Día 39

Esta noche has vuelto a soñar con Eva. No ha sido una aparición repentina, sino un sueño largo y profundo. La viste como era antes de la guerra y luego fuiste testigo de su degradación, de su viaje hasta la no existencia. La persona que te mantenía activo gracias a sus bofetones emocionales desapareció. De repente eras tú quien debía de tirar de ella, arrastrarla cada día. El sueño se fue alargando. En él sentías los gemidos de los muertos que asediaban vuestra finca. Cuando Eva abría la boca lo único que escuchabas eran los golpes en las paredes de los cuerpos que os reclamaban. Te acercaste a ella e intentaste levantarla. Pesaba, pesaba demasiado. Era una carga excesiva para ti. La guerra os había rodeado y no podías seguir sobreviviendo arrastrando contigo una estatua que hipotecaba tu futuro. En el sueño tomaste una decisión.

—Vamos, anda, abre los ojos de una puta vez.

Eva desaparece. Notas el cuerpo dolorido y la espalda entumecida. Tienes las manos y los pies atados. Recuperas de tu memoria sensaciones que se ajustan a lo que te está ocurriendo ahora. Recuerdas el primer día en la casa de Salva, el regreso de tu primera visita al colegio. Mezclas el dolor que sentiste en esos dos momentos y abres los ojos.

Pedro.

Pedro sentado en una silla frente a ti con un hacha en la mano.

—Hola.

No respondes.

—Perdona por la paliza, pero te comportaste como un maldito bastardo.

—¿Quieres que te pida perdón?

—Eso estaría bien.

—Que te jodan.

—Ojalá, ¿sabes que se está de puta madre en esta casa? Claro que lo sabes, por eso vuestra fijación con defenderla y todas esas chorradas.

—¿Dónde está Ana?

—¿La niña? De camino a un lugar seguro, no te preocupes.

—¿Los trajiste tú, verdad?

—¿A los muertos? Más o menos. No estaba trayéndolos, simplemente los alejaba. Nosotros también tenemos un hogar que defender.

«¿Nosotros?».

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—No lo sé, no soy yo quien tiene que decidirlo. Una cosa más ¿dónde está el Salva?

—Muerto.

—¿Seguro?

—Completamente seguro.

—Es una pena, él parecía una persona razonable. Bueno, voy a ver si desayuno algo.

El taxista sale de la habitación. Estás de nuevo en la sala donde te ataron el primer día. Pedro entra en la cocina. Miras cada uno de sus pasos, te fijas en como abre los armarios buscando comida, ves como se sienta en la mesa y come un poco de pan.

La mesa de la cocina.

No está en su sitio.

Alguien la ha movido.

Es una variación casi imperceptible, dos o tres palmos, nada más, pero hay un cambio más importante: no ves por ningún lado la alfombra que cubría la trampilla del pozo. Ahora la mesa está justo encima de la entrada. Tu memoria regresa hasta el día del asedio, busca una imagen con la que comparar. No la encuentra. No sabes cuando se produjo esa variación. Sin una prueba segura entras en el terreno de las posibilidades, de las probabilidades, de la indeterminación.

Nervios.

Esa variación en la normalidad te atormenta. «¿Es posible que Salva esté ahí escondido? ¿Cuándo pudo entrar?». Miras hacia la mesa con demasiadas ansias, con angustia. Pedro se gira.

—¿Quieres algo? ¡Ah! Supongo que estarás jodido de sed. Bueno, eso tiene solución. Toma, un poco de agua fresquita.

El taxista se levanta y te pone el vaso en los labios. Bebes. Después de que te lo acabes regresa a la mesa. Agua, el pozo. Te sorprende que durante los días que pasó aquí no preguntara por ella. «Eso es porque nunca jugó al Age of the empires o al Starcraft». Alguien que no tiene interiorizada la necesidad de asegurarse los recursos para sobrevivir no suele preocuparse por ellos.

—Mi compañero no tardará en volver, está buscando al Salva.

—Ya te he dicho que está muerto.

—Sí, eso es lo que me has dicho.

—¿Utilizaste el minibús para que los infectados te siguieran, verdad?

—Claro, empezábamos a tener problemas. No sabíamos muy bien el porqué, pero cada vez llegaban más a nuestro refugio. Así que decidimos que era una buena idea coger un coche, armar todo el ruido posible y alejarlos de allí.

—Mover la mierda de sitio.

—Más o menos. Pero cuando lleguemos a casa lo agradecerás. No somos muchos, quince o veinte personas, pero hemos conseguido cierta estabilidad.

—¿Estabilidad?

—Sí, comida y agua para todos.

—¿Dónde está Ana?

—De camino.

Pedro termina de desayunar y vuelve junto a ti. Se sienta en la silla.

—Perdona por no haberos dicho nada. En los últimos meses nos hemos encontrado con varias personas que habían perdido la cabeza y que se comportaban como putos salvajes. Esta guerra ha podrido el cerebro de mucha más gente de la que parece. En cuanto estemos allí verás que la vida puede ser fácil. Todos somos necesarios.

«Claro que soy necesario cerdo putero». Cada vez que el taxista te habla se tensan los músculos de tu cara y el cuerpo se llena de rabia. Te irrita su forma de hablar, sus gestos, la facilidad con la que pone una sonrisa en cada una de las palabras.

—¿Vas a soltarme?

—No por ahora, creo que saltarías sobre mí como un perro rabioso. Dentro de unos días, cuando estés ya con nosotros, será el momento apropiado.

Sigue hablándote. Te cuenta algo sobre el complejo de fincas en el que han conseguido sobrevivir durante meses al ataque de los muertos. Por lo visto allí las cosas son más sencillas. Tienen un pequeño campo que cultivar y algunos animales con los que alimentarse. El taxista te cuenta que hay varias familias viviendo. Te pide perdón por todo y te ruega comprensión por sus actos. Relajas tu rostro, intentas que los músculos de la cara reflejen normalidad. Como ya te ha pasado otras veces ves salir de su boca un interminable bla bla bla en el que se mezclan anécdotas y chistes. Todo se entrelaza en ese monólogo casi interminable.

De repente una variación. Un movimiento.

Detrás de Pedro algo está ocurriendo.

La trampilla se levanta.

Sin hacer ningún ruido.

Asoman unos brazos y un rifle.

Tienes que actuar deprisa.

—¿Entonces esa tía te pidió que te la tiraras allí mismo?

Pedro se sorprende. Se había acostumbrado a que nadie le interrumpiera durante sus historias.

—Sí, hay muchas que volvían a casa después de una noche de fiesta sin haber conseguido nada. Estaban tan cachondas que necesitaban que alguien se las follara. Y muchas veces el último tío que tenían a mano era el taxista.

Una sonrisa cómplice.

Medio cuerpo de Salva sale por la trampilla.

Otra historia sobre mujeres fáciles.

Salva cierra sin hacer ningún ruido y se pone de pie.

Levantas la voz.

—¡Qué cabrón! No me digas que hiciste eso.

—En serio, no sé cómo fui capaz, pero lo hice.

Salva da un par de pasos y llega hasta vuestra habitación. Interrumpes la historia del taxista, ves que no le sienta muy bien.

—Pedro, espera un segundo.

—¿Qué?

—Parece que me equivoqué, Salva no está muerto.

No sabes cuándo llegó. No sabes cuándo se escondió en el pozo, pero ha vuelto a demostrar que es el chico más listo de la clase. El número uno. El que siempre está preparado para los exámenes sorpresa del profesor.

Otro acierto.