Sábado, 5 de abril de 1997

00.50 Frente a la calle Odin, 3

El redactor jefe se había cabreado mucho cuando Liten Lettvik se marchó, pero al fin y al cabo eso daba igual. No quería comentar con él su teoría. Era su idea, su artículo, si es que había artículo.

Something in the way she moves, tells me la, la, la, la —canturreó bajito, muy contenta.

El piso de Benjamin Grinde estaba a oscuras. Podía ser una señal de que estaba dormido. Aunque, por otra parte, en esos momentos no había prácticamente nadie en el reino de Noruega que estuviera durmiendo. Era viernes y el asesinato de la primera ministra Birgitte Volter había caído sobre los ciudadanos como una bomba atómica. Tanto la televisión pública como el canal privado emitían un boletín especial cada hora, aunque en realidad no tenían mucho que contar. Mucha palabrería y comentarios insustanciales, además de necrológicas que dejaban ver que solo hacía seis meses de la llegada de Birgitte Volter al cargo, y que por lo tanto las redacciones no tenían su perfil preparado. Seguro que la cosa mejoraría mucho al día siguiente.

Las ventanas sin iluminar también podían indicar que el juez del Supremo Grinde había salido. De fiesta o «a una recepción», como se decía en esta zona de la ciudad. Pero también podía significar otra cosa. Miró a ambos lados de la calle y cruzó. Los coches estaban aparcados muy juntos y pegados a la acera, y no pudo pasar entre un Volvo y un BMW cuyos parachoques casi se besaban. Resopló y finalmente tuvo que buscar un paso más ancho un poco más allá.

El portal de la calle Odin, 3 no estaba como debería. La puerta no cerraba bien, parecía que la cerradura se había deformado. Perfecto. No tendría que llamar al telefonillo. Con mucho cuidado, empujó la pesada puerta de madera maciza y entró en la portería.

En su interior, inesperadamente amplio, olía a cal y productos de limpieza. Había una bicicleta atada a la barandilla junto a la puerta del sótano. El portal estaba bien cuidado y era bonito, con las paredes pintadas de amarillo y una cenefa verde, y las cristaleras originales de variados colores de cada descansillo estaban en perfecto estado.

A mitad de camino del segundo piso se detuvo.

Voces. Voces bajas que conversaban. Una risa ahogada. Se pegó a la pared a una velocidad sorprendente y bendijo su suerte, que esa noche la había agraciado con unos silenciosos zapatos de suela de goma. Continuó subiendo, pero se mantuvo pegada a la pared. Había dos hombres en la escalera. Dos policías uniformados. Estaban sentados frente a la puerta de Benjamin Grinde. Liten tenía razón. Bajó con el mismo cuidado con el que había subido. Cuando se hubo alejado de la puerta rota del vestíbulo, sacó un teléfono móvil de su amplia gabardina. Marcó uno de los números más valiosos de su agenda. El del inspector Konrad Storskog, un trepa perfectamente antipático de unos treinta y cinco años. Nadie más que ella sabía que, cuando Storskog tenía veintidós años, había dejado el coche de sus padres siniestro total, con una tasa de alcohol en sangre que nunca se midió, pero que debía de alcanzar una cifra muy elevada. Ella iba conduciendo detrás de él; era de noche, estaba oscuro y no había más testigos. Liten había localizado a los padres de Storskog, quienes de manera sorprendente consiguieron acallar la historia sin que en la hoja de servicios del recién licenciado policía apareciera ni una sombra. La periodista tomó nota de todo para aprovecharlo más adelante, y nunca tuvo motivos para arrepentirse de no haber cumplido con sus obligaciones cívicas trece años antes.

—Storskog —respondió con vehemencia una voz en el móvil.

—Hola, Konrad, viejo lince —rio Liten Lettvik—, mucho trabajo esta noche, ¿no?

La línea enmudeció.

—¡Hola! ¿Me oyes?

No había interferencias, así que estaba segura de que seguía allí.

—Konrad, Konrad —dijo Liten con suficiencia—, no te pongas estupendo conmigo.

—¿Y ahora qué quieres?

—Que respondas a una preguntita de nada.

—¿Qué? Estoy jodidamente ocupado.

—¿Está el juez del Supremo Benjamin con vosotros? Quiero decir que si está ahí ahora.

De nuevo un silencio absoluto.

—No tengo ni idea —dijo de pronto tras una larga pausa.

—Tonterías. Claro que lo sabes. Dime solo sí o no, Konrad. Solo sí o no.

—¿Por qué iba a estar aquí?

—Si no le tenéis, estamos hablando de una falta grave. —Esbozó una sonrisa y continuó—: Porque debe de haber sido una de las últimas personas en ver con vida a la señora. Me refiero a Volter. Estuvo en su despacho a última hora de la tarde. ¡Pues claro que tenéis que hablar con él! Anda, limítate a decir sí o no y podrás continuar con esas cosas tan importantes que tienes que hacer.

Volvió a quedarse en silencio.

—Esta conversación nunca ha tenido lugar —dijo él finalmente con firmeza y colgó.

Liten Lettvik había conseguido la confirmación que necesitaba. «Something in the way she moves…», tarareó satisfecha mientras bajaba por la calle Frogner en busca de un taxi.

Empezaba a tener prisa.

00.57 Comisaría de Oslo

Incluso Billy T., que no solía fijarse en esas cosas, tenía que reconocer que Benjamin Grinde era un hombre excepcionalmente agraciado. Un tipo atlético, sin parecer pesado. Los hombros anchos y las caderas estrechas, pero sin exagerar. Su ropa era de un excelente buen gusto; hasta los calcetines, que podían verse cuando cruzaba las piernas, hacían juego con la corbata, que solo tenía el nudo un poco deshecho. La corona de pelo oscuro que rodeaba su cabeza estaba cuidadosamente recortada, haciendo que su calva pareciera algo intencionado, deseado; denotaba poderío y grandes cantidades de testosterona. Sus ojos eran de un color castaño oscuro y su boca estaba bien perfilada. Los dientes eran sorprendentemente blancos y juveniles; al fin y al cabo, el hombre tenía cincuenta años.

—Veo que cumple años mañana —comentó Billy T. pasando las hojas que tenía en la mano.

Un joven en prácticas ya había tomado sus datos personales mientras Billy T. salía a atender un asunto particular. Un asunto muy particular. Había enviado un fax de dos folios escritos a mano a Hanne Wilhelmsen. Luego se dio una ducha. Las dos cosas le habían hecho sentirse mejor.

—Sí —dijo Benjamin Grinde consultando su reloj—. O, mejor dicho, hoy.

Esbozó una débil sonrisa.

—Cincuenta años, nada menos —dijo Billy T.—. Despacharemos este asunto a tiempo de no estropearle la fiesta.

Por primera vez, Benjamin Grinde pareció sorprendido. Hasta ese momento había permanecido casi inexpresivo, cansado y apático.

—¿Despacharlo? Debo recordarle que hace apenas unas horas me entregaron una orden de arresto. ¿Y ahora dicen que lo van a resolver en un momento?

Billy T. se apartó de la máquina de escribir y miró al juez del Supremo, sentado frente a él. Plantó las palmas de las manos sobre la mesa y ladeó la cabeza.

—Mire —suspiró—, yo no soy tonto, y usted definitivamente tampoco. Los dos sabemos que quien haya matado a Birgitte Volter no se ha despedido de su secretaria con una sonrisa y se ha ido tranquilamente a su casa para preparar… —buscó entre sus papeles—… paté. ¿Era eso lo que estaba haciendo?

—Sí…

Ahora el juez pareció aún más sorprendido. Ninguno de los policías había entrado en la cocina, ¿no?

—Parece tan claro que es usted el autor del crimen que es imposible que sea usted.

Billy T. rio y se frotó la oreja haciendo girar la cruz invertida.

—Es que leo novelas negras, ¿sabe? El culpable nunca es el que parece. Nunca. Y no se van a su casa después. Para serle sincero, Grinde, esa orden fue una solemne tontería. Hizo muy bien en confiscarla. Tírela. Quémela. Una típica reacción de pánico de esos malditos leguleyos, con perdón…

Se volvió de nuevo hacia la máquina de escribir y aporreó tres o cuatro frases con dos dedos antes de cambiar la hoja. Luego miró a Benjamin Grinde y pareció dudar antes de colocar sobre la mesa sus larguísimas piernas calzadas con botas del cuarenta y siete.

—¿Por qué estaba allí?

—¿En el despacho de Birgitte?

—¿Birgitte? ¿La conocía? Personalmente, quiero decir.

Billy T. bajó las piernas y se inclinó sobre el escritorio.

—Birgitte Volter y yo nos conocemos desde la infancia —dijo Benjamin Grinde mirando fijamente al policía—. Es un año mayor que yo y en la adolescencia eso implica cierta distancia. Pero en Nesodden no éramos muchos. Nos conocimos entonces.

—Entonces… ¿Y ahora qué? ¿Seguían siendo amigos?

Benjamin Grinde cambió de postura y colocó la pierna izquierda sobre la derecha.

—No, en ningún caso afirmaría eso. Nos hemos visto de forma esporádica a lo largo de los años. Diría que el contacto normal, puesto que nuestros padres continuaron siendo vecinos muchos años después de que nosotros nos hubiéramos ido de casa. No, no puede decirse que seamos amigos. Que fuéramos amigos, quiero decir.

—Pero ¿se tuteaban?

Grinde esbozó una sonrisa.

—Cuando se ha sido amigo de alguien en la infancia y la primera juventud parece algo rebuscado llamarle por su apellido. Incluso habiendo perdido el contacto. ¿No le pasa a usted lo mismo?

—Supongo.

—Bueno, entiendo que quiere saber qué hacía allí. Seguramente podrá comprobarlo en su agenda. O tal vez su secretaria pueda confirmarlo. Quería pedirle más medios para una comisión de investigación que presido. Una comisión parlamentaria.

—El comité Grinde, claro —dijo Billy T., volviendo a poner los pies sobre la mesa.

Benjamin Grinde observó las punteras de las botas del gigantón sentado frente a él y se preguntó si su comportamiento pretendía ser la manifestación de poder de un policía que por fin tenía bajo su control a uno de los jueces del Supremo.

Billy T. sonrió. Su mirada era intensa, de un azul gélido como el de un husky, y el juez del Supremo bajó la suya.

