El más hermoso
hallazgo de Caín

A Henry Hornbostel

No sé cómo, hacia el final de aquella memorable cena, se alcanzó ese grado de estupidez que consiste en hablar de los objetos hallados en lo que se llama, misteriosa y anfibológicamente, la vía pública.

Casi todos se valieron de esto para relatar aventuras referentes a tesoros perdidos, a bolsas de dinero con que tropezaron y que contenían grandes riquezas, aventuras en las cuales —se estaba obligado a reconocerlo— su desinterés había resplandecido. Algunos, menos ebrios, confesaron, con la cabeza gacha, que nunca habían hallado nada.

Fue entonces cuando, reuniendo con un amplio ademán todas las anteriores dispersas, el brillante escultor Pelópidas Gacougnolle nos interpeló:

—¿Saben ustedes —bramó— cuál fue, un día, el más hermoso hallazgo de Marchenoir?

Una colectiva negación de cabezas le reveló que no sabían absolutamente nada del asunto.

—Entonces, amigos míos, escuchen esto. La historia vale la pena que se la cuente.

—Es ampliamente sabido —comenzó—, que nuestro gran Inquisidor Literario ha sido el más indómito y calamitoso adolescente que haya enarbolado, sobre nuestras calles, el cataclismo de la levita o del pantalón[23]. No existen palabras para expresar la exuberancia de este miserable soñador. Recuerdo haberlo visto muchas veces en aquella época, y me siento tan orgulloso de eso que me cuesta concebir cómo la tierra puede sostenerme. ¡Ah, les hablo de un tiempo muy lejano! Yo no era todavía su amigo y de ningún modo presentía que lo llegaría a ser alguna vez. Tampoco sé si él había tenido alguna vez un solo amigo.

“Era un cochinillo tempestuoso y difícil que no se juntaba sino con las constelaciones. Se adivinaba su impaciencia ante toda otra promiscuidad y nadie, creo, hubiera emprendido la tarea de reclutar a ese primitivo.”

“Todos ustedes lo conocen demasiado como para que me fatigue en pintarles su retrato. Pero no sé si lo imaginan, a los dieciocho años, tal como lo representa un retrato feroz, pintado por él mismo con aceite de tiburón, y que sólo exhibe a sus más íntimos[24].”

“Aparece allí royéndose un puño en un amasijo de betún, de tierra de sombra y de carbonato de plomo, mirando al espectador con ojos terribles, sanguinolentos a fuerza de intensidad. Si no se ha visto aquello, no se ha visto nada…”

“Es la primera manera de nuestro héroe, quien quiso ser pintor mucho tiempo antes de sentirse escritor y que, ¡a fe mía!, hubiera sido en sus cuadros, precisamente, lo que es en sus temibles libros, el sedoso mastín y el caníbal celestial que admiramos.”

“Los ojos de ese retrato, dominadores hasta el punto de estremecer a un virtuoso de mi calidad, no fueron nunca, es cierto, esos ojos de inverosímil dulzura que el creador de los volcanes y las luminarias encendió tras de su frente lúgubre para confusión de los imbéciles.”

“Fueron suficientes, con todo, para dar lugar a un extraordinario parecido, que la longevidad más audaz no llegaría nunca a desmentir, porque son los ojos de su alma, los verdaderos ojos de su alma profunda, eternamente hambrienta de presentimientos divinos.”

“Por supuesto, cuando ejecuto esta exorbitante efigie, su instinto de prisionero en medio de los abismos de la insidia le advertía ya su execrable destino.”

“Sin duda alguna olfateaba las carroñas que habían de interponerse en su camino y cuyo hedor estuvo a punto de asfixiar a los trescientos leones que llevaba en sí.”

“¿Cómo no habría tenido la visión de ese porvenir infernal que nos vemos obligados a suponer adecuado a sus cualidades de gladiador? Porque no sé de ningún hombre a quien su naturaleza haya designado, como a él, a sufrir tragos amargos y refinadas vejaciones.”

“Los infortunados menos selectos tendrían que bendecirlo, ya que él fue y es aún el pararrayos aislado que atrae todas las descargas de la tormenta. Desde hace veinte años, ofrece el espectáculo milagroso de un blasfemo de la Canalla, absolutamente invencible y siempre sobre sus estribos, a pesar del remolino de los crápulas y el ciclón de los pusilánimes.”

