Día 42

Todos te miran. Son segundos, instantes en los que percibes pinchazos en tu nuca. Notas los gestos furtivos cuando te giras en un movimiento inesperado. El ruido en la calle. Aquí solo hay silencio, nadie habla, todos tienen miedo. Tú tienes miedo. La historia vuelve a repetirse.

—Ana.

La niña salió de su escondite cuando escuchó los gritos de Salva y Pedro en la calle. No quiso responderte a ti, pero a ellos les brindó una señal, una ráfaga de luz que les indicó el camino correcto.

Le das miedo, se asusta cada vez que intentas acercarte a ella. Compruebas que mantiene su gesto serio y su mirada fría. Cuando vuestros ojos se cruzan algo se estremece en su interior.

—Estamos a menos de cuatro horas de la finca. Si uno de nosotros consiguiera llegar hasta allí arrastrando a los muertos podríamos enfrentarnos a ellos desde dentro. Nuestro complejo es una pequeña fortaleza.

El hombre que habla lo hace con dificultad. Tiene heridas en el rostro y sangre en la ropa. Lleva varias horas sentado en un sillón, con los pies inmóviles por culpa de la paliza que le diste anoche. Juan te evita, te aparta de la manada. Pedro tiene ganas de verbalizar lo que pasa por su cabeza.

—Si tuviera un coche que funcionara yo lo haría encantado. Pero esta barriga me impide pegarme esas carreritas.

Nadie le devuelve la sonrisa. Salva está apoyado en una pared. Hasta ahora, en vuestro mundo, era él quien tomaba las decisiones. Te sientes incómodo viéndolo en un papel secundario. Hay unos segundos de silencio, después decide hablar.

—Ahí abajo hay cincuenta o sesenta infectados. Las puertas están resistiendo pero lo más seguro es que dentro de unas horas se vayan a la mierda y los tengamos correteando por la finca. Estoy de acuerdo con Juan, la única opción seria que tenemos es utilizar a alguien de señuelo para que los atraiga.

—Evidentemente, con estas heridas, yo no puedo hacerlo.

Otra vez esas miradas que duran eternidades. Otra vez la culpa, los dedos inquisidores. Sí, tú le diste la paliza. Sí, fuiste tú el que llegaste aquí creyéndote el puto Solid Snake y sí, es posible que seas tú el que haya condenado al pobre Juan, pero ya no hay vuelta atrás.

Salva retoma el hilo de la conversación.

—Por lo que me habéis dicho me hago una idea bastante clara del lugar donde vivís. Es un camino largo y el que lo haga tendrá que llevarse a la niña.

—¿A Ana?

Todos te miran. Todos menos ella. La cagaste ayer y posiblemente la has vuelto a cagar ahora, pero para ti esta niña sigue siendo tu responsabilidad y has de ser tú quien decida por ella.

—Sí, Ana. Ella es quien debe llegar a un lugar seguro lo antes posible.

—Pero no podemos fiarnos de ellos, Pedro nos estuvo mintiendo durante días.

Deberías callarte, deberías levantar el brazo como un buen chico y esperar el turno para hablar. La niña se va alejando poco a poco de ti. Otros toman tus decisiones y por primera vez en tu vida te jode estar en un segundo plano.

Pedro explota.

—¡Para protegernos de tarados como tú! Salva, sé que ha sido tu compañero, pero no podemos hacerle caso a este tío. Está como una puta cabra.

Grabas sus gestos y el tono de su voz en tu memoria. Un recuerdo más de Pedro, un motivo más para el futuro. Recuperas de tu archivo el día que lo rescatasteis. Comparas ese rostro con el actual. Es el mismo hombre, entonces tenía miedo, ahora sabe que le ha tocado la mejor mano de la partida.

La niña se gira hacia ti, después mira al taxista. No se mueve, permanece en su sillón, callada, igual que el primer día, igual que cuando la rescatasteis del colegio.

Juan retoma la conversación.

—Bien, tenemos que tomar una decisión ya. ¿Alguien quiere ir con la niña hasta el refugio?

Silencio.

Miradas cruzadas.

Momento crítico.

Responsabilidad.

Demasiada responsabilidad.

No puedes participar en este juego. Eres un paria, un asocial, el niño gordo que nadie elige para su equipo. Pasan los segundos, la cuenta atrás. Ahora nadie quiere tomar la responsabilidad. Aumenta el ruido en la calle. Algo se rompe. Pedro se levanta y se asoma por la ventana. Los muertos gritan de satisfacción, sus gemidos se convierten en victoria.

