18.47 Gabinete de la primera ministra (SMK)
Una mujer vestida de azul esperaba frente al despacho de la primera ministra. Su ansiedad iba en aumento mientras fijaba la vista alternativamente en el teléfono y en las puertas dobles. Vestía una elegante chaqueta de corte clásico, falda a juego y un pañuelo de colores algo excesivos. A pesar de que estaba finalizando una larga jornada laboral, iba perfectamente peinada, con un corte estiloso aunque algo pasado de moda que hacía que aparentara más edad. Podía dar la sensación de que era intencionado, de que esas sienes despejadas y el recogido alto pretendían darle una dignidad que sus cuarenta y tantos años no le aseguraban. Tenía mucho que hacer, pero en contra de lo que era habitual en ella, no conseguía acabar nada. Durante un largo rato se limitó a estar allí sentada. La creciente sensación de que algo iba terriblemente mal se intuía únicamente en sus dedos. Eran largos, bien cuidados, con las uñas pintadas de un rojo intenso y dos anillos de oro en cada mano. A intervalos regulares las levantaba hasta tocarse las sienes como si quisiera alisar unos invisibles cabellos rebeldes. Luego golpeaba rítmicamente la mesa produciendo un ruido sordo, como una serie de disparos de pistola con silenciador. Se levantó de golpe y se acercó a la ventana que daba al oeste.
Estaba oscureciendo. Parecía que abril iba a ser tan impredecible como en su día lo deseó Bjørnstjerne Bjørnson. Dieciséis pisos más abajo podía ver gente que se apresuraba por la calle Aker aterida de frío, mientras otros caminaban en círculos esperando irritados un autobús que tal vez no llegaría nunca. En el bloque 5 del distrito gubernamental la ventana del despacho de la ministra de Cultura aún estaba iluminada. A pesar de la distancia, la mujer del traje azul pudo ver cómo la secretaria entraba en el despacho de su jefa llevando un montón de papeles. Observó cómo la joven ministra lanzaba una sonrisa a la mujer mayor y se apartaba el cabello rubio de la cara. Era demasiado joven para el puesto. Y tampoco era lo bastante alta. Un vestido de gala no le queda bien a una mujer que no ha cumplido los sesenta. Por si fuera poco, la ministra encendió un cigarrillo y dejó el cenicero encima de los documentos apilados. «No debería fumar en ese despacho —pensó la mujer de azul—. Hay auténticos tesoros artísticos colgados de las paredes. No puede ser bueno para los cuadros. Decididamente, no puede ser nada bueno».
Agradeció sentirse indignada. Por un momento sirvió para reprimir el desasosiego que estaba a punto de convertirse en una desconocida y preocupante sensación de angustia. Habían pasado dos horas desde que la primera ministra Birgitte Volter le dijera con decisión, casi con antipatía, que no debían molestarla para nada. Así lo dijo: «para nada».
Gro Harlem Brundtland nunca hubiera dicho «para nada». Habría dicho «bajo ninguna circunstancia», o tal vez se hubiera conformado con indicar que no quería ser molestada. Y aunque los diecisiete pisos de la sede gubernamental hubieran estado en llamas, nadie molestaría a Gro Harlem Brundtland si ella así lo había pedido. Pero Gro había dejado su puesto el 25 de octubre del año anterior y ahora corrían nuevos tiempos, nuevas costumbres, una nueva forma de expresarse, aunque Wenche Andersen se guardaba sus sentimientos para ella y seguía haciendo su trabajo como siempre, de forma efectiva y discreta.
El juez del Supremo Benjamin Grinde se había marchado hacía algo más de una hora. Vestía un traje italiano de color gris acero y se despidió de la primera ministra con una inclinación de cabeza mientras cerraba la puerta. Con una media sonrisa, había dejado caer un cumplido sobre el nuevo traje chaqueta de Wenche Andersen, y luego desapareció escalera abajo con su portafolio de piel burdeos bajo el brazo, camino del ascensor del piso quince. Fiel a su costumbre, ella se había puesto de pie para llevarle un café a Birgitte Volter, pero afortunadamente, en el último momento, recordó que había pedido que la dejaran en paz.
Se estaba haciendo muy tarde. Los secretarios de Estado y los asesores políticos ya se habían marchado, al igual que el resto del personal administrativo. Wenche Andersen estaba sola en la planta dieciséis de la sede del gobierno un viernes por la noche, y no sabía qué hacer. Del despacho de la primera ministra salía un silencio atronador. Pero tal vez no fuera tan extraño; al fin y al cabo, las puertas eran dobles.
19.02 Calle Odin, 3
Definitivamente, algo fallaba en el contenido de la sencilla copa con forma de tulipán. La tenía levantada para observar cómo incidía la luz en el color rojo. Intentó tomarse su tiempo, dejar hablar al vino, relajarse y disfrutar del rotundo burdeos como se merecía. La cosecha del 83 tendría que ser agradable y seductora. Este vino tenía un sabor demasiado intenso. Frunció los labios en un gesto de desagradable sorpresa cuando comprobó que el aroma final de ninguna manera se correspondía con el precio que había pagado por la botella. Dejó la copa con un gesto brusco y agarró el mando a distancia de la televisión. El informativo ya había empezado y carecía de cualquier interés, las imágenes pasaban ante sus ojos sin que se fijara en otra cosa que en el perfecto mal gusto con que vestía el presentador. Estaba claro que los hombres no pueden llevar americanas amarillas.