“¡Ah, bien pudo vanagloriarse de haber sido abandonado, de haber visto desertar a valientes caballeros que decían ser sus amigos! Las amistades o las simples admiraciones que halló me parece se asemejan a esas graciosas cerillas que sólo se encienden ‘con la caja’, según la fórmula con que nos gratificó Septentrión.”

“El cielo me preserve de una jeremiada adicional acerca del cultivo de los afectos y la economía de los sentimientos. El hombre de quien hablo se ha expresado por otra parte de manera tan definitiva, que cualquier disertación sobre este punto sería por demás ociosa. Conocemos todos, el disgusto atroz de no haber nacido perros cuando el áspero destino nos rehusó el semblante de cerdo feliz…”

“Todo el mundo les dirá que este indigente famoso ha sido frenéticamente auxiliado por innumerables benefactores, y que apenas si las entrañas de la caridad contemporánea pueden curarse de los tumores que provocó su ingratitud.”

“Pero es en el mundo literario, sobre todo, donde pasa por haber perpetrado la depredación. Ni el más sucio aprendiz de escribiente deja de explotar de buena gana, como una cantera de diamantes, esa leyenda estereotipada que ha llegado a ser parecida a un intratable cálculo en el bajo reducto de las secreciones del periodismo.”

“Yo he curado algunos de estos valetudinarios provocadores mediante el expeditivo remedio de acariciarles los testículos con un puntapié. Recordaban entonces con precisión no haber conocido nunca al supuesto parásito. Marchenoir en persona operó a veces esas curas milagrosas y sus procedimientos, superiores a los míos, son tan infalibles que lo considero el más sublime oculista de la memoria, capaz, estoy persuadido, de operar de su catarata al Niágara…”

“Pero, ¡me estoy dejando llevar por los recuerdos!” —dijo Pelópidas, volviéndose a sentar.

Porque en ese momento se había levantado y caminaba dando zancadas y balanceando todo su cuerpo.

—Se me calienta la sangre cuando pienso en esos animales que matarían a un hombre superior para arañar tres centavos en el estiércol de los cinocéfalos influyentes de la alta alcurnia parisina. Decía, por lo tanto, que había conocido un poco a Marchenoir en la lejana época de su noviciado en las odiseas de la hambruna y el lecho miserable. Yo mismo era en aquel tiempo un pobre diablo, pequeño y bastante feo, un yesero holgazán que más a menudo paseaba su estampa por las avenidas del barrio que amasaba la arcilla de las academias. Yo era un juicioso aprovechador, uno de esos pícaros con varias caras que dramatizan el cuento del tío, y hubiera podido jugar tal vez alguna mala pasada a ese pobre tipo a quien veía pasar, de tarde en tarde, ante el taller, descifrando, con éxtasis, un pingajo de libro que parecía una continuación de sus sorprendentes harapos.

“Pero existía la leyenda instructiva de cierto carbuncloso de la calcografía a quien había, cierta vez, sumergido de la cabeza a los pies en una charca de barro, sin siquiera interrumpir su Lectura, y a quien luego puso a secar en equilibrio sobre la baranda de un balcón en el que el sol caía con rabia. Episodio que daba en qué pensar. Luego, a pesar de mi estupidez de entonces, lo grandioso de esa miseria obraba un poco sobre mí. Sentía, por lo menos, la presencia de un alma extraordinaria, y más tarde comprendí que era aquello precisamente lo que ponía en movimiento a las larvas de cucaracha que pululaban bajo nuestra piel cada vez que aparecía aquel insólito desventurado.”

“Sus harapos, lo aseguro, nada tenían de innoble. La pulcritud de su ropa ordinaria hecha jirones era, inclusive, un espectáculo curioso y conmovedor.”

“Tengo siempre ante los ojos cierto sombrero de elevada copa, adquirido Dios sabe en qué días lejanos y cuya ridiculez no podría ser superada sino por el inolvidable trabuco naranjero de Thorvaldsen[25], en aquel fresco escarnecido por los vientos, homenaje decrépito de la admiración de los daneses, sobre las paredes exteriores de su museo en Copenhague.”

“Vimos cómo ese sombrero, frecuentado por los meteoros, se transformaba con el curso de las estaciones y pasaba por todos los colores. El último estado fehaciente fue la espiral o caracol de Arquímedes, de circunvoluciones blanquecinas, que hacía aparecer a su propietario cubierto con un fragmento de columna retorcida extraída del derrumbe de alguna basílica portuguesa, fase decisiva a la que siguió, pocos meses más tarde, un hundimiento irremediable del que tres o cuatro granujas del taller fueron testigos absortos. Jamás podré expresar el cuidado con que acariciaba ese objeto indefinible.”

