilizaba loción para después del afeitado de la marca Boss.

Se había aproximado al hombre despacio, muy despacio. Primero de forma casual, pidiendo permiso para sentarse a su mesa cuando ocupaba una para cuatro en una cafetería. Sacó una revista estadounidense de armas. El vigilante picó, y después de aquello habían vuelto a verse cinco o seis veces.

El tipo aún no era miembro del grupo, ni siquiera conocía su existencia, no con certeza, nada concreto. Pero de alguna manera había comprendido que existía esa posibilidad. Él mismo, el líder, había dicho todo lo que podía sin que nada pudiera demostrarse, sin que no se pudiera rumorear nada al respecto. Y el vigilante lo había comprendido, que había una posibilidad también para él.

Ahora lo más importante era mantener la distancia. Ningún contacto. Era vital que nadie pudiera relacionar al guardia con el grupo.

—¡Por fin hemos comenzado la marcha! —les gritó Brage Håkonsen a dos urracas que, asustadas, levantaron el vuelo del tronco caído en el que habían estado posadas.

Luego, el enorme joven se dirigió con grandes zancadas hacia la cabaña de troncos del claro del bosque.

—¡Por fin estamos en marcha!

En la cabaña guardaba un montón de papeles, escrupulosamente ordenados en carpetas y fundas de plástico. Tomó asiento, aún desnudo. El frío le había provocado ronchas rojas en la piel.

—Estamos en marcha —volvió a murmurar para sí, y se quedó mirando fijamente una lista de dieciséis nombres.

08.00 Calle Holmen, 12

Karen Borg miraba fascinada a Billy T. mientras intentaba disimuladamente sacar otra barra de pan del congelador para meterla en el microondas.

—¿Hay más o qué?

El hombre se había zampado ocho rebanadas y aún tenía hambre.

—Va, enseguida va —dijo Karen eligiendo el programa de descongelado—, serán cinco minutos.

El inspector de policía Håkon Sand entró en la cocina grande y luminosa arrastrando los pies y se dejó caer sobre una silla. Llevaba unos pantalones negros y estaba descalzo. Tenía el pelo mojado y las pequeñas manchas oscuras que se iban formando sobre los hombros de su camisa azul recién planchada indicaban que no se había molestado en secarlo. Revolvió el cabello rubio del niño de dos años que ocupaba la trona, pero retiró la mano de pronto mirándosela con asco.

—¡Karen! ¡Tiene mermelada en el pelo!

Hans Wilhelm se rio a grandes carcajadas enarbolando una rebanada de pan con mermelada de fresa, luego se inclinó hacia delante y la plantó sobre la pechera de la camisa de su padre. Billy T. esbozó una sonrisa y se puso de pie. El niño le miró entusiasmado y alzó los brazos hacia él.

—Creo que nos vamos a ir un rato al baño. ¿Te vienes con Billy T., Hans Wilhelm?

—Baño, baño —gritó el niño—, con Billy T. al baño.

—Así papá podrá cambiarse de camisa.

—¿Me quedan camisas de uniforme limpias? —preguntó Håkon taciturno, mientras observaba con expresión consternada la mancha roja de su pechera.

—Claro —sonrió Karen.

—¡Håkon, tío! ¡No me digas que no te ocupas ni de tus propias camisas de uniforme!

Billy T. sostuvo al niño sobre su cabeza como un avión; la criatura reía y agitaba los brazos.

Is it a bird? Is it a plane? No, it’s Superman!

Superman salió por la puerta haciendo un barrido desde el techo hasta el suelo. Se reía tanto que le entró hipo.

—Así está mejor —dijo Billy T. cuando regresó con un niño de pelo mojado y chándal seco.

—Creo que ahora voy a tomar salchichón.

Agarró una de las rebanadas de pan recién llegadas a la mesa y le hizo un contundente bocata a Hans Wilhelm.

—¡Nada de mancharte! —le ordenó muy serio, y el crío se lo comió todo a un ritmo digno de admiración y sin tirar ni una miga.

—Håkon, tienes unas cuantas cosas que aprender de Billy T. —constató Karen Borg mientras intentaba maniobrar con su enorme barriga para pasar entre la mesa y las sillas.

—¿Para cuándo lo esperas? —preguntó apuntando con una rebanada con ensaladilla.

—Es una niña, Billy T. En dos semanas. Quiero decir que salgo de cuentas dentro de dos semanas.

—Ni hablar. Es un chico. Lo veo.

—Vamos al sótano —le interrumpió Håkon Sand—. ¿Nos dejas el despacho un ratito?

Karen Borg asintió mientras ponía a salvo un vaso de leche que estaba peligrosamente al alcance del niño.

—Vamos.

Los hombres bajaron por una estrecha escalera hasta llegar a una habitación subterránea sorprendentemente acogedora. Parecía luminosa a pesar de tratarse de un sótano, con un solo ventanuco que dejaba entrar la pálida luz de la mañana. Billy T. intentó acomodarse sobre un banco estrecho pegado a la pared mientras que Håkon se sentó detrás de la mesa y puso los pies sobre el tablero.

—Menuda choza que te has buscado, Håkon —dijo Billy T. rascándose la oreja—. Buena casa, estupenda mujer y un crío genial. ¡La vida es maravillosa!

Håkon Sand no contestó. La vivienda no era suya. Era de Karen. Ella era la que tenía dinero, aunque sus actuales ingresos como abogada que trabajaba desde casa no pudieran compararse con los que percibía cuando era la única y más joven socia del despacho de abogados mercantiles más grande del país. Vivir en Vinderen había sido idea suya. Lo de no casarse también. Ya había estado casada una vez y había tenido suficiente. Håkon esperaba que la llegada del segundo bebé la ablandara un poco. Suspiró profundamente y se pasó una mano por la cabeza.

—Ahora mismo daría lo que fuera por dormir veinte horas seguidas.

—Lo mismo digo. O más todavía.

—¿En qué piensas?

Billy T. desistió de su incómodo asiento y se tumbó en el suelo con los brazos cruzados bajo la nuca y los pies en el banco.

—Estoy intentando coordinar todo lo relativo al perfil de la primera ministra —dijo dirigiéndose al techo—, y es jodidamente complicado. He hablado con tres ministros, cuatro amigos, personal administrativo, asesores políticos y el demonio y toda su familia. Resulta extraño, ¿sabes…?

Karen Borg apareció en la puerta llevando una bandeja con café y galletitas. Billy T. giró la cabeza y abrió los brazos.

—Oye, Karen. Cuando te canses de este me vengo yo a vivir. Decidido.

—Nunca me voy a cansar de este —dijo dejando la bandeja sobre la mesa del ordenador—, y menos aún si tú amenazas con sustituirle.