Tuvo que hacerlo. No tenía otra alternativa. Ahora, cuando todo había pasado, no sentía nada. Había esperado una especie de liberación, una oportunidad de respirar profundamente después de tantos años.
Deseaba sentir alivio, pero le invadió una soledad desconocida. De repente los muebles que le rodeaban resultaban extraños. El viejo y pesado aparador de roble al que se subía de niño y que lucía en el salón en todo su esplendor, con sus parras talladas y la colección de exclusivas miniaturas netsuke tras las puertas de cristal, ahora parecía triste y amenazador.
Sobre la mesa, delante del televisor, descansaba un objeto. No entendía por qué lo tenía allí. Era incompresible que se lo hubiera llevado.
Se estremeció e hizo desaparecer al hombre del informativo presionando con un dedo. Al día siguiente sería su cumpleaños. Llegaba a los cincuenta. Se sintió mucho más viejo al levantarse entumecido del sofá Chesterfield para ir a la cocina. Haría el paté esa noche. Tenía que hacerse esa noche. Estaría en su mejor momento tras veinticuatro horas en el frigorífico.
Por un momento consideró la posibilidad de abrir otra botella de vino en lugar del burdeos estropeado. Descartó la idea y se conformó con un coñac que se sirvió con generosidad en otra copa. El coñac del cocinero.
Tampoco en la cocina encontró alivio alguno.
19.35 Gabinete de la primera ministra
El peinado ya no estaba tan perfecto. Un rizo teñido y tieso caía sobre sus ojos, y notó que tenía perlas de sudor en el labio superior. Agarró nerviosa el bolso y lo abrió para sacar un pañuelo recién planchado. Lo apretó primero contra sus labios y luego sobre la frente.
Iba a entrar. Tal vez hubiera sucedido algo. Birgitte Volter había desconectado el teléfono, así que tendría que llamar a la puerta. Puede que la primera ministra se encontrara indispuesta. Últimamente parecía bastante estresada. Aunque Wenche Andersen tenía serios prejuicios sobre su estilo algo descuidado e informal, no podía dejar de reconocer que era muy amable. En cambio, esa semana había actuado de forma casi arisca, daba la impresión de estar medio enfadada y se irritaba con facilidad. ¿Estaría enferma? Iba a entrar. Ahora.
Pero, en lugar de molestar a la primera ministra, fue otra vez al cuarto de baño. Se tomó su tiempo delante del espejo. No había nada que mejorar. Se lavó las manos de forma lenta y pausada y sacó un tubo pequeño de crema del armarito que había debajo del lavabo. En realidad no le hacía falta y le dejaba las manos pegajosas, pero eso le llevaría un rato. Se frotó concienzudamente los dedos, notando cómo su piel absorbía la crema. Sin querer, volvió a mirar la hora y respiró con dificultad. Solo habían pasado cuatro minutos y medio. Las pequeñas manecillas de oro estaban casi paradas. Volvió a su sitio, preocupada y desesperada. Hasta el sonido de la puerta del cuarto de baño que se cerraba tras ella le dio miedo.
Ahora tenía que entrar. Wenche Andersen se incorporó a medias, dudó un poco y volvió a sentarse. La orden había sido meridianamente clara. Birgitte Volter no quería ser molestada. «Para nada». Pero la primera ministra tampoco le había dicho que pudiera irse a casa, y sería impensable dejar el despacho antes de que se lo indicaran. Ahora entraría. Tenía que entrar.
Con la mano sobre el pomo, acercó el oído a la puerta. Ni un sonido. Golpeó con cuidado la madera con el dedo índice. Seguía sin oírse nada. Abrió y repitió el gesto en la puerta interior. No sirvió para nada; nadie dijo «Entre» o «No moleste». Nadie dijo nada, y a Wenche Andersen ya no le sudaba solo el labio superior. Con cuidado y titubeando, reservándose la posibilidad de cerrar a la velocidad del rayo si la primera ministra estuviera profundamente concentrada en algo de gran importancia, entreabrió la puerta. Pero, al abrirla apenas unos diez centímetros, no vio más que una parte del rincón para las visitas con su mesa redonda.
Por fin, Wenche Andersen se sintió invadida por la decisión que le había faltado durante horas y abrió la puerta de par en par.
—Discúlpeme —dijo en voz alta—, siento molestar pero…
No tenía sentido decir nada más.
La primera ministra Birgitte Volter estaba sentada en su silla con el cuerpo caído sobre el escritorio. Recordaba a una estudiante en una lujosa sala de lectura de una biblioteca bien entrada la noche en época de exámenes. Solo quería dormir unos instantes, descansar. Wenche Andersen estaba en la puerta, a unos seis metros y medio de distancia, pero podía verla de todas formas: la sangre, que había formado un gran lago estancado sobre la propuesta de colaboración con el espacio Schengen, era muy visible. Tanto que Wenche Andersen ni siquiera se acercó a su jefa muerta para intentar ayudarla, llevarle un vaso de agua u ofrecerle un pañuelo para que limpiara esa porquería.
En lugar de eso, cerró con mucho cuidado, pero ahora sí, con gran determinación, las puertas que daban al despacho de la primera ministra. Dio la vuelta a su mostrador y descolgó el teléfono que tenía línea directa con la comisaría central de Oslo y su unidad operativa. Sonó una sola vez antes de que contestara una voz de hombre.
