Nadie es perfecto

A Camille Lemonnier

Esculapio Nuptial, habiéndose asegurado de que el viejo había recibido un número suficiente de cuchilladas y que en verdad había exhalado lo que hemos convenido en llamar el último suspiro, pensó en primer lugar en procurarse alguna diversión.

Aquel hombre juicioso estimó que la cuerda no podía estar siempre tensa, que es sabio descansar a veces, y que todo esfuerzo merece su recompensa.

Había tenido la suerte de echar mano a una elevada suma. Feliz de vivir, y con la conciencia delicadamente perfumada, iba por aquí y allá, bajo los castaños o los plátanos, respirando con delicia el fragante aliento del atardecer.

Era la primavera, no la equívoca y reumática primavera del equinoccio, sino el tenaz renuevo del comienzo de junio, cuando los Gemelos enlazados retroceden ante Cáncer.

Esculapio, inundado de impresiones suaves y los ojos bañados en lágrimas, se sintió apóstol. Deseó la felicidad del género humano, la fraternidad de los animales feroces, la protección de los oprimidos, el consuelo de los que sufren.

Su corazón colmado de perdones se inclinó hacia los indigentes. Esparció en las manos extendidas la abundante moneda de cobre que atestaba sus bolsillos.

Hasta entró en una iglesia y participó en la plegaria en común que recitaba un rebaño fiel.

Adoró a Dios, diciéndole que amaba a su prójimo como a sí mismo. Dio las gracias por los bienes que había recibido, y se reconoció creado de la nada.

Pidió que se disiparan las tinieblas que le escondían la fealdad y la malicia del pecado, hizo un escrupuloso examen de conciencia, descubrió en él imperfecciones tenaces, persistentes raigones: movimientos de vanidad, impaciencia, distracciones, omisiones, juicios temerarios y poco caritativos, etcétera, pero sobre todo pereza y negligencia en el cumplimiento de los deberes de su estado.

Terminó con la sana intención de ser menos frágil en lo sucesivo; imploró el auxilio del cielo para los agonizantes y los viajeros; pidió, como se debe, ser protegido durante la noche y, penetrado por estos sentimientos, corrió al más cercano lupanar.

Porque se daba a las alegrías honestas. No era uno de esos hombres que se dejan llevar con facilidad a las frívolas disipaciones.

Se inclinaba más bien del lado del rigor y sólo por poco se libraba de exhibir una gravedad ridícula.

Mataba para vivir, porque no hay oficio despreciable. Hubiera podido, como tantos otros, enorgullecerse de los peligros de una profesión tan halagüeña. Pero prefería el silencio. Semejantes a las campanillas, las flores de su alma sólo se abrían en la penumbra.

Mataba a domicilio, educadamente, discretamente y de la manera más limpia del mundo. Era, se podría decir, una necesidad satisfecha con elegancia.

No prometía aquello que fuera incapaz de realizar. No prometía nada. Pero sus clientes no se quejaron nunca.

En cuanto a las lenguas venenosas, no se preocupaba de ellas. Hacer el bien y dejar que hablen, tal era su divisa. La tranquilidad de su conciencia le bastaba.

Hombre sobre todo de su casa, sólo se lo veía raras veces en los cafés, y los malvivientes mismos se veían obligados a hacerle justicia reconociendo que, fuera del burdel, casi no veía a nadie.

En esa residencia hospitalaria había concentrado su predilección por una muchacha ligeramente vestida, que hacía prosperar al establecimiento, y cuya precocidad de virtuosa movía al entusiasmo.

A poco de salir de la infancia, ya numerosos salones la habían admirado.

El feliz Esculapio había tenido el arte de conseguir que ella lo amara, y el tiempo parecía “suspender su vuelo” cuando aquellos dos seres estaban inclinados, el uno hacia el otro, sobre el lago místico.

La maravillosa Lulú no quería saber nada más en cuanto aparecía su pequeño Cucú, y a menudo éste se vio obligado a recordarle el sentimiento profesional de su arte, cuando los ancianos caballeros se impacientaban.

Ella le suministraba en retribución, indicaciones preciosas…

En fin, ambos invertían con discernimiento sumas de dinero bastante agradables. Lulú no usaba casi nada: el aire y la luz por poco bastaban a su atuendo cotidiano, que era siempre muy simple y de perfecto gusto.

Ya mismo entreveían la recompensa, el feliz porvenir que los esperaba en el campo, en alguna cabaña escondida bajo las lilas y las rosas, que algún día iban a comprar, y la vejez apacible con que la Providencia remunera a aquellos que han combatido valientemente.

Sí, sin duda; pero, ¡ay!, ¿quién podría decir cuán vanos son los pensamientos de los hombres?

Lo que sigue es harto doloroso.

Aquella noche, Esculapio no apareció. La casa sufrió por ello mucho más de lo que puede decirse. La pobre Lulú, febril en un primer momento, agitada luego, y por último enfurruñada, dejó de llorar.

Un notario belga, que había traído fondos de sus clientes, recibió un resonante par de bofetadas, hecho que sorprendió a los que en ese momento pasaban por la calle.

El escándalo fue enorme y peligro de clausura inminente. Pero ella no quería “escuchar a nadie ni nada”. Como su inquietud había crecido hasta convertirse en delirio, llevó el desprecio por las leyes hasta el extremo de abrir una ventana que había permanecido cerrada desde el último 14 de Julio, y llamó a su Cucú con voz terrible en el profundo silencio de la noche.

Algunos pastores protestantes tomaron las de Villadiego, no sin antes haber expresado su indignación y, desde el día siguiente, los diarios serios pronosticaron con tristeza el fin del mundo. ¿Debo decirlo? Esculapio se había salido del buen camino, Esculapio había hallado una serpiente.

Cuando regresaba sabiamente al redil del amor, se topó con un compañero de la infancia a quien no veía desde hacía diez años, y que consiguió corromperlo por primera vez en su vida.

Ignoro los sofismas que desplegó ese amigo funesto para desviarlo de la angosta vía que conduce al cielo, pero ambos se emborracharon hasta tal punto que, hacia la madrugada, el amante desorbitado de la gimiente Lulú tomó un coche para ir a buscar un ejemplar de El Combate Espiritual que recordaba haber olvidado la víspera en casa de su macabeo y al que consideraba en absoluto indispensable para su progreso interior.

El fiel compañero de su noche lo condujo como de la mano hasta la habitación del muerto, donde el comisario de policía lo esperaba cortésmente. Y es así como una sola falta destrozó dos carreras. Nadie es perfecto.