Al príncipe Alexandre Ourousof
Majencio, fatigado por una larga velada de placer, llegó al ángulo donde la calle Dupleix continúa en una calleja, del otro lado de la Escuela Militar. El paraje, simplemente innoble en la claridad diurna, era, a la una de la mañana, esa noche, un poco siniestro. La calleja oscura, sobre todo, no se veía tranquilizadora. Ese tramo de camino fangoso, donde se refocilan a vil precio los soldados de artillería y de caballería en posadas temibles, inquietaba al noctámbulo.
En consecuencia, se detuvo a reflexionar. Desde el bulevar de Grenelle llegaba un rumor temido por los sabios, y el horror de verse envuelto en una pelea de borrachos lo inclinaba a elegir el sucio conducto en cuya extremidad se creía seguro de encontrar un valle más apacible para el curso de sus ensueños amorosos.
Salía de los brazos de su amante y sentía la necesidad de asentar su lascivia en la somnolencia de un regreso sin perturbaciones.
—¿Y?, ¿te decides o no? —dijo una voz abyecta que trataba de ser amable.
Majencio, entonces, vio cómo de la pared más próxima se desprendía una obesa mujer que se acercaba a ofrecerle la mercancía preciosa de su amor.
—No te cobrare caro, vamos, y haré todo lo que quieras, lindo.
Ella expuso el programa. El transeúnte, inmóvil, escuchó aquello como si escuchara latir su corazón. Era estúpido, pero no hubiera podido decir por qué esa voz lo conmovía. No hubiera podido decirlo, el muy desventurado, inclusive si se tratara de salvar su pellejo. No obstante su malestar era real. Y ese malestar se convirtió en insoportable angustia, cuando sintió que su alma se iba a la deriva arrastrada por esa charlatanería ignominiosa que lo llevaba como en un reflujo hacia las nacientes más distantes de su pasado.
¡Recuerdos de maravillosa dulzura a los que esa manera de reaparecer profanaba indeciblemente! En las impresiones de su infancia había existido algo sublime, mientras que su vida actual no era, ay, nada gloriosa.
Cuando trataba de recuperarse, evocándolas después de algún extravío, aquellas impresiones acudían mansas y fieles a él, como ovejas friolentas y abandonadas que no quisieran más que seguir siempre a su pastor…
Pero esta vez no las había llamado. Ellas venían por sí mismas, o más bien era otra voz la que las llamaba, una voz tan claramente escuchada, sin duda, como podía serlo la de él, y era abominable no comprender nada de eso.
—¡Todo lo que quieras! Yo te haré todo lo que quieras, tesoro mío…
No, en verdad, no era tolerable. Su madre había muerto, quemada viva en un incendio. Recordaba una mano carbonizada, la única parte que se atrevieron a mostrarle del cadáver.
Su única hermana, la mayor de los dos, que tenía quince años, que lo educó con tanta solicitud y a quien debía lo mejor que había en él, terminó de una manera no menos trágica. El océano la había tragado con cincuenta pasajeros o pasajeras, en un naufragio célebre, cerca de una de las costas más inhospitalarias del golfo de Gascuña. No había sido posible encontrar su cuerpo.
Y aquellas dos criaturas dolorosas lo poseían cada vez que se acodaba, mirando transcurrir su propia vida, sobre el parapeto de su memoria. ¡Y bien, era horrible, era monstruoso, pero la mendiga que lo retenía allí, en esa calle, sobre esa banquina del infierno, como dice Maeterlinck, tenía exactamente la voz de su hermana, de esa criatura única que, le había parecido, pertenecía a las jerarquías angélicas y cuyos pies, no lo dudaba, hubieran purificado el barro de Sodoma!
¡Oh, sin duda una voz indeciblemente degradada, caída del cielo, arrastrada por los sucios abismos donde muere el trueno! Pero era no obstante su voz, hasta tal punto inconfundible que sintió la tentación de huir gritando y sollozando.
¡Era verdad, entonces, que los muertos pueden deslizarse así entre los que viven o fingen estar vivos!
En el momento mismo en que la vieja prostituta le prometía su carne execrable, y en qué estilo —¡santos cielos!—, escuchaba a su hermana, devorada por los peces hacía un cuarto de siglo, recomendarle el amor a Dios y el amor a los pobres.
—¡Si supieras qué hermosos muslos tengo! —decía la vampiro.
—¡Si supieras qué hermoso es Jesús! —decía la santa.
—Vamos, ven a mi casa, gran tunante, tengo un buen fuego y una buena cama. Verás como no te arrepientes —continuaba una.
—No des trabajo a tu ángel de la guarda —murmuraba la otra.
Involuntariamente, pronunció en voz alta esta recomendación piadosa que había colmado su infancia.