—Deben venir inmediatamente —dijo Wenche Andersen con voz apenas temblorosa—, la primera ministra ha muerto. Le han disparado. Birgitte Volter ha sido asesinada. Tienen que venir.
Colgó y cogió otro teléfono para hablar con la central de vigilancia.
—Llamo del gabinete de la primera ministra —dijo ya más tranquila—. Cierren el edificio. Que no entre ni salga nadie. Solo la policía. No olviden el garaje.
Cortó la comunicación sin esperar respuesta y marcó otro número de cuatro cifras.
—Planta quince —contestó el hombre que se encontraba una planta más abajo, en la jaula de cristal antibalas, la esclusa que daba paso al recinto más sagrado: las oficinas del primer ministro del reino de Noruega.
—Llamo del gabinete de la primera ministra —dijo una vez más—. La primera ministra ha muerto. Pongan en marcha el plan de emergencia.
Y así Wenche Andersen continuó cumpliendo con su deber como siempre lo había hecho: de forma sistemática y sin cometer errores. Lo único que podía delatar que ese viernes por la noche había ocurrido algo extraordinario eran dos manchas violáceas que se iban haciendo cada vez más grandes en sus mejillas, y que pronto cubrirían su rostro por completo.
19.50 Redacción del diario Kveldsavisen (KA)
Los padres de Liten Lettvik bautizaron a su niñita rubia con el nombre de Lise Anette, a pesar de que tenía una hermana un año mayor que sin lugar a dudas lo contraería en «Liten». Poco sospechaban entonces que cincuenta y tres años más tarde pesaría noventa y dos kilos y fumaría veinte puritos al día. O que bebería whisky a diario, justo al límite de lo que su castigado hígado podía resistir. Todo en ella incitaba a la burla, desde su melena gris sobre un rostro marcado por treinta años de trabajo en la redacción, hasta su fidelidad al derecho adquirido en los años setenta de no llevar sujetador. Pero nadie se reía de Liten Lettvik. Al menos, no en su presencia.
—¿Qué coño hace un magistrado del Supremo con la primera ministra un viernes por la noche? —murmuró para sí mientras se colocaba los pechos que se deslizaban hacia sus axilas y finalmente encontraban apoyo sobre sus bien acolchadas caderas.
—¿Qué has dicho?
El chaval que tenía delante era su perrito faldero. Estaba esquelético, medía un metro noventa y seis y todavía tenía acné. Liten Lettvik despreciaba a la gente como Knut Fagerborg. El chico estaba haciendo unas prácticas de seis meses en el KA. Esos jovenzuelos eran los periodistas más peligrosos del mundo y Liten Lettvik lo sabía. Ella también había sido becaria, y aunque hacía ya mucho tiempo y las circunstancias en la prensa noruega de aquella época eran muy distintas, reconocía el tipo. Pero Knut le resultaba útil. Como todos los demás, le profesaba una admiración sin límites. Creía que ella le conseguiría una prolongación de su período de prácticas. Estaba completamente equivocado. Pero, mientras tanto, le servía.
—Es curioso —dijo otra vez, más para sí misma que para responder a Knut Fagerborg—. Esta tarde he llamado al Supremo y he preguntado por Grinde. Es jodidamente difícil averiguar algo de lo que está haciendo ese comité suyo. Una jovencita de su equipo dejó escapar que estaba con la primera ministra. ¿Por qué demonios estaría allí?
Levantó los brazos y se desperezó. Knut reconoció el olor del perfume Poison. No hacía mucho que había tenido que ir a urgencias para que le dieran antihistamínicos después de pasar una noche con una mujer con el mismo gusto.
—¿Qué quieres? —preguntó Liten de pronto, como si acabara de reparar en su presencia.
—Algo está pasando. La radio de la policía se ha vuelto loca durante un rato y ahora está en completo silencio. Nunca he visto algo así.
No es que a los veinte años Knut Fagerborg hubiera vivido gran cosa, pero Liten estaba de acuerdo. Resultaba muy extraño.
—¿Has oído algo en la calle? —preguntó ella.
—No, pero…
—¡Chicos! —Un cuarentón que vestía una chaqueta de tweed entró en la redacción arrastrando los pies—. Pasa algo en la torre del gobierno. Montones de coches y mucho jaleo, y están poniendo barreras. ¿Sabéis si la primera ministra espera visita de algún jefazo extranjero?
—¿Por la noche? ¿Un viernes por la noche?
A Liten Lettvik le dolía la rodilla izquierda. Sufrió molestias en esa misma rodilla dos horas antes de que la plataforma petrolífera Kielland se inclinara y se hundiera. Tuvo unos dolores insufribles el día anterior al asesinato de Palme. Por no hablar de que tuvo que ir cojeando a urgencias la noche después de que estallara la crisis del Golfo. Le sorprendió que la señal hubiera llegado tarde, hasta que esa misma noche supo que el rey Olav había fallecido.
—Acércate a investigar. —Knut se marchó—. Por cierto, ¿conocéis a alguien que tuviera un hijo en el sesenta y cinco?
Liten Lettvik se rascó la rodilla con dificultad y jadeó mientras se clavaba el borde de la mesa en la tripa.
—¡Yo nací en el sesenta y cinco! —gritó una mujer que vestía con garbo un traje de color lila y traía dos carpetas del archivo.
—Eso no me vale —dijo Liten Lettvik—, estás viva.