—Chicos, estamos jodidos, han conseguido entrar.

En la primera persona en la que piensas es en Juan. Está encogido en el sillón, va desapareciendo, fundiéndose con el respaldo, se sabe muerto. Con esas heridas no podrá huir. Tú eres el culpable.

Todo se acelera, lo notas en la voz de Salva.

—Pedro, coge a la niña, tenemos que salir de aquí.

Ana corre hacia ese cuerpo fofo y podrido por la lascivia.

Estás fuera.

Expulsado.

No eres nadie.

El titiritero aparece de nuevo en el cielo para darle una justificación a tu existencia. Extiende sus manos y lanza esos hilos que controlan tus movimientos. Agachas la cabeza, has perdido, lo aceptas, no eres nada. Las cuerdas se van enganchando en tu cuerpo.

—Roberto, mira a ver si encuentras una forma segura de salir por el patio interior. Si consiguiéramos cambiar de finca posiblemente tendríamos alguna posibilidad.

Coges esa mano tendida y te pones a trabajar. Aún te duele que la niña esté agarrada a Pedro. La miras. No muestra ningún sentimiento. Va bien vestida, lleva la mochila en la que guardó sus tebeos aquella mañana. Esa mochila.

Juan sigue inmóvil y el taxista busca unas palabras para tranquilizarlo.

—Si conseguimos salir, despistaremos a esos putos muertos. Te dejaremos algo de comida, aguantarás unos días, tranquilo.

No responde. Tiene la mirada perdida. El sillón en el que está sentado se va transformando en una de esas sillas eléctricas de las películas. Las palabras de Pedro son un consuelo para necios. Tú levantaste el dedo acusador y ahora está muerto.

Los cuerpos corren por el edificio. Saben que estáis dentro pero son incapaces de encontraros. Pasan por los rellanos, golpean paredes. Son como ratas recorriendo la estructura de una vieja mansión. El ruido se va metiendo en tu cabeza, va condicionando vuestras decisiones.

Sales de la habitación y llegas a la cocina, allí está la galería de la finca. Si bajarais hasta el primer piso podríais pasar al otro edificio sin problemas por el patio interior. Las dos fincas están conectadas por las terrazas, un pequeño muro las separa. Con una cuerda llegaríais sin problemas. Dudas que tus compañeros tengan algo lo suficientemente largo.

Vuelves al comedor. Salva está controlando a los muertos por la mirilla de la puerta. El ruido que generan es ensordecedor. Corren, gritan, su olor va impregnando el edificio. Conquistan cada metro cuadrado con su avance. La estructura envejece, el tiempo pasa cada vez más despacio.

—Si tuviéramos una cuerda podríamos bajar hasta el primer piso y desde allí cambiarnos de finca.

Salva se une a vosotros.

—Yo no he traído ninguna, ¿Juan?

No se mueve. Puede que esté recopilando su vida, haciendo una selección de los mejores momentos para hacer esto más llevadero. Salva espera unos segundos la respuesta y vuelve a dirigirse a ti.

—Pues no tenemos cuerda. Habrá que buscar otra solución.

—Por lo que he visto podríamos intentar pasar a los otros pisos por un pequeño bordillo que los une, aunque es bastante arriesgado.

—¿Crees que podríamos hacerlo?

—Creo que sí.

Tu compañero busca la aprobación de Pedro. El taxista tiene el ceño fruncido, aprieta la mano de la niña y calla. No sonríe, ha perdido esa sonrisa que le acompañaba siempre. Señala a Ana.

—¿Y qué vamos a hacer con ella?

Salva tarda en responder.

—Hay que llevarla con nosotros, no podemos dejarla aquí.

No podéis dejarla aquí porque tarde o temprano los muertos acabarán entrando y no habrá posibilidad de salvación para ella. Pero Salva no dice nada por respeto a Juan, por respeto hacia ti. No quiere acusarte de su muerte.

Culpabilidad.

Nervios en la punta de tus dedos. Has de tomar una decisión rápido. Los muertos ya se han adueñado de esta finca.

—Vamos, pasaré yo primero y después la niña. Hemos de darnos prisa.

