A Paul Adam
Por lo general, los individuos que han suscitado mi disgusto en este mundo eran personas florecientes y de buena reputación. En cuanto a los pícaros que conocí, y no en reducido número, pienso en ellos, en todos ellos sin excepción, con placer y benevolencia.
Thomas de Quincey
El solo aspecto de aquel anciano alimentaba a los gusanos. El estiércol de su alma se hallaba de tal manera en sus manos y en su rostro, que no hubiera sido posible imaginar contacto más aterrador. Cuando iba por las calles, los arroyos más cenagosos, temblando al reflejar su imagen, parecían tener intención de regresar a sus orígenes.
Su fortuna, que era según se decía colosal y que los buenos jueces sólo evaluaban llorando de éxtasis, debía estar escondida en singulares recovecos, porque nadie osaba aventurar una conjetura fundada sobre las inversiones financieras de aquella pesadilla.
Se decía tan solo que, en varias oportunidades, se entrevió su mano de cadáver en ciertas manipulaciones de dinero, que habían desembocado en sublimes desastres, de las que algunos cultivadores de alcancías lo suponían autor. No era judío, sin embargo, y cuando alguno lo trataba de “viejo crápula” tenía una manera suave de responder: Dios se lo pague, que hacía correr sobre el lomo de los más valientes un leve escalofrío.
Lo único que parecía cierto es que este andrajoso espantable poseía una casa de elevada renta en uno u otro de los grandes barrios exteriores. No se sabía con exactitud. Quizá poseía varias. La leyenda quería que durmiera en un antro oscuro, bajo la escalera de servicio, entre la columna de descarga de las letrinas y la casilla del portero, para quien esa vecindad era digna de un idiota. Sus recibos de alquiler eran, me dijeron, confeccionados, para economizar, con pedazos de carteles callejeros, y algunos inquilinos emprendedores los revendían a coleccionistas astutos.
Se contaba también la historia, que llegó a ser famosa, de una sopa fantástica calentada regularmente la noche del domingo y que habría de alimentarlo toda la semana. Para no quemar carbón, la tomaba fría los seis días siguientes.
Desde el martes, naturalmente, esa sustancia alimenticia comenzaba a ponerse fétida. Entonces con las reverenciales maneras de un sacerdote que abre el tabernáculo, tomaba, de un pequeño armario embutido en la pared y que debía contener extraños papeles, una botella de ron muy viejo, con toda probabilidad recuperada de algún naufragio.
Vertía unas pocas gotas en un vaso minúsculo y se fortificaba con la esperanza de saborearlas poco después de haber tragado su cataplasma. Una vez terminada la operación decía:
—Ahora que has tomado tu sopa, no tendrás tu vasito de ron.
Y, con toda deslealtad, volvía a volcar en la botella el precioso líquido. Recomendable delicadeza que se repetía continuamente, desde hacía treinta o cuarenta años.
Jamás un espectro pareció tan completamente despojado de estilo y de carácter. Le hubiera quedado bien semejarse por sus harapos y, sin duda, por algunas de sus prácticas, a los judíos más conspicuos de Budapest o de Ámsterdam. La imaginación de un Prometeo no habría podido descubrir en su rostro el más mínimo rasgo de la Antigüedad. El sobrenombre de Shylock, que le habían asignado deprecadores subalternos, rebotaba como una blasfemia, tanto este avaro no expresaba sino la chatura. Sólo tenía de notable su mugre y su hedor de animal muerto. Pero aun en esto mostraba un modernismo descorazonador. Su basura no le confería el derecho de ser recibido en ningún infierno.
Sólo materializaba, en apariencia por lo menos, el tipo del BURGUÉS, del Mediocre, del “Asesino de cisnes”, como decía Villiers[7], llegado a la perfección y definitivamente cumplido, tal como debe aparecer en el fin de los tiempos, cuando los cataclismos salgan de sus cuevas y las sucias almas se manifiesten en la plena claridad.
Si fuera inocente el hecho de prostituir las palabras, habría sido necesario comparar al señor Pleur con algún horrendo profeta, anunciador de los vómitos de Dios.
Parecía decir a los individuos confortables a quienes molestaba su presencia:
—¿No comprenden, oh hermanos míos, que yo los traduzco por toda la eternidad y que mi impura cáscara los refleja a ustedes prodigiosamente? Cuando la verdad sea conocida, descubrirán ustedes, una vez por todas, que yo era su verdadera patria, hasta tal punto que, en cuanto llegue a desaparecer, la pestilencia de vuestros espíritus me echará de menos. Sentirán nostalgia de mi vecindad inmunda, que los hacía parecer vivos cuando en verdad ustedes están por debajo del nivel de los muertos. Puercos hipócritas que desprecian en mí al denunciante silencioso de sus ignominias, el horror material que les inspiro es precisamente la medida de las abominaciones de su pensamiento. Porque, en suma, ¿de qué podría yo en efecto estar infectado, sino de ustedes mismos, que me hormiguean hasta el fondo del corazón?