—No sé qué ve esa mujer en ti —murmuró Billy T. con la boca llena—, cuando podría tenerme a mí cuando quisiera.

—¿Qué es lo que ibas a decir? —preguntó Håkon bostezando—. Que resulta extraño…

—Sí. Lo difícil que es formarte una opinión sobre alguien a quien no has conocido. Parece que la gente… bueno, es que la gente dice cosas tan distintas. Unos dicen que era inteligente, trabajadora, amable y pragmática. Que esa mujer no tenía un solo enemigo. Otros apuntan que podía ser muy suya, cabezota, y que tenía bastantes cosas que ocultar sobre cómo había conseguido dejar fuera de juego a sus rivales. Hay quien cree que hace unos diez años, cuando puso los cimientos de su carrera, hizo de todo para situarse. Y quiero decir «de todo». Que incluso se habría acostado con la persona adecuada, si fuera necesario. Otros aseguran que nunca fue infiel, jamás.

—¿Quiénes son esos otros?

Por primera vez Håkon Sand pareció mostrar algo de interés por el tema.

—Pues, probablemente, la gente que mejor la conocía. Todos afirman que nunca haría algo así. Es como si… —se incorporó y dio un trago a su café—, como si la gente que tenía más cerca tuviera mejor opinión de ella.

—Bueno, eso es normal —dijo Håkon—. Se supone que gustamos más a la gente que tenemos más cerca.

—Pero ¿son lo que mejor nos conocen?

Se quedaron en silencio. Del piso de arriba llegaban los gritos del niño, que chillaba como un cerdito enfurecido.

—Es cansado tener hijos, ¿eh, Håkon?

El inspector de policía puso los ojos en blanco.

—No tenía ni idea de que iba a ser tanto trabajo. Tanta… tanta fatiga.

—Dímelo a mí. —Billy T. rio entre dientes—. Deberías haber hecho como yo: tener cuatro críos con cuatro madres diferentes que se ocupan muy bien de ellos a diario, y luego están conmigo de vez en cuando para pasárselo bien y recibir mi cariño. La mejor manera de tener hijos.

Håkon le lanzó una mirada que a Billy T. le pareció condescendiente, así que se volvió a tumbar para retomar su observación del techo.

—Ya, claro, esa es la razón por la que estás feliz como una perdiz los viernes y tan avinagrado los lunes. Es porque estás muy contento de haberlos devuelto, ¿no?

—Déjalo ya —dijo Billy T. malhumorado—. Déjalo.

Håkon Sand sirvió más café.

—Ten cuidado, no se vaya a volcar —dijo observando la taza sobre el fieltro de la mesa—. Bueno, ¿y a qué conclusión has llegado?

—Pues… —Billy T. dudaba—, en principio tengo más confianza en las personas que mejor la conocían, pero el problema es que… —Volvió a ponerse de pie y estiró los brazos hacia el techo—. El caso es que la mujer era muy honesta, Håkon. Es jodidamente difícil encontrar algo en su vida que indicara que alguien podría querer verla muerta. Por lo menos, no con la intensidad suficiente para hacerlo. Matarla, quiero decir. De momento nos queda mucho trabajo por delante, por decirlo suave. —Volvió a suspirar. No estaba siendo un buen día—. Pero escúchame, Håkon. —Se inclinó sobre él plantando las palmas de las manos sobre la mesa con tanta fuerza que el inspector dio un respingo—. En realidad solo hay dos posibilidades. O la han matado porque era Birgitte Volter, porque alguien quería matarla a ella, es decir, como persona. Y de momento no hay nada, absolutamente nada que indique que fuera así. O alguien la ha matado porque era la primera ministra. Para quitarla de en medio por su labor, por decirlo así. Un ataque a Noruega, a la política del Partido Laborista. Algo así. Y tengo que reconocer que… —le costaba decir la siguiente frase y tragó saliva—, tengo que reconocer que esto último parece lo más probable. Por ahora. Y eso quiere decir que los chicos de la novena planta van a tener una actuación estelar. Y no me gusta.

El niño había dejado de gritar y ahora se oía un sonido rítmico, como si estuviera golpeando el suelo con un juguete.

—Cuéntame lo que sabes de ella, Billy T.

—Joder, aquí no hay ningún sitio donde pueda sentarme.

—Toma, coge esta.

Håkon Sand le dejó la silla y Billy T. sonrió satisfecho.

—El próximo viernes sería su cumpleaños. Joder, la entierran el día que cumpliría cincuenta y un años. Se casó cuando solo tenía dieciocho con un amigo de la infancia de su misma edad, Roy Hansen. Y seguían casados. Un hijo. Per Volter. Veintidós años, estudia en una academia militar en Fredriksvern, Stavern. Un buen chico que no parece haber dado más disgusto a sus padres que el de afiliarse a las juventudes del Partido Conservador. Bastante buen estudiante, secretario de un club de tiro, parece haber heredado la capacidad de organización de su madre.

—¿Club de tiro? ¿Tenía acceso a armas de fuego?

—Sí, sí. A distintas armas. Pero este fin de semana estaba de maniobras en el quinto pino, en las profundidades de la estepa de Hardanger. De hecho, fue muy difícil contactar con él para contarle que su madre estaba muerta. Además no hay nada que indique que tuviera mala relación con ella. Al contrario. Es un buen chico, dejando a un lado lo de las juventudes conservadoras. Pero, de verdad, no hay ninguna sospecha sobre el chaval.

—Sigue —murmuró Håkon.

—Birgitte Volter nació en Suecia el 11 de abril de 1946. Su padre era sueco y su madre había huido al país vecino durante la guerra. Se mudaron a Nesodden en 1950. Hizo el bachillerato y un grado en economía, y muy pronto entró a formar parte del movimiento sindical. Luego trabajó de secretaria, o algo así, en el monopolio de bebidas alcohólicas de Hasle. Luego en el Ayuntamiento de Hasle, y ocupó puestos cada vez más destacados en el sindicato de funcionarios. Etcétera, etcétera… Como suele decirse, el resto es historia. La niña de Gro, su favorita. A pesar de eso, salió elegida por los pelos en 1992.

—¿Amigos?

—Otra cosa que resulta rara —dijo Billy T. volviendo a rascarse la oreja—. ¡Joder! Me parece que voy a tener una otitis. Lo que faltaba. —Se miró fijamente el dedo índice, pero no había nada más que una mancha de tinta del día anterior—. Ya sabes esas cosas que se leen en los periódicos, eso de las redes de contactos. Que uno conoce a otro que a su vez es el mejor amigo de no sé quién. Me da que no es cierto. En esos casos, la prensa maneja un concepto de amistad que no coincide con el nuestro. En realidad no se trata de amigos. Son más bien compañeros de partido. Al parecer los políticos tienen muy pocos amigos, y esos no suelen tener nada que ver con el aparato del partido. Son gente que conocieron cuando desempeñaban un trabajo normal, o tiempo atrás en el colegio, cosas así. Creo que la única amistad verdadera que Birgitte Volter tenía dentro de la política era la presidenta del Congreso.