No sabes muy bien el porqué, pero te siguen. El patio de luces deja que el sol llegue hasta vosotros con cierta facilidad. A unos cuatro o cinco metros de distancia están las ventanas de la finca contigua. El bordillo que los une tiene algo más de medio pie de ancho. Pedro lo mira con desconfianza.

—Es muy arriesgado.

Lo es, pero todos sois conscientes del peligro que suponen los infectados que corretean a vuestro alrededor. Para reafirmar tu decisión coges la rifle y das el primer paso.

—Empiezo yo.

Le entregas a Salva tu mochila y la barra de hierro. Pones el pie en el bordillo. Sientes la distancia, el vacío. Rápidamente pegas el cuerpo a la pared. Destreza. Inconsciencia.

Das los primeros pasos y todo va bien, no hay ningún ataque inesperado de pánico.

Primera gota de sudor.

Los nervios salen a flote. Están aquí. Detienes tu marcha. Repites una canción sencilla en tu cabeza. Inventas acordes, ritmos, inventas una excusa para seguir avanzando. Cuando pones el pie en el marco de la ventana respiras con profundidad. Aire en tus pulmones. Entras en la habitación, te aseguras de que no haya ningún muerto escondido. Después te asomas y adoptas un profesional gesto cinematográfico con el pulgar levantado.

—Limpio.

Salva te lanza la mochila, la coges al vuelo. Después te tira tu preciado trozo de hierro. Level 1 Complete. Primera pantalla superada. Ahora viene lo más complicado.

—Vamos pequeña, son solo unos metros.

No te mira, vuelve a no mirarte. No sabes el porqué pero Ana te evita, te tiene miedo. Supones que Pedro le habló de ti, de tu locura. Supones que Juan le prometió una tierra magnífica en la que disfrutaría de un nuevo mundo. Supones todas esas cosas, pero no quieres pensar que no le gustas, que simplemente le asustas, que ve en ti a la misma persona desequilibrada que ven el resto de tus compañeros.

—Vamos Ana, no mires abajo.

Mira. Prefiere hacerlo que enfrentarse a tus ojos. Así avanza poco a poco por la cornisa. Un paso, luego otro, con la cabeza agachada enfrentándose al vacío.

—Dame la mano.

Te la da. Notas su carne, el sudor que le recorre los dedos, el miedo. Le ayudas a entrar al piso. En cuanto sus pies tocan el suelo desaparece en la oscuridad de la habitación. Luego intentarás hablar con ella, ahora has de centrarte en Salva y Pedro. El tiempo corre, los muertos están conquistando la finca.

—Vamos, el siguiente.

Se miran y mantienen una silenciosa conversación de caballeros. Al final es el taxista el que se sube a la cornisa. Su cuerpo se convierte en un impedimento, la barriga le separa de la pared. Da unos pasos y se detiene.

—No puedo, no puedo seguir. Esto es jodidamente complicado.

Salva se pone los galones y reclama el mando. Él da las órdenes, sus soldados tienen que obedecerle, tienen que morir por él.

—Pedro, has de girarte. Apoya la espalda en la pared y así podrás avanzar.

El taxista tiene ganas de gritar, de blasfemar, pero se muerde la lengua. Prudencia. Un grito y todos los muertos que os rodean llegarían hasta allí en un par de minutos.

Se muerde el labio y comienza a girar con precaución. Primero un pie, luego medio cuerpo, después el vacío.

Cae.

Cae.

Grita.

Se golpea contra un falso techo.

Ruido.

Algo se rompe.

Sangre en su cabeza.

Notas a la pequeña intentando asomarse por la ventana. La detienes. Gruñidos. Gemidos. Tres cuerpos podridos aparecen por la terraza en la que está el cadáver de Pedro. Se lanzan sobre él. Le rasgan la piel, devoran su cuerpo caliente. Gritan.

Más gritos.

Demasiados gritos.

Salva se gira aterrado. Escuchas los golpes en la puerta. Ana te golpea. Salva te mira. Algo se ha roto, algo se ha rasgado en ese mismo momento. Madera rota. Lágrimas en los ojos de Salva. Los gritos de Juan. Cuerpos que intentan hacerse paso.

Patrones de comportamiento.

Soluciones prácticas a problemas que ya conoces.

Coges a la niña con fuerza, recuperas tu desencofrador y sales de esa habitación. El resto de tu mundo, de tu antiguo mundo, se queda detrás. Ruido en tu cabeza. Imágenes que se mezclan, sentimientos. Sabes que en cualquier momento Eva aparecerá para recordarte que ella tenía razón.