20.15 Gabinete de la primera ministra
Billy T. sintió algo parecido a la nostalgia. Le agarró de la boca del estómago y tuvo que respirar profundamente varias veces para despejarse la cabeza.
El despacho de la primera ministra resultaría bastante elegante si no fuera porque ella estaba muerta, con la cabeza apoyada sobre sus papeles; un insulto literalmente sangriento al decorador de interiores que había elegido con esmero el gran escritorio con la parte frontal ovalada. Las formas sinuosas y ondulantes se repetían en varias zonas de la habitación, entre otras en una librería que resultaba muy decorativa pero que, debido a la ausencia de líneas rectas, parecía completamente inútil. Y, ciertamente, no contenía muchos libros. El despacho era rectangular, con los sofás para las visitas en un extremo y el escritorio con dos sillas delante en el otro. No había nada que con justicia pudiera llamarse lujoso. El cuadro que colgaba tras el escritorio era grande, aunque bastante feo, y Billy T. no consiguió reconocer a su autor. Lo primero que pensó mientras miraba a su alrededor fue que había visto despachos más exclusivos en otros lugares del país. Aquella era una estancia completamente socialdemócrata, un despacho prudente para un primer ministro que sus visitantes noruegos aprobarían con un movimiento de cabeza, pero que mandatarios de otras partes del mundo encontrarían espectacularmente poco llamativo. Había una puerta en cada extremo; Billy T. acababa de entrar por una de ellas y la otra conducía a un pequeño cuarto de estar con ducha y aseo.
El médico estaba pálido y tenía la chaqueta gris manchada de sangre. Le estaba costando quitarse los guantes de látex, y Billy T. creyó percibir un toque de solemnidad en su voz.
—Supongo que la primera ministra murió hace tres o cuatro horas, pero de momento es solo una suposición muy preliminar. Doy por supuesto que la temperatura de la habitación ha sido constante, al menos hasta que llegamos nosotros.
Por fin los guantes cedieron, despegándose de sus dedos con un chasquido, y se los guardó en el bolsillo de su chaqueta de tweed. El médico pareció armarse de valor para decir:
—Le han disparado en la cabeza.
—Eso ya lo veo —murmuró Billy T.
El jefe de sección le lanzó una mirada de advertencia.
Billy T. captó la indirecta. Se giró hacia los tres técnicos de escenas del crimen que ya estaban haciendo su trabajo, el mismo que habían realizado en muchas ocasiones anteriores: fotografiaban, medían, aplicaban con un pincel el polvo para tomar huellas dactilares, moviéndose por la gran oficina con una delicadeza que sorprendería a alguien que no los hubiera visto antes. Fingían que estaban acostumbrados a aquello, que era una práctica rutinaria. Pero en el ambiente de la estancia podía respirarse algo casi sagrado, ni rastro del humor negro que solían destilar, una opresión que aumentaba a medida que subía la temperatura. No había nada que invitara a tomarse a la ligera la muerte de una primera ministra.
Siempre que estaba cerca de un cadáver, Billy T. volvía a descubrir que nada se presenta tan despojado como la muerte. Veía a esa mujer que apenas tres horas antes dirigía el país, esa mujer a la que en realidad no conocía, pero que estaba cada día en la televisión, en los periódicos, en la radio. Ver a Birgitte Volter, la quintaesencia de un personaje público, muerta sobre su escritorio resultaba peor, más embarazoso y vergonzante, que verla sin ropa. Billy T. se dio la vuelta y fue hacia la ventana.
El Ministerio de Economía estaba a la izquierda, mucho más abajo. El edificio parecía encogerse enojado por la reciente, sofisticada y cara rehabilitación de su vecino el Tribunal Supremo. Algo más alejado, hacia el sudoeste, Billy T. podía ver el tejado del Congreso de los Diputados, bastante modesto cuando se vislumbraba desde el penúltimo piso de la torre del gobierno. La cúpula estaba coronada por un estandarte de mástil algo maltrecho e impotente. El poder ejecutivo, legislativo y judicial siguiendo una línea no del todo recta. «Y la calle Aker hilvanándolo todo», pensó Billy T., mirando de nuevo hacia el interior del despacho.
—¿Armas? —preguntó a un joven guardia que se había acercado a la puerta.
Negó con la cabeza mientras bebía agua de un vaso de plástico que devolvió con mucho cuidado a una joven policía de uniforme.
—No.
—¿No?
—Aún no, nada. —Se limpió la boca con la manga de la chaqueta—. Seguro que la encontraremos. Debemos seguir buscando. Aseos, pasillos, descansillos. ¡Maldita sea! Este edificio es un mastodonte. Pero lo más probable es que no esté aquí dentro. El arma, digo.
—Y este mastodonte está lleno de gente incluso un viernes por la tarde —dijo el jefe de sección un tanto sorprendido—. Se están reuniendo en la cafetería de la planta baja. De momento hay como mínimo sesenta o setenta personas.
Billy T. maldijo en voz baja.
—Tiene que haber por lo menos cuatrocientos malditos despachos en este bloque. ¿Pedimos refuerzos? —preguntó con una sonrisa forzada mientras se pasaba la mano por el cráneo afeitado.
—Por supuesto —dijo el jefe de sección—, tenemos que encontrar el arma, claro.
—Nunca hay que dar nada por descontado —dijo Billy T. con el volumen justo para que nadie pudiera oírle.
