Día 37

Corre, corre todo lo rápido que puedas. Ignora la oscuridad, céntrate en las sombras, en la claridad que te regala la luna, en las posibilidades. El camino se acabará, tu respiración continuará, la noche tendrá cada vez menos vida y llegará el día, el nuevo día.

Pero ahora corre.

Obedece las órdenes de Salva.

—Tú sube a la casa del otro día. Yo buscaré algún sitio en la finca de enfrente.

Te duelen los pies, los brazos, notas el olor de la carne muerta en tu ropa. Las calles se acaban y seguís corriendo. Vas delante, Salva detrás. Las mochilas se quedaron en casa. Menos peso, más velocidad, menos posibilidades de sobrevivir durante un tiempo.

Esconderse. La niña. Esperas que Ana esté bien. Dudas de todo.

—¿Seguro que quieres que nos separemos?

—Sí, sí, seguro. En ese piso estarás bien durante un tiempo y podrás ver lo que ocurre en la calle. Si ves que las cosas se tranquilizan vuelve a casa.

—¿Tú harás lo mismo?

—Claro.

—Suerte entonces.

—Suerte.

Al llegar a un cruce os separáis. Corres por una acera esquivando todo aquello que pueda hacer ruido. Los muertos os siguen a mucha distancia. Conocen vuestra dirección, pero no vuestro paradero. Si habéis sido lo bastante rápidos y silenciosos es probable que ya no os puedan detectar. La casa estará segura.

La calle. Pisas las revistas porno que hay en el suelo y entras en el portal. Allí te espera el olor a muerte. Recuerdas la montaña de cuerpos en el garaje mientras intentas reconstruir el portal en tu cabeza. La luz de la noche no llega hasta aquí. Tocas la pared y comienzas a subir por las escaleras. Evitas ruidos y escuchas con atención. Nada. Silencio. Llegas a la entrada del piso, cierras la puerta con cuidado y vas hasta el comedor. La ventana está abierta, te asomas.

La ciudad sigue muerta. En silencio. Si las farolas de la calle estuvieran encendidas podrías haber sustituido este momento en tu memoria por cualquiera de tus regresos nocturnos entre semana. Te gustaba caminar entonces, porque sentías aquel pedazo de ciudad parte de ti. Rara vez te cruzabas con alguien y los coches circulaban por avenidas más transitadas. La calle era tuya. La vuelta a casa con los pulmones llenos de humo era maravillosa, silenciosa, artificial.

Hoy no estás regresando, estás huyendo, escondiéndote, y la ciudad está a oscuras porque le arrancaron el corazón. Ves a los muertos caminando por la calle.

Son doce, el resto se habrá perdido por el barrio, habrá reaccionado a otros estímulos, habrá seguido diferentes señales. Estos han llegado hasta ti y debes esperar a ver qué hacen.

Al principio caminan en orden, sin prisas. Siguen por la calle en línea recta, de vez en cuando se chocan entre ellos, chafan latas, se tropiezan con escombros, esquivan coches. Nada les detiene, no les importa llamar la atención. Están allí para quedarse con el barrio, con la ciudad.

Acaban desapareciendo.

Esperas unos minutos más para comprobar si hay movimiento. Nada. Dudas. Ya has conseguido alejarlos de la casa, tu trabajo ya está hecho. Has cumplido las órdenes, ahora debes regresar.

Desandas el camino recorrido. Un cruce y un gato. El animal se esconde bajo un coche un segundo y sigue con su huida. Lo ves correr y entiendes que vas a tener problemas. Deberías haber esperado más en aquel piso. Compruebas que no hay nada detrás de ti y caminas con precaución.

La calle no tendrá más de trescientos metros y a ciento cincuenta están ellos. Son tres. Te han visto, posiblemente llegaron hasta allí atraídos por el ruido del gato pero ahora eres tú su presa. Están muy lejos, aunque sabes que esos tres muertos no eran los que estaban asediando la casa. «Mierda, hay más». Muchos más. No sabes el porqué, pero los cadáveres están viajando hasta vuestro barrio. Sois un punto turístico de referencia, el sol y las playas para esos muertos.

Caminan hacia ti y tú hacia ellos. Como en un western. La musiquita, las miradas fijas, los andares chulescos. Ennio Morricone se frotaría las manos si tuviera que poner la melodía a este momento. Caminas y aprietas el desencofrador. Caminas y miras el terreno de juego. Caminas y tienes una idea.

Corres.

Reaccionan, estiran los brazos hacia delante y también fuerzan su zancada. Son lentos, resulta patético verles intentando acelerar su paso. La noche proyecta sombras en el suelo. Escuchas sus gritos, escuchas tu corazón. Estáis muy cerca, casi cara a cara. Cuando empiezas a notar su olor, cuando puedes leer las frases escritas en sus camisetas raídas, cambias el rumbo. Intentan girar, seguir tu ritmo. No pueden. Ellos, por fortuna para ti, no saben nada.

