A Charles Cain
¡Ah, la señora Alexandre bien podía jactarse de ser virtuosa! Imagínese. Hacía tres años que soportaba a ese viejo embrollón, a ese pillo de siete suelas que deshonraba su casa, y bien pueden pensar ustedes que, de no ser su padre, haría ya tiempo que ella le hubiese endosado su billete de regreso para el pudridero de inválidos del Asilo. Y sin embargo, nos vemos obligados a guardar las apariencias, a subvenir las necesidades de los autores de nuestros días, cuando no somos hijos de perra y, sobre todo, cuando estamos en el comercio. ¡Oh, la familia! ¡Pesar de pesares! Y hay quienes dicen que existe Dios. ¿Él no hará reventar entonces una mañana de éstas al viejo asno?
La extrema frecuencia de este monólogo filial había alterado por desgracia su frescura. No pasaba un día sin que la señora Alexandre se lamentara en tales términos de la mezquindad de su destino.
A veces, sin embargo, se ponía más tierna cuando necesitaba aclarar sus intenciones a clientes nuevos, que sólo de manera muy imperfecta habrían captado la nobleza de sus jeremiadas.
—Bueno y querido papá —arrullaba—, ¡si supiera usted cómo lo queremos! Sólo tenemos, todas, un corazón para quererlo. ¡El oficio no tiene nada que ver con ello, lo ve usted! Se puede ser desclasada, caídas en la desgracia, si usted quiere, pero el corazón habla siempre. Una recuerda su infancia, las alegrías puras de la familia, y yo me siento muy honrada ante mis propios ojos, se lo juro, cuando veo ir y venir por mi casa a ese venerable anciano coronado de cabellos blancos, que nos hace pensar en la patria celestial. Etcétera, etcétera.
La inconsciencia profesional permitía sin duda a la tunanta funcionar con igual buena fe en una u otra actitud, y el huésped septuagenario del número 12, investido alternativamente de gloria y de ignominia, permanecía estancado al costado de su hija —en la inalterable serenidad del atardecer de su existencia— como un guiñapo de hospital en la orilla de la cloaca.
La historia de estos dos individuos no tenía, para decirlo todo, ninguna de las cualidades esenciales que se deben exigir del poema épico.
El señor Ferdinando Bouton, familiarmente denominado Papá Ferdinando o El Viejo, era un antiguo pícaro de la calle de Flandre, donde ejerció en otros tiempos treinta oficios, de los cuales el menos inconfesable puso varias veces en peligro su libertad.
La señorita Leoncia Bouton, que habría de ser un día la señora Alexandre y cuya madre desapareció poco tiempo después de su nacimiento, había sido educada por el digno hombre en los principios de la más rigurosa disipación.
Preparada, desde su más tierna edad, para las prácticas militantes, se lanzó, a los trece años, a una brillante situación de virgen oblada en casa de un millonario genovés, renombrado por su virtud, quien la llamaba su “ángel de luz” y que terminó de corromperla. Dos años bastaron a la iniciada para hacer reventar a este calvinista.
Después de aquél, ¡cuántos otros! Recomendada sobre todo a los señores discretos, se convirtió en algo así como una inversión segura y caminó, hasta los dieciocho años, en una aureola de ignominias.
En ese momento, habiendo llegado a ser seria a fuerza de rozarse con gentes serias, dejó a su padre, cuya frivolidad de beodo y de crápula, por añadidura ocioso, le causaba indignación.
Y transcurrieron después quince años, durante los cuales aquel abandonado se sació de infortunios.
Perdido el hábito de los negocios, no volviendo a disponer de su anterior astucia, se parecía a una vieja mosca que no tenía ya la fuerza de volar sobre los excrementos y a la que hasta las mismas arañas no tenían deseos de atrapar. Leoncia, más feliz, prosperó. Sin elevarse a los primeros rangos en el Mundo Galante, dominio cuya dictadura no le permitían ambicionar sus maneras de bribona incorregible, supo maniobrar en los empleos subalternos con tanto arte como duplicidad, y de este modo se deslizó, se instaló, se apoderó firmemente de los buenos bocados y, sin olvidarse nunca de llenar su vaso antes de que la botella hubiese terminado de circular, llegó a tener tal color ante Dios y ante los hombres, que por esta razón le fue posible desafiar incluso a la mala suerte.
La mala suerte, entonces, se presentó bajo la especie ridícula y fantasmagórica de su padre.
El viejo cascajo, en el momento de hundirse para siempre en el abismo más insondable, se había enterado de que su hija, su Titina, casi célebre ahora bajo el nombre de señora Alexandre, gobernaba con mano magistral una hostería famosa donde los príncipes del Extremo Oriente venían a traer su oro.
Lleno de piojos y cubierto de pingajos impuros, sin tener “ni la sombra de un cobre en el bolsillo y ni una migaja en el estómago”[1], vino un buen día a caer en casa de ella, con tan favorable disposición de la fortuna que la altiva madama, aunque rabiosa con su arribo, se vio obligada a recibirlo con las demostraciones del más ostensible amor.
La mala suerte de ésta quiso, en efecto, que en el mismo instante en que, desconociendo todas las consignas, él se precipitaba en sus brazos, ella se hallara reunida con rígidos senadores, poco capaces de bromear acerca del cuarto mandamiento de la ley divina. Uno de ellos, inclusive, conmovido en lo más hondo de sus entrañas por este patético incidente, no creyó posible dispensarse de bendecirla y de predecirle una vida interminable.