Quería marcharse. Allí no hacía falta. Sabía que los días, las semanas, tal vez los próximos meses serían un verdadero infierno. Les esperaba un largo estado de excepción. Ni un solo día libre, nada de vacaciones. Sin tiempo para los niños, cuatro chicos que al menos deberían poder contar con él los fines de semana. Pero aquí no le necesitaban, ahora no, en aquel despacho rectangular con vistas privilegiadas sobre la noche de Oslo bellamente iluminada y con una mujer muerta sobre su escritorio.
La sensación de soledad volvió a invadirle. Eso era: soledad y nostalgia. La echaba de menos, a ella, su compañera y única confidente. Debería haber estado allí; juntos eran invencibles, pero cuando estaba solo sentía que sus dos metros de altura y el crucifijo que colgaba invertido de su oreja no servían de nada. Apartó la vista del charco de sangre sobre el que descansaba la cabeza destrozada de la mujer.
Se dio la vuelta y se llevó una mano al pecho. Hanne Wilhelmsen estaba en Estados Unidos y no volvería hasta Navidad.
—¡Mierda, Billy T.! —susurró el policía que había bebido agua—. Me encuentro muy mal. No me había pasado nunca. Nunca en la escena de un crimen desde que estaba en formación.
Billy T. no contestó. Se limitó a observar al hombre un instante y le dedicó un gesto fugaz, que con un poco de buena voluntad podría interpretarse como una sonrisa. Él también se sentía fatal.
20.30 Redacción del diario KA
—Debe de pasar algo gordo —jadeó Knut Fagerborg quitándose la cazadora vaquera forrada de borreguillo—. Mogollón de gente, montones de coches y barreras por todas partes, y todo tan silencioso… ¡Joder! ¡Todo el mundo está superserio!
Se dejó caer sobre una silla demasiado baja para él y sus piernas se desparramaron por todos lados, parecía una araña. A Liten Lettvik le dolía intensamente la rodilla izquierda. Se puso de pie y apoyó la pierna con mucho cuidado, mientras iba aumentando la presión sobre el suelo con enorme prudencia.
—Quiero verlo —dijo sacando una cajetilla de puritos.
Encendió uno despacio, con mucha ceremonia, mientras Knut Fagerborg levantaba los pies sin moverse del sitio, impaciente por salir corriendo hacia la torre.
—Creo que tienes razón —confirmó Liten sonriendo—. Definitivamente, esto es algo gordo.
Y salió cojeando de la redacción.
20.34 Residencia de Skaugum, en Asker
El coche oficial negro se paró con suavidad frente a la entrada de la residencia real en Asker, más o menos a media hora de la ciudad. Un hombre alto y delgado que vestía traje oscuro abrió la puerta trasera derecha antes de que el coche se detuviera por completo y bajó. Se arrebujó dentro de su gabardina y se dirigió hacia la entrada dando largas zancadas. A mitad de camino se tambaleó ligeramente, tan solo un instante, y recuperó el equilibrio separando un poco los pies.
Un hombre uniformado le abrió y le acompañó inmediatamente hasta una habitación con aires de biblioteca. En voz baja, pidió al ministro de Asuntos Exteriores que esperara. El hombre había hecho un gesto de sorpresa cuando el recién llegado se negó a entregarle su gabardina para guardarla en algún lugar más adecuado. La figura desgarbada del ministro de Asuntos Exteriores aguardó sentada en una silla barroca e incómoda y daba la sensación de que le faltara espacio. Se ciñó la gabardina con más fuerza en torno al cuerpo, a pesar de que no tenía frío.
El rey estaba en la puerta. Vestía de manera informal, un pantalón gris y el cuello de la camisa desabrochado. Su rostro mostraba una expresión aún más preocupada de lo habitual, y su mirada se percibía intranquila tras los pesados párpados que solo dejaban ver la parte inferior del iris. No sonrió, y el ministro de Exteriores se levantó precipitadamente y le tendió la mano.
—Me temo que tengo muy malas noticias, majestad —dijo en voz baja, y tosió ligeramente tapándose la boca con el puño izquierdo.
La reina había entrado siguiendo a su consorte. Se detuvo a unos dos metros de la puerta; en la mano llevaba una bebida con hielos que tintineaban con un aire doméstico, como una invitación a una agradable velada casera. Llevaba un modelo de pantalón vaquero adecuado para mujeres de cierta edad y un colorido jersey estampado con vacas rojas y negras. Su gesto era profesional, pero no podía ocultar una cierta curiosidad por la visita.
El ministro de Exteriores se sintió mal. Parecía que sus majestades estaban pasando algo tan poco habitual como una tarde tranquila en casa. De todas formas, no eran los únicos que verían cómo se frustraba su velada. Saludó a la reina con una breve inclinación de cabeza, volvió a mirar al rey a los ojos y continuó:
—La primera ministra Volter ha muerto, majestad. Le han pegado un tiro esta tarde.
Sus majestades intercambiaron una mirada y el rey se frotó despacio entre los ojos. Se hizo un largo silencio.
—Creo que será mejor que el ministro tome asiento —dijo por fin el rey señalando la silla de la que el hombre alto y moreno acababa de levantarse—. Siéntate y cuéntanos lo ocurrido. Tal vez quieras darme la gabardina.
El ministro de Exteriores se miró con un gesto que parecía indicar que ni siquiera era consciente de que la llevaba puesta. Se la quitó con torpeza y pensó que sería demasiado dársela al rey, así que optó por colgarla del respaldo de la silla y se sentó de nuevo.