—No interprete mi postura como una falta de respeto —dijo Billy T., moviendo las punteras rematadas en acero—. Sencillamente, es bastante incómodo tener las piernas tan largas. ¡Mire! Es que no caben debajo de la mesa de ninguna manera.

Se contorsionó y volvió a bajar los pies.

—Pero, a ver, si iba a pedir más… medios… —prosiguió, y Grinde asintió de forma casi imperceptible—, ¿por qué no habló con la ministra de Sanidad? ¿No sería más lógico?

El juez levantó la vista de nuevo.

—Puede ser. Pero sabía que Birgitte estaba especialmente interesada en este asunto. Además… era una oportunidad de verla. No habíamos hablado en muchos, muchos años. Quería felicitarla, felicitarla por su nuevo cargo.

—¿Por qué necesita más dinero?

—¿Dinero?

—Sí, ¿por qué iba a hablar con Volter para que le diera más dinero para ese comité suyo?

—Comisión.

—Lo mismo da. ¿Por qué?

—Parece que va a ser una labor mucho más compleja de lo que creíamos cuando se nombró la comisión. Hemos considerado necesario entrevistar a quinientos padres que perdieron a sus recién nacidos en 1965. Es una gran tarea. Y tenemos que… hay que investigar en el extranjero.

Miró a su alrededor y sus ojos se posaron en la ventana, donde la luz azul giratoria de un coche patrulla que estaba en el patio trasero incidía sobre el cristal. De pronto, se detuvo.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

El juez se quedó pensativo, mirando su reloj de pulsera como si pudiera recordarle la respuesta.

—Es difícil saberlo. Creo que estuve allí una media hora. Debí de llegar hacia las cinco menos cuarto. Mejor pensado, estuve casi exactamente tres cuartos de hora. Las cinco y media. A esa hora me marché. Lo recuerdo porque dudaba de si me daría tiempo a llegar al tranvía o tendría que coger un taxi. Tres cuartos de hora.

—Bien.

Billy T. se levantó de golpe. Parecía una torre allí inclinado sobre el juez, mucho más menudo.

—¿Café, té, una cola? ¿Fuma?

—Un café me vendría muy bien. No, no fumo.

El inspector abrió la puerta y habló en voz baja con alguien que estaba por allí cerca. Luego cerró la puerta y volvió a tomar asiento, esta vez en el alféizar de la ventana. El juez sintió una creciente irritación.

Vale que el hombre llevara la cabeza afeitada y vistiera unos vaqueros que habían conocido tiempos mejores. Podía admitir incluso aquellas botas con la puntera remachada, tenía los pies tan grandes que no debía de ser fácil encontrar calzado adecuado. Pero la cruz invertida era pura provocación, en especial en aquellos tiempos en los que la extrema derecha y las sectas satánicas cometían delitos graves y vejatorios casi a diario. Aparte de que, cuando menos, debería ser capaz de estarse quieto durante un interrogatorio.

—Si le doy la impresión de llevar las pintas de un maldito nazi, lo siento.

Aquel hombre parecía leerle el pensamiento.

—Provengo del Departamento de Orden Público —añadió el policía—, y por lo visto no consigo quitarme la costumbre de parecer un gamberro. Y además suele funcionar, los chicos te ven como a un colega. Los criminales, quiero decir. No le dé mayor importancia.

Llamaron a la puerta y entró una joven vestida con un gastado traje de pana roja y zapatos cómodos. Sin esperar respuesta, dejó dos tazas de café sobre la mesa.

—Eres un ángel —dijo Billy T. con una media sonrisa—, muchas gracias.

El café estaba cargadísimo y ardiendo, resultaba imposible beberlo sin sorber. El recubrimiento del vaso desechable se calentaba en exceso, se ablandaba y era difícil sostenerlo.

—¿Pasó algo en especial durante la reunión? —preguntó Billy T.

El juez pareció dudar, derramó unas gotas de café sobre su pantalón y se limpió la pernera enfadado, con movimientos bruscos.

—No —contestó sin mirar al policía—, diría que no.

—Su secretaria dice que últimamente Volter parecía bastante alterada. ¿Lo notó usted?

—Es que yo ya no conozco apenas a Birgitte Volter. A mí me pareció muy correcta. No, no puedo decir que nada en su actitud me llamara la atención.

Benjamin Grinde se ganaba la vida buscando la justicia y la verdad. Estaba habituado a decir la verdad y tenía muy poca costumbre de mentir. El malestar formó un nudo en su estómago y sintió náuseas. Depositó con cuidado su taza de café al borde de la mesa y fijó su mirada en los ojos del policía.

—No hubo nada en su comportamiento que me hiciera pensar que hubiera algún problema —dijo con voz firme.

Lo peor de todo era que el policía parecía ver en su interior, reconocer la mentira que se había enroscado como una víbora en su esternón.

—No había nada que resultara extraño —repitió mirando por la ventana otra vez.

La luz azul había vuelto y golpeaba una y otra vez el cristal oscuro y mate.

02.23 (hora noruega) Berkeley, California

Querido Billy T.:

Es increíble. Estaba preparando la cena cuando ha entrado tu fax. ¡Es completamente increíble! Llamé a Cecilie inmediatamente y nunca antes se había largado de la universidad tan deprisa. También aquí los medios se están ocupando mucho del asesinato y no nos despegamos del televisor. Pero es como si no dijeran nada. Lo mismo una y otra vez. ¡Tengo más morriña que nunca!

Debéis procurar no quedaros estancados en una sola teoría. Tenemos que aprender de los suecos, que se perdían claramente en una pista «definitiva» tras otra. ¿Qué teorías barajáis de momento? ¿Terrorismo? ¿La extrema derecha? Por lo que he podido saber, hay bastante actividad en esos ambientes. Y, por favor, no olvidéis lo más evidente: perturbados, familiares, amantes despechados (y de eso tú lo sabes casi todo…). ¿Cómo os estáis organizando? Tengo mil preguntas que seguramente no puedas contestar. Pero, por favor, dime algo y prometo ponerme en contacto contigo más adelante.

Esta es solo una primera reacción, te la mando con la esperanza de que puedas leerla antes de acostarte. Aunque imagino que vas a dormir poco en los próximos días. Te la envío al fax de casa, ya que puede que a los chicos les moleste que una investigadora exiliada se meta en un asunto con el que, oficialmente, ya no tiene nada que ver.

Cecilie te manda muchos, muchísimos recuerdos. Típico de ella: está preocupada sobre todo por ti. Yo pienso más en Noruega, mi Noruega. Es una completa locura. ¡Escríbeme!

Tuya,

HANNE

02.49 Redacción del KA

—Ni hablar, Liten. No podemos hacerlo de ninguna manera.

El redactor jefe estaba inclinado sobre el escritorio leyendo una propuesta para la portada. Desde la primera edición, que había salido a medianoche, la habían modificado radicalmente. Frente a él tenía una portada ocupada por una gran foto de Benjamin Grinde y un titular enorme y dramático: «Detenido un juez del Supremo», con la entradilla «La última persona que vio a Volter con vida».

—Es que no tenemos pruebas de esto —dijo el hombre pellizcándose la nariz y enderezándose las gafas—. No puede ser. Nos van a demandar, demandas millonarias.

Liten Lettvik era la viva representación de la desesperación total. Abría los brazos una y otra vez, bien plantada sobre sus piernas arqueadas, mientras movía la cabeza y giraba los ojos de forma grotesca.

—¡No me lo puedo creer!

El berrido sonó tan alto que consiguió detener por unos instantes el constante rumor de voces de la redacción. Cuando se percataron de su origen, siguieron a lo suyo. Liten Lettvik era muy dada al drama, especialmente cuando no venía a cuento.

—Tengo dos fuentes —bufó entre dientes—. ¡DOS FUENTES!

—¡Ven conmigo! —ordenó el redactor jefe levantando las manos en un gesto que probablemente quisiera ser conciliador, pero que Liten Lettvik percibió como un desprecio.

Una vez en el impresionante despacho, se dejaron caer cada uno en una silla.

—¿Cuáles son tus fuentes? —preguntó observándola fijamente.

—No pienso decirlo.

—Vale. En ese caso tampoco pienso publicarlo.

Descolgó el teléfono y miró hacia la puerta para indicar que debía marcharse. Por un instante Liten Lettvik pareció dudar, pero luego salió con paso firme por el pasillo hasta llegar a su pequeña guarida. El despacho era un completo caos de libros, periódicos, documentos oficiales, envoltorios y restos de manzanas medio podridas. Rebuscó por la sobrecargada mesa y sacó una carpeta que, increíblemente, sabía exactamente dónde encontrar, escondida entre una caja de pizza con dos trozos de salami agonizantes y un ejemplar del Diario Obrero.

—Hace falta ser el mismo demonio para vender periódicos —murmuró mientras buscaba un purito.

El expediente de Benjamin Grinde era relativamente extenso. Llevaba varias semanas trabajando en él. Contenía todo lo que se había escrito sobre su comisión, desde la primera entrevista con Frode Fredriksen, el abogado que lo inició todo. Sacó el recorte del Aftenposten.

Nada humano me es ajeno

El letrado Fredriksen celebra sus veinticinco años en activo logrando la absolución en el caso Brevik.

Tone Øvrebø

Anders Kurén (Foto)

Frode Fredriksen no se ha privado de nada. Su despacho evidencia que posee muchas de las cosas por las que algunos de sus clientes más desfavorecidos literalmente matarían. Una de las paredes está ocupada por un gigantesco cuadro de Frans Widerberg que deja caer su reflejo anaranjado sobre un escritorio de reluciente caoba. Sobre la mesa sonríe su familia enmarcada en plata: dos estupendos hijos ya adultos, chico y chica, y una esposa que podría pasar por modelo. Pero no lo es; Frode Fredriksen está casado con la conocida psicóloga y articulista Beate Frivoll. Ayer su cliente Karsten Brevik fue declarado no culpable de un triple homicidio, una dolorosa derrota para la fiscalía. Hoy Fredriksen celebra sus veinticinco años de carrera.

—¿Cómo se siente un triunfador que ha dedicado su vida a los perdedores?