Después de semejante hecho, Papá Ferdinando se volvió indelegable e inextirpable para siempre. So pena de suscitar la indignación de la gente decente y de perder la fructífera estimación de los mandarines, fue necesario limpiarlo, vestirlo, alojarlo y darle de comer hasta el hartazgo todos los días.
La existencia, hasta entonces dulce como la miel, de la señora Alexandre, se vio empozoñada. Aquel padre fue el abrojo de su cama, el tormento de su espíritu, la dificultad de sus digestiones y, muy por el contrario de lo que ocurrió con Calipso, ella no llegó a consolarse con el regreso de Ulises.
No era sin embargo un ser molesto. Desde el primer día lo instalaron en la buhardilla más distante, más incómoda y probablemente más malsana. Apenas si le veía. Observaba fielmente la consigna de no deambular por la casa a la hora de los clientes y, sobre todo, de no poner nunca los pies en el salón.
Para derogar esta severa ley hacía falta nada menos que la fantasía de un aficionado extranjero que a veces pedía ver al Viejo, de quien todas aquellas señoras hablaban con susurros de temerosa veneración, tal como si hubiesen hablado del Hombre de la Máscara de Hierro.
Para aquellas circunstancias, él tenía una casaca escarlata con brandeburgos, y una especie de gorrito macedónico que le confería el aspecto de un húngaro o de un polaco en desgracia. Lo engalanaban entonces con el título de conde —¡el conde Boutonski!—, y así pasaba por ser un despojo cubierto de la gloria de la más reciente insurrección.
Por añadidura, limpiaba las letrinas, barría las escaleras, lavaba las palanganas y la vajilla, a veces con el mismo estropajo, según decía con furia la señora Alexandre. Por último, hacía los mandados de las pensionistas, de cuya confianza disfrutaba, y que le daban suculentas propinas. En las horas de descanso, el feliz anciano se retiraba a su cuarto y releía asiduamente las obras de Paul de Kock o las lucubraciones humanitarias de Eugène Transpire[2], como denominaba al autor de Los misterios de París y de El judío errante, los dos libros más hermosos del mundo.
Durante la guerra[3], naturalmente, la casa peligró. Los clientes se hallaban en el interior del país o en las avanzadas, y el estado de sitio hacía que las calles estuviesen intransitables.
La exasperación de la señora Alexandre llegó al colmo. Desde la mañana a la noche, descargaba sin interrupción su furia contra el viejo, quien se encogía cada vez más y a quien ella, a toda voz, cubría con sus insultos.
Inclusive llegó, en su delirio, a acusarlo de haber provocado el conflicto internacional con sus manejos. Cuando se acordó de la indemnización de los cinco mil millones, ella se consideró defraudada personalmente y argumentaba a gritos que su comercio había perdido otro tanto y que habría que fusilar a todos los viejos puercos que traían mala suerte…
Se inclinaba decididamente hacia la hidrofobia y la existencia se tomaba imposible.
Huelga decir que la Comuna[4] fue incapaz de revigorizar su tambaleante negocio. La clientela sin embargo no faltaba. El establecimiento no se vaciaba un minuto. Era como para creer que se estaba en la iglesia.
Pero, ¡qué clientela, Dios de los cielos! Borrachos perdidos, asesinos, canallas infames llenos de galones desde la cabeza a los pies, que se hacían servir con el revólver en la mano, que rompían todo y que habrían quemado todo si se hubiera tenido la audacia de enfrentarlos.
Esta vez, por el contrario, la patrona ya no vociferó más. Se moría silenciosamente de miedo mientras esperaba el auxilio de lo Alto.
Éste no se hizo esperar. Se supo de pronto que los versalleses acababan de entrar en París. ¡Liberación! Pero una suerte verdaderamente negra se encarnizaba con la pobre criatura.
Ocurrió que levantaron una barricada en un extremo de la calle. Ahora era imperioso cerrar la puerta con tres llaves y hacer como si estuvieran todos muertos. Papá Ferdinando fue olvidado completamente.
La barricada cayó a las dos de la tarde y los federados en fuga abandonaron el barrio. Pronto no quedó allí más que un solo ser, un delgado viejo cuyos pasos resonaban en el vasto silencio.
Imposible no reconocerlo. Era el ruinoso que había salido en la mañana por curiosidad y que, estúpidamente, huía como un criminal ante los pantalones rojos[5].
Éstos, llenos de duda, no se decidían a seguirlo, ni tampoco a disparar sobre un hombre tan anciano. Se acercaron cuando lo vieron detenerse ante la puerta del número 12.
—¡Arriba las manos y no te muevas!
El viejo, ahogado por el terror, se precipitó sobre la campanilla y la hizo sonar.
—¡Titina, mi Titina, soy yo! ¡Abre a tu anciano padre!
La ventana, cerrada a piedra y lodo, se abrió entonces con espontaneidad y la señora Alexandre, ebria de alegría, mostró su padre a los soldados y les gritó:
—¡Pero, fusílenlo, hijos de Dios! ¡Él estuvo en eso con los otros! ¡Es un sucio comunero, un incendiario que trató de ponerle fuego al barrio!
No se preguntaba más en aquellos agraciados días, y Papá Ferdinando, acribillado por las balas, cayó sobre el umbral…
Hoy día, la señora Alexandre está retirada de los negocios y no habita ya el barrio de la Bolsa, cuya gloria fue durante tanto tiempo.
Posee treinta mil francos de renta, pesa cuatrocientos kilos y lee con emoción las novelas de Paul Bourget[6].