La reina le rozó levemente el hombro con la mano cuando pasó a su lado para sentarse unos metros más allá; un gesto consolador de una mujer que había percibido que tras los gruesos, muy gruesos cristales de las gafas del ministro se intuían las lágrimas.
—¿Quieres una copa? —preguntó en voz baja, pero el hombre negó casi imperceptiblemente con un movimiento de cabeza y volvió a carraspear, esta vez de forma prolongada e intensa.
—No, creo que no. Esta va a ser una noche muy larga.
20.50 Calle Ole Brumm, 212
—Le acompaño en el sentimiento de tooodo corazón —dijo el obispo de Oslo intentando captar la mirada del hombre que tenía delante.
Pero no lo consiguió. Roy Hansen había sido la pareja de Birgitte Volter durante treinta y cuatro años, de los cuales habían estado casados treinta y tres. Los dos tenían apenas dieciocho jovencísimos años cuando se celebró su boda y, a pesar de algunas etapas turbulentas, las habían capeado todas y seguido juntos cuando todos a su alrededor parecían querer demostrar que era imposible que un matrimonio durara toda la vida en un ambiente urbano y febril. Birgitte no era solo una parte importante de su vida, en muchos sentidos era su vida, algo que había considerado una consecuencia natural de que los dos hubieran decidido apostar por la carrera de ella. Ahora estaba sentado en el sofá mirando fijamente hacia un punto inexistente.
La secretaria general del Partido Laborista estaba junto a la puerta de la terraza y parecía muy incómoda con la presencia del obispo, algo muy lógico dado que había manifestado su protesta por la visita del religioso.
—Yo sí les conocía —exclamó—. ¡Por Dios! Si Birgitte ni siquiera era miembro de la Iglesia.
Pero las tradiciones estaban hechas para ser seguidas. Sobre todo en aquel momento en el que todo era tan difícil, una locura inimaginable, y había que desempolvar el manual para gestionar la crisis, que se convertía en algo muy distinto a un simple libro que descansaba en un cajón por si acaso sucedía lo que se suponía que nunca ocurriría.
—Preferiría que se marchara —susurró Roy Hansen, sentado en el sofá.
El rostro del obispo expresó incredulidad, pero duró solo un instante. Se controló y consiguió recuperar su dignidad obispal.
—Es un momento muy duro —continuó arrastrando las erres con su acusado acento del oeste del país—. Siento un gran respeto por tu deseo de estar solo. Tal vez podamos avisar a alguien. ¿Algún familiar, quizá?
Roy Hansen seguía observando fijamente algo que los demás no podían ver. No lloraba, su respiración era lenta y acompasada, pero de sus ojos azul pálido caía una silenciosa riada de lágrimas, un pequeño río que hacía mucho que había desistido de secar.
—Ella puede quedarse —dijo sin mirar a la secretaria general del partido.
—En ese caso me retiro —afirmó el obispo sin hacer amago de levantarse—. Rezaré por ti y por tu familia. Y, por favor, no dejes de llamarme si hay algo que yo u otra persona podamos hacer por ti.
Seguía sin moverse. La secretaria general estaba junto a la puerta y tuvo ganas de abrirla para acelerar la marcha de aquel hombre, pero había algo en la situación que hizo que se quedara completamente quieta. Los minutos pasaban y solo se oía el tictac de un reloj de mesa con caja de roble. De pronto dio nueve lentas campanadas, forzadas, titubeantes, como si no quisiera que la noche avanzara.
—Bien —suspiró pesadamente el obispo—. Me marcho.
Cuando por fin salió de la habitación, la secretaria general lo acompañó, cerró la puerta tras él y volvió al salón. Roy Hansen la miró por primera vez, una mirada desesperada que se perdió en una mueca cuando empezó a llorar de verdad. La secretaria general se sentó a su lado y él descansó la cabeza en su regazo mientras respiraba con dificultad.
—Alguien tiene que hablar con Per —sollozó—, no tengo fuerzas para hablar con Per.
21.03 Calle Odin, 3
El hígado era de primera calidad. Lo sostuvo bajo su nariz y acercó un momento la lengua a la carne pálida. Cuando se trataba de hígado de ternera, el carnicero de Torshov era el único del que se fiaba de verdad. Aunque no le quedara cerca, merecía la pena dar un rodeo.
Había comprado las trufas en Francia tres días antes. Normalmente se conformaba con las de lata, pero cuando se presentaba la ocasión, lo que ocurría con relativa frecuencia, no había nada que pudiera compararse con las trufas frescas.
Ding dong.
Tenía que hacer algo con ese timbre. Emitía un sonido atonal y carente de armonía, y le hacía dar un respingo cada vez que llamaban. Echó una mirada a su reloj de pulsera. No esperaba a nadie. Era viernes y la fiesta sería al día siguiente. Camino de la puerta, se detuvo repentinamente y esperó un instante. Luego se dirigió con aire decidido a la mesa de salón de roble macizo y agarró el objeto que había sobre ella. No lo pensó más: abrió una de las puertas con parras talladas del aparador y lo metió detrás de la ropa blanca, debajo de un mantel que su madre había tejido hacia 1940. Empujó la puerta y se secó las manos contra el pantalón de franela. Luego salió para ver quién llamaba.
—¿Benjamin Grinde?