Los rodeas. Se chocan entre ellos, todos quieren llegar hasta ti, pero son tan descorteses que no se ceden el paso. Tienes a menos de dos metros tres cuerpos enredados, un amasijo de carne muerta que desea abalanzarse sobre ti. Golpeas una rodilla, poco importa quién sea el dueño, lo importante es que se parta. Lo hace.

Uno cae al suelo. Se arrastra. Ahora tienes tiempo para fijarte. El que está en el suelo lleva un pantalón de traje y una camisa sucia y destrozada. Los otros dos son dos heavies de vaqueros y chaqueta de cuero, uno con una camiseta de Megadeth y el otro de Judas Priest. El hombre de negocios se arrastra como una serpiente.

Das un par de pasos hacia atrás. Esperas unos segundos, respiras y lanzas tu segundo golpe. Buscabas la cabeza, encuentras el cuello. Se parte. Sigue avanzando. Das más pasos hacia atrás e intentas dar otro golpe. El brazo no te responde como debería. Golpeas casi sin fuerza. Notas pinchazos.

Estás cansado.

Llevas tantas horas en esa batalla que tu cuerpo ha dicho basta en el peor de los momentos.

Vuelves a golpear. Esta vez el pinchazo ha sido más profundo. Se te nubla un poco la vista. «Ahora no, ahora no». Retrocedes, paso a paso. Ves a la serpiente y a sus dos compañeros. Sabes que no te quedan más recursos. Las horas que pasasteis luchando en la casa han agotado tu cuerpo. Soportas casi cuarenta y ocho horas sin dormir. Te das cuenta ahora, en este preciso instante.

Apartas el sudor de tu frente y piensas en el piso de dónde has venido. Ahora mismo está detrás de ellos, a una carrera de allí. Solo tendrías que llegar, encerrarte, descansar un rato y dejar que los muertos se cansaran de golpear la puerta. No te parece un mal plan. Además, Salva sabría donde encontrarte, podría ayudarte a salir.

Rodeas a Beavis y Butthead y esquivas a la serpiente que se arrastra por el suelo de la ciudad. Corres con las pocas fuerzas que te quedan. La vista se vuelve a nublar. Reduces el paso. Vas consiguiendo más espacio, vas ganando terreno. Nunca el suficiente, siempre están ahí, te siguen, te persiguen y conocen tu localización.

Subes las escaleras. Tus amigos entran en el patio. Respiras con profundidad cada vez que pones los pies en un rellano. Gritan y sus voces retumban en la finca. Llegas al piso y cierras la puerta con todas tus fuerzas, se quedan detrás arañando la madera, suplicándote que salgas para hacerles compañía.

Regresas al comedor. Los muertos siguen gritando. Supones que solo serán los dos heavies, la serpiente no habrá sido capaz de subir esos pisos. Te tumbas en el sofá con el desencofrador a mano y cierras los ojos. En esa casa estarás seguro un tiempo, el suficiente para descansar y continuar la batalla.

Recuerdas el combate, el plan fallido de Salva y las carreras por los alrededores. Recuerdas los gritos de Pedro desde el balcón para atraer a los muertos hacia él y los disparos del rifle. Recuerdas lo que te costó subir al tejado por la cuerda que te tiraron. Recuerdas el dolor en los brazos, los pinchazos, el agotamiento, la tranquilidad en el rostro de Ana.

Lo recuerdas todo, pero eres incapaz de explicarlo. Expones los hechos una y otra vez, cuentas las horas de combate, las bajas del enemigo y no puedes quitarte la sensación de que los muertos se reproducían. Sin saber por qué iban apareciendo uno detrás de otro. Al principio conocías sus caras luego, después de matar a varias decenas, el número no descendía y las sonrisas podridas que os rodeaban eran otras.

Te acostumbraste, como te acostumbrabas a casi todo, pero te fuiste agotando. Ellos no se cansaban, tú sí. Al final decidisteis alejaros de la casa, separar al enemigo, repartir las fuerzas. Crees que fue lo mejor. Ahora estás aquí, en un piso desconocido con tu viejo amigo de metal y los infectados rodeándote. La historia comienza de nuevo y ahora tienes una meta, una obsesión, la niña.

—¿No querías niños?

No hay nadie. Estás perdido entre el agotamiento y los sueños.

—No, solo quería saber si eras capaz de aceptar esa responsabilidad.

—¿Y cómo saberlo si no los teníamos?

No sabes quién habla, no sabes quién responde. Echas de menos a Eva.

—Proyectándolo en el futuro, valorando quién eres y qué serás.

