Una mártir

A Julien Leclerq

—Por lo tanto, señor yerno, es muy cierto que ninguna consideración religiosa podría obrar sobre su alma. Usted no esperará tampoco a mañana para hacer sus suciedades, bastante bien lo veo. Usted no tendrá piedad alguna de esta pobre niña, educada hasta hoy en la pureza de los ángeles, y a quien usted habrá de dominar con su aliento de reptil. ¡En fin, Dios mío!, ¡que su voluntad se cumpla y que su santo nombre sea bendecido por los siglos de los siglos!

—Amén —respondió Jorge mientras encendía un cigarro—. Por última vez, mi querida suegra, esté usted segura de mi agradecimiento eterno. Confío infinitamente en sus plegarias y no olvidaré, créalo, sus exhortaciones; buenas noches.

El tren comenzó a moverse. La señora Durable, que había permanecido en el andén, miró huir el rápido que llevaba en dirección al Mediodía a los recién casados.

Agitada aún con las emociones de esa jornada, pero con los ojos tan secos como un esmalte que sale del horno, golpeó nerviosamente el pavimento con la punta de su paraguas.

Haciendo con rabia la cuenta de sus inmolaciones y sacrificios, la pobre mujer se decía que era por cierto muy duro haber vivido solamente, desde hacía veinte años, para aquella hija ingrata que ahora la abandonaba así desde el primer instante de su matrimonio, para seguir a un extraño manifiestamente carente de pudor, que sin duda casi en seguida habría de profanarla con sus manoseos impúdicos.

—¡Ah, sí, con seguridad que se puede contar con el agradecimiento de los hijos! Piense usted, señor —se dirigía casi de manera inconsciente al jefe de la estación, que se había acercado a ella para exhortarla cortésmente a desaparecer—, piense que se los trae al mundo, con dolores abominables de los que no puede usted tener idea, que se los educa en el temor de Dios, que se procura hacerlos parecidos a los ángeles, para que sean dignos de cantar por siempre a los pies del Cordero; que se ruega por ellos sin descanso noche y día, durante un tercio de la vida; que en favor de esas tiernas almas nos infligimos penitencias cuyo solo recuerdo hace temblar. ¡Y mire la recompensa! ¡Fíjese bien! Nos abandonan, nos plantan allí como una basura, como una escoria, tan pronto como aparece un tunante que hemos tenido la estupidez de recibir, porque parecía un buen cristiano, y que abusó en seguida de su apariencia para mancillar un corazón inocente, para sugerir visiones impuras, para hacer creer, si me atrevo a decirlo, a una joven educada en la más santa ignorancia, que las sucias caricias de un esposo de carne y hueso le proporcionarán una alegría más intensa que las castas efusiones de ternura de una madre…

“Y usted ve lo que ocurre, señor, ¡usted podrá dar testimonio de ello en el día del juicio final! He sido abandonada, olvidada, traicionada, he quedado sola en el mundo, sin consuelo y sin esperanza. ¡Póngase usted en mi lugar!”

—Señora —respondió el empleado—, le ruego crea usted que comparto su pesar. Pero tengo el deber de hacerle observar que las exigencias del servicio no permiten que la deje permanecer aquí por más tiempo. Le ruego por lo tanto, muy a mi pesar, que tenga usted la bondad de retirarse.

La madre dolorosa, así despedida, se alejó del andén, no sin antes haber tomado, por última vez, al cielo como testigo de la inmensidad de su dolor.

La señora Virginia Durable, cuyo apellido de soltera era Mucus, era el tipo, nunca suficientemente admirado, de la mártir.

Era inclusive una mártir de Lyon y, en consecuencia, la más atroz quisquillosa que pueda encontrarse.

Había sido, desde su infancia, librada a los verdugos más crueles y no había conocido nunca el alivio de los consuelos humanos. El universo, por otra parte, se hallaba informado regularmente de sus tormentos.

Treinta años antes, cuando el señor Durable, hoy día comerciante en ostras retirado, se había casado con este holocausto, no tenía idea, el pobre, de la temible responsabilidad de torturador que asumía.

No tardó en enterarse de ello e inclusive llegó a estar, a la larga, completamente resignado. Cualquier cosa que hiciera o dijera, jamás una sola vez dejó de ser un criminal, de hacer trizas el corazón de su mujer, de no clavar en él cuchillos o espinas.

Virginia era de esas amables criaturas que han “sufrido tanto”, de las que ningún hombre es digno, a las que nadie puede comprender ni consolar y que no tienen suficientes brazos para levantar a los cielos.

Enarbolaba, no hace falta decirlo, una piedad sublime que hubiese sido ridículo pretender admirar lo suficiente, ya que a ella misma no dejaba de maravillarla cada vez más.

En una palabra, fue una esposa irreprochable —¡ah, Dios santo!—, y cuya misión consistía en atraer infaliblemente las bendiciones menos esperadas sobre la casa de comercio de un imbécil malhechor que no comprendía tanta felicidad.

Un día, algunos años después del casamiento, siendo la mártir todavía joven y, al parecer, bastante apetitosa, el odioso personaje la sorprendió, en compañía de un caballero, escasamente vestida.

