A Edouard d’Arbourg
—Bueno, señor, ¿me hará usted el honor de decirme qué desea?
El personaje a quien se dirigía el impresor era un hombre absolutamente común, el primero entre los insignificantes o los desocupados, uno de esos hombres que tienen el aspecto de existir en plural, hasta tal punto expresan el ambiente, la colectividad, lo indiviso. Hubiese podido decir Nosotros, como el Papa, y se parecería a una encíclica.
Su rostro, tallado en grueso, pertenecía a la innumerable categoría de los falsos palurdos del Mediodía, a los que ninguna cruza puede afinar y entre los que, no obstante, hasta la grosería misma es sólo apariencia…
No pudo responder en seguida, porque estaba fuera de sí y realizaba precisamente en ese momento una tentativa desesperada para ser alguien. Sus grandes ojos llenos de incertidumbre giraron, casi saltando de sus órbitas, como esas bolas de los juegos de azar que parecen vacilar antes de caer en el alvéolo numerado donde va a cumplirse el destino de un imbécil.
—¡Eh, la gran mierda! —exclamó por último, con un fuerte acento de Toulouse—, no es el trueno de Dios lo que por ventura vengo a buscar a su negocio. Usted me va a preparar cien tarjetas de participación para un casamiento.
—Muy bien, señor. Aquí tiene nuestros modelos: podrá usted elegir. ¿El señor desea una tirada de lujo con papel verjurado de primera clase o con Japón imperial?
—¿De lujo? ¡Diablos! Uno no se casa todos los días. Pienso que usted no me va a imprimir esto sobre papel higiénico. Todo lo que haya de más imperial, por supuesto. Pero sobre todo no se olvide de ponerme una guarda negra alrededor, ¡por la buena de Dios!
El impresor, simple ciudadano de Vaugirard[15], temiendo hallarse en presencia de un demente a quien era preciso no excitar, se contentó con protestar con mesura contra la sospecha de semejante negligencia.
Cuando se llegó al punto de redactar la invitación, la mano del cliente temblaba tanto que el obrero debió escribir según su dictado:
“El doctor Alcibíades Gerbillon tiene el honor de participar a usted su casamiento con la señorita Antonieta Planchard. La bendición nupcial se efectuará en la iglesia parroquial de Aubervilliers[16]”.
“Vaugirard y Aubervilliers, ¡no muy cerca que digamos!”, pensó el tipógrafo, quien se hizo pagar generosamente.
Sin duda, no era muy cerca que digamos. Hacía más de quince horas que el doctor Alcibíades Gerbillon, cirujano dentista, erraba por París. Todas las demás diligencias relativas a su matrimonio, que debía efectuarse dentro de dos días, acababa de cumplirlas tranquilamente, a la manera de un sonámbulo. Esta formalidad de la participación era lo único que lo había trastornado. Veamos porqué.
Gerbillon era un asesino carente de descanso. Que lo explique quien pueda. Habiendo consumado su crimen de la manera más cobarde e innoble, pero sin ninguna emoción, como bruto que era, el remordimiento no había comenzado para él sino con la llegada de una misiva impresa, con anchas guardas negras, en la que toda una familia desconsolada le suplicaba que asistiera a las exequias de su víctima.
Esa obra maestra de la tipografía lo había trastornado, descompuesto, perdido. Arrancó muy buenos dientes, puso oro sobre descartables raíces, se encarnizó sobre encías preciosas; quebró mandíbulas que el tiempo había respetado e infligió a su clientela suplicios totalmente inéditos.
Su lecho de odontólogo solitario fue visitado por sombrías pesadillas, en las que rechinaron hasta las dentaduras de caucho vulcanizado que él mismo había instalado en las cavidades de ciudadanos que lo honraban con su confianza incondicional.
Y la causa de este trastorno era exclusivamente el trivial mensaje que habían recibido con ánimo tan sereno todos los profesionales conspicuos de los alrededores —Alcibíades era uno de esos adoradores del Moloch de los Imbéciles, a quienes el Impreso no perdona.
¿Lo creerán? Había asesinado, verdaderamente, por amor.
La justicia quiere sin duda que semejante crimen sea imputable a las lecturas del dentista, que constituían el único alimento del cerebro de ese criminal.
A fuerza de ver en los folletines cómo las complicaciones de los enamorados se resuelven de manera trágica, se había dejado ganar poco a poco por la tentación de suprimir, mediante un solo golpe, al vendedor de paraguas que obstaculizaba su felicidad.
Ese comerciante, joven y soberbiamente dentado, cuya mandíbula no tenía ocasión alguna de devastar, estaba a punto de casarse con Antonieta, la hija del fuerte quincallero de Planchard, por quien ardía silenciosamente Gerbillon desde el día en que, habiéndole extraído un molar tuberculoso, la encantadora niña se había desmayado en sus brazos.
