Día 40

La luna ilumina la casa. Ahora es Pedro quien está atado a la silla. Salva le ha tapado la boca. Os mira con miedo. No sabe qué vais a hacer con él. Cierras la puerta, te sientas en una de las sillas de la cocina y hablas en voz baja. Tienes demasiadas preguntas en la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer?

—Esperar.

—Deberíamos ir a buscar a la niña.

—Van a volver con ella.

—¿Seguro?

—Sí, se lo dijo Pedro a su compañero. Por lo visto a nosotros dos nos habían dado por muertos. Regresarán para recoger todo lo que les puede servir.

—Lo que no entiendo es cómo llegó Pedro hasta aquí.

—Bueno el que te atacó le pidió disculpas al taxista durante un buen rato. Se ve que salió con el minibús en plan suicida. Tenía que llamar la atención de los muertos. Le rodearon y decidió tirar hacia delante, recorrer el mayor número de kilómetros.

—Entonces fue cuando le encontramos.

—Sí.

—Debería habérnoslo contado.

—Debería, pero no lo hizo. No tenía motivos para esconder esa información. Si realmente son un grupo de supervivientes tan bien organizado nosotros podríamos ayudarles.

Si Pedro duda de tu cordura, tú dudas también de él. Quid pro quo. En su historia hay demasiadas incógnitas. De lo único que estáis seguros es de que os mintió, os ocultó una parte importante del cuento.

—Vamos a ir a buscarles.

—¿Qué?

—Sí, cogeremos a Pedro y llegaremos a esa finca en la que dicen que están viviendo. No tenemos otra opción.

Claro que sí que tenéis, hay millones de opciones y al menos la mitad de ellas mucho mejores que la que acaba de tomar Salva.

—No vamos a hacer eso.

Le sorprende tu irreverencia.

—¿Por qué no?

—Porque no tenemos ni idea de lo que hay ahí fuera. No sabemos si son diez, o veinte, no sabemos si son una panda de chalados, no tenemos ni puta idea de nada.

—Mira Roberto estoy cansado de luchar aquí encerrado, estoy cansado de casi todo. Tengo fuerzas para enfrentarme a más muertos pero no para continuar viviendo así sabiendo que quedan más supervivientes en esta ciudad.

—Sabes que te estás equivocando.

—Es posible, pero en cuanto amanezca desataremos a Pedro e iremos hasta esa finca.

Cuando llega ese momento cargáis vuestras mochilas de alimentos, preparáis vuestras armas y salís a la calle. Pedro camina junto a vosotros con las manos atadas. Fue la única medida de seguridad que conseguiste sacarle a Salva. Demasiadas confianzas para alguien que hasta ahora lo único que ha hecho es mentiros.

—¿Habéis visto aquello?

Te sorprende escuchar la voz de Pedro. Durante toda la mañana había tenido los labios cerrados. Algo de suerte para este día triste y gris que estáis viviendo.

—Junto a aquellos coches hay algo moviéndose.

Pedro refuerza su información con un par de movimientos de cabeza. Suple con el cuello la falta de manos. Os acercáis con precaución. En una de las últimas calles del barrio aún queda en pie una pequeña barricada hecha con un par de coches. Junto a ella hay un amasijo de carne muerta. Cinco o seis cadáveres decoran la última frontera de vuestro mundo. Es una señal, una marca. Un recuerdo.

Te estás acercando cuando la pequeña montaña de carne se estremece. Algo aún está vivo ahí. Movéis los cuerpos con precaución. Uno de ellos se agita, tiene las piernas partidas y las muñecas abiertas, pero cada vez que sus ojos os miran su boca se abre mostrándoos dientes podridos y sangre seca.

Salva lo tranquiliza con su maza. Se hace el silencio. Atravesáis la última calle del barrio y empiezas a sentirte angustiado.

Miedo.

Falta de seguridad.

Durante más de un mes aquellas calles han sido tu refugio, tu nueva ciudad. La última vez que saliste de ese reconfortante útero fue para escapar de la vida familiar, para crear tu propia historia.

—¿Tienes miedo?

—Claro.

—¿Por qué? Este camino ya lo has recorrido otras veces.

—Sí, pero antes estabas tú esperándome.