Luchas contra esa posibilidad. Luchas contra la locura. Te aferras a la niña como solución a tus problemas. El titiritero vuelve a hacerse con parte del control. Estira sus cuerdas y te mueve con facilidad.

Disparos de rifle.

Última pantalla.

No te gusta la vida que te habían ofrecido Pedro y Juan, no te gusta esa posibilidad, pero, por primera vez, la contemplas como la única posible. La niña tira de ti hacia la ventana, quiere regresar con las personas que le ofrecen confianza. Quiere regresar con los muertos.

No sabes si están muertos.

No sabes si Eva está muerta.

A ella también la abandonaste.

Corres. Sales de la casa. Salís de la casa. El rellano está a oscuras. No ves nada. Respiración. Nervios. Sangre bombeada con demasiada rapidez. La niña te estira.

Respiras. Pausa. Control. Tu viejo mundo. Tu nueva casa.

—Vamos a salir de aquí. ¿Entiendes? Correremos hasta que lleguemos a la finca, ¿vale?

No dice nada. Asume su inferioridad. Consigues que avance, que corra. Bajáis un piso. Ya no escuchas los gemidos de los cadáveres. Habéis conseguido cambiar de finca, les habéis engañado. Segundo piso. Más nervios más carreras. Música, speed metal, punteados rápidos, furiosos. Giros bruscos, ruinas. Cuerpos tirados por el suelo.

Luz.

El patio de la finca. Calma, silencio. Le indicas a la niña que se mantenga callada. Te hace caso. Es una superviviente. El yo por encima del nosotros. La vida. Asomas la cabeza y ves en el portal de al lado algunos muertos intentando entrar. Uno se golpea con la pared, otro se arrastra dejando un rastro de sangre. Sus ojos rojos no se fijan en vosotros, solo escuchan a sus compañeros repartidos por la finca, solo escuchan los gemidos, los ruidos que martillean tu cabeza.

Los recuerdos.

Los días encerrado, soportando este ruido constante.

El hambre.

Eva.

La culpa.

La locura.

—En cuanto yo te lo diga vamos a salir juntos, cogidos de la mano, en silencio.

Esperas el momento adecuado. Solid Snake. Memorizas los movimientos cíclicos de tus rivales y corres. La niña te sigue. Los muertos os ignoran. Te giras un par de veces y compruebas que estáis solos. La calle se termina, nueva manzana, nuevas posibilidades.

Cuatro muertos.

Os han visto, corren hacia vosotros. Pones a la niña detrás de ti.

«Mierda».

—Avísame si alguno viene por ahí.

Te enfrentas a tus rivales. El primero en llegar es un hombre gordo con un traje de chaqueta roto y maloliente. Tiene parte del rostro arrancado, la mandíbula cuelga de uno de los lados de la cara. Corre con uno de los brazos desencajados. Te acercas hasta él, le haces una finta y le golpeas en la cadera. Cae al suelo. Levantas la cabeza y ves al resto de tus rivales. Tienes tiempo. El hombre gordo de negocios intenta levantarse. Te aproximas esquivando sus garrazos. Tu barra de hierro se clava en su cabeza. Uno menos.

Ana está sola, vigilando.

Los otros tres llegan de golpe, en manada, trillizos esperados. Baile de boxeo. Te mueves, te siguen. Los rodeas, te siguen. Las fincas destrozadas se vuelven confusión a tu alrededor. Todo gira, los muertos también. Seguridad. Esquivas un primer golpe, notas el frío de la carne muerta. Mezclas los cuerpos que te atacan. Un muñón, un estómago abierto, heridas inmensas en los brazos. Tres en un mismo cuerpo. El dragón de tres cabezas. La puerta del infierno.

Tu desencofrador parte una de las piernas. Los desestabilizas. Mal olor. Cojea. Golpeas otra vez, arrancas carne, la sangre lo ensucia todo. Más gritos. Has perdido de vista a la niña. Una de las cabezas deja de mirarte con deseo. Una boca menos a la que alimentar. Sigues bailando a su alrededor, ahora son menos, ahora es más fácil.

Nuevo golpe, una pierna rota. Algo se engancha en tu ropa. Estira de ti. Una mano busca tu cuerpo, tu carne. Te giras bruscamente y partes un hueso. Los dedos ya no se mueven, pero el brazo sigue pegado a ti. Más movimientos. Una patada para alejar el resto del cuerpo, un golpe de desencofrador. Libertad.