Las circunstancias eran tales que se hubiese requerido no sólo ser ciego, sino también sordo como la muerte para no alentar la más leve duda. La austera devota que le ponía los cuernos con entusiasmo sin duda compartido, no era lo bastante literata como para servirse de las palabras de Ninon[18], pero estuvo casi tan adecuada. Avanzó hacia él, los pechos al aire, y con voz muy dulce, con voz profundamente dulce y grave, dijo a ese hombre estupefacto:

—Amigo mío, estoy en una conversación de negocios con el señor Conde. Vaya usted por lo tanto a atender sus asuntos, ¿no le parece? —después de lo cual cerró la puerta.

Y eso fue todo. Dos horas más tarde, ella advertía a su marido que no le dirigiera más la palabra, salvo en caso de absoluta urgencia, declarándose cansada de condescender hasta su alma de boticario y muy digna de ser compadecida, en verdad, por haber sacrificado sus esperanzas de joven virgen a un palurdo sin ideales que tenía la falta de delicadeza de espiarla. Como hija de un alguacil, no olvidó en aquella circunstancia recordar la superioridad de su origen.

A partir de aquel día, la cristiana de los primeros siglos se armó con la palma del martirio, y la existencia se convirtió en un infierno, en un lago de muy profunda amargura para el pobre cornudo domado, que se dio a la bebida y se volvió lo suficientemente idiota como para ser plausible y caritativamente encerrado en un asilo.

Por una suerte no común, la educación de la señorita Durable había sido mejor de lo que hubiera podido hacerlo suponer las circunstancias. Es cierto que su virtuosa madre, aplicada sin descanso, por una parte, al embrutecimiento del señor Durable y consagrada, por otra, a oscuras farsas, sólo se había ocupado de ella muy poco y, desde muy temprano, la había abandonado a la vigilancia mercenaria de las religiosas de la Escalera de Pilatos; pero éstas, de milagro, se consagraron concienzudamente a su misión. La joven, suficientemente dotada y conveniente partido desde todo punto de vista, atrapó con premura la primera ocasión de matrimonio que se le presentó, tan pronto como hubo penetrado el ridículo y la malicia execrable de esta vieja repugnante, que se convirtió entonces en suegra[19] por obra de un misterioso decreto de la temible Providencia.

La valentía de aquel novio fue objeto de general admiración. Apenas se había realizado la ceremonia, cuando éste, cuyo carácter era muy independiente, declaró su firme voluntad de partir en seguida con su mujer en un tren rápido. Y todo el mundo pudo comprobar que esta resolución, concertada sin duda de antemano, nada afligía a la joven esposa, quien según pareció, apenas si llegó a conceder una incierta atención a las protestas y reproches maternales. La señora Durable, presa de la más generosa indignación, volvió por lo tanto a su casa vacía meditando sagradas venganzas.

No, sin embargo. La palabra venganza no era la adecuada. Se trataba de castigar.

Esta madre ultrajada tenía derecho a castigar. Inclusive tenía el deber de hacerlo, si es que debía conservar su validez el cuarto mandamiento de la ley divina.

Desde luego, todo medio era aceptable, ya que la intención piadosa cubriría de incienso las maniobras más venenosas.

En cumplimiento de ese loable designio, la mártir se dedicó de allí en adelante a procurar, mediante toda clase de artimañas y engaños, la deshonra de su yerno y la de su hija.

El primero fue acusado de tener vicios monstruosos, hábitos infames que certificaron abominables testigos. La joven recibió cartas que hubieran podido ser fechadas en Sodoma.

La Coluda le envió sus condolencias y el Tío

Dedo Grande le hizo saber que “eso no quedaría así”. Un torrente de basura sumergió el lecho conyugal de los nuevos esposos.

De su parte, el marido fue abrumado por un número infinito de mensajes anónimos o seudónimos, de variadas formas, pero siempre untuosos y saturados de la más afable tristeza, en los que se le informaba con precaución del pasado nada limpio de su compañera, a cuya sombra cincuenta jóvenes se habían corrompido en los dormitorios del pensionado, y que por cierto, sólo había podido ofrecerle, además de su dote, la vulgar y rudimentaria virginidad de su cuerpo. No hay palabras para referir la maldad diabólica, la competencia infernal que movía todos los hilos de esta trama de falsedades, y que dosificaba así, día tras día, los temibles venenos de la infanticida.

Aquello duró más de seis meses. Los desventurados, que en un comienzo sólo experimentaron un profundo desprecio, quedaron pronto atrapados en el horror de una persecución tan tenaz. Se enteraron que cartas venidas de la misma fuente ignorada se esparcían alrededor de ellos en los hoteles; que llegaban a los dueños de la casa y a los sirvientes, a personas importantes de las ciudades o de los pueblos que atravesaban en su fuga.

Fueron atenazados por una angustia pánica continua, corroídos por irreparables sospechas que vanamente sabían absurdas, y terminaron por rodar en un sumidero de melancolía. No pudieron ya dormir, ni comer, y sus almas se extraviaron en los pálidos abismos donde se diluye la esperanza.

Un día, por último, murieron juntos a la misma hora y en el mismo lugar, sin que se haya podido saber a ciencia cierta de qué manera dejaron de sufrir.

La madre, que los seguía como un tiburón, hizo constar su suicidio para que de ningún modo tuviesen lugar en el cementerio de los cristianos. Ella es, cada vez más, la Mártir, y se eleva cada día hasta el tercer cielo[20] con extrema facilidad. Allí toca la campana todas las tardes a última hora —dice la crónica de la calle de Constantinopla— con un robusto mucamo.