—¿Y enemigos?

—Ya estamos otra vez. Depende de lo que quieras decir con enemigos. ¿Qué es un enemigo? Si lo es alguien que habla mal de ti, entonces todos tenemos montones de enemigos. Pero ¿podemos llamarlos así? Hombre, Håkon, está claro que cuando llegas muy lejos dentro de un partido tan jerárquico como el laborista le has tenido que pisar los callos a más de uno. Pero ¿enemigos? Por no hablar de alguien dispuesto a… matarte. No, no me encaja, al menos de momento.

—No… —Håkon Sand entreabrió la ventana y mientras volvía a sentarse dijo—: En realidad tenemos el mismo problema si intentamos afrontarlo desde la otra perspectiva.

—¿Qué perspectiva?

—Sí, si nos concentramos en su… labor. ¿Lo llamaste así? Es que en Noruega las cosas son tan civilizadas… Resulta imposible imaginarse a Anne Enger Lahnstein planificando el asesinato de Birgitte Volter, por muy en contra que esté del Tratado de Schengen.

Billy T. lanzó una sonora risotada.

—¡Ese sí que sería un buen caso! La Lahnstein vestida de camuflaje mientras se desliza por los conductos del aire acondicionado de la torre con un cuchillo en la boca y pistola al cinto.

—No, ¿verdad que no? —Håkon Sand aún tenía el cabello mojado. La leve humedad del sótano no ayudaba a secarlo y no paraba de revolverse el pelo cano—. No puede tratarse de una cuestión de política interior. Las cosas aquí no funcionan así. Y la teoría de que lo hiciera un loco tampoco se sostiene. Habría elegido otro lugar para actuar. Pero si los miembros del gobierno noruego apenas tienen seguridad, salvo en su despacho… Un tipo trastornado se la hubiera cargado al aire libre, en el supermercado, en un partido de balonmano o en una situación similar.

—Delante de un cine —dijo Billy T. en voz baja.

—Exactamente. El asesinato de Olof Palme fue un reto tremendo para la policía porque «cualquiera» podría haberlo cometido. En el caso de Birgitte Volter, el punto de partida es el contrario.

Se miraron a los ojos y se llevaron la taza de café a los labios a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo.

—Este asesinato no puede haberlo cometido «nadie» —dijo Håkon Sand.

—Entonces tendremos que intentar averiguar quién es ese «nadie».

Iba a resultar complicado, porque cuando subieron del sótano el niño de dos años se aferró a la pernera izquierda de Billy T. y no quería soltarle ni aunque le fuera la vida en ello.

—¡Bañarme con Billit, bañarme con Billit!

Seguía chillando cuando los dos policías se metieron en el coche frente a la acogedora casa blanca de la calle Holmen, 12, pero calló de pronto cuando el tubo de escape dejó escapar un estallido y el Volvo se alejó traqueteando por los baches del largo camino que llevaba hasta la carretera.

—Hasta luego, Billit y papá —se despidió con la mano, y se metió el pulgar en la boca.

11.25 Comisaría de Oslo

La gran comisaría construida en arco en la calle Grønnlandsleiret, 44, emitía un zumbido permanente de baja frecuencia; era una colmena donde se trabajaba de forma sistemática y metódica. El edificio parecía tener vida propia. Nunca antes se había manifestado de aquella manera. El largo bloque, gris y gastado, tenía oficialmente siete plantas y una policía de información e inteligencia oculta en los dos pisos superiores. Acogía a unos mil seiscientos policías que se dedicaban a lo suyo, cada uno por su cuenta, en una lucha agotadora contra el crimen que siempre les llevaba la delantera y parecía burlarse de ellos. Un pálido sol de primavera asomaba cansado sobre la colina de Ekeberg, pero la comisaría de Oslo simulaba haber recargado sus pilas, como si se hubiera expandido a lo largo y a lo ancho. Sus ventanas, que solían parecer unos ojos de mirada grisácea y somnolienta, entornados ante un mundo que los policías preferían no ver, despedían un brillo enérgico. Las persianas estaban levantadas y las ventanas entreabiertas, y toda la gente de su interior se movía en la misma dirección. Hasta las dos últimas plantas, habitualmente tan discretas, miraban hacia el exterior; allá en lo alto del edificio, con la esperanza de evitar nuevos escándalos, más inspecciones exhaustivas.

—Hay que reconocer que el comisario jefe ha organizado esto con mucha eficiencia —dijo Billy T.

Un total de ciento cuarenta y dos policías estaban destinados a tiempo completo a investigar el asesinato de Birgitte Volter, además de un número indeterminado de agentes de la secreta. En la comisaría había dieciséis grupos en acción; el más pequeño estaba compuesto por tan solo tres personas y servía de apoyo a la coordinación con asuntos internos; el más numeroso, que había ocupado el gimnasio de la séptima planta, estaba formado por un total de treinta y dos policías. Tenían la responsabilidad de coordinar la investigación táctica. Tanto el servicio de información como la policía judicial estaban ocupados presionando a sus confidentes, sistematizando todos los datos disponibles e intentando tener claro todo lo que había sucedido en los ambientes criminales de Oslo durante los últimos días. Billy T. contaba con cuatro colaboradores para obtener toda la información posible de la vida y el entorno de Birgitte Volter, una misión especial que le parecía mucho más emocionante que participar en los agotadores interrogatorios en los que había estado inmerso en las horas que siguieron a la muerte de la primera ministra. Tone-Marit Steen no formaba parte de su grupo.

—¿Por qué demonios tengo yo que interrogar a ese? Si ya lo has hecho tú, y a fondo, ¿no? —dijo Billy T. molesto.

—Me gustaría mucho que tú le interrogaras otra vez —dijo Tone-Marit en voz baja, entregándole una delgada carpeta verde.

—Escúchame —dijo Billy T. empujando la carpeta hacia ella—, a ver si mantenemos un poco de orden. Eso os corresponde a vosotros. Es imposible que el vigilante ese tenga nada relevante que decir sobre la vida privada de Birgitte Volter.

—No. Pero, de verdad, Billy, ¿no podrías tomártelo como un halago? Creo que ese hombre miente, y tú eres uno de los mejores. Por favor.

—¿Cuántas veces tengo que decir —golpeó la mesa con el puño cerrado— que me llamo Billy T.? ¡T.! No soy Billy a secas. ¿Es que no te vas a enterar nunca?

Tone-Marit asintió enérgicamente escenificando un profundo arrepentimiento.