Se iban a publicar las amonestaciones. Con la rápida decisión que hace tan temibles a los dentistas, Alcibíades había maquinado el exterminio de su rival.
Una mañana de lluvia torrencial, el vendedor de paraguas fue hallado muerto en su lecho. El examen médico puso de manifiesto que un depravado de la más peligrosa especie había estrangulado a ese infeliz, mientras dormía.
El diabólico Gerbillon, que sabía mejor que nadie a qué atenerse, confirmó este parecer audazmente y exhibió una lógica implacable en la reconstrucción científica del delito. Sus medidas, por otra parte, habían sido tan bien tomadas que después de una investigación tan inútil como minuciosa, la justicia se vio obligada a renunciar al descubrimiento del culpable.
El sanguinario dentista se libró en consecuencia, pero no impunemente, como lo van ustedes a ver. Como entendía que su crimen volcaba la situación en su favor, apenas estuvo el vendedor de paraguas bajo tierra comenzó el sitio de Antonieta.
La actitud superior que había mostrado en el curso de la investigación, las luces con que había inundado ese drama oscuro, la obstinación respetuosa, en fin, de su delicada compasión por una joven tan cruelmente herida, le facilitaron el acceso a su corazón.
No era, a decir verdad, un corazón difícil de capturar, una Babilonia en cuanto a corazón. La hija del quincallero era una virgen razonable y realista que sólo se abismó muy poco tiempo en su dolor.
No aspiró ella a la vana gloria de las lamentaciones eternas, no presumió en absoluto de ser inconsolable.
—No se vive para los muertos: un marido perdido, diez encontrados, etcétera —le murmuraba Alcibíades.
Algunas otras sentencias extraídas de igual abismo pronto le develaron la nobleza de ese arrancador de dientes, que le pareció trascendental.
—Es su corazón, señorita, el que yo quisiera extirparle dijo un día. Frase decisiva.
Esas palabras encantadoras, que la educación de la joven hizo felizmente que pudiera saborear, la decidieron. Gerbillon, por otra parte, era un esposo de posición conveniente. Se entendieron con facilidad y el matrimonio se cumplió.
¿Por qué se necesitó que una felicidad a tan alto precio conseguida fuera emponzoñada por la memoria del muerto? La famosa tarjeta de duelo, cuya impresión comenzaba a borrarse, ¿no había reaparecido en la imaginación de ese criminal que neciamente se creía denunciado por ella? La antevíspera de su matrimonio —acabamos de verlo—, la obsesión había vuelto con más fuerza y lo había empujado a la demencia, haciéndole errar un día entero, como un fugitivo, por ese París donde él no habitaba, hasta la hora terrible en que por último había reunido las fuerzas necesarias para encargar sus participaciones de casamiento a ese impresor de Vaugirard, que por cierto había adivinado su crimen.
Era una enorme desgracia haber sido tan astuto, tan artero, haber despistado tan bien a la justicia y, contra toda esperanza, haber obtenido la mano de una mujer a la que idolatraba, para terminar en esa miserable condición de perseguido por las alucinaciones.
La ebriedad de los primeros días apenas fue una tregua. Las delgadas puntas de la media luna de miel de los recién casados no habían dejado aún de herir el azur, cuando tuvo lugar un comienzo de tribulaciones.
Cierta mañana, Alcibíades descubrió el retrato del vendedor de paraguas. ¡Oh, una simple fotografía que Antonieta había aceptado inocentemente cuando creía estar a punto de casarse con él!
El dentista, presa de la furia, la hizo pedazos instantáneamente ante la mirada de su mujer, a quien esa violencia sublevó, aunque la reliquia no le pareciera demasiado preciosa.
Pero al mismo tiempo —porque es imposible destruir nada—, la imagen hostil que no existía antes en el papel sino como reflejo visible de uno de los fragmentos del indiscernible clisé fotográfico que envuelve al universo, alcanzó a fijarse en la memoria repentinamente impresionada de la señora Gerbillon.
Invadida, desde entonces, por ese difunto cuyo recuerdo había llegado a ser casi indiferente para ella, no vio a nadie más que a él, lo vio sin cesar, lo respiró, lo exhaló por todos sus poros, saturó con todos sus efluvios a su triste marido, quien a su vez se sorprendió y desesperó de hallar siempre ese cadáver entre ambos.
Al cabo de un año tuvieron un niño epiléptico, un varón monstruoso que tenía el aspecto de un hombre de treinta años y que se parecía de manera prodigiosa al asesinado por Gerbillon. El padre huyó profiriendo gritos, vagabundeó como un insensato durante tres días, y la noche del último se inclinó sollozando sobre la cuna de su hijo y lo estranguló.