—Sobre todo resulta muy emocionante. Pero yo no les llamaría perdedores. No me gusta esa palabra. Ningún ser humano es un perdedor. Algunos tienen peor suerte que otros, el premio que les tocó en la lotería de la vida no fue tan grande como el nuestro. Además, compensa. Compensa mucho. Todos los días aprendo algo. Durante veinticinco años he tenido el privilegio de conocer a muchas personas que se encontraban en circunstancias terribles. Ya nada humano me es ajeno.

—¿No supone mucho desgaste tratar con violadores y asesinos?

—Yo no diría eso. Ese tipo de clientes suponen un desafío muy concreto: absolución o una sentencia más leve. Resultan mucho más gravosos los casos en los que se ha cometido una injusticia, pero no hay culpables. Por ejemplo, ahora mismo estoy asesorando a una pareja que perdió a su bebé hace treinta años. Fue en 1965, el año en que mi mujer y yo tuvimos a nuestro primogénito. Esa muerte fue evitable e innecesaria, y ha perseguido a esa familia durante todos estos años. He solicitado una indemnización para ellos. Son casos difíciles, muy difíciles.

La entrevista continuaba, pero Liten no encontró la página siguiente. No importaba.

En la esquina izquierda alguien había garabateado la fecha: 21 de septiembre de 1996. La entrevista había desencadenado un aluvión de llamadas al atildado abogado, que posaba tras su escritorio de caoba. Una vez publicada la entrevista, en un plazo de tiempo admirablemente breve, había pedido una indemnización al gobierno en representación de ciento diecinueve parejas. Todos estaban convencidos de que la muerte de su pequeño había sido inesperada e innecesaria. Y todos los casos tenían en común que no había indicios de negligencia médica. La mayoría de los certificados de defunción aludían a una «repentina parada cardíaca». El escándalo fue en aumento. Los partidos de la oposición parecían incapaces de tomar la iniciativa en su enfrentamiento con la primera ministra Gro (nadie sabía aún que había tomado la decisión de retirarse), pero el 10 de noviembre de 1996 forzaron al gobierno a crear una comisión de investigación. Era inevitable, porque una sencilla consulta en la web del Instituto Nacional de Estadística dejaba claro que en 1965 habían muerto muchos más niños menores de un año que en los años anteriores y posteriores. Benjamin Grinde era perfecto para presidir la comisión: prestigioso jurista y, como guinda de una carrera brillante como pocas, licenciado en medicina. La oposición aún estaba saboreando el éxito obtenido en seis meses, cuando otro juez del Supremo había presentado un informe sobre los servicios secretos. Además, la tesis doctoral de Grinde llevaba por título «Silencio y omisión: los derechos jurídicos del paciente en los exámenes médicos», lo cual le hacía aún más idóneo.

Liten Lettvik estaba cansada.

En realidad, pensándolo bien, no estaba muy segura de por qué estaba leyendo recortes de prensa sobre un caso de salud pública del que ya nadie hablaba y que nadie sabía en qué acabaría, cuando hacía solo unas pocas horas que habían asesinado a la primera ministra. Puede que le hubiera dedicado demasiado tiempo. Hacía varias semanas que no escribía nada y solo su posición como decana entre sus compañeros le permitía escaquearse así. El caso de los bebés le interesaba. Tal vez estuviera obsesionada con él. Pero ahora no era el momento, tenía que concentrarse en el asesinato.

Benjamin Grinde. Le interesaba Benjamin Grinde. La sola mención de su nombre le provocaba un hormigueo en la rodilla. Era imposible no dejarse fascinar por la coincidencia. Llevaba semanas intentando averiguar qué estaba haciendo la comisión Grinde y no había logrado más que informaciones vagas y bastante evidentes. Y de pronto aparece el líder de la comisión como la persona que, probablemente, fue la última en ver con vida a la primera ministra.

—Liten, ya te vale, ponte a trabajar. —El redactor jefe echó su habitual vistazo asqueado al pequeño despacho antes de darle la espalda y añadir—: Ponte en marcha, creo que tienes más que suficiente.

07.00 Sala de conferencias de la sede del gobierno

Todos habían sentido el mismo intenso malestar al pasar por delante de la puerta del despacho de la primera ministra, un piso más abajo. Aunque ya no había policías, o al menos no se les veía, y aunque lo único extraño que se percibía era que una puerta que solía estar abierta ahora se encontraba cerrada, todos sabían que allí dentro, tras la pared que todos se esforzaban por no mirar, Birgitte Volter había sido asesinada unas horas antes.

Los miembros del gobierno estaban excepcionalmente silenciosos. La voz cantarina y de erres muy marcadas de la ministra de Comercio casi no se oía.

—Es sencillamente espantoso. De verdad que no tengo palabras.

Estaba sentada a la enorme mesa ovalada cubierta de esbeltos y modernos micrófonos. Uno de ellos apuntaba descaradamente hacia ella. Lo tapó con la mano mientras se inclinaba hacia el ministro de Defensa. No sirvió de nada. Estaban sentados a la cabecera de la mesa como mandaban su edad y sus años de permanencia en el cargo, y sus voces llegaban a todos los rincones.

El último en llegar fue el ministro de Asuntos Exteriores, cuando los demás ya se habían sentado. Estaba muy pálido y la ministra de Cultura podría jurar que tenía más canas que el día anterior. Intentó sin éxito mandarle una sonrisa de ánimo, pero el hombre no fijó su mirada en ninguno de los presentes. Se detuvo un momento junto al sitio de la primera ministra, a la cabeza de la mesa ovalada, pero se decidió enseguida. Apartó la gran silla tapizada en piel y la dejó vacía. Se sentó a su izquierda, en el lugar que correspondía al ministro de Asuntos Exteriores.

—Me alegro de que todos hayáis podido venir —dijo mirando a sus colegas con los ojos entornados.

El único que vestía de manera informal, con camisa de franela y vaqueros, era el ministro de Agricultura. Estaba pescando en su cabaña cuando el coche oficial fue a recogerle y no había tenido tiempo de pasarse por su estudio para ponerse algo más apropiado. Le daba vueltas a una caja de tabaco de mascar; no le parecía adecuado servirse un pellizco, aunque tenía unas ganas terribles. Parecería poco respetuoso. Se la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Este es un día espantoso para todos nosotros. —El ministro de Asuntos Exteriores carraspeó—. En cuanto al caso en sí… quiero decir, la investigación policial, la verdad es que sé muy poco. No han encontrado arma alguna. Nadie ha sido arrestado. Por supuesto, la policía trabaja intensamente con la colaboración de los servicios secretos. No hará falta que os explique por qué están en el caso.

Agarró con dificultad un vaso de agua con gas que había sobre la mesa y se lo bebió de un trago. Nadie aprovechó para hacer una pregunta, aunque estaba claro que había muchas esperando tras las paredes insonorizadas. Lo único que se oía eran los sollozos de la ministra de Energía y Petróleo.

—Lo que más me preocupa en estos momentos es informaros de lo que va a ocurrir a continuación. En la práctica y según la Constitución. Tendré un encuentro oficial con el rey a las nueve, y más tarde habrá un Consejo de Ministros extraordinario. Os haré saber la hora.

El ministro de Asuntos Exteriores seguía sosteniendo el vaso como si tuviera la esperanza de que volviera a llenarse solo. Lo dejó sobre la mesa a regañadientes y se dirigió a la asesora que ocupaba el asiento contiguo a la silla vacante de la primera ministra.

—¿Podrías hacernos un breve resumen?

La asesora del gabinete de la primera ministra era una señora mayor que se negaba con obstinado tesón a admitir que dentro de dos meses cumpliría los setenta. Durante la noche se había descubierto varias veces pensando algo despreciable y egoísta: lo ocurrido podría, en el mejor de los casos, aplazar su jubilación al menos un año.

—Otto B. Halvorsen —empezó mientras se colocaba un par de gafas de cerca en su cara estrecha y angulosa— falleció el 23 de mayo de 1923. Es, junto con Peder Ludvig Kolstad, el único primer ministro que ha muerto mientras desempeñaba su cargo. Así que tenemos antecedentes en los que basarnos. No veo ninguna razón para que tratemos este caso de forma diferente.

«Caso»… El ministro de Economía Tryggve Storstein sintió una creciente irritación que se aproximaba a la furia. Esto no era ningún «caso», aquí se trataba del hecho de que Birgitte Volter había muerto.

Tryggve Storstein era un hombre bastante apuesto. Sus rasgos eran armónicos y complicaban enormemente la tarea a los que querían dibujar su caricatura: el cabello corto y oscuro sin indicios de calvicie a pesar de que se aproximaba a los cincuenta; el rabillo del ojo descendía dándole un aire triste incluso cuando sonreía; su nariz era recta y escandinava y, cuando hablaba, su boca podía desprender sensualidad. Pero Tryggve Storstein hacía lo que podía para anular las ventajas que su aspecto físico pudiera darle. Tal vez fuera por su infancia en Storteinnes, en Troms, o tal vez por el hecho de que prácticamente había nacido en el seno del partido; el caso era que Storstein tenía el toque que los conservadores malintencionados atribuían a todos los que habían militado en las juventudes socialistas: era bastante hortera. Estaba en forma y la ropa le quedaba bastante bien, pero nunca era del todo acertada. Nunca reflejaba auténtico buen gusto. Los trajes oscuros eran demasiado oscuros, y el resto comprados al por mayor. Ese día vestía una chaqueta marrón de tweed sintética, pantalones negros y zapatos marrones. Estaba indignado y jugueteaba con un bolígrafo que apretaba constantemente. Clic, clic, clic, clic.

—En realidad, Otto B. Halvorsen murió tras una breve enfermedad —continuó la asesora mientras lanzaba una mirada irritada a Storstein por encima de las gafas—, así que hubo tiempo para preparar un poco las cosas. Está claro que aquello fue de gran ayuda cuando Peder Kolstad falleció repentinamente de una embolia en marzo de 1932. En aquella ocasión se siguió el mismo procedimiento. Bueno, en cualquier caso, es el ministro de Asuntos Exteriores quien asume temporalmente las funciones de la primera ministra, hasta la disolución del gobierno. Esto sucederá en el momento en que un nuevo gabinete esté listo para tomar las riendas del país. Hasta entonces, el gobierno actual estará en funciones.

Frunció los labios un momento; parecía un ratón con gafas.