La mirada del granuja era particularmente insoportable para las mujeres elegantes, a quienes parecía execrar cuando las contemplaba a veces con una mirada más pálida que el fósforo de los osarios, ojeada fúnebre y viscosa que se pegaba a sus carnes como la saliva de las babosas, y que ellas llevaban gimiendo de terror.
—¿No es verdad, chiquita —creían oír— que vendrás a mi cita? Yo haré que visites mi divertida fosa y verás el hermoso atavío de caracoles y de escarabajos negros que te daré para realzar la blancura de tu piel divina. Estoy enamorado de ti como un cáncer, y mis besos, te lo aseguro, valen más que todos los divorcios. Porque tú olerás un día, mi ratita rosa, tú olerás voluptuosamente al lado mío, y seremos dos pebeteros bajo las estrellas…
Pero hubiese sido difícil, una vez más, a pesar de esa mirada atroz, trazar un rasgo que pudiera llamarse característico de aquel señor Pleur. Sólo la voz, quizá: voz de suavidad malvada y que sugería la idea de un sacristán impúdico susurrando ignominias.
Tenía, por ejemplo, una manera de pronunciar la palabra “dinero” que borraba la noción de moneda y hasta su valor representativo.
Se oía algo así como dino o ner, según los casos.
A menudo, también, no se oía nada. La palabra se desvanecía.
Esto inspiraba una especie de pudor repentino, como un crespón que cae de pronto por delante del santuario, un inopinado temor de parecer obsceno si se desnuda al ídolo.
Imagínense, si les divierte, un escultor fanático, un Pigmalión sanguinario y meloso, buscando con ustedes el mejor punto de vista para admirar a su Galatea, y haciéndoles retroceder astutamente hasta una trampa abierta para tragarlos. Era tan fuerte aquella pasión celosa por el Dinero, que algunos se equivocaron con respecto a ella. Le habían atribuido horribles intenciones a este devoto impenitente de la alcancía y de la caja fuerte: sospechas injustas pero acreditadas por algunos exégetas sabios de la vida privada del prójimo, que lo habían sorprendido en misteriosos coloquios callejeros con mujeres o niños.
Su culto se expresaba a veces por medio de tales circunloquios extáticos, el baboso eretismo de su fervor atenuaba tan extrañamente su fisonomía de sepulturero embarrado, y tan desaforados suspiros salían entonces de su interior, que los recipientes de escaso discernimiento en que dejaba caer su palabra eran excusables, después de todo, de no sentir pasar, entre ellos y él, la hipocondriaca majestad de la Idolatría.
Se me dispensará, quiero esperarlo, de hacer públicas las razones de orden excepcional que determinaron un comercio de amistad entre este simpático personaje y yo.
Yo era joven entonces, inclusive muy joven y fácilmente accesible al entusiasmo. El señor Pleur se dio el gusto de saturarme de él develándose a mí.
Creo ser el único que alguna vez recibió sus confidencias. Añado que este recuerdo me ayudó sobremanera a soportar un destino más que amargo y, habiendo muerto el personaje hace ya mucho tiempo, mi conciencia me urge, hoy, a testimoniar en favor de ese desconocido.
Algunos hombres de mi generación pueden recordar su fin trágico, ocurrido en uno de los últimos años del Imperio[8], y que dio lugar a que se hiciera bastante ruido.
Conocí los detalles del asesinato a través de los periódicos, cuando me hallaba en las cercanías del Cabo Norte. Fue sin duda un delito de la clase más trivial, y los forajidos que lo perpetraron eran poco dignos, es preciso reconocerlo, de la celebridad que les confirió.
El viejo había sido simplemente estrangulado en su camastro maloliente por bandidos, hasta entonces, faltos de notoriedad y que no confesaron otro móvil que el robo.
Pero ciertas circunstancias relativas específicamente al pasado de la víctima, y que quedaron sin explicación, ocuparon en vano, durante algunos meses, la sagacidad de los contemporáneos.
Por último se creyó adivinar o comprender que el señor Pleur no había sido lo que parecía ser. En suma, los infortunados asesinos, que por otra parte se dejaron prender con extrema facilidad, no habían podido descubrir el más mínimo tesoro en la guarida del avaro y, aunque este último hubiese muerto sin testar y sin herederos naturales, el Dominio del Estado no pudo extender sus garras sobre propiedad mobiliaria o inmobiliaria alguna.
Quedó establecido que el difunto no poseía absolutamente nada… salvo la administración precaria y el usufructo de una fortuna gigantesca irreprochablemente transferida a manos de cierto Obispo.
Imposible saber en qué se habían convertido las considerables sumas que debieron de pasar por sus manos después de tantos años en que dio recibos a escuadrones de locatarios.
Nada: ni un título, ni un valor, nada de nada, excepto la famosa botella de ron vaciada por los estranguladores.