—T. Billy T. ¿Y esa T de qué es?

—Eso a ti te importa una mierda —murmuró abriendo un poco más la ventana.

El aspecto de Tone-Marit podía llamar a engaño. Tenía la cara muy redonda y rasgos dulces que hacían que aparentara veinte años, aunque solo le faltaban dos para llegar a la treintena. Era alta y delgada y sus ojos rasgados casi desaparecían cuando sonreía. Era la veterana de la selección de fútbol femenino, donde jugaba de lateral. Había asumido ese mismo papel en la policía, una defensora sólida y fiable del trabajo bien hecho. Era fuerte, hablaba claro y no temía a nadie.

—¿Sabes lo que te digo? Que esto no te lo voy a consentir. —Le brillaban los ojos y le temblaba la comisura de los labios—. Me tratas siempre como una mierda y no te cortas nada. No vas a volver a hablarme así, ¿entendido?

Billy T. se quedó de piedra.

—Tranquila, cariño. ¡Relájate!

—¡No soy tu cariñito! ¡Para ya! Eres un cerdo machista, Billy T., eso es lo que eres. Te paseas por ahí con un montón de tías y te crees muy guapo, pero en realidad… —Pateó con rabia el suelo y Billy T. soltó una risita. Tone-Marit se enfadó aún más—. En realidad no te gustan las mujeres, Billy T. Les tienes miedo. No soy la única que se ha dado cuenta de que no tratas igual a tus colegas si son hombres o mujeres. Todo el mundo lo sabe. Te damos miedo, eso es lo que te pasa.

—No te pases, aquí hay muchas mujeres que…

—Sí, sí… Una. Hay una sola mujer en toda esta comisaría a la que respetas de verdad, Billy T.: su alteza real Hanne Wilhelmsen. ¿Y sabes por qué? ¿Eh? ¿Sabes por qué? —Por un momento pareció dudar. ¿Se atrevería? Se humedeció los labios muy deprisa con la punta de su lengua rosada y respiró profundamente—. Porque nunca te la vas a poder llevar a la cama. ¡Porque no está en el mercado! La única mujer que de verdad respetas es una lesbiana, Billy T. Deberías pensar en eso.

—¡YA BASTA!

Se levantó y le dio una patada a la papelera, que fue a estamparse contra la pared. Luego todo quedó en silencio. Incluso en la oficina de al lado, donde llevaban varios minutos oyendo la airada conversación, se hizo un silencio total. Aun así, Billy T. no bajó la voz.

—No te consiento que hables mal de Hanne Wilhelmsen. Tú… tú no le llegas ni a la suela del zapato, ¡ni a la suela del zapato! ¡Y nunca lo harás!

—No estoy hablando mal de Hanne —dijo Tone-Marit con calma—, en absoluto. Hablo mal de ti. Si tuviera algo que aclarar con Hanne, me habría dirigido directamente a ella. Estamos hablando de ti.

—¿Y cómo te habrías dirigido a ella, eh? ¿Nadando? ¿Eh?

Tone-Marit intentó reprimir una sonrisa, pero sus ojos la traicionaban.

—¡Madre mía! Te estás portando como un niño.

—¡Madre mía! ¡Madre mía! —la imitó él con una voz aguda y afectada.

Tone-Marit rompió a reír. Había intentado evitarlo, pero se fue abriendo paso, burbujeando, hasta estallar por fin en una carcajada cantarina, prolongada, mientras las lágrimas saltaban de sus ojos. Se derrumbó sobre una silla y se sujetó la tripa con la palma de la mano, balanceándose adelante y atrás, y acabó golpeándose los muslos e hipando tan intensamente que Billy T. tampoco pudo resistirse. Se echó a reír entre dientes sin parar de maldecir por lo bajo.

—Bueno, pues tendré que hablar con el tipo ese —dijo por fin, agarrando la delgada carpeta verde—. ¿Dónde está?

—Iré a buscarle —dijo Tone-Marit secándose los ojos.

Aún no era capaz de parar del todo.

—Sal de aquí, coño —dijo Billy T., aunque sonreía.

—Deberías consultar a un psicólogo —murmuró Tone-Marit implacable mientras cerraba la puerta.

11.30 Calle Ole Brumm, 212

—No lo encuentro por ninguna parte —le dijo Roy Hansen a la mujer policía en prácticas de grandes ojos azules y trenzas—. Lo siento.

—¿Y ha buscado por todas partes? —preguntó innecesariamente la agente, la encarnación de una joven campesina romántica, mientras le daba vueltas a la gorra de su uniforme.

—Claro, por todas partes. Bolsos, armarios, bolsillos… En los cajones.

Aquello le había producido un profundo sufrimiento. El olor de su cuerpo en la ropa… Todo el armario desprendía el aroma de Birgitte, arrancando la ligera costra que se había formado desde el viernes sobre su herida sangrante. Sus bolsos llenos de objetos reconocibles. El llavero que le trenzó el verano que cumplieron los veinte, un nudo marinero que nunca se deshizo y con el que ella solía bromear diciendo que era tan sólido como el amor que se profesaban. Una barra de labios de color rojo intenso, casi gastada, que le hizo ver, en un fogonazo, ese gesto cotidiano de pasarse el lápiz velozmente por los labios. Una entrada del Teatro Nacional, vieja y descolorida, de una noche que recordaría el resto de su vida. Dejó de buscar. Estaba solo en el dormitorio, oliendo ese papel y deseando retroceder en el tiempo a una época anterior, justo antes de que fueran atrapados por El Gran Proyecto: la carrera política de Birgitte.

—Su tarjeta identificativa sencillamente no está aquí. Lo siento.

Un joven estaba sentado en el sofá. La agente supuso que era el hijo de la familia. Iba de uniforme y estaba preocupantemente pálido. Intentó sonreírle, pero parecía no verla.

—Pues tendremos que desistir. Tal vez la había perdido. Siento mucho haberle molestado.

Después de cerrar la puerta, se quedó parada en la escalera, pensando. Volter había olvidado llevar su tarjeta el viernes, eso estaba confirmado. Por si acaso, habían registrado su despacho. No estaba allí. La tarjeta era del tamaño de las de crédito, con su foto y una banda magnética al dorso. Una llave electrónica de funcionario normal y corriente. Y tampoco estaba en su casa. Resultaba extraño. Bueno, puede que la primera ministra la hubiera perdido. Sencillamente. Podía haberla dejado en algún lugar de su chalet adosado en el que a su viudo no se le había ocurrido mirar. Acababa de perder a su esposa y tal vez no estaba en condiciones de pensar con claridad.

La policía en prácticas se metió en el coche e introdujo la llave en el contacto. Luego se quedó paralizada unos instantes hasta que se decidió a arrancar. La molestaba mucho no encontrar esa tarjeta.