—Esto quiere decir que no se podrán tratar los asuntos en curso. He preparado un memorándum. —Dirigió un gesto imperativo a una mujer que acababa de entrar. Se quedó entre la puerta y la mesita del café y parecía enormemente acongojada. En respuesta a la señal de su superiora, se acercó a la mesa y entregó tres hojas grapadas a cada uno de los ministros. La asesora continuó—: Este memorándum resume cuáles son los asuntos «en curso». Serán aquellos que no puedan resultar vinculantes de ninguna manera para el nuevo gobierno. Por ejemplo, los nombramientos de jueces… —levantó la vista del papel buscando los ojos del ministro de Justicia, que en ese momento miraba al techo pendiente de las lámparas halógenas como si fueran planetas de un universo desconocido—… no podrán realizarse. Está todo recogido en la documentación y estaremos a su disposición las veinticuatro horas para atender a cualquier consulta.

La asesora dio unos golpecitos a sus papeles y miró al ministro con una rígida sonrisa.

—Gracias —murmuró el hombre tosiendo.

Se estaba acatarrando; sentía que una banda húmeda le apretaba la frente y le provocaba un intenso dolor de cabeza.

—He hablado con el presidente del Congreso. Habrá una sesión extraordinaria hoy a las doce. Confío en que tendremos un nuevo gobierno en el plazo de una semana. Pero debemos esperar hasta después del entierro.

Se hizo un silencio absoluto. El ministro de Agricultura se llevó instintivamente la mano al bolsillo de la camisa, pero no cogió el tabaco. La ministra de Comercio se pasó la mano por el cabello, que por una vez no estaba perfectamente recogido. Varios mechones sueltos caían sobre su oreja derecha. Tryggve Storstein rompió el silencio.

—Mañana por la tarde tendremos una reunión extraordinaria de la dirección nacional del partido —dijo en voz baja—. De momento yo soy el secretario general en funciones. Se os informará debidamente de lo que ocurra en el partido los próximos días.

La ministra de Sanidad Ruth-Dorthe Nordgarden levantó la vista. Se colocó el cabello detrás de la oreja y miró al ministro de Economía. Nordgarden compartía con Storstein la vicesecretaría del partido. Les habían dado el cargo cinco años atrás, como premio de consolación tras el dramático enfrentamiento que se produjo cuando Gro Harlem Brundtland, por motivos personales, se retiró de la secretaría del partido de forma repentina. Birgitte Volter había ganado. Los tres candidatos tuvieron las mismas posibilidades hasta una hora antes de la elección. Fue la confederación nacional de sindicatos la que decidió el resultado. Birgitte Volter venía del movimiento sindical y, con buen criterio, había conservado sus contactos. Así que Nordgarden y Storstein fueron nombrados vicesecretarios. La diferencia fundamental entre ellos era que, cinco años atrás, Tryggve Storstein se había tomado la derrota con entereza. Además, aunque la mayoría le atribuía algún defecto, era respetado por casi todos. Por el contrario, Ruth-Dorthe Nordgarden tenía algunos amigos del alma incondicionales y muchos y virulentos enemigos declarados. Mientras tuviera suficientes de los primeros, se las apañaría sin problemas. El ministro de Economía no era uno de ellos. La desconfianza era mutua.

—Y hay una cosa que no debemos olvidar —añadió Tryggve Storstein, colocando bien sus papeles—, y es que en ningún caso, tal y como están ahora las cosas en el Parlamento y con el afán de poder que han demostrado los partidos bisagra en los últimos seis meses, no es seguro que el Partido Laborista esté al frente del país dentro de una semana. Los camaradas centristas tienen una oportunidad, si es que quieren aprovecharla.

A ninguno de ellos les había dado tiempo de pensar en eso. Intercambiaron miradas.

—Ni hablar —murmuró la ministra de Familia e Infancia. A pesar de su juventud, llevaba mucho tiempo como parlamentaria—. Me juego la cabeza a que no van a arriesgarse ahora. Esperarán al otoño.

Se tapó la boca con la mano; no era el mejor momento para hablar de jugarse la cabeza por nada.

08.00 Comisaría de Oslo

—Demasiados cocineros —murmuró Billy T.—. Demasiados cocineros estropean el caldo.

La mujer que le acompañaba asintió levemente. Había más de cincuenta personas en la sala de la cuarta planta de la sede central de la policía. Los hombres de la secreta se distinguían a primera vista, sentados todos juntos con cara de guardar un secreto extraordinario. Además tenían un aspecto descansado, en contraste con los policías de la comisaría, muchos de los cuales llevaban trabajando veinticuatro horas seguidas. Un ligero olor a sudor se extendía por la gran sala.

—Los de seguridad —prosiguió Billy T.—. Tenemos jaleo asegurado. Esos chicos nos pintarán el peor escenario posible. Terrorismo, mierda y amenazas de Oriente Medio. Y seguramente solo nos enfrentamos a un loco. Joder, Tone-Marit, no podemos montarnos un caso Palme a la noruega. Si no aclaramos esto en un par de semanas, habremos perdido el tren. Tenlo por seguro.

—Estás cansado, Billy T. —dijo Tone-Marit—. Pues claro que los expertos de información e inteligencia tienen que tomar parte en esto. Ellos son los que saben valorar las amenazas contra la seguridad nacional.

—Sí, estoy jodidamente cansado. Pero no parece que tengan mucha idea de cómo valorar amenazas. La tía está muerta, así que…

Soltó una risa tonta e intentó sin éxito acomodar sus largas piernas entre las filas de sillas; acabó por pedirle al de delante que se cambiara de sitio.

—Es una pregunta sin respuesta correcta. O ellos tienen razón y es un asesinato político o terrorista, y entonces no han hecho bien su trabajo. O yo estoy en lo cierto y esto es obra de algún perturbado, y entonces no pintan nada aquí. Este tipo de asuntos son nuestra especialidad.

—Tómatelo con calma —dijo Tone-Marit en voz baja—. Nunca les has perdonado que pusieran en duda tu capacitación para acceder a información confidencial.

—Solo porque me gustan las tías… —gruñó Billy T.

—Te acuestas con todas las que se ponen a tiro —le corrigió Tone-Marit—, y con alguna más. Pero no tuvo nada que ver con eso. Lo sabes bien. Fuiste militante del Partido Comunista. Además, es imposible que tengas una base para afirmar que esto es obra de un loco. No tenemos base para sacar ninguna conclusión. Ninguna, y tú deberías saberlo.

—Nunca he militado en el Partido Comunista. ¡Nunca! He sido un radical, y eso es completamente diferente. Soy radical, joder. ¡Pero eso no quiere decir que no se pueda confiar en mí!

El jefe de información e inteligencia y el comisario jefe de la policía se habían sentado a una mesa al frente de la sala, de cara al resto como si fueran dos profesores ante una clase que no sabían muy bien cómo encarar. El comisario jefe, que había ascendido desde el puesto de comisario de operaciones solo tres meses antes, presentaba un aspecto desaliñado y se rascaba una incipiente barba oscura. La camisa del uniforme tenía en el cuello un cerco gris y llevaba la corbata torcida. El jefe de inteligencia no vestía uniforme; iba impecablemente arreglado con un traje de verano beige sobre una camisa de un blanco reluciente y una corbata lisa de color marrón claro. Miraba hacia el techo.

—Ya hay un equipo trabajando en la Central Operativa —empezó el comisario jefe sin más presentaciones ni preámbulos—. Se mantendrá allí los próximos días. El tiempo dirá si debemos trasladarnos.

«El tiempo dirá», todos sabían lo que esa frase implicaba.

—Joder, no tenemos nada —susurró Billy T.

—De momento, muy poco —confirmó el comisario jefe en voz alta y se puso de pie. Se acercó al proyector y colocó una transparencia sobre el cristal—. Hasta ahora hemos tomado declaración a veintiocho personas. Se trata de la gente que, por localización y hora, podrían estar relacionados con la escena del crimen. El personal del gabinete de la primera ministra, tanto políticos, funcionarios y administrativos como el personal de seguridad de la primera y la decimoquinta planta. Y un par de… visitantes. Gente que ayer fue a ver a la primera ministra.

Señaló un recuadro rojo lleno de nombres. Le temblaba la mano. El bolígrafo con el que señalaba se reflejaba como un puntero gigantesco sobre la pared y rozó la transparencia, dejándola torcida. Durante unos instantes intentó enderezarla, pero parecía que se había quedado pegada y lo dio por imposible.

—De momento no tenemos ninguna teoría firme. Lo repito: ninguna teoría firme. Es muy importante que mantengamos abiertas todas las posibilidades. En esta labor los de seguridad tendrán un papel decisivo. La manera en que se ha cometido el asesinato… —Apagó el proyector y necesitó las dos manos para retirar la transparencia rebelde. Colocó otra sobre la superficie de cristal y lo encendió de nuevo—… indica que se trata de un profesional.

La imagen mostraba un plano del decimoquinto y el decimosexto piso de la torre del gobierno.

—Este es el despacho de la primera ministra. Como vemos, se puede llegar a él de dos maneras, pasando por la secretaría y entrando por aquí… —golpeó con el bolígrafo sobre el dibujo de una puerta—, o a través de una sala de reuniones, la sala de descanso y por aquí.

El bolígrafo trazó un recorrido por el plano.

—Las dos tienen en común que en ambos casos hay que atravesar esta puerta de aquí… —el bolígrafo volvió a golpear contra el cristal—, que se ve desde la mesa de la secretaria.

El comisario jefe suspiró tan profundamente que se oyó hasta en la fila de Billy T. y Tone-Marit Steen. Luego se hizo un largo silencio.

—Además… —añadió el comisario jefe, y su voz se perdió en un acceso de tos—. Además, para llegar a los tres últimos pisos, la zona de la primera ministra, hay que pasar por este punto. —Señaló un lugar con su grueso dedo índice, tapando toda el área de entrada a la planta quince—. Este es el acceso por la doble puerta de seguridad que está siempre vigilada por un guardia. Hay una salida de emergencia, claro… —Desplazó el dedo—. Aquí, pero no hay absolutamente ningún indicio de que haya sido utilizada. Las puertas están selladas y no han sido abiertas.

—Tendríamos que llamar a John Dickson Carr —susurró Billy T. al oído de Tone-Marit.