—Sabes que eso es imposible, ¿verdad? Sabes que nadie puede prever qué pasará en unos meses, sabes que solo tenemos el presente.

—Sí y es curioso ver como añoras algo que ya no está contigo.

—Llevábamos mucho tiempo sin hablar.

—Sí, llevabas mucho tiempo sin necesitarme.

Abres los ojos, sigue siendo de noche, los muertos siguen golpeando la puerta. Nervios. No puedes volver a quedarte solo, no puedes volver a perder el control de la realidad de esa manera. Estás aquí, eres tú y debes de seguir siéndolo. No más conversaciones, no más posibles reencuentros. Tienes una barra de hierro y unas personas a las que proteger.

Te levantas y vas hasta la puerta. Ellos están detrás. La abres, te ven, sales corriendo, te persiguen. Atraviesas el pasillo y entras en el comedor por una de sus dos puertas, sales por la otra. Beavies y Butthead aún están atravesando la primera puerta. Los tienes enfrente, tú estás detrás. Caminas en silencio y partes la primera cabeza. La otra se gira, ves su cuello desgarrado, ves la carne podrida. Clavas tu desencofrador entre los dos ojos, cae al suelo y deja de moverse.

Respiras.

Respiras con dificultad.

Te apoyas en la pared.

Estás solo.

Odias esta guerra.

Odias esta ciudad muerta.

Respiras.

Quieres un cigarro.

Pierdes el equilibrio.

Tus rodillas golpean el suelo.

Ahora quieres tu pasado, echas de menos todo.

Te arrepientes por lo que le hiciste a Eva.

Te arrepientes de todo.

De todo menos de Ana.

Esperas que esté viva.

Pierdes el conocimiento.

Antes de abrir los ojos recuerdas uno de los primeros vídeos de esta guerra que viste en Internet. Estaba grabado con un móvil. Un muerto devorando a alguien en una oficina. Lo habían hecho desde un armario. No se veía demasiado bien, porque a la persona que lo grababa le temblaba el pulso. Recuerdas una cabeza en el estómago abierto de alguien y mucha sangre. Era un clip sencillo, un resumen perfecto del miedo de los primeros días.

Ahora abres los ojos.

Estás tirado en un pasillo con dos cuerpos pudriéndose junto a ti. Tu cabeza descansa sobre una pierna. Te levantas. Es de día y te duelen todos los músculos. Te acuerdas del combate. Te sientas unos segundos mientras recuperas el sentido de la realidad. Todo está en su sitio. No tienes mordeduras, ni heridas abiertas, nada. «¿Dónde estará Salva?». La pregunta aparece de repente. Es otra incertidumbre que le abre la puerta a una más seria: «¿Cómo seguirá la niña?».

Sales del piso. Con cada paso vas recuperando partes de tu cuerpo que estaban inutilizadas después de tantas horas en una mala postura. Bajas hasta la primera planta. Algo no va bien. Escuchas un ruido sencillo. Es una voz no humana, una queja, algo que se mueve.

Bajas con precaución y al final del último peldaño de la escalera ves a la serpiente. Está intentando subir. Tiene las muñecas partidas y la mandíbula destrozada después de los intentos fallidos. Se levanta, se resbala y la mandíbula choca contra el escalón. Observas ese proceso durante un tiempo. Te recreas en él.

Te escucha, se pone nervioso y estira sus brazos mientras ruge. Es patético y triste, pero es real.

—Puto bastardo.

Le clavas el desencofrador en la frente y deja de moverse. Lo esquivas con un salto y llegas a la calle. Allí escuchas el silencio. Caminas con precaución de regreso a casa. Piensas en Salva, esperas que se encuentre bien. Cuando la imagen de Ana aparece en tu cabeza aceleras el paso.

No te encuentras con ningún muerto en el resto de las calles. Se acaban las fincas y comienzan los caminos de tierra y ves la casa. No hay nada a su alrededor, solo los campos. Te acercas con precaución. «La puerta está cerrada, bien». Una señal de normalidad.

Cerca de ti están los cuerpos contra los que luchasteis hace unas horas. Cayeron y no volvieron a levantarse. Los observas y no esperas ver ningún movimiento, que todo se mantenga como está, como estaba antes de que te fueras al prostíbulo. Llamas a la puerta. Suena la madera y no escuchas nada en el interior. Vuelves a golpear.

—¡Por favor, abridme, soy Roberto!

Nadie te responde. No escuchas nada. Empujas la puerta y ves que no puedes abrirla. Está cerrada. Levantas la cabeza como un hombre de campo buscando la posición del sol y te dices a ti mismo que debe de ser mediodía. Esperas que Ana y Pedro estén bien.

Vuelves a la puerta y vuelves a llamar.

Nada. Silencio. Estás solo. Completamente solo.