12.07 Comisaría de Oslo

Billy T. no estaba de humor, y el hombre sentado al otro lado de la mesa no contribuía a mejorar las cosas.

—Repitámoslo una vez más —dijo Billy T. en tono severo mientras intentaba captar su mirada huidiza—. Sonó una alarma en la sala de reuniones que está a continuación del cuarto de descanso de la primera ministra. Eran las…

—Las diecisiete treinta y siete. Si no me crees, puedes comprobar el registro.

—¿Y qué demonios te hace pensar que no te voy a creer? ¡Eh! ¡Tú! ¡Mírame!

El vigilante no movió la cabeza, pero levantó un poco la mirada.

—¿Por qué no te íbamos a creer?

—¿Por qué si no iban a traerme aquí por segunda vez? —murmuró el hombre malhumorado.

Según la documentación de la carpeta abierta sobre la mesa, el vigilante tenía veintisiete años y unos meses. Su presencia resultaba extraña; sin ser feo del todo, no era nada guapo. No es que fuera repulsivo, pero había algo indefinidamente desagradable en él. Su cara era estrecha, la barbilla puntiaguda, y le hacía falta lavarse el pelo. Sus ojos podrían resultar bonitos si agudizara la mirada; sus pestañas eran largas y oscuras. Billy T. no tuvo ni idea de su edad hasta que consultó la documentación. Podría tener tanto veinte años como estar acercándose a la cuarentena.

—¡Hombre! Debes entender que tu testimonio es fundamental. —Billy T. cogió un plano de la planta dieciséis, una copia de la transparencia que el comisario jefe les había mostrado el día anterior—. ¡Mira! —Señaló la sala de reuniones, que solo estaba separada del despacho de la primera ministra por un pequeño cuarto de estar para su descanso—. Tú te encontrabas aquí en un momento muy crítico. Cuéntame lo que sucedió.

El vigilante resopló como un caballo. Las gotas de saliva llovieron sobre la mesa y Billy T. hizo una mueca.

—¿Cuántas veces voy a tener que contarlo? —preguntó el vigilante irritado.

—Exactamente las veces que yo te lo diga.

—¿Puedo beber algo? ¿Un vaso de agua?

—No.

—¿Es que no tengo derecho ni a un vaso de agua?

—No tienes derecho a nada. Si quieres te puedes ir de la comisaría. Eres un testigo, y solo podemos confiar en que te expliques de forma voluntaria. Pero más te vale hacerlo ya, ¡ahora mismo!

Golpeó la mesa con el puño y apretó los dientes con fuerza. Tenía la mano dolorida después del arrebato que había sufrido media hora antes, y el dolor le subió por el antebrazo. Surtió efecto. El vigilante se puso firme, literalmente se enderezó sobre la silla, y se cepilló los hombros con la mano.

—Estaba abajo, en la garita de vigilancia. Entonces saltó la alarma de la sala de reuniones. Son alarmas silenciosas. No se oye nada en el sitio, solo abajo, en nuestro puesto. Saltan cada dos por tres. Por lo menos un día sí y otro no, y no les damos importancia. —Hablaba dirigiéndose al borde de la mesa—. Pero tenemos que comprobarlo, claro. Siempre. Así que subí… bueno, en realidad deberíamos haber subido los dos a hacer la comprobación, pero llevábamos un día muy cansado con todas las obras de reforma y mi colega se había quedado dormido. Así que fui solo. —Ahora parecía estar comunicándose con la maltratada papelera del rincón—. Cogí el ascensor hasta la quince, porque las llaves del ascensor que sube a la última planta las tenía mi compañero, el que estaba dormido. Saludé al colega de la ventanilla y subí por la escalera hasta la planta dieciséis.

—Espera un momento —le interrumpió Billy T., alzando una palma abierta—. ¿Se puede subir hasta la dieciséis en ascensor? ¿Sin pasar por delante de la garita de vigilancia?

—Sí, y hasta la diecisiete también. Pero hace falta una llave. Sin esa llave, el ascensor solo llega hasta la quince.

Billy T. estaba sorprendido de que el comisario jefe no hubiera mencionado esa posibilidad cuando les habló el día anterior. Aun así, decidió dejarlo estar de momento. Un acceso tan evidente al despacho de la primera ministra ya habría sido detectado por los responsables de esa parte de la investigación. Garabateó la palabra «ascensor» sobre un papelito amarillo y lo pegó a la pantalla del flexo.

—Sigue.

—Bueno, pues entré en la sala de reuniones, ¿vale?, y allí no había nadie. Como siempre. Un fallo. Nunca han conseguido que funcionen bien esas conexiones.

—¿Estaba abierta la puerta del cuarto de estar?

Por primera vez, el vigilante le miró fijamente a los ojos. Dudó, y Billy T. podría jurar que un músculo de su mejilla se había contraído de manera casi imperceptible.

—No, estaba cerrada. La abrí y eché un vistazo dentro. Debo hacerlo siempre por si hay alguien escondido allí, pero también estaba vacío. La puerta que comunica el cuarto de estar con el despacho de la primera ministra también estaba cerrada. No la toqué.

—¿Y luego?

—Luego… Bueno, me volví abajo. Eso fue todo.

—¿Por qué no hablaste con la secretaria?

—¿La secretaria? ¿Por qué iba a hablar con ella?

El vigilante parecía sinceramente sorprendido, pero había dejado de mirarle a los ojos y estaba concentrado en la camisa de Billy T.

—No suelo… ¡Un momento! No estaba allí.

—Sí, estaba allí. Estuvo toda la tarde y por la noche.

—No, ¡no estaba! —El vigilante negó con la cabeza varias veces—. A lo mejor había ido al baño, qué sé yo, pero no estaba allí. La habría visto… —Se inclinó sobre el plano y señaló—. ¿Ves? La habría visto desde aquí.

Billy T. se mordió el interior de la mejilla.

—Mmm… vale.

Cogió el papelito amarillo del flexo, garabateó la palabra «baño» y volvió a pegarlo.

—Bueno, pues bajaste a… ¿Cómo lo llamaste?

—La garita de vigilancia.

—Ah.

Billy T. se volvió hacia una estantería de aluminio lacado, cogió un termo y sirvió café humeante en una taza decorada con un dibujo de Puccini. El vigilante miró la taza con aire inquisitivo, pero no recibió respuesta.

—Veo que te interesan las armas —dijo Billy T. soplando ruidosamente sobre el líquido hirviente.

—¿Tanto se me nota? —repuso el hombre en tono malhumorado y consultó su reloj.

—Gracioso. Eres un tipo gracioso. Estos informes, ya sabes, lo dice aquí. Sé casi todo de ti, ¿entiendes? Incluso tengo tu declaración de seguridad.

