La catarata de dinero

A Alcide Guérin

El que prefiero entre mis cuentos.

¡Tengan piedad de un pobre clarividente, por favor!

Una historia de las más triviales. Había tenido la desgracia de contraer clarividencia, como resultado de una espantosa catástrofe en la que había sucumbido una elevada cantidad de gente. Era, creo, un accidente de ferrocarril, a menos que se tratara de un naufragio, un incendio o un terremoto. Nunca se lo pudo saber. No se hablaba de ello con entusiasmo y, cualesquiera fueren las precauciones o las delicadezas, se sustraía siempre a la insultante curiosidad de los individuos piadosos.

Recordaré siempre su decorativa prestancia de suplicante, bajo el pórtico de la basílica de San Isidro Labrador, donde pedía limosna. Porque su miseria era absoluta.

Imposible resistir el enternecimiento respetuoso que inspiraba un infortunio tan raro y soportado con tanta nobleza.

Se sentía que este personaje había conocido en otro tiempo, mucho mejor que otros sin duda, las alegrías preciosas de la ceguera.

Una educación brillante había debido ciertamente afinar en él esta inestimable facultad de no ver nada, que es privilegio de todos los hombres, casi sin excepción, y criterio decisivo de su superioridad sobre los simples brutos.

Antes de su accidente, era posible que fuera, se lo adivinaba con emoción, uno de esos ciegos notables llamados a convertirse en orgullo de su patria, y le quedaba de esta época una melancolía de príncipe de las tinieblas exiliado en la luz.

Las ofrendas, no obstante, no llovían en el viejo sombrero que tendía siempre a los transeúntes. Un mendigo atacado por una enfermedad tan extraordinaria desconcertaba el ánimo magnificente de los devotos y de las devotas, que apresuraban su andar al divisarlo en el santuario. Instintivamente, desconfiaban de un necesitado que veía el sol en pleno mediodía. Aquello no podía explicarlo sino algún delito excepcional, algún sacrilegio sin nombre que expiaba de esa manera, y los transeúntes lo mostraban desde lejos a su progenie como un testimonio viviente de las temibles sentencias de Dios.

Había inclusive existido miedo, alguna vez, de contagiarse, y el cura de la parroquia estuvo a punto de expulsarlo. Por suerte, un grupo de sabios honorables, de cuya competencia no podía dudarse, llegó a declarar, no sin acritud, pero de la manera más perentoria, que “semejante mal no es contagioso”.

Vivía en fin parcamente de raras limosnas y del magro producto de los fútiles trabajos en que sobresalía.

No había nadie como él para enhebrar agujas. También enhebraba perlas con rapidez sorprendente.

Personalmente, yo me vi forzado en otros tiempos, a recurrir a él varias veces para descifrar las obras de un psicólogo renombrado que había adoptado la costumbre de escribir con pelos de camello hendidos en cuatro[21].

Fue así como nos conocimos y se constituyó aquella lamentable intimidad que había de costarme, cierto día, tan cara.

Dios me preserve de ser duro con un pobre monstruo que, por lo demás, ha sido desgraciadamente enterrado hace mucho tiempo. Pero se juzga cuán nefasta debió ser para mi joven imaginación la influencia de una persona que me enseñó el secreto mágico —olvidado después de tantos siglos— de distinguir un león de un cerdo y el Himalaya de un montón de excrementos.

Esta ciencia peligrosa estuvo a punto de perderme. Poco ha faltado para que yo compartiera el destino de mi preceptor. Había terminado casi por no andar más a tientas. Esta expresión lo dice todo.

Mi estrella favorable, gracias al cielo, me salvó del abismo. Pude desprenderme poco a poco de esa influencia funesta, romper definitivamente el encanto y desempeñar todavía un buen papel entre los topos y los Trescientos[22] que juegan entre sí a la gallina ciega de la vida.

Pero era necesario no perder más tiempo, y me vi obligado a pagar con parte considerable de mis rentas la célebre habilidad de un oculista de Chicago que me curó definitivamente de la luz.

No obstante, tuve curiosidad por saber qué había llegado a ocurrir con el terrible mendigo, y aquí les mostraré con mucha exactitud su fin.

Durante algunos años más continuó su mendicidad de clarividente en la puerta de la catedral. Su mal —se dice— aumentó con la edad. Más envejecía, más claro veía. Las limosnas disminuían en proporción.

Los vicarios le daban todavía algunas monedas de cobre para aliviarse la conciencia. Extranjeros que no tenían miedo de nada o seres que pertenecían al pueblo más bajo y que, con toda probabilidad, llevaban en sí el principio de la clarividencia, a veces lo socorrían.

El ciego de la otra puerta, hombre justo y piadoso que levantaba buenas cosechas, lo gratificaba con una humilde ofrenda en los días de grandes fiestas.

Pero todo esto era en verdad muy poco, y la repulsión que inspiraba, cada día mayor, permitía conjeturar que no tardaría en morirse de hambre.

Era de creer que así lo había jurado. Con cinismo, exhibía su enfermedad, así como los lisiados, los bociosos, los ulcerosos, los mutilados o los raquíticos exhiben las suyas en las peregrinaciones, cuando las fiestas, de algún santo. Él la ponía bajo la nariz de todos, los obligaba, por así decir, a respirarla.

El asco y la indignación públicos llegaron al colmo, y la situación del granuja sólo pendía de un cabello, cuando ocurrió un acontecimiento tan prodigioso como inesperado.

El clarividente heredó a un sobrino segundo de América, que había llegado a ser insolentemente rico con la falsificación del guano, y a quien devoraron los caníbales de Araucania.

El ex mendigo no se preocupó por reclamar la devolución de sus restos, pero tramitó la sucesión y se dedicó a disfrutar en grande. Se hubiera podido creer que la inverosímil y casi monstruosa lucidez que lo había hecho célebre iba de pronto a volverse galopante, de la misma manera que una tisis precipita la desvergüenza.

Ocurrió precisamente lo contrario.

Algunos meses más tarde estaba radicalmente curado, sin necesidad de operación. Perdió toda su clarividencia y se volvió, inclusive, completamente sordo.

Al no vivir más que para enjuagarse las tripas, se había liberado por fin del mundo exterior mediante la Catarata de dinero.