—Qué bonito, nunca pensé que un hijo de puta que es capaz de abandonar a su novia para que la destrocen una banda de muertos vivientes hambrientos pudiera hablar con tanta ternura.

—Yo no te abandoné, llevabas semanas dejándote llevar por la muerte. Te rendiste.

— No, no me rendí. Simplemente creí que cumplirías tus promesas. ¿O no íbamos a cuidar el uno del otro?

Salva y Pedro se detienen. Durante unos minutos has perdido el sentido del tiempo y ahora, de repente, te encuentras en una calle que no consigues situar con exactitud.

Salva mira al taxista.

—¿Ahora por dónde vamos?

—Tenemos dos opciones, atravesar el parque o rodearlo.

—¿Tú qué opinas?

«¿Que qué opino? Pues que deberíamos haberle dado ya una paliza al taxista». Ves los riesgos de las decisiones, las probabilidades, la inseguridad. Después de haber saboreado durante un mes las comodidades de un hogar cualquier cosa te parece peligrosa. Tu compañero sigue esperando una respuesta, el taxista mira al suelo.

—Qué decida él. ¿Por dónde es más seguro ir?

Pedro se sorprende del interés que muestras por su opinión

—Rodeando el parque.

—¿Ganaremos tiempo atravesándolo?

—Sí, pero no es tan seguro.

Otro cruce de caminos, otra intersección. Durante muchos años los videojuegos tenían una única línea, una única dirección. No había opciones ni posibilidades, tal vez pequeños matices. Los héroes estaban hechos de una pasta que no entendía de valoraciones morales. Solo existía el camino recto y correcto para acabar la historia. Pero un año todo eso cambió, las posibilidades aumentaron. La primera vez que sentiste esa capacidad de decisión fue con el Baldur’s Gate. Tú, un jugador experimentado, sentías miedo por el futuro del personaje. Aquel título era una sucesión de posibilidades que se ampliaban en tu cerebro hasta el infinito.

Ahora mismo vuelves a sentir esa misma sensación.

Pedro ha sugerido rodear el parque. Te parece una decisión correcta, conservadora, aceptable. Salva tiene otra idea en la cabeza.

—Vamos a cruzarlo, no podemos perder más tiempo.

Hasta ahora han estado hablando del parque como algo familiar, así que supones que tiene que ser el que divide la ciudad en dos, el eje que sirvió de epicentro para el desarrollo del último siglo.

Evidentemente atravesarlo es lo más rápido, pero después de un año las plantas se habrán adueñado de todas las esquinas. Lo más seguro es que existan miles de escondites potenciales para los muertos vivientes.

Salva comienza a andar.

—¿Dónde vas?

—Al parque, he dicho que vamos a cruzarlo.

— No me parece seguro.

Ves un gesto nuevo en su cara. No sabes si es una mezcla de arrogancia herida o de sorpresa inesperada. Estás llevándole la contraria otra vez. Demasiadas variaciones en su esquema.

—Vamos a atravesarlo.

—No, yo no voy a pasar por ahí. Tenemos que encontrar a la niña, no podemos arriesgar nuestras vidas así. Posiblemente ya les hemos recortado el suficiente terreno. Ese camino es demasiado arriesgado. Si lo rodeamos llegaremos hasta ellos igual.

Sientes la responsabilidad, la obligación, los riesgos. Eres como esos viejos rockeros que tienen su primer hijo y que, de repente, ven que la vida de excesos que están llevando es un peligro para el niño que les espera en su mansión.

—Chicos, relajaos, aún nos queda mucho camino hasta casa.

«¿Casa? No, no hay tanto camino hasta casa. Solo tenemos que dar la vuelta y caminar unas cuantas horas, atravesar la ciudad, oler los primeros campos y entrar en la seguridad de nuestra mansión en las afueras».

—Vamos a atravesar el parque.

Ves los músculos de la cara de Salva cada vez más tensos.

—¿También vas a abandonarle a él?

—No voy a abandonar a nadie, ¿entiendes?

—Pues la conversación parece que va en esa dirección.

—En serio, ¿por qué has vuelto a mi vida?

—Ya te lo dije, vuelves a estar solo y vuelves a necesitarme.