Agitó un documento con aire provocador antes de ponerlo debajo de un montón de papeles.

—No deberías tenerla —dijo el vigilante enfadado—. Va contra las normas.

Billy T. mostró una gran sonrisa y clavó sus ojos en los del vigilante, que ya no pudo apartarlos.

—Te voy a explicar una cosita. Ahora mismo no nos tomamos el reglamento muy en serio en esta casa. Si tienes alguna queja, siempre puedes protestar y veremos si tenemos personal para atender un caso así en este momento. Lo dudo, la verdad. ¿Qué armas tienes?

—Tengo cuatro. Todas registradas, y legales. Están en casa, así que si quieres venir conmigo… —Se calló.

—¿Qué?

—Que si quieres las puedo traer aquí.

—Pues me parece que sí que quiero —dijo Billy T.—. Pero insisto: se trata de una acción del todo voluntaria por tu parte. No te estoy obligando.

El hombre murmuró algo que Billy T. no pudo oír.

—Una cosa más —dijo el inspector de pronto—. ¿Conoces a Per Volter?

—¿El hijo de la primera ministra?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Pues lo he leído en el periódico, ¿no? Mogollón de periódicos los últimos días. Pero no, no le conozco. —Se le veía cada vez más intranquilo, se golpeaba el pie derecho con el izquierdo a toda velocidad. Resultaba desquiciante—. Bueno, sé quién es. Buen tirador, de competición de tiro.

—¿Eso quiere decir que has coincidido con él?

El vigilante se tomó tanto tiempo para pensar la respuesta que resultó sospechoso.

—No —dijo mirando directamente a los ojos azul hielo de Billy T. por segunda vez—, no le he visto en mi vida.

14.10 Calle Motzfeld, 14

Los altavoces del PC emitieron una acelerada melodía electrónica, seguida de unos largos y agudos aullidos. Liten Lettvik entró en su estudio con una gran toalla enrollada al cuerpo y un purito en la comisura de los labios. El aparato tardó un rato en recibir el mensaje, y cuando apareció el minúsculo sobre en la parte inferior derecha de la pantalla abrió el buzón al instante. No tenía remitente. Dirigió el cursor a la primera línea y volvió a hacer doble clic.

La orden de arresto.

Konrad Storskog había cumplido su parte del trato.

Ella no estaba tan segura de que fuera a cumplir la suya.

16.30 Comisaría de Oslo

—Empiezo a estar hasta el gorro de estas conferencias de prensa —murmuró el inspector Håkon Sand.

El responsable de comunicación de la comisaría, que anteriormente había ocupado un cargo bien remunerado en la redacción del Dagbladet, sorprendió a todo el mundo cuando asumió la ingrata tarea de mantener informada a la sociedad de todo lo que la policía no era capaz de resolver.

—Una breve orientación informativa, Håkon. Nada de conferencia de prensa —dijo manteniendo abierta la puerta de la secretaría del comisario jefe.

—Pero cuatro veces al día… ¿Es necesario?

—Es la mejor manera de evitar especulaciones. Has estado bien. Te sienta bien el uniforme. Y ahora faltan cuatro horas para la siguiente. ¡Alégrate!

—Y para entonces seguiremos sin tener nada nuevo —dijo Håkon Sand tirándose del cuello de la camisa, el de fibra artificial que le dejaba un cerco rojo y dolorido en la piel.

Había seis hombres en la sala. Uno de ellos estaba montando un proyector de diapositivas mientras otro intentaba averiguar cómo se bajaban las persianas. No lo consiguió y tuvieron que avisar a la secretaria. En cuestión de treinta segundos, la mujer dejó la habitación a oscuras y encendió la luz antes de salir.

—Tenemos un informe provisional de la autopsia —dijo el comisario jefe. La sombra oscura de su mandíbula estaba a punto de convertirse en una auténtica barba—. Y es bastante precisa, la verdad. Acertamos con la hora del crimen. Entre las diecisiete treinta y las diecinueve horas. De momento no podemos afinar más, hubo unas oscilaciones de temperatura tan grandes en la habitación que será complicado.

Le hizo una señal a Håkon Sand, que se puso de pie y presionó el interruptor para apagar la luz.

Una imagen apareció sobre la pared: un primer plano de la cabeza de la primera ministra Birgitte Volter. En el cabello rubio se veía claramente un pequeño orificio redondo, con los bordes oscuros y un rastro de sangre que se había coagulado en el pelo. El comisario jefe hizo un gesto al jefe de la policía criminal. Este entró en el haz de luz del proyector y sacó un puntero plegable.

—Como podéis ver, el agujero de entrada es pequeño. La bala estaba aquí… —Presionó el mando y apareció una nueva imagen. Bajo el cabello podía verse claramente una pequeña protuberancia, como un grano grande y doloroso—. Entró por la sien, atravesó el cráneo y el cerebro y se quedó alojada aquí, en el costado, debajo de la piel. Birgitte Volter murió instantáneamente.

Volvió a hacer clic.

—Esta es la bala.

Parecía poca cosa. Aunque la imagen estuviera muy ampliada, una cinta métrica en blanco y negro dejaba claro que era de pequeño calibre.

—Y lo extraño es que… —Se interrumpió—. No, escuchemos primero las conclusiones del técnico.

Le dio otra vez al mando y apareció un dibujo sobre la pared. Una mujer sentada en una silla de oficina con las manos sobre la mesa. Detrás de ella, un hombre sin rasgos faciales con un arma en la mano; un revólver que apuntaba a la sien de la mujer.

—Debió de ocurrir más o menos así. Está demostrado que el arma tenía que estar en contacto con la sien cuando se hizo el disparo. Lo vemos por las quemaduras que rodean el orificio de entrada. Lo que indica que el autor tenía que encontrarse detrás de ella. Delante no parece que hubiera sitio. —Golpeó con el puntero sobre la mesa del dibujo—. Por supuesto que no vamos a especular, pero podría parecer que…

—La estaban amenazando —dijo Håkon Sand.

Los demás hombres le miraron. El jefe de inteligencia, ahora vestido con un traje gris acero y corbata roja, cerró los ojos y respiró con fuerza por la nariz con un sonido agudo.

—Es lo que parece, y además… —Proyectó una nueva imagen y la herida de la cabeza de la primera ministra se abrió ante ellos, aumentada mil veces—. Aquí vemos restos de fibras. Lana, por lo que parece. Suponemos que provienen del chal que llevaba y que aún no hemos encontrado. Fibras de lana roja y negra que indican que…

—¿Le dispararon a través de su propio pañuelo? ¿Lo llevaba en la cabeza?

El jefe de la secreta pareció molesto por la interrupción.