La perdularia, ante estas palabras, experimentó un sobresalto y comenzó a temblar. Alzando hacia él sus viejos ojos traslúcidos, sanguinolentos —espejos extinguidos que parecían haber reflejado todas las imágenes del fracaso y todas las imágenes de la tortura— lo miró con avidez, con esa mirada terrible de los ahogados que contemplan, por última vez, el cielo glauco en el vidrio del agua que los asfixia…
Hubo un minuto de silencio.
—Señor —dijo por último—, le pido perdón. Me equivoqué al hablarle. Sólo soy un viejo camello, un jergón de granujas, y usted debió arrojarme a puntapiés en el arroyo. Vuelva a su casa y que el Señor lo proteja.
Majencio, confundido, la vio desaparecer de pronto en las tinieblas.
Ella tenía razón, después de todo: había que volver. El trasnochador se dirigió, por lo tanto, hacia el bulevar de Grenelle, ¡pero con cuánta lentitud! Aquel encuentro lo había aplastado literalmente. No había avanzado diez pasos cuando la vieja devoradora de niños reapareció corriendo detrás de él.
—Señor, se lo suplico, no vaya usted por allí.
—¿Y por qué no iría yo por allí? —preguntó él—. Es mi camino, ya que vivo en Vaugirard.
—Tanto peor: tiene usted que volver sobre sus pasos, dar un rodeo, aunque deba caminar una hora más. Corre usted el peligro de que lo estrangulen al atravesar la avenida. Si desea saberlo, la mitad de los rufianes de París se han reunido allí para sus negocios. Están desde los mataderos hasta la Manufactura de Tabacos. La policía les ha cedido la plaza. No habrá nadie que lo proteja a usted, y en verdad le van a jugar una mala pasada.
Majencio estuvo tentado de contestar que no tenía necesidad de ser protegido, pero sintió, por suerte, la estupidez de semejante bravata.
—Bueno —dijo—, voy a regresar por el lado de los Inválidos. Es un poco excesivo, de todas maneras. Estoy exhausto y este tener que andar de más me exaspera. Tendrían que lanzar la caballería sobre esos canallas…
—Habría tal vez un medio —dijo la anciana, después de un instante de vacilación.
—¡Ah, veamos ese medio!
Entonces, con mucha humildad, refirió que, como era muy conocida en ese hermoso mundo, le sería fácil conseguir que alguien lo atravesara…
—Sólo que —agregó, con una suavidad sorprendente— sería necesario que pudieran creer que usted es un… conocido, y para ello es necesario que me deje usted tomar su brazo.
Majencio, a su vez, titubeó, temiendo alguna trampa. Pero una fuerza desconocida obró en él, interrumpió su vacilación, y pudo atravesar sin ser molestado la multitud inmunda, llevando de su brazo y cerca de su corazón a esa criatura a la que felicitaron al pasar varios bandidos, y que verdaderamente podía desalentar al mismo Pecado.
Ni una palabra, por otra parte, cambiaron entre sí. Majencio advirtió tan sólo que ella apretaba su brazo y se estrechaba contra él mucho más de lo que exigía estrictamente la situación e, inclusive, que había algo convulso en esa manera de aferrarse.
El malestar extraordinario que experimentara, se había disipado ahora que ella ya no hablaba.
Llegó naturalmente a suponer una especie de alucinación, porque todo el mundo sabe qué cómoda es esa preciosa palabra, mediante la cual se aclaran todos los sentimientos o presentimientos oscuros.
Cuando llegó el momento de separarse, Majencio pronunció alguna fórmula trivial de agradecimiento y extrajo su billetera, con intención de recompensar a la extraña y silenciosa compañera que acababa quizá de salvarle la vida.
Pero ésta le detuvo con un gesto:
—No señor, no se trata de eso.
Sólo entonces adivinó que ella lloraba, porque no se había atrevido a mirarla durante la media hora en que anduvieron juntos.
—¿Qué le pasa? —dijo muy conmovido—, ¿y qué puedo hacer por usted?
—Si usted desea permitirme que lo abrace —respondió ella—, sería la mayor alegría de mi repugnante vida, y me parece que después de eso tendré el valor de poder morir.
Advirtiendo que consentía, ella saltó sobre él, exultante de amor, y lo abrazó como si lo devorara.
Una queja de ese hombre a quien asfixiaba le hizo soltarlo.
—Adiós, Majencio, mi pequeño Majencio, mi pobre hermano, adiós para siempre y perdóname —exclamó ella—. Ahora puedo morir.
Antes de que su hermano tuviese tiempo de intentar cualquier movimiento, la cabeza de ella yacía destrozada bajo la rueda de un camión nocturno que pasó como la tempestad.
Majencio ya no tiene amante. Termina en este momento su noviciado como hermano converso en el monasterio de la Gran Cartuja.