El comisario jefe prosiguió:

—La torre lleva mucho tiempo en rehabilitación, por dentro y por fuera. Por eso hay andamios en la parte exterior. Como es lógico, hemos comprobado si alguien ha podido entrar por ahí, pero tampoco hemos encontrado nada. Nada. Las ventanas están enteras y los marcos intactos. También estamos revisando los conductos de la ventilación y esas cosas, pero de momento eso tampoco parece dar resultados.

El jefe de inteligencia tenía los brazos cruzados sobre el pecho y parecía observar con mucho interés algo que había sobre la mesa.

—El arma aún no ha aparecido —continuó el comisario jefe—. Probablemente se trate de una pistola de pequeño calibre. Lo sabremos con más seguridad esta tarde, cuando tengamos el resultado provisional de la autopsia. De momento creemos que el asesinato se produjo en algún momento entre las dieciocho y las dieciocho cuarenta y cinco. Y, colegas… —miró a los presentes con los ojos entornados—, no hay necesidad de que diga lo que voy a añadir ahora. Pero lo haré de todas formas: si alguna vez hemos tenido un caso en el que sea importante no irse de la lengua, es este. Investigaremos a fondo cualquier filtración a la prensa y demás, y quiero decir a fondo. No aceptaré ninguna, repito, ninguna filtración en este caso. ¿Queda claro?

Un murmullo de asentimiento recorrió la sala.

—El jefe de inteligencia les dirigirá unas breves palabras.

El hombre del traje beige se levantó, rodeó la mesa y se sentó medio apoyado sobre ella con un elegante movimiento. Luego volvió a cruzarse de brazos.

—Como ya ha mencionado el comisario jefe, mantenemos abiertas todas las posibilidades. Sabemos que algunos grupos de ultraderecha han estado activos últimamente, y sabemos que algunas células han utilizado lo que llamamos listas de la muerte. Esto no es nada nuevo. De hecho, la primera ministra Volter ya figuraba en ellas mucho antes de ocupar su puesto.

Se incorporó y caminó arriba y abajo mientras hablaba. Su voz era grave y agradable y las palabras brotaban sin pausa.

—Tampoco podemos descartar que este asesinato tenga algo que ver con los recientes sucesos en Oriente Medio. Los Acuerdos de Oslo están en peligro inminente de quedarse en nada y es bien sabido que Noruega trabaja intensamente entre bastidores para evitar que todo el proceso de paz se venga abajo.

—Ahora los chicos de la secreta podrán volver a trabajar con sus viejos colegas del Mossad —murmuró Billy T. de forma casi inaudible.

Tone-Marit fingió no haberle oído y estiró el cuello para ver mejor al que hablaba.

—Tenemos un par de teorías más que estamos estudiando con detenimiento. Pero por el momento no hará falta que demos más detalles.

El jefe de información e inteligencia se detuvo y dirigió un breve gesto al comisario jefe para indicarle que la reunión había terminado. Este se aflojó el cuello grisáceo de la camisa. Parecía tener muchas ganas de marcharse a casa.

—¿Sigues creyendo en ese rollo del loco solitario? —preguntó Tone-Marit cuando salían de la sala—. En ese caso, debe de tratarse de un tipo genial.

Billy T. no contestó, pero después de quedarse mirándola durante unos segundos negó casi imperceptiblemente con la cabeza.

—Ahora tengo que dormir —murmuró.

09.07 Comisaría de Oslo

Era imposible adivinar la edad de la mujer vestida con un traje chaqueta negro y un pequeño pañuelo rojo al cuello que bebía agua con gas a pequeños sorbos. La inspectora Tone-Marit Steen estaba impresionada; la mujer presentaba un aspecto descansado y cuidado, a pesar de que había prestado declaración hasta las cuatro de esa misma mañana. Tenía los ojos algo enrojecidos, pero el maquillaje era perfecto, y cada vez que se movía desprendía un suave olor a perfume. Tone-Marit pegó los brazos al cuerpo con la esperanza de no apestar demasiado a sudor.

—Lamento molestarla de nuevo —dijo con una voz que sonaba sincera—, pero en las presentes circunstancias espero que entienda que es una testigo de especial relevancia.

La secretaria del gabinete de la primera ministra, Wenche Andersen, asintió levemente.

—No tiene importancia. De todas maneras me resulta imposible conciliar el sueño. Solo faltaría, pregunte lo que sea.

—Para no volver a repetir el interrogatorio de esta noche, haré un repaso rápido de sus declaraciones. Interrúmpame si algo es incorrecto.

Wenche Andersen asintió y dejó las manos sobre su regazo.

—Birgitte Volter había pedido que no la molestaran, ¿es así?

La mujer hizo un gesto afirmativo.

—Y usted no sabe por qué. Tenía una cita corriente con el juez del Tribunal Supremo Grinde, un encuentro concertado con una semana de antelación. Y no entró nadie más en el despacho después de la última vez que vio a Volter con vida. Pero aquí afirma usted que…

Tone-Marit pasó las páginas hasta dar con lo que estaba buscando.

—Dice que últimamente parecía intranquila. Estresada. ¿Qué quiere decir con eso?

La mujer de negro se la quedó mirando, parecía estar buscando las palabras adecuadas.

—Es difícil de decir. De hecho, aún no la conocía muy bien. Estaba… ¿huraña?, ¿irritable? Tal vez un poco de las dos cosas. En cierto modo un poco brusca. Más que antes. No puedo explicarlo mejor.

—¿Podría… podría poner algún ejemplo? ¿Algún ejemplo de algo que la irritara?

Wenche Andersen esbozó algo parecido a una sonrisa.

—El repartidor suele traer la prensa a las ocho y cuarto. El jueves ocurrió algo y no llegó hasta cerca de las nueve y media. La primera ministra estaba tan irritada que… bueno, soltó un taco.

La mujer tenía dos manchas violáceas en las mejillas.

—Varios tacos. Salí corriendo a comprar el Dagbladet y el KA. —Suspiró—. Cosas así. Cosas innecesarias con las que una primera ministra no suele perder su tiempo.

Tone-Marit le ofreció una botella de medio litro de agua con gas.

—Sí, gracias —contestó la mujer levantando su vaso de plástico.

La inspectora la observó fijamente un buen rato, tanto que resultó incómodo.

—¿Cómo era en realidad? —preguntó de pronto—. ¿Qué clase de persona era?

—¿Que cómo era Birgitte Volter?

Las manchas violáceas aumentaban de tamaño.

—Bueno, era… Era muy responsable. Muy trabajadora. En eso era casi como Gro.

Sonrió abiertamente mostrando una dentadura bonita, bien cuidada, con un destello de oro en los molares.

—Trabajaba a todas horas. Era muy fácil entenderse con ella. Daba instrucciones claras. Cuando algo se torcía… Con la agenda tan apretada que tiene un presidente del gobierno no paran de ocurrir imprevistos, pero ella lo llevaba bien. Y era bastante… —De nuevo buscó la expresión más adecuada, dejando que su mirada recorriera la estancia, como si se hubiera escondido en algún lugar y se negara a salir—. Cálida —dijo por fin—, diría que era una persona cálida. Hasta se acordó de mi cumpleaños, me regaló rosas. Casi siempre tenía un rato para charlar de todo un poco.

—Pero si tuviera que decir algo negativo de ella —le interrumpió la inspectora—, ¿qué diría?

—Pues no sé, negativo… —La mujer se toqueteó el borde de la chaqueta y bajó la mirada—. Bueno, podía ser un poco demasiado… ¿jovial? No quería que la llamara primera ministra, insistía en que la llamara Birgitte. Me costaba acostumbrarme. Y no era del todo correcto, si me permite dar mi opinión. Y a veces era muy descuidada, me refiero a temas prácticos. Cada dos por tres se le olvidaba la tarjeta de acceso, cosas así. Y en medio de tanta cordialidad había algo… un grado de reserva… Me parece que me estoy liando de mala manera.

Hablaba en voz baja, casi en susurros, y movió la cabeza con desánimo.

—¿Algo más?

—No, en realidad no hay nada más, nada que tenga importancia.

Llamaron a la puerta.

—¡Ocupado! —gritó Tone-Marit, y unos pasos ligeros se perdieron por el pasillo mientras proseguía—: Deje que sea yo quien decida si tiene importancia.

La mujer la miró a los ojos y se pasó la mano por el cabello con un movimiento rápido e innecesario.

—De verdad, no hay nada más que decir. Salvo una cosa en la que caí anoche o, mejor dicho, esta mañana, en realidad. Hace un rato. Pero no tiene nada que ver con esto.

Tone-Marit se inclinó para agarrar un bolígrafo que hizo girar entre el corazón y el índice de su mano derecha.

—Anoche me pidieron que revisara el despacho de la primera ministra —continuó Wenche Andersen—, para ver si echaba algo en falta, como me dijo el policía. Fue después de que sacaran… de que se llevaran a Birgitte, quiero decir. Pero yo ya la había visto. Cuando la encontré, y luego cuando estaba allí tumbada, bueno, sentada. Caída sobre el escritorio. La vi dos veces y…

Miró con gesto inexpresivo el bolígrafo que golpeaba la mesa con un sonido rítmico y desquiciante. Tone-Marit paró de golpe.

—Lo siento —dijo reclinándose en su silla—. Continúe.

—Bueno, pues la vi dos veces. Y no es por presumir, de ninguna manera, pero se me considera bastante… observadora. —Las manchas violáceas se habían rodeado de un círculo rojo oscuro—. Me doy cuenta de muchas cosas, en mi profesión es muy necesario, y me fijé en que la primera ministra no llevaba puesto su pañuelo.

—¿Su pañuelo?

—Sí, un chal grande de lana, con flecos, negro con un estampado rojo. Lo llevaba sobre un hombro, así…

Wenche Andersen cogió su pequeño pañuelo, lo dobló en forma de triángulo y se lo colocó sobre el hombro.

—Bueno, no exactamente así, porque era un chal, mucho más grande que este pañuelito, pero seguro que me entiende. No puedo asegurarlo, pero creo que lo llevaba sujeto con un imperdible que no se veía, porque nunca se le caía. Le gustaba ese chal y lo llevaba con frecuencia.

—¿Y qué pasa con el chal?

—Que no estaba.

—¿No estaba?

—No, no lo llevaba puesto y no estaba en la habitación cuando lo busqué. Sencillamente había desaparecido.

