Prólogo

Quizá no hay hombre que, para escribir, no se desdoble en otro o, por lo menos, no exagere sus singularidades y certidumbres. Bernard Shaw declaró que el célebre G. B. S. no era mucho más real que una jirafa de pantomima; el modesto periodista Walt Whitman se transformó, venturosamente, en todos los habitantes del planeta, incluido el lector; Valle-Inclán se promovió a duelista y a aristócrata; el sedentario y pusilánime Léon Bloy se bifurcó en dos seres iracundos: el francotirador Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que conocemos y que, para las generaciones actuales, será el verdadero Léon Bloy. Forjó un estilo inconfundible que, según nuestro estado de ánimo, puede ser insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vividos de la literatura.

Uno de sus maestros, Carlyle, repitió que la historia universal es un libro que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben; otro, el visionario Swedenborg, vio en todas las criaturas que nos rodean, animales, vegetales o minerales, correspondencias de hechos espirituales. Léon Bloy consideró el universo como una suerte de criptografía divina, en el que cada hombre es una palabra, una letra o, acaso, un mero signo de puntuación. Alegó el espacio cósmico; afirmó que sus abismos y luminarias no son más que una proyección de la conciencia humana. Opinó alguna vez que ya estamos en el infierno y que cada persona es un demonio encargado de torturar a su compañero.

Imparcialmente abominó de Inglaterra, a la que apodó la «isla infame», de Alemania, de Bélgica y de los Estados Unidos. Inútil agregar que fue antisemita, aunque uno de sus libros más admirables se tituló La salvación por los judíos. Denunció la perfidia italiana; llamó a Zola el cretino de los Pirineos; injurió a Renán, a France, a Bourget, a los simbolistas y, por lo general, al género humano. Escribió que Francia era el pueblo elegido y que las otras naciones deben limitarse a lamer las migajas que caen de su plato. Exaltó, sin embargo, «el alma de Napoleón» que no era precisamente francés.

Fue un ferviente católico galicano, no demasiado adicto a Roma.

No es improbable que los historiadores del porvenir lo vean como a un místico; nosotros, ante todo, vemos al despiadado panfletario y al inventor de cuentos fantásticos. Todos los de este volumen lo son, siquiera en su ambiente.

Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos, «Les captivs de Longjumeau», prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. En sus páginas pueden estudiarse las «simpatías y diferencias» de ambos maestros.

«La tisane» no desdeña el crimen; «Le vieux de la maison» es de algún modo su reverso, sin mengua de su horror; «La religión de M. Pleur» empieza, como los anteriores, de un modo atroz y culmina en una suerte de santidad; «Une idee mediocre» historia una situación imposible; «Terrible châtiment d’un dentiste» desciende sin temor a la consecuencia más inesperada de un homicidio; «Tout ce que tu voudras!» no elude la prostitución y el incesto; «La dernière cuite» refiere el caso de un hijo demasiado parecido a su padre; «Une martyre» prodiga la maledicencia, los anónimos y la quejumbre; «La taie d’argent» relata la historia de un hombre único que ve en un mundo de ciegos; «On n’est pas parfait» narra la seriedad profesional de un asesino cuya carrera queda truncada por un perdonable descuido; en «La plus belle trouvaille de Caín» vemos al fin al no menos temible que imaginario Marchenoir.

Wells logra siempre que sus invenciones más fantásticas parezcan reales, por lo menos durante el decurso de la lectura; Bloy, como Hoffmann y como Poe, prefiere hacerlas maravillosas desde el principio.

Nuestro tiempo ha inventado la locución «humor negro»; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de Léon Bloy

Jorge Luis Borges