Tiras al suelo el brazo que tenías enganchado. No hay herida, no tienes tiempo para pensar.

Ana sigue en su sitio.

Silencio.

La ciudad está callada.

Esta vez buscas la cabeza. Estás cansado, tienes ganas de acabar este combate. Después de escuchar el crujir de huesos te quedas frente a frente con tu último adversario. Una mujer con ropa de deporte. Las mallas destrozadas, un pecho al aire. Contemplas su sexo con asco. Recuerdas la mañana en el prostíbulo, el asedio, el comienzo de este éxodo forzado, las carreras, la niña, su miedo, tu soledad.

Cuando sacas tu arma de su cabeza buscas a Ana y no la encuentras. La buscas de nuevo y lo único que ves es una sombra moverse un par de manzanas más allá. Camina hacia al norte, hacia la tierra prometida. Aquí no quedan más muertos, los que entraron en la finca allí debieron quedarse. Corres, corres detrás de ella.

Y el tiempo se detiene.

Esquivas ruinas.

Rodeas coches.

Contemplas farolas muertas.

Todo está muerto.

No queda nada en esta ciudad.

Nada por lo que seguir luchando.

Solo una promesa.

Una posibilidad.

La niña.

Corres, continúas corriendo. No quieres volver a estar solo, tienes miedo a enfrentarte de nuevo a una vida vacía. El titiritero prepara sus cuerdas, estira de ti, te aleja de este mundo. Piensas en tu barrio, en las calles llenas de gente, en la vida. Recuerdas los días que pasaste con Salva y Alberto, en la locura contenida. Tienes miedo.

Corres.

Tu objetivo es aquella silueta que se mueve en una única dirección, que se aleja de ti, que te ha abandonado en mitad de un combate. Patrones de comportamiento, supervivencia. Ves a la niña. Se detiene, sabe que no puede escapar de ti. Llegas hasta ella. Os miráis.

Odio.

Desconfianza.

Miedo.

Le extiendes la mano, te mira.

—Ven, buscaremos esa finca juntos.

No se mueve. Te reta con la mirada. Ruido. Ruido que se acerca, que sale de una de las esquinas de la calle. Ruido que trae hasta aquí la vida. Ana mira por encima de tu hombro y busca en su mochila con prisas. No te giras, quieres saber que está haciendo.

El cuchillo.

El cuchillo que robó en casa para protegerse de Pedro.

¿O no era de Pedro?

El ruido está cada vez más cerca. Lo escuchas, lo sientes. Se acerca a ras de suelo sin detenerse, rodeando vuestra presencia, acompasándose a tu respiración. Ana te mira desafiante.

Notas el primer mordisco.

Gritas.

El perro se engancha a tu pierna. Detrás llega el resto de la manada. Te lo quitas de encima con tu desencofrador. Grita, se queja. Sangras, te cuesta andar, te acercas a la niña. Pinchazos insoportables de dolor. Debes correr, debéis correr. Llegas hasta ella.

Otro pinchazo, su cuchillo en tu carne. Más sangre. Menos tiempo. Menos posibilidades. Ella corre. Tú no puedes. Nuevos mordiscos, más perros. Dolor, muchísimo dolor. La niña se aleja de ti. Huye. Gana tiempo, gana distancia. Si estos perros no la persiguen, en unas horas estará en su casa. En su nuevo hogar.

Pasan los minutos.

Locura.

Rabia.

El titiritero se marcha. Las canciones se borran en tu memoria. Los juegos desaparecen de tus recuerdos. Dolor. Recuperas la cordura, recuperas el momento exacto, el presente, recuperas todo lo que esta guerra te arrancó de las manos. La vida artificial, la satisfacción de la estabilidad compartida. Tu ciudad.

Notas los dientes entrando en tu piel. Algo muerde tu cuello. Gruñidos. Carne que se despega del cuerpo. Vas agotando tu tiempo. Hasta aquí duró tu partida. No quieres pensar en nada, no quieres recordar nada. Tu memoria perfecta se va apagando.

Nostalgia.

Nostalgia de la ciudad, de sus luces, del orden que te mantenía cuerdo.

Nostalgia del ruido, de la música, de la soledad deseada.

Nostalgia del sexo.

Nostalgia de un mundo que ya ha desaparecido.

Nostalgia de Eva.

«¿Seguirá viva?».