Como éste no es más que un cuento, tengo derecho a no prometer una conclusión más dramática. Lo repito: sólo he querido ofrecer mi testimonio, el único, con mucha probabilidad, que pueda esperar la sombra carcomida del muerto.
Que me sea permitido, por lo tanto, resumir en algunas líneas las palabras bastante curiosas que me confió, en diversas oportunidades, ese solitario habitualmente silencioso.
No creo que sentiré jamás tan negro estremecimiento como en aquel lejano día en que, uno al lado del otro en un banco del Jardín Botánico, me confió esto:
—Mi avaricia te asusta. Y bueno, mi pequeñito, yo he conocido un pródigo, de especie menos rara de lo que se piensa, cuya historia te inspirará tal vez el deseo de besar mis andrajos con respeto, si estuvieses lo suficientemente dotado como para comprenderla.
“Aquel pródigo era un maniático, naturalmente. Es siempre algo fácil de decir, y esto dispensa de todo examen profundo. Era inclusive, si lo quieres, un monomaniaco.”
“¡Su idea fija era arrojar el PAN en las letrinas!”
“El cumplimiento de ese propósito, cayó en la ruina por culpa de los panaderos. Nunca se lo encontraba sin un enorme pan bajo el brazo, que iba saltando de alegría a precipitar en los barriles sin fondo del populacho.”
“Sólo vivía para cumplir ese acto y es necesario creer que experimentaba al hacerlo intenso regocijo; pero su alegría se convertía en delirio cuando se presentaba la ocasión de ofrecer semejante espectáculo a los pobres diablos que se morían de hambre.”
“Tenía treinta mil francos de renta aquel tipo, y se quejaba del alto precio del pan.”
“Medita atentamente en esta historia verdadera, que se parece a un apólogo.”
No sentí deseos de besar los harapos del señor Pleur, pero su relato fue lo bastante claro para mí, sin duda, porque creí escuchar cómo galopaba, por debajo de mí, toda la caballería de los abismos.
La última vez que me encontré con este Platón de la roñería, me dijo:
—¿Sabes que el Dinero es Dios y que por esta razón los hombres lo buscan con tanto ardor? No, ¿no es cierto?, tú eres demasiado joven para haber pensado en ello. Me tomarías infaliblemente por una especie de loco sacrílego si te dijera que, infinitamente bueno, infinitamente perfecto, el soberano Señor de todas las cosas dispuso que nada se haga en el mundo sin Su orden o Su permiso; que en consecuencia hemos sido creados únicamente para Conocerlo, Adorarlo y Servirlo, y ganar, por este medio, la Vida eterna.
“Abominarías de mí si te hablara del misterio de Su Encarnación. No importa: sabe que no trascurre un solo día sin que yo pida que Su Reino llegue y que Su Nombre sea santificado.” “Pido también al Dinero, mi Redentor, que me libre de todo mal, de todo pecado, de las trampas del diablo, del espíritu de fornicación, y le imploro por Sus Dolores tanto como por Sus Alegrías y por Su Gloria.”
“Comprenderás un día, muchacho, cuánto este Dios se ha envilecido por nosotros. ¡Recuerda a mi maníaco! ¡Y mira a qué empleos la maldad de los hombres lo condena!”
“…¡Yo no me atrevo a tocarlo ya desde hace treinta años!… Sí, joven, desde hace treinta años no me he atrevido a poner mis sucias manos en una moneda de cincuenta céntimos. Cuando mis inquilinos me pagan, recibo su dinero en una cajita preciosa, hecha de madera de olivo, que ha tocado la Tumba de Cristo, y no lo guardo un solo día.”
“Soy, si quieres saberlo, un penitente del Dinero.”
“Con consuelos inexplicables, soporto por Él el desprecio de los hombres, la repulsión de hasta los animales y el ser crucificado todos los días de mi vida por la más espantosa miseria…”
Yo había penetrado bastante la existencia misteriosa de ese hombre extraordinario para entrever que me hablaba de una manera por entero simbólica. No obstante, la Santa Palabra, tan rudamente adaptada, me azoraba un poco, lo confieso.
Se levantó de golpe, alzó los brazos y aún lo veo parecido a una horca pública de donde colgaran los podridos harapos de algún antiguo ajusticiado.
—Se dice con frecuencia por todas partes —exclamó— que soy un horrible avaro. ¡Muy bien!, algún día has de relatar que yo encontré el escondrijo infinitamente seguro que ningún avaro antes que yo había hasta entonces descubierto: ¡Yo escondo mi Dinero en el Seno de los Pobres!… Tú publicarás esto, hijo mío, el día en que el Desprecio y el Dolor hayan logrado que crezcas lo bastante como para ambicionar el supremo honor de ser incomprendido.
El señor Pleur alimentaba a unas doscientas familias, entre las cuales se hubiera buscado en vano un individuo que no lo mirara como a un canalla: ¡tanta era su habilidad!
Pero hoy, ¡santo Cielo!, ¿dónde está la multitud pálida de indigentes asistidos por el delegado episcopal de este Penitente?