—Sugiero que dejemos las preguntas para luego —dijo irritado, dibujando un círculo con el puntero, que se quedó enganchado en el clavo de un cuadro que habían descolgado de la pared para la ocasión—. No, no llevaba el pañuelo en la cabeza, lo llevaba sobre el hombro. Pero puede que lo tuviera sobre la cabeza en ese momento, como si fuera…

—Una capucha —murmuró Håkon Sand—. El asesino le cubrió la cabeza para que no pudiera ver.

—Correcto —confirmó el jefe de la secreta, arreglándose el nudo de la corbata mientras se inclinaba hacia delante—. El hombre le taparía la cabeza con el chal para asustarla todavía más. Es una técnica conocida, impedir que la víctima pueda ver. Tiende a desconcertar a las personas, la oscuridad, me refiero. Y así llegamos a lo que me parece más extraño de todo este asunto.

Estaba claro que había decidido no hacer caso de las interrupciones inoportunas.

—El calibre. —De nuevo apareció sobre la pared la imagen de la bala—. Es demasiado pequeño.

El comisario jefe se puso de pie y se situó junto a la ventana, recorriendo la habitación con la mirada mientras se frotaba las lumbares.

—¿Qué quieres decir con demasiado pequeño?

—7,62 milímetros. Pequeño. El calibre más frecuente en el mercado es de 9 milímetros. O el calibre 38, como lo llaman en Estados Unidos. Pero con una munición tan pequeña como esta no es seguro…

Se rascó la frente y dudó un segundo de más.

—¡No es seguro que la mujer muriera en el acto! —concluyó Håkon Sand, inclinándose hacia delante entusiasmado.

—Exacto —dijo resignado el jefe de la policía judicial, mirando al techo.

—Una vez tuve un caso así —dijo Håkon Sand—. Un tipo se disparó en la cabeza dos veces. ¡Dos veces! La primera bala entró en el cerebro sin causar un daño letal, al menos no lo suficiente para que muriera en el acto. Pero ¿por qué…?

Ahora era él quien dudaba y el jefe de la policía judicial tomó el relevo.

—Sí, esa es la cuestión. ¿Por qué una persona que tenía intención de asesinar a la primera ministra y que fue lo bastante lista como para colarse en la oficina más vigilada de Noruega iba a llevar un arma inapropiada? Y por si fuera poco… —hizo que el extremo rojo del puntero resiguiera el contorno del proyectil—, es un calibre muy pequeño. Por lo menos en este país. No se puede comprar en ninguna armería, aunque se puede encargar, claro.

—Pero si… —el comisario jefe se acercó a la pared que servía de pantalla—, si el hombre estaba de alguna manera amenazándola… Quiero decir, si fue a presionarla, no a matarla… ¿qué quería conseguir? ¿Y por qué la mató si esa no era su intención inicial?

La habitación quedó en silencio. Olía a cerrado. El comisario jefe apretó una tecla del teléfono.

—Café —dijo.

Dos minutos más tarde, los seis hombres estaban sentados en torno a la mesa de reuniones del comisario jefe sorbiendo café. Por fin, el jefe de inteligencia dejó la taza blanca y carraspeó levemente.

—El próximo miércoles se esperaba la visita del rey de Jordania. De incógnito.

Los demás intercambiaron miradas, y el comisario jefe observó fijamente al jefe de la sección de investigación criminal, un tipo pelirrojo y rotundo que había guardado un silencio absoluto durante toda la reunión, algo muy poco habitual en él.

—Un intento de salvar los últimos restos de los Acuerdos de Oslo —continuó el jefe de la secreta Ole Henrik Hermansen tras una breve pausa en la que pareció mirar a su alrededor como si buscara algo—. ¿Se puede fumar?

—En realidad no —dijo el comisario jefe frotándose la cabeza—, pero hoy se puede hacer una excepción.

Fue a buscar un cenicero de cristal en el cajón de su mesa y lo puso frente a Hermansen, que ya tenía el cigarrillo encendido.

—Tras el fallecimiento de la primera ministra, el monarca no vendrá, claro. Esto podría ser una pista. Aunque, por otro lado, habría otras maneras bastante menos dramáticas de impedir la visita del rey de Jordania. Si se hubiera filtrado la información, habría bastado con una llamada amenazante a la policía.

El humo formaba bucles sobre su cabeza.

—Y luego está la extrema derecha, claro. Como sabéis, han empezado a moverse. Es verdad que la prensa exagera, pero sabemos que dos o tres de esos grupos van lo suficientemente en serio como para planificar un asesinato. Hasta ahora habíamos considerado que estaban demasiado dispersos, que su fanatismo no llegaría a tanto. Al parecer las cosas ya no son así.

—Pero… —Håkon Sand levantó el dedo como un alumno demasiado aplicado—, si son ellos los que están detrás, ¿por qué no han… reivindicado la autoría? No tiene sentido hacerlo si todos los demás no nos enteramos de que han sido precisamente ellos quienes lo hicieron.

—Bien visto —dijo Ole Henrik Hermansen sin mirar a Håkon Sand—. Esperábamos un comunicado que no ha llegado. Pero si de verdad es uno de estos grupos el que está detrás del asesinato, el viernes vamos a tener un problema de grandes dimensiones.

—El entierro —dijo el comisario jefe con aire cansado.

—Exacto. La primera ministra era la primera en esas llamadas listas de la muerte. Y todos los demás que figuran en ellas, y quiero decir todos, irán al entierro.

—Y va a ser un auténtico infierno —apostilló el jefe de la policía antiterrorista, un tipo compacto de pelo negro.

—Es muy posible que tengas razón —respondió el jefe de la secreta apagando el cigarrillo con un movimiento decidido y aniquilador—. Puede que por eso no hayan emitido ningún comunicado. Están esperando. Es perfectamente posible, por supuesto. Muy posible.

21.30 Calle Stolmaker, 15

Non potendo carezzarmi,

le manine componesti in croce.

E tu sei morto senza sapere

quanto t’amava questa tua mamma.

Billy T. estaba en el pequeño dormitorio que parecía aún menor a causa de las dos literas separadas por algo más de medio metro. Descansó un momento de hacer las camas y puso la cabeza entre las manos mientras se apoyaba en la litera de arriba. La música atronaba en todo el apartamento, había altavoces en todas las habitaciones. También en la de sus hijos, aunque hasta ahora sus intentos de conseguir que cuatro críos de entre seis y ocho años amaran la ópera no habían fructificado.

La hermana Angelica lloraba la muerte de su hijo en la obra de Puccini Il trittico, y Billy T. se acercó la sábana a la cara y cerró los ojos. Le escocían los párpados. Desde la mañana del viernes no había dormido más de cinco horas, un sueño intranquilo en el que no dejaba de dar vueltas en la cama y se despertaba más cansado que cuando se acostó. Pronto tendría que rendirse ante el Rohypnol que esperaba en el armarito del baño como un salvavidas; llevaba un año sin tocar las pastillas.