La inspectora se inclinó hacia ella. Algo se había encendido en su mirada y la mujer se echó inconscientemente hacia atrás.

—¿Está segura de que lo llevaba puesto ese día? ¿Completamente segura?

—Estoy completamente segura. Me fijé en que estaba un poco torcido, como si se lo hubiera colocado sin mirarse en el espejo. Segura al cien por cien. ¿Tiene importancia?

—Puede que sí y puede que no —dijo Tone-Marit en voz baja—. ¿Me lo puede describir con más detalle?

—Pues, como le digo, era negro con un estampado rojo. Estilo provenzal, diría yo. Era grande, aproximadamente así —Wenche Andersen sostuvo las manos alzadas y separadas más o menos un metro—, y de lana. Estoy bastante segura de que era de lana pura. Pero, sencillamente, ha desaparecido.

Tone-Marit se giró hacia el ordenador que estaba junto a la ventana. Estuvo unos diez minutos escribiendo sin decir una palabra.

Wenche Andersen bebió un poco más de agua con gas y echó un discreto vistazo a su reloj. Notaba cómo el cansancio la invadía y, arrullada por el monótono sonido de los dedos de la oficial contra el teclado, cerró los ojos.

—¿Y no oyó un disparo en ningún momento?

Wenche Andersen dio un respingo. Debía de haberse quedado traspuesta unos instantes.

—No, en ningún momento.

—Entonces vamos a dejarlo por hoy. Puede coger un taxi a casa por cuenta nuestra. Gracias por tomarse la molestia de venir una vez más. Siento no poder prometerle que sea la última vez.

Después de estrecharse la mano a modo de despedida, Wenche Andersen permaneció dubitativa junto a la puerta.

—¿Cree que le cogerán? Quiero decir… ¿al asesino?

—No lo sé. Es imposible saberlo. Pero haremos todo, todo lo que esté en nuestras manos. Si eso le sirve de consuelo… —añadió.

Pero para entonces la secretaria de la primera ministra ya se había marchado, cerrando la puerta con mucho cuidado.

12.00 Sala de plenos del Congreso de los Diputados

La sala principal del Congreso de los Diputados de Noruega, con su forma de medialuna que recordaba a un anfiteatro, nunca había estado tan llena. Los ciento sesenta y cinco escaños estaban ocupados desde un cuarto de hora antes. En contra de lo que solía ser habitual, nadie conversaba. Los ministros ocupaban el primer banco; solo estaba vacío el asiento de la primera ministra, cubierto con un ramo de doce rosas rojas en precario equilibrio, que parecía que fuera a caerse en cualquier momento. Pero nadie se atrevía a enderezarlo. La galería de los diplomáticos estaba llena hasta los topes de funcionarios y representantes extranjeros, todos vestidos en tonos oscuros y con rostros pálidos, salvo el embajador de la República de Sudáfrica, que era negro y llevaba un colorido traje popular. De la tribuna de la prensa llegaba el único sonido que podía oírse, además de las ocasionales toses y carraspeos: el ruido de los motores de las cámaras. La galería que rodeaba la rotonda estaba atestada, y dos guardias se afanaban intentando cortar el paso a los últimos en llegar.

La presidenta de la cámara hizo su entrada por la izquierda. Se deslizó por el suelo —se deslizó, literalmente—, con la espalda muy recta y los ojos hinchados. Había sido una de las pocas amigas de verdad de Birgitte Volter, y solo su larga experiencia en mantener la dignidad en actos públicos la sostenía en pie. Sus rizos se agitaban mustios en torno a su cabeza, como si ellos también lamentaran la muerte de un amigo cercano.

Dio tres débiles golpes sobre la mesa con un mazo. Luego carraspeó y permaneció tanto tiempo en silencio que la emoción que embargaba a la sala se hizo aún más intensa. Finalmente tragó saliva tan alto y tan cerca del micrófono que pudo oírse en todas partes.

—Se inicia la sesión —dijo por fin.

Luego procedió a leer la lista de los suplentes, que, por una vez, era muy corta. Y era una circunstancia afortunada, porque los formalismos protocolarios resultaban muy forzados en un día así.

—La primera ministra Birgitte Volter ha fallecido, y de la manera más brutal que se pueda imaginar.

El ministro de Economía Tryggve Storstein se perdió el discurso conmemorativo. Estaba sumido en sus propios pensamientos. Todo lo que había a su alrededor se confundía en una masa informe: la decoración dorada del techo, la alfombra roja a sus pies, la voz de la presidenta del Congreso… Era como si una campana de cristal cubriera su escaño, haciendo que se sintiera completamente solo. Iba a ser el secretario general del partido. Ruth-Dorthe no tenía la más mínima posibilidad. Era demasiado controvertida. Pero ¿sería también primer ministro? Ni siquiera sabía si lo deseaba. Por supuesto que había sopesado la posibilidad. Antes sí, durante la gran batalla de 1992, cuando Gro Harlem Brundtland abandonó el cargo y dejó campo libre para la pelea de perros que acabaría ganando Birgitte Volter. Pero ¿ahora? ¿Deseaba ser primer ministro?

Negó con la cabeza. Ese no era el tipo de pregunta que uno debía hacerse. Había que hacer lo que la situación exigía, lo que el partido necesitaba. Torció el gesto pensando en ese viejo tópico y cerró los ojos. Por un breve y liberador momento pensó que la oposición asumiría el poder, pero reprimió rápidamente esa idea blasfema. Debían intentar mantenerse en el poder, cualquier otra opción sería un caos, una derrota. Estaba harto de ser derrotado.

Tryggve Storstein se irguió en su asiento.

—Aprobado por unanimidad —anunció la mujer del estrado pasándose la mano por la cara en un gesto rápido y vulnerable—. El ministro de Asuntos Exteriores ha pedido la palabra.

El desgarbado hombre parecía aún más delgado y demacrado que por la mañana. Cuando ocupó el estrado dio la impresión de estar perdido, hasta que se concentró lo suficiente para poder dirigir la mirada a su derecha.

—Presidenta —dijo inclinando ligeramente la cabeza, y luego miró un papelito que había colocado frente a él—, me he permitido pedir la palabra para decir que, ahora que la primera ministra ha fallecido, todo el gobierno pone sus cargos a su disposición.

Eso fue todo. Dudó unos instantes y se enderezó las gafas, como si hubiera pensado decir algo más. Luego bajó del estrado y volvió a su asiento, sin llevarse su nota.

—Ruego que mantengan un minuto de silencio —pidió la presidenta.

El intervalo, vacío e intenso, duró dos minutos y medio. De vez en cuando se oía un sollozo, pero hasta los fotógrafos respetaron la solemnidad del momento.

—Se levanta la sesión.

La presidenta volvió a golpear con el mazo.

El ministro de Economía Tryggve Storstein se levantó. El día y medio que llevaba sin dormir empezaba a tener el efecto de una droga; se sentía fuera de su cuerpo y se quedó mirándose las manos como si pertenecieran a un extraño.

—¿Cuándo habrá Consejo de Ministros, Tryggve?

Quien preguntaba era la ministra de Cultura, con un traje chaqueta gris oscuro y un maquillaje que dejaba claro que hacía mucho que no iba al baño a retocarse.

—A las dos —respondió secamente.

Fueron saliendo de la sala despacio y en silencio, con la mirada baja, como una comitiva fúnebre ensayando para el entierro. Los fotógrafos de prensa se percataron de que la única persona que parecía querer esconder una sonrisa era la ministra de Sanidad Ruth-Dorthe Nordgarden. Pero puede que se tratara de una mueca.

15.32 Restaurante La Vieja Christiania

—Como el tipo ese, Christer Petterson, seguro. Por estas.

El hombre llevaba un traje que parecía comprado en una gasolinera. La tela tenía un brillo que recordaba al nailon de los años setenta. Levantó lo poco que quedaba de su cerveza y, con la boca rodeada de espuma, continuó:

—La policía va a hacer el ridículo, exactamente igual que en Suecia. Se van a liar con un montón de pistas políticas absurdas. Y luego resultará que lo hizo algún tipo grillado. Como Christer Petterson.

—O un amante despechado. —La mujer que había contribuido con una idea tan poco original era bastante joven, de unos treinta años, y su voz tendía al falsete—. ¿Alguien sabe algo de la vida sentimental de Birgitte Volter?

Los cuatro hombres que estaban sentados con ella a la mesa se echaron a reír.

—¿Vida sentimental? Estaba liada con Tryggve Storstein, eso seguro. Joder, con el tipo que seguramente va a hacerse cargo de todo el tinglado. Una situación complicada para la policía, ya que tendrá que incluirlo en la lista de sospechosos. Sé de muy buena tinta que…

El hombre del traje de gasolinera estaba segurísimo, pero le interrumpió una voz atronadora que brotaba de una barba enorme pegada a un tipo de cuarenta y tantos. Estaba completamente calvo, pero la negrísima barba le llegaba hasta el pecho.

—Ese rumor sobre Volter y Storstein es una chorrada. Storstein ahora tiene una historia con Helen Burvik, no con Volter. Lo suyo se acabó hace mucho, mucho antes de la convención del 92.

—Yo creía que Tryggve Storstein estaba felizmente casado —murmuró la periodista más joven, una chica del Aftenposten que aún no se había hecho un sitio fijo en el bar—. ¿Cómo puede ni siquiera sacar tiempo para tener una amante?

Se hizo un silencio total. Todos se quedaron petrificados, hasta las cervezas permanecieron abandonadas un rato. La joven enrojeció de forma intensa y poco favorecedora, pero tuvo el valor de continuar:

—Quiero decir… ¿cómo sabéis que es cierto todo lo que estáis diciendo? Si tuviera que creerme la mitad de los rumores que me han llegado el último año, la mayoría de los ministros tendrían un pasado dudoso y una vida sexual que sería la envidia de todos nosotros. Los que se supone que no son de la otra acera, claro. Y esos también, si me apuráis. ¿De dónde sacan el tiempo? Eso es lo que yo me pregunto. Tiempo para hacer tantas barbaridades. ¿Y cómo lo sabéis vosotros? Y, en realidad, ¿tiene algún interés?

Cogió su copa de vino. Era la única que no bebía cerveza. Como si alguien hubiera agitado una varita mágica invisible, fue excluida del grupo instantáneamente. Estaba sentada al final de la mesa, en una banqueta, y los dos hombres que tenía al lado le dieron la espalda; sus hombros parecieron agrandarse y formar un muro que la separaba del resto.