Fue la mujer quien preguntó. Tendría cuarenta y tantos años y llevaba tres rayas en los hombros del uniforme. Parecía sentirse cómoda con él: le quedaba bien y favorecía el pecho generoso que se intuía bajo la chaqueta abrochada. Pero no parecía en absoluto que encontrara algo agradable en la tarea que estaba a punto de desempeñar. No le miró a los ojos y fijó la vista en un punto que parecía encontrarse diez centímetros por encima de su cabeza. Junto a ella estaba un hombre un poco más joven que llevaba gafas y tenía una barba densa y bien cuidada.
—Sí —dijo Benjamin Grinde, apartándose a un lado y abriendo la puerta del todo como una invitación a los dos policías.
Intercambiaron una breve mirada y decidieron seguir al juez del Supremo mientras se dirigía al salón.
—Supongo que me van a contar de qué se trata —dijo señalando el sofá con las palmas levantadas.
El juez tomó asiento en un gran sillón de orejas. Los policías permanecieron de pie, él detrás del sofá, toqueteando tímidamente una costura de la piel sin levantar la vista.
—Nos gustaría que nos acompañara a la comisaría —carraspeó la mujer, que cada vez parecía sentirse más incómoda—. Nosotros… bueno, los abogados del cuerpo querrían que mantuviera con ellos una… conversación, digamos.
—¿Conversación?
—Interrogatorio —dijo el de la barba alzando la cabeza—, queremos tomarle declaración.
—¿Interrogarme? ¿Sobre qué?
—Lo sabrá cuando lleguemos. Quiero decir, cuando lleguemos a la comisaría.
El juez del Supremo Benjamin Grinde miró primero a la mujer y luego al hombre. Después se echó a reír. Una risa grave y agradable; la situación parecía divertirle sobremanera.
—Supongo que entendéis que conozco las reglas de este juego: con la ley en la mano, no tengo por qué ir con vosotros a ninguna parte. Por supuesto que quiero colaborar, pero para eso necesito saber de qué se trata.
Se levantó y, en un acto de demostración de lo seguro que estaba de sí mismo, fue a la cocina. Regresó al momento con su copa de coñac. La levantó hacia ellos con un gesto elegante, como si ya hubiera empezado la celebración de su cumpleaños.
—Supongo que no beben cuando están de servicio —dijo sonriendo, y volvió a sentarse tranquilamente después de coger un periódico que estaba en el suelo, junto a la butaca.
La agente estornudó.
—Jesús —murmuró Benjamin Grinde mientras colocaba torpemente el diario sobre la mesita; de alguna extraña manera, el tono rosado del papel hacía juego con el mobiliario.
—Creo que debería acompañarnos —carraspeó la mujer empleando un tono más decidido—. Tenemos una orden de arresto, por si acaso…
—¡¿Orden de arresto?! ¿Por qué razón, si es que puede saberse?
El periódico se había vuelto a caer al suelo y Grinde se había inclinado hacia delante.
—Francamente —dijo ella, colocándose delante del sofá y tomando asiento—, ¿no sería mejor que se limitara a acompañarnos? Lo ha dicho usted mismo: sabe cómo funcionan las cosas, y será un disparate y se armará un gran embrollo si le detenemos. Piense en la prensa, por ejemplo. Es mejor que se limite a venir con nosotros.
—Quiero ver esa orden.
Su voz sonó fría, dura e imposible de contradecir.
El hombre joven tiró con torpeza de la cremallera del bolsillo interior de su chaqueta y sacó por fin un documento azul. Se quedó dudando mientras miraba a su colega más experimentada para saber qué hacer. Ella asintió con la cabeza y Benjamin Grinde cogió el papel. Lo desdobló, lo colocó sobre su rodilla y lo alisó varias veces con la mano. Para colmo, habían incluido su título completo: «Doctor en derecho, licenciado en medicina, juez del Tribunal Supremo Benjamin Grinde». Acusado de haber infringido el artículo 233 del Código Penal «al haber…».
Cuando leyó la descripción del hecho en el que se basaba la orden, no solo se quedó pálido. Su tez adquirió un tono grisáceo bajo el discreto bronceado y, como por arte de magia, su piel se humedeció.
—¿Está muerta? —susurró sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Birgitte ha muerto?
Los dos oficiales intercambiaron una breve mirada y pensaron exactamente lo mismo: o ese hombre no tenía ni idea de lo que había ocurrido, o debería añadir «primer actor del Teatro Nacional» a su ya impresionante título.
—Sí, está muerta.
Fue la mujer quien contestó, y por unos instantes pensó que Benjamin Grinde iba a desmayarse. Su rostro mostraba un color horrible, y si no fuera porque parecía estar en muy buena forma hubiera temido por su corazón.
—¿Cómo?
Benjamin Grinde se había puesto de pie, pero parecía estar encogido, con los hombros caídos y redondeados como el cuerpo de una botella. Había dejado la copa de coñac sobre la mesa con un gesto brutal, y el líquido dorado salpicó y lanzó destellos a la luz de la araña que colgaba sobre la mesa del comedor.
—No podemos contárselo, entiéndalo —dijo la mujer, reflejando cierta ternura en su voz, algo que molestó a su colega e hizo que la interrumpiera bruscamente.
—Ahora sí que nos acompañará, ¿no?
Sin responderle, Benjamin Grinde dobló con sumo cuidado y precisión el papel azul antes de guardárselo en el bolsillo sin dudar un momento.
—Claro que iré con ustedes —murmuró—. No hará falta que me detengan.