Se frotó la cara con la ropa de cama. Los ojos no dejaban de escocerle. Los niños tendrían que haber estado allí este fin de semana. Los cuatro se habían resignado comprensivos, con paciencia y temprana madurez, a ser devueltos a sus respectivas madres el sábado por la mañana, después de que la hermana de Billy T. se hubiera hecho cargo de ellos tras avisarla deprisa y corriendo el viernes por la noche.

—Papá va a encontrar al asesino —había explicado el mayor, Alexander, a los más pequeños—. Lo vas a encontrar tú, ¿a que sí, papá?

Ahora papá estaba cansado y triste. Se dejó caer sobre el único asiento cómodo del cuarto de estar, un gigantesco butacón inglés de cuero gastado. Puso los pies sobre la vieja y maltrecha mesa de centro, comprada en un mercadillo, y subió aún más el volumen del enorme equipo de música con ayuda del mando a distancia.

M’ha chiamata mio figlio!

Dentro un raggio di stelle

m’è apparso il suo sorriso,

m’ha detto: Mamma, vieni in Paradiso!

Addio! Addio!

Addio, chiesetta! In te quant’ho pregato.

Se puso a leer el libreto, aunque se lo sabía casi de memoria. El pequeño libro casi desaparecía entre sus enormes manos, y se quedó algo aturdido con la mirada perdida. Casi no oyó que llamaban a la puerta. Irritado, intentó ver la hora en el reloj de la cocina mientras bajaba el volumen de la música.

—Va, va —dijo cuando volvieron a tocar el timbre antes de que le diera tiempo de llegar a la puerta. Mientras intentaba descorrer el cerrojo, llamaron de nuevo—. Ya va —gruñó abriendo de par en par.

Lo primero que vio fue un gran petate de marinero. No estaba bien cerrado y un grueso jersey de lana intentaba escapar de él. Luego vio un par de botas camperas muy poco comunes, de piel de serpiente con las punteras rematadas en plata auténtica. Finalmente levantó la vista.

La mujer sonreía. Tenía el pelo castaño cortado a la altura de los hombros y unos ojos azul intenso con el iris rodeado de un aro negro muy visible. La cazadora de piel era nueva y de un color claro, con flecos cortos que colgaban del pecho y bordados indios en los bolsillos. Estaba morena, un tono uniforme y sin rastro de brillos ni matices sonrosados, como si hubiera pasado mucho tiempo en un lugar soleado. La raya blanca de sus ojos se extendía hacia las sienes. Se echó a reír.

—¡Tienes pinta de estar alucinando! ¿Puedo quedarme en tu casa?

—Hanne —susurró él—. ¡No puede ser cierto! ¡Hanne!

—Sí, soy yo, de verdad —respondió ella.

Billy T. saltó por encima del petate, la cogió en volandas y entró al piso con ella. La dejó caer en la butaca, abrió los brazos y bramó:

—¡Hanne! ¿Qué haces aquí? ¿Cuándo has llegado? ¿Te quedas una temporada?

—Mete el petate, anda.

Billy T. fue a buscar el saco y luego apagó la música.

—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Algo de beber?

Se sentía como un niño, estaba colorado de satisfacción; un tanto descolocado, pero era una sensación nada incómoda. Hanne Wilhelmsen había vuelto. Estaba en casa de nuevo. Iba a quedarse con él. En la nevera había media pizza casera que había preparado el viernes y cinco latas de cerveza. Cogió dos, encendió el horno y le lanzó una de las latas a la mujer de la butaca.

—Cuéntame —dijo sentándose en el suelo muy cerca de ella, cruzó los brazos sobre las rodillas y la miró fijamente a los ojos—. ¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo. He pillado un montón de retrasos y esos rollos, y estoy muerta. ¿Qué hora es? —Sin esperar su respuesta le pasó la mano por la calva—. ¡Estoy tan contenta de verte, Billy T.! ¿Cómo estás?

—Bien, bien —dijo impaciente—. ¿Vas a reincorporarte al trabajo? ¿Ya?

—No, tengo la excedencia hasta Navidad y dentro de un tiempo tendré que volver a California. Pero, de verdad, no era capaz de mantenerme al margen. Cecilie lo comprendió. Sabía que me volvería loca si me quedaba allí mientras pasaba todo esto… —Hizo un gesto con la mano y derramó un poco de cerveza—. No podía dejarte solo con este caso. ¿Podría ayudarte como una especie de… freelance? Así no estarías solo.

—¿Solo?

Hundió la cara en su regazo, sujetó sus piernas y las zarandeó con fuerza, sacudiéndolos a ambos.

—¡Pero si somos casi doscientos efectivos!

—Pero ninguno es como yo —dijo Hanne Wilhelmsen riendo.

Su risa. Billy T. la absorbió, la hizo suya. Se deslizaba suave y agradable por su oído hasta su cerebro, y bajaba placentera por su columna vertebral. La oficial de policía Hanne Wilhelmsen había vuelto. Estaba en Noruega. En Oslo. Quería ayudarle.

—Estoy tan contento de que estés aquí —susurró—, te he…

Se calló y empezó a rascarse la espalda.

—Me has echado de menos, eso has hecho. Yo también. ¿Dónde voy a dormir? Tenemos el piso alquilado, así que espero que no te importe que me quede.

—Depende —dijo Billy T.— de si te arriesgas a compartir la cama de matrimonio conmigo o si prefieres una de las literas de los niños.

—Supongo que lo segundo será más seguro —dijo con un gran bostezo.

—Pero antes nos pulimos una botella de vino.

Hanne Wilhelmsen miró la lata de cerveza casi sin empezar.

—No hay nada que me apetezca más que compartir una botella de vino contigo ahora mismo. Nada.

—Y luego un poco de pizza. La he hecho yo solito.

El reloj de la mesilla emitía una débil luz verde, indicando que habían pasado cuatro horas y cinco minutos del nuevo día. Billy T. había retirado el edredón y dormía en diagonal sobre la cama hecha a medida. Llevaba bóxers y la camiseta de fútbol americano que le había enviado Cecilie como regalo, la de los 49ers de San Francisco en talla XXXL. Roncaba ligeramente con la boca abierta. Hanne contempló la estampa y estuvo a punto de cambiar de opinión. Al final se acercó de puntillas y se deslizó junto a su enorme cuerpo.

—Tengo pesadillas, y la litera está muy dura.

Él chasqueó los labios y se echó a un lado. Luego dejó caer su brazo izquierdo sobre ella y murmuró:

—Sabía que conseguiría llevarte a la cama.

Hanne rio en la oscuridad y los dos se durmieron.