—¡Qué maja! —murmuró el de la barba—. Maja y decente, no puede negarse.

Liten Lettvik entró en el local. Les localizó, saludó con la mano y recibió la respuesta de tres vasos de cerveza oscilantes. Se dirigió a la barra y luego se acercó a sus colegas con un vaso en la mano.

—¿Una cola, Liten? ¡Increíble!

El hombre del traje de nailon sacudió la cabeza.

—Esto habría que documentarlo. Llamen a un fotógrafo.

Liten Lettvik se acomodó sobre una banqueta en la que solo cabía el círculo interior de su trasero. El resto se desparramaba de forma que parecía que las cuatro patas salían directamente de su culo.

—Al contrario que vosotros —dijo— estoy trabajando veinticuatro horas diarias y me mantengo sobria. De lo que ha publicado tu periódico —hizo un brindis en dirección al periodista del Dagbladet, que estaba sentado a su lado— se puede deducir que no seguís nuestra política. ¿Qué habéis estado haciendo hoy? Todo el periódico parece un homenaje a Birgitte Volter, un regalo de Dios a nuestro reino, ¡la mejor primera ministra de todos los tiempos! ¿Dónde ha ido a parar la crítica, Ola? ¿El periodismo de investigación? ¿El foco que ilumina todos los recovecos? ¡El Dagbladet siempre por delante! Pues a mí me parece que hoy vais muy por detrás.

—Por lo menos somos conscientes de que no podemos especular salvajemente y sin ninguna contención cuando no sabemos nada, joder.

El de la barba se mostró muy ofendido. Era un periodista con mucha experiencia, galardonado con prestigiosos premios. En varias ocasiones le habían ofrecido la dirección de distintos medios, pero siempre había rechazado tales propuestas con un bufido y con enorme satisfacción, porque eran la prueba de que era un buen profesional. Quería ser reportero. Lo sabía todo de todo, y era una compañía agradable para quienes reconocían su superioridad. Para nadie más.

—Cuando le pegan un tiro en su despacho a un primer ministro noruego, no cabe duda de que ha llegado el momento de especular —añadió Liten Lettvik—. ¿Qué creéis que hace la policía? Por supuesto que ellos también especulan. No saben nada. Se hacen sus composiciones de lugar y sus teorías y trabajan a partir de ellas. Exactamente igual que nosotros.

—No es un día para especulaciones —dijo Ola Henriksen malhumorado—. Ese día llegará mañana, cuando la gente haya pasado el duelo.

—Me parece que mañana ya no estaremos a tiempo para eso —dijo con voz aguda la chica expulsada del grupo.

—¿Y tú qué tienes entre manos? —preguntó Ola Henriksen mirando fijamente a Liten mientras le daba vueltas a su cerveza—. ¿Qué es lo que sabes tú que no sabe nadie más?

Liten Lettvik lanzó una carcajada intensa y profunda.

—Como si os lo fuera a contar a vosotros.

De pronto echó un vistazo a su reloj, un Swatch de plástico que le había dejado un cerco de dermatitis en la muñeca, alrededor de la correa.

—Tengo que hacer una llamada —dijo bruscamente—, guardadme el sitio.

Los demás la siguieron con la mirada; todos se vieron asaltados a la vez por una desagradable sensación de que deberían encontrarse en un lugar muy diferente haciendo algo muy distinto a beber cerveza en el bar de siempre. Ninguno dijo nada.

—¿Cuándo se supone que abre el pub del sótano de Tostrup? —murmuró finalmente uno de los más veteranos, que ya hablaba con cierta dificultad.

Nadie contestó. Continuaban mirando a Liten Lettvik, que no se conformó con salir de aquel antro, sino que, por si acaso, cruzó la calle y se situó cerca de la entrada de unos grandes almacenes, unos metros más allá de la pastelería que había enfrente.

El ambiente era fresco. La llovizna hizo que se pegara a la pared, y se colocó de espaldas a la calle para marcar el número secreto.

—Storskog —atronó la voz del otro lado, como era habitual.

—Konrad, Konrad, mi gran amigo. —Y, como era también habitual, recibió un silencio absoluto por respuesta—. Solo tengo una preguntita, la misma de ayer. Te mostraste muy poco colaborador…

La pausa no fue tan larga como había esperado.

—Esto será lo último que te proporcione nunca, Lettvik. ¿Me oyes? Lo último que recibirás de mí.

La voz calló, a la espera de una promesa que no llegaba.

—¿Me oyes, Lettvik? Quiero que esto se acabe, ahora. ¿Trato hecho?

—Depende. ¿Qué tienes?

De nuevo una larga pausa.

—Benjamin Grande…

—Grinde.

—Eso, Grinde. Ayer lo arrestaron.

—¡¿Que lo arrestaron?!

A Liten Lettvik estuvo a punto de caérsele el teléfono, mientras sonaban alegres pitidos porque en su estupor apretó un montón de teclas.

—Oye, ¿sigues ahí?

—Sí.

—¿Has dicho que lo arrestaron? ¿Habéis arrestado a un juez del Tribunal Supremo?

—Relájate. Lo soltaron enseguida. Fue un patinazo de la hostia. En su entusiasmo, los abogados se pasaron, como siempre.

—Pero llegó a producirse, ¿no? ¿Por escrito? ¿Un arresto formal?

—Sí. El que firmó la orden se ha llevado una buena bronca del jefe en persona. A ese seguro que no lo ascienden.

Liten Lettvik miró hacia la calle. Un hombre invidente se abría paso entre la gente que invadía la acera, moviendo un bastón blanco con el que acertó a Liten en la pantorrilla.

—¿Me puedes conseguir una copia, Konrad?

—No.

—Si me consigues una copia de esa orden, cerramos el trato. Nunca más recibirás una llamada mía.

—No puedo. Ya te he dado bastante.

—Es un acuerdo muy tentador, Konrad. No habrá más llamadas mías si me consigues una copia de esa orden de arresto. Lo juro.

El sargento Konrad Storskog no contestó. Colgó sin más. Liten Lettvik se quedó mirando fijamente su móvil unos instantes, antes de cerrarlo y metérselo en el bolsillo de la gabardina.

Luego compuso una amplia sonrisa, cruzó la calle, se despidió con la mano de los periodistas que seguían esperándola dentro del local y se dirigió hacia la Stortorget. El refresco de cola quedó intacto.

—¡Gracias a Dios que Konrad odia a los leguleyos! —murmuró medio riéndose—. ¡Gracias, Dios mío!

Estaba segura de que Konrad Storskog aprovecharía cualquier oportunidad para librarse definitivamente de ella. Estaba a punto de empezar a silbar.

19.04 (hora noruega) Berkeley, California

Querido Billy T.:

Muchas gracias por tu fax. Me impresiona que aún te queden fuerzas suficientes para escribirme. Espero que este fax no te despierte (¿tienes activado el sonido de la máquina?), porque si estás durmiendo te lo habrás ganado a pulso. Tienes que hacerte con un ordenador y podremos mandarnos e-mails. Es más barato y fácil.

Aquí todavía se sigue hablando algo del asesinato de Birgitte Volter, pero menos mal que existe internet. Llevo horas peinando los canales noruegos de noticias, pero no parece que ellos tampoco sepan mucho. Salvo el KA, que no para de plantear una hipótesis tras otra. Bueno, con algo tendrán que llenar tanta edición extra.

Me ha llamado la atención lo que dices de los vigilantes. Dado que solo podéis vincular con seguridad a cuatro personas con la escena del crimen —la secretaria, el juez del Supremo (por cierto, ¿es el de la comisión?) y los dos vigilantes—, yo me concentraría en buscar una manera sencilla de entrar en la sección de la primera ministra. No parece muy fácil encontrar un móvil para ninguna de las cuatro personas que supuestamente estuvieron allí, así que el autor podría ser otro, y ese individuo, o individuos, han tenido que encontrar la manera de entrar. ¡Es típico del jefe investigar los conductos de ventilación y las ventanas del piso dieciséis! Entiendo que tiene que hacerlo, Billy T., pero los dos sabemos que la respuesta más sencilla suele ser la correcta. ¿El vigilante se tomó un descanso? Era viernes por la tarde y está claro que había muy poco movimiento. ¡Alguien tuvo que entrar de la forma más sencilla! ¿El vigilante fuma? ¿Tenía diarrea? Se supone que la secreta les ha dado el visto bueno, pero ¿pudo haber alguna irregularidad? ¿Suplentes? Y una cosa más: si el caso fuera mío, no me concentraría en el problema de cómo entraron. Buscaría un móvil. Supongo que los chicos de la última planta andan como locos con entretenidas teorías sobre conspiraciones terroristas y similares, pero ¿qué pasa con investigar a la manera tradicional? ¿Tenía enemigos? Seguramente. La mujer llevaba toda la vida escalando posiciones. Y, sobre todo, ¿estaba a punto de desvelar algo? ¿El gobierno iba a firmar algún acuerdo que perjudicara los intereses de algo o alguien poderoso? Vale, no es que insinúe que alguien fuera a cometer un crimen para evitar la construcción de una refinería en la región de Vestlandet, pero aun así…

Ve a lo sencillo, Billy T. Lo más simple es siempre lo mejor. Empieza por encontrar el móvil, y el resto vendrá solo. Nadie mata sin motivo. Por lo menos, no de forma premeditada, y está claro que esto ha tenido que ser premeditado.

No dejes que los de la secreta te manipulen. Pero intenta no ser tan rarito con ellos. Ya tienes bastantes enemigos ahí arriba.

Por otra parte, te puedo contar que no hay mal que por bien no venga. Cecilie y yo no hemos parado de discutir desde que me enteré del asesinato. Quiere prolongar nuestra estancia aquí, y yo digo que ni hablar. Claro que me encanta el viejo Estados Unidos, pero un año sin trabajar ya es suficiente. Por lo demás, nos llevamos de mil amores.

Por cierto, supongo que ahora será imposible que nos hagas tu ansiada visita, ¿no?

Cruzo los dedos para que resolváis el caso lo más rápido posible, y espero tu próximo fax en un sinvivir. Dale muchos recuerdos a Håkon si le ves, y dile que tiene una carta en camino.