No consigues ver la cara de Salva, todo está borroso. Te están hablando. Tus ojos distinguen sus brazos moviéndose, trazando las líneas generales de una conversación. Lo más seguro es que esté argumentándote las ventajas de atravesar el parque. No puedes concentrarte en esas palabras. Una y otra vez regresa Eva. Intentas deshacerte de ella, de sus interrupciones. Sabes que forma parte de ti.

Agachas la cabeza, empieza a dolerte. Por un segundo vuelves a estar solo en una casa. Por un instante has abandonado a Eva a su suerte y has salido corriendo por el patio interior de la finca en la que os escondíais. Durante unos momentos estás de nuevo encerrado en una casa, pasando hambre, inventando amigos para ignorar el castigo del ruido incansable de los muertos intentando llegar hasta ti.

De tu cuerpo salen unas pequeñas cuerdas que controlan tus articulaciones. Una mano monstruosa controla tus movimientos con tirones precisos. Te sientes bajo el control de un titiritero inmenso que te obliga a sufrir por cada decisión. John Cusack. El maestro de marionetas. Luchas durante unos minutos, te sientas en el suelo y aprietas tu cabeza con las manos.

—¿Roberto, estás bien?

Alguien ha hablado. Las cuerdas de tus manos vuelven a tensarse. Una nueva orden. Luchas contra ella. La locura viaja muy rápido por tu cuerpo. Quieres recuperar el control, saber que eres el amo de tus decisiones. Tienes miedo de perder de nuevo la perspectiva, de encontrarte con Eva fuera de tus sueños. El titiritero vuelve a tirar de los hilos. Te resistes.

—Sí, sí, estoy bien. ¿Qué es lo que decías?

—Que no podemos perder más tiempo, el parque es nuestra única opción para llegar hasta Ana a tiempo.

—Sabes que falta muy poco para que anochezca.

—Sí, pero lo atravesaremos antes y les habremos recortado el tiempo suficiente. Nos habías dicho que estaba en el norte, en las afueras de la ciudad, ¿verdad?

—Estamos en uno de esos complejos de fincas que construyeron hace cinco o seis años, con piscina, un muro que las rodea y todas esas chorradas. Tenemos hasta un pequeño gimnasio para entretenernos cuando nos aburrimos.

Odias esas fincas, odias lo que representan. Nunca te gustaron esos complejos residenciales para familias disfuncionales y solteros con la cartera llena de condones. Eran pequeños pueblos sin personalidad, abstracciones de una vida lineal y barata. Tu memoria te trae los recuerdos de las dos veces que entraste en sitios como al que os dirigís. Dos cenas o reuniones de amigos de Eva, dos noches interminables hablando de tópicos y planes de futuro. Dos discusiones después en casa. No te gustan esos sitios.

—Atravesemos el parque.

—¿Estás seguro, Roberto?

—No, pero no tengo ganas de seguir discutiendo, estamos perdiendo demasiado tiempo.

Las cuerdas del titiritero intentan moverte hacia otro lado buscando que te marches, que encuentres un lugar donde estar solo y así poder sacar de ti todo lo que queda de Eva. Vuelves a luchar. Estáis dentro del parque. Sabes que ahora no eres dueño de tu pasado. Tu memoria va dando tumbos de un lugar a otro, del día que abandonaste a Eva hasta el camino que hiciste con la niña cogida del brazo. Se mezclan imágenes.

Estás a un par de pasos del abismo.

Estrés.

Respiras.

Respiras más rápido.

Los muertos llamando a la puerta.

La niña corriendo de la mano del hijo de puta que te golpeó.

Alberto.

El minibús de Pedro.

Eva.

Solid Snake traicionado por una de sus compañeras.

Imágenes.

Más imágenes.

El caballero atravesando el bosque eterno acompañado por su escudero y su rehén. El titiritero controla ahora la partida. Él tiene el mando de la situación. Esperas que sus decisiones sean las correctas.

—¿Sabes Patsy?

—¿Sí mi señor?

—Tengo ganas de salir de este bosque. Cuenta mi padre que fue aquí donde tuvo que enfrentarse a aquellos tres ogros que ahora decoran el escudo de nuestra casa.

—¿Tenéis miedo mi señor?

—¿Miedo? Ni hablar, solo respeto. Mi padre fue el mayor guerrero de este reino, aún no estoy a su altura.

—No es fácil encontrar caballeros de su reputación que se atrevan a decir algo así en voz alta.