Frente al antiguo y venerable edificio de Frogner había aparcados cinco coches de policía. Mientras entraba en el asiento trasero de uno de ellos, vio que dos policías uniformados desaparecían en su portal. Supuso que iban a hacer guardia ante la puerta de su piso. Tal vez estaban esperando la llegada de una orden de registro. Se abrochó el cinturón de seguridad y se dio cuenta de que le temblaban las manos, y mucho.
21.30 Calle Kirkeveien, 129
El teléfono no había parado de sonar en toda la tarde. Al final lo desconectó. Era viernes y quería librar. Librar de verdad. Sinceramente, bastante tiempo pasaba a diario entre la oficina y el Congreso como para que también le fastidiaran la noche del viernes. Las niñas habían salido, las dos; en plena adolescencia apenas las veía. Ahora mismo, casi lo prefería así. Estaba cansada y se encontraba medio indispuesta; había dejado el busca en el fondo de un armario, a propósito, aunque en teoría tenía obligación de estar siempre localizable. Media hora antes había oído el sonido del fax en el cuarto de al lado recibiendo documentos, pero no tenía fuerzas para ir a ver de qué se trataba. En vez de eso, se preparó un Campari con poca tónica y mucho hielo, puso los pies sobre la mesa y empezó a buscar alguna serie de detectives entre los montones de canales que no había llegado a controlar del todo. La televisión nacional NRK era la apuesta más segura.
Todavía estaba el logo del informativo. ¿A las nueve y media? Serían las noticias de la noche, pero para eso aún era pronto. Se levantó para coger un periódico, y entonces vio el texto que aparecía en vertical en la parte derecha de la pantalla. «Especial», era una edición especial. Se quedó parada con el vaso de Campari en la mano. El hombre de cabello rubio y escaso y ojos cansados parecía estar al borde del llanto y carraspeó antes de empezar a hablar.
«La primera ministra Birgitte Volter ha muerto a los cincuenta y un años. Le han disparado en su despacho de la torre del distrito de gobierno a última hora de la tarde».
El vaso de Campari cayó al suelo. Por el ruido que hizo supo que no se había roto, pero la alfombra blanca de pelo largo nunca volvería a ser la misma. Ni siquiera le echó un vistazo mientras volvía a sentarse lentamente en el sofá.
—Muerta —susurró—. ¿Birgitte? Muerta… ¡a tiros!
«Pasamos la conexión a la sede del gobierno».
Un joven de aspecto febril, que parecía muy menudo por efecto del gigantesco anorak que llevaba puesto, miraba fijamente y con los ojos muy abiertos a la cámara oscilante.
«Sí, estoy frente a la sede del gobierno y acabamos de obtener la confirmación de que, en efecto, Birgitte Volter ha… —era evidente que tenía grandes dificultades para encontrar las palabras apropiadas a la situación, ni siquiera había tenido tiempo de ponerse un traje oscuro, como sí lo había hecho el periodista del estudio, y tartamudeaba y tosía de vez en cuando—… fallecido. Por lo que sabemos ha recibido un balazo en la cabeza y tenemos informaciones que indican que murió de forma instantánea».
Ya no supo qué más decir. No paraba de tragar saliva, y estaba claro que el cámara no sabía si mantenerle enfocado. La imagen se movió desde el reportero intensamente iluminado por el foco hacia el grupo de personas que se agrupaba frente al edificio en un silencio expectante. La policía estaba prácticamente desbordada intentando mantener a curiosos y periodistas al otro lado de la cinta blanca y roja.
Birgitte había muerto. La voz del informativo se alejó y se sintió mareada. Puso la cabeza entre las rodillas e intentó alcanzar uno de los hielos caídos sobre la alfombra. Estaba lleno de pelusas, pero se lo pasó por la frente y notó un ligero alivio. El hombre del estudio estaba realizando una heroica labor de salvamento en favor de su joven y poco experimentado colega de la calle.
«¿Sabes si han detenido a alguien?».
«No, no hay nada que indique que sea así».
«¿Y qué hay del arma? ¿Se sabe algo más sobre el tipo de arma utilizado?».
«No, solo hemos podido saber que Birgitte Volter ha muerto, que le han disparado».
«¿Qué está ocurriendo ahora mismo en el entorno de la sede del gobierno?».
Y así siguieron durante lo que a la ministra de Sanidad Ruth-Dorthe Nordgarden le pareció una eternidad, sin enterarse de casi nada de lo que decían. Después de un rato dejaron de enfocar el bloque gubernamental para pasar la conexión al Congreso, donde un grupo de compungidos líderes parlamentarios entraban apresuradamente en el edificio mientras les filmaban.
—¡El teléfono!
Lo conectó de nuevo y tardó tan solo unos segundos en sonar. Cuando colgó únicamente podía preguntarse si iba a perder su puesto. Fue al dormitorio y sacó el busca del fondo del armario mientras intentaba encontrar algo apropiado que ponerse. Negro. Tenía que ir de negro. Pero, por otra parte, lucía una palidez invernal y el negro no le sentaría bien. Sabía que era guapa, lo sabía muy bien, lo tenía tan claro como para no elegir un vestido negro en abril. Tendrían que conformarse con un vestido marrón. Algo oscuro.
Se le había pasado el susto y empezaba a sentir una incipiente irritación. Era un momento especialmente poco oportuno para ir a morirse. Le venía muy, muy mal. El vestido marrón de pana tendría que valer.