Muac, muac.

HANNE

21.13 Calle Odin, 3

—Sencillamente no te podía dejar solo con tu madre en una noche como esta —susurró mientras le pasaba despreocupadamente un brazo por los hombros en un gesto fraternal—. No te conviene nada.

Benjamin Grinde sonrió sin que el gesto se contagiara a su mirada y se ató el delantal a la espalda.

—Lamento haberte llamado anoche a esas horas, Nina. Espero no haber despertado a Geir ni a los niños.

—¡Para nada! —aseguró Nina Rambøl—. Hiciste muy bien en llamar. ¡Debías de estar fuera de ti!

Se apoyó contra la encimera de la cocina, mordisqueando una zanahoria.

—Dolor de espalda.

—¿Qué?

—Te duele la espalda —dijo con una amplia sonrisa y se sentó en la encimera balanceando las piernas. Sus zapatos planos golpeaban contra la puerta del armario de la batería de cocina, y no parecía darse cuenta de la arruga en la frente con la que él lo desaprobaba—. Fue lo que les dije a los invitados, que tenías un lumbago tan fuerte que había que suspender la fiesta. Todos te mandan recuerdos y te desean una pronta mejoría.

—Muchas gracias —murmuró, mirando consternado el rosbif que había comprado en el delicatessen diez minutos antes de que cerraran—. Tenía que haber sido un salmón en hojaldre.

—¡Qué más da! —dijo Nina, apuntando al cubo de la basura.

No encestó la zanahoria y por un momento pareció considerar la posibilidad de bajarse de la encimera. Se lo pensó mejor y optó por la generosa copa de vino que esperaba a su lado.

—Hay que ver cómo sorbes cuando bebes —murmuró él.

Ella le miró por encima de la copa de vino tinto y ladeó la cabeza.

—Benjamin, de verdad que hoy no eres tú mismo.

Benjamin Grinde no tenía pareja. Un hombre que interpretaba una mirada de admiración hacia su chaqueta como un buen motivo para iniciar una conversación sobre las ventajas de la alpaca no podía ligar. Tenía amigas. Nina Rambøl era la mejor de ellas. Era cinco años más joven que él y se conocieron cuando él era médico residente y ella secretaria de un doctor. De eso hacía más de veinte años y su marido había acabado por aceptar que su mujer hubiera elegido a un hombre como madrina de su boda.

—¿Quieres que también despache a Jon y a Olav? —preguntó con la voz con la que se consuela a un niño, mientras le acariciaba la espalda—. ¿Lo preferirías? ¿Me he equivocado al dejarles venir? Insistieron y…

—No, no. Está bien que…

—¡Chicos! ¡Ya va siendo hora de que os unáis a nosoootros!

La voz chillona venía de una mujer que había aparecido en la puerta. Sostenía una copa de jerez en la mano y se balanceaba levemente. Tenía la cara muy morena y arrugada como una pasa y, al levantar la copa para brindar, la piel descolgada de sus antebrazos se hizo más visible por el top sin mangas estampado con grandes flores que llevaba. Hacía varios años que sus ajustados pantalones naranjas habían pasado de moda, y ya entonces le sentaban bastante mal a una mujer de setenta y dos años.

—Vengo volando desde España como un pajarillo solo para homenajear a mi niño querido, y tú te quedas ahí en la cocina todo abatido. Venga, Ben, ven con nosotros, ven con mamá. Uy, ese vestido te sienta muy bien, Nina. ¡Precioso! Pero la verdad es que siempre has tenido muy buen gusto para los colores.

Dio unos pasos inseguros sobre sus tacones de siete centímetros y quiso coger a Benjamin del brazo. Él se zafó sin mirarla.

—Enseguida estoy, madre. Ahora voy. Solo tengo que acabar esto. Puedes decirles a los demás que se vayan sentando a la mesa.

Iba a darle una fuente de ensalada, pero cambió de opinión y se la ofreció a Nina. Su madre no se percató de su falta de confianza, y se esforzó por caminar hacia la puerta afrontando el desafío del suelo de la cocina con la copa en alto.

—Es que es algo total e increíblemente horrible —dijo cuando las velas ya estaban encendidas y todos se hubieron servido—. La pequeña y dulce Birgitte, ¡la pequeña y preciosa Birgitte! Por supuesto que sabéis que Ben y Birgitte Volter eran muy amigos de jóvenes. Venía a casa a todas horas. Una niñita tan dulce y bien educada. Por eso esto es mucho peor para Ben. Ya sabéis que Ben es muy sensible. En eso se parece a su padre. ¿Puedo ir contigo al entierro, Ben? Es muy lógico que vaya, lo digo de verdad, al fin y al cabo estuvo entrando y saliendo de mi casa durante años. Bueno, ¿cuándo es el entierro? Será en la catedral, ¿no? Tiene que ser en la catedral de Oslo.

Se había apoderado de la ensalada de patata y la fuente subía y bajaba al ritmo de su verborrea desbordada.

La madre de Benjamin Grinde no hablaba. Piaba. Su voz era agudísima y mantenía un tono extraordinariamente alto. Estaba empeñada en que la llamaran Alondra.

—No éramos amigos, madre. No entraba y salía de nuestra casa. Puede que fuera a visitarme unas tres veces. Como mucho. La ayudé con los deberes en alguna que otra ocasión, muy pocas.

Lerke Grinde levantó ofendida dos pesados párpados sobrecargados de sombra de ojos.

—Estás diciendo tonterías, Ben. Como si yo no supiera quién venía a mi propia casa. ¿Eh? Birgitte era una… sí, casi diría que una amiga de la familia. ¡Estabas tan entusiasmado con ella! Eso es, estabas un poco enamorado, Ben.

Guiñó un ojo a Jon, que había perdido la esperanza de que le pasara la ensalada y picoteaba un poco de carne.

—Le dije muchas veces a mi marido que esos dos podrían haber sido pareja. Una pena que ese… ¿Cómo se llamaba, Ben? El marido de Birgitte, ¿cómo se llamaba?

—Roy Hansen —murmuró Benjamin intentando apoderarse de la ensalada.

Ella la puso fuera del alcance de su hijo y continuó:

—Roy, eso era, sí. Roy. Un nombre horrible, chicos. ¿Qué clase de gente le pone un nombre así a su hijo? Bueno, si queréis saber mi opinión, creo que no está hecho de muy buena pasta, y no quiero ser indiscreta, ni muchísimo menos, y tampoco soy una persona cargada de prejuicios, nunca he sido quisquillosa, pero… —se inclinó sobre la mesa como quien va a compartir un gran secreto, casi tocaba la ensalada con la barbilla mientras les lanzaba una mirada conspiratoria a cada uno—… tuvieron que casarse…

Entusiasmada, se echó hacia atrás y le pasó la ensalada a Nina.

—¡Madre!

—¡Ay! Ya he hablado demasiado. —Se tapó la boca con la mano y abrió mucho los ojos—. A Ben no le van nada los cotilleos. ¡Perdona, Ben! ¡Debes perdonar a tu anciana madre por irse un poco de la lengua en un día como hoy! ¡Felicidades, tesoro, felicidades!

Levantó la copa tan deprisa que salpicó vino tinto sobre el mantel.

—¡Salud!

Y todos sonrieron mientras miraban con compasión al homenajeado.

Sonó el teléfono.

Al levantarse, Benjamin Grinde notó que se mareaba como si estuviera en medio de una tormenta. Tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla y se apretó la base de la nariz entre el índice y el pulgar mientras cerraba los ojos con fuerza.

—¿Te encuentras bien, Benjamin? —preguntó Nina preocupada, poniendo una mano sobre la de él.

El mareo no se le pasaba.

—Bien, bien —murmuró.

Y retiró la mano para ir a coger el teléfono en el pasillo.

—Grinde, dígame —dijo en voz baja mientras cerraba la puerta que comunicaba el recibidor con el salón.

—¡Buenas! Soy la periodista Liten Lettvik, del KA. Siento molestarte tan tarde un sábado, pero estamos en estado de excepción, como quien dice…

—El lunes podrá localizarme en mi despacho.

Estaba a punto de colgar.

—¡Espera!

Volvió a acercarse el auricular a la oreja con gesto resignado.

—¿De qué se trata?

—El caso Volter…

—¿Cómo?

—El caso Volter.

El mundo se detuvo unos instantes, antes de empezar a girar a un ritmo cada vez más vertiginoso. La serie de cinco pequeñas litografías que colgaban de la pared de enfrente se comportaba como si fuera un tren expreso. Tuvo que bajar la mirada al suelo.

—No tengo ninguna intención de hablar de eso —dijo tragando bilis.

Los ácidos del estómago hicieron que su lengua adquiriera una textura rugosa.

—Pero oye, Grinde…

—Tengo invitados —la interrumpió entre dientes—, es mi cincuenta cumpleaños y esta conversación es inconveniente y descarada. Voy a colgar.

—Pero, Grinde…

Pum. Dejó caer el auricular con tanta fuerza que se resquebrajó un poco. Desde el salón le llegaban amortiguados los grititos de su madre.

—Y me tira los tejos, ¡de verdad! Imaginaos. Un brioso y distinguido caballero español. No es que vayamos en serio, sabéis, pero me paso ocho meses al año allí abajo y es muy agradable que te presten un poco de atención.

Lerke Grinde se rio entusiasmada. Nina Rambøl entendió mejor que nunca por qué Benjamin Grinde había enterrado su infancia entre libros encerrado en su habitación. Cuando entró en el salón, su madre volvió a levantar su copa.

—¡Salud otra vez, cielito! ¿Quién era? ¿Más felicitaciones, Ben?

Su muñeca cubierta de pulseras de oro se movió sobre la mesa mientras señalaba todos los ramos de flores que había recibido ese día.

—¿Ben? —Al ponerse seria dejó ver una expresión hasta ahora desconocida—. Ben, ¿algo va mal?

Jon y Nina, que estaban de espaldas, se giraron bruscamente. Benjamin Grinde parecía a punto de desplomarse, su rostro presentaba un tono grisáceo y tenía los ojos tan hundidos que bajo la luz mortecina recordaban a dos heridas de bala.

—¡Madre! No me llamo Ben. Nunca me he llamado Ben. ¡Me llamo Benjamin!

Luego cerró los ojos suavemente y se desmayó.