—Lo sé.

Atravesáis el bosque acelerando el paso. En el fondo de tu corazón estás atemorizado. Vuestro rehén camina delante de vosotros con el paso firme y la cabeza gacha. Las copas de los árboles tapan el cielo. Está oscureciendo, la noche llega hasta vosotros. El viento mueve las ramas. Vuestro rehén se detiene.

— Están cerca.

Claro que están cerca. Están a vuestro lado, forman parte de los troncos, de las piedras. Este bosque les pertenece. Vosotros sois los intrusos.

—Patsy, protege a nuestro invitado, pero en ningún momento le desates, ¿entendido?

Tú eres el caballero. Poco importa que el titiritero se haya adueñado completamente de tu cuerpo, que la realidad se transmute en farsa. Aquí, ahora, en este mundo fabricado a tu medida, eres tú el que mandas.

—Señor, ya han llegado.

—Tendremos que defendernos. ¿Conoce mi señora el destino de nuestra misión?

—Claro mi señor.

—Entonces no deberíamos tener miedo a morir.

Os rodean, son siete salteadores con trajes de lino y caras manchadas. Un rayo de sol llega hasta tu armadura. Tu figura reluce en mitad del bosque como una señal divina. Estás aquí y eres el portador de la luz.

—Sé que este bosque no tiene rey. Fue mi abuelo quien os lo entregó a vosotros y a las alimañas que matáis para comer. Tenemos el mismo derecho a cruzarlo que cualquier otro. Por eso os exijo que nos dejéis pasar.

Paso a paso van cerrando el círculo. Cada vez tenéis menos espacio para moveros. Los asaltantes se acercan. Tienes que mostrarte firme, seguro.

—Dad un paso más, malandrines, y os arrancaré la cabeza con esta espada.

Siguen acercándose. Ves en sus ojos la locura que se pega en el alma de todos los que viven aquí. Para ti esos hombres ya están perdidos.

—Como queráis.

Empuñas tu espada bastarda con las dos manos. Al primero le golpeas en el pecho con tus botas. Ganas tiempo y distancia. Tu filo se clava en el cuello de uno de tus atacantes. Sangre. Cae al suelo. Patsy se defiende con su espada corta, vuestro rehén se protege entre vosotros dos. Tiene miedo, sois su única posibilidad.

Repeles un nuevo ataque con tu hierro. Los asaltantes son viejos e inexpertos. No te importa alargar el combate. Otro espadazo, otro enemigo menos. Escuchas las maldiciones de Patsy. El resto del bosque está en silencio.

Cuando regreses a tu castillo le contarás a tu señora cómo derrotasteis a vuestros enemigos en mitad del bosque, como la sangre manchó tu reluciente armadura y cómo en todo momento estabas pensando en ella.

En ella.

En tu señora.

En Eva.

Remordimientos, culpa.

—Roberto, joder, no podemos alargar este combate más. Encárgate de esos dos.

Ya está a punto de anochecer. Estás en mitad de uno de los caminos que atraviesan el parque. A menos de doscientos metros ves una de las puertas de salida. Pedro sigue con las manos atadas, está nervioso.

Recuperas el control. Tienes un par de muertos cerca. Te deshaces de ellos de una manera rutinaria. Los cuerpos caen al suelo. Volvéis a estar los tres solos en el parque. Las cuerdas del titiritero han desaparecido entre las nubes que cubren el cielo. Salva se gira, está sudando.

—¿A ti que cojones te pasa? ¿Estás loco? ¿Qué mierda era esa de «mi señora»? ¿Acaso has perdido la puta cabeza?

Aún no, pero te falta muy poco. Las cosas se están complicando. Caminas hacia la salida. Te sientes culpable por no controlar una situación como esta. Tus dos acompañantes te siguen. Tendréis que encontrar un lugar donde pasar la noche.

Ana os espera.

Ana te espera.

Eso es lo único que te ata a este mundo. Tras las nubes, el titiritero sigue jugando contigo. Eva puede aparecer en cualquier momento. Estás cansado y perdido. No te sientes cómodo aquí, una nostalgia fría y húmeda te va abrazando a cada paso. Echas de menos a la niña, pero, sobre todo, añoras las luces de tu ciudad.

«Si tan solo una farola se encendiese, así, de repente».