“Después de la catástrofe, anduvo por las calles con la cabeza descubierta.”

“No creo que nunca haya ido realmente descalzo, pero sus zapatos hubieran conseguido que se consideraran objetos mundanos las sandalias de los anacoretas más severos. Pido autorización para no insistir en este punto, que terminaría por ser tan extenso como El Paraíso perdido y que nos extenuaría tanto como los prefacios evangélicos del fin del mundo, si tuviera que detenerme en los detalles.”

“Serían necesarias hipérboles que ignoro para transmitir una noción sobre la apariencia de este aborigen de la desgracia, que a distancia de muchos años imagino otra vez pergeñado por la propia mano del Querubín de las Humillaciones. Y con esto ya tenemos bastante en cuanto a disgresión, y vuelvo entonces a mi historia.”

“Cuando tuve la suprema alegría, durante mucho tiempo esperada, de llegar a ser amigo y compañero de Marchenoir, fui testigo por desgracia impotente —no era rico entonces— de las mortificaciones sin número que una vieja propietaria le hizo soportar.”

“Debía varios meses y no conseguía, hiciera lo que hiciere, aplacarla. Aquella basura de mujer quería, a cualquier precio, que le entregara dinero.”

“No obstante ella lo cuidaba, pero como se observa a las ostras perlíferas en las pesquerías del Océano Indico, vigiladas continuamente por escualos atentos. Había embargado de la manera más rigurosa los pobres muebles, en sus tres cuartas partes destruidos, que había heredado de su madre y acechaba siempre la ocasión de despojarlo de los miserables ingresos que pudieran sobrevenir.”

“El infortunado inquilino estaba condenado a no salir de su habitación sino bajo el fuego de las reclamaciones de la buitre feroz, que lo injuriaba varias veces por día en presencia de todos los vecinos, y a menudo inclusive lo apostrofaba insolentemente en medio de las calles.”

“Señores: esa situación duró diez años. Marchenoir nunca alcanzaba a poder efectuar más que pagos parciales y no podía decidirse a emprender la fuga. Por la suma de tres o cuatrocientos francos, aquella menesterosa lo torturó durante cuarenta estaciones.”

“No se impacienten ustedes, por favor, que ya llego a mi historia. Pero lo que acaban de escuchar era necesario para que puedan experimentar la importancia única del hallazgo que hizo ‘aquella hermosa mañana de tan dulce verano’, a la hora subyugante en que las campanillas y los ranúnculos de los bosques abren sus cálices.”

“Hacía ya tres años que la compasión de las Oceánidas había conseguido liberar a nuestro Prometeo. Un primer éxito literario, obtenido a costa de inenarrables tormentos, le había permitido cortar por fin aquella cadena de ignominias y vivir casi tranquilo en un barrio solitario, infinitamente lejos de la horrible cárcel.”

“La imagen del cuervo femenino se esfumaba, se perdía cada vez más en la bruma, se volvía indiscernible, telescópica. Imposible volver a encontrar el clisé, ni siquiera en la más profunda de las letrinas de la memoria.”

“Un día de julio, casi de madrugada y cuando el despuntar del sol se anunciaba apenas, Marchenoir salió, según su costumbre, a tomar fresco sobre los bastiones y a leer algunas páginas de Saxo Gramático[26] o de la Cornocopia de Perotti[27].”

“Cuando había andado unos sesenta pasos, al mirar hacia el suelo para doblar la esquina de la calle, advirtió a dos pasos, en ese lugar desierto donde no existían entonces más que plantaciones de frutales rodeadas de cercos y terrenos baldíos, una caja de aspecto muy corriente y de la forma más oficinesca y administrativa, cuya presencia lo sorprendió.”

“Al aproximarse y tocarla con el pie, la resistencia del objeto redobló su asombro, que se convirtió en seguida en espanto cuando vio correr un hilo de sangre.”

“Cuando retiró con rapidez la tapa, se le apareció su locadora… la cabeza cortada de su antigua locadora que lo miraba con sus ojos muertos, con sus blancos ojos muertos parecidos a dos grandes monedas de plata.”