Sabes que es media noche porque lleváis demasiado tiempo sentados en la terraza. Hace frío y la luna refleja la luz en los depósitos del agua. Pedro fuma tus cigarros.
—Buena idea la de los bidones. Yo las pasé putas un tiempo, pensé en beberme mi propio meado.
Su herida ya ha dejado de sangrar. Cuando llegasteis a casa comprobaste que era un corte limpio. Ningún muerto había infectado su sangre. A partir de ese momento no paró de hablar, de dar las gracias, de contar historias. Ahora estás cansado, pero sabes que esta noche no podrás dormir.
—Perdí la cabeza cuando me subí al trasto ese.
Ya has escuchado esa historia, pero la nicotina atasca su memoria y vuelve a repetirlo.
— Había visto caer a muchos durante los primeros días de esta guerra por intentar escapar en coche. Encendían los motores, se ponían a conducir y en cuanto llegaban a una calle cortada, con barricadas o coches incendiados, decenas de esas cosas los rodeaban y se los comían vivos. Hijos de puta. Por eso no sé en que estaba pensando cuando encendí el maldito minibús. Joder. Os debo la vida, en serio.
— Aquí nadie le debe la vida a nadie. Todos luchamos por sobrevivir.
— Si no aparecéis en aquella calle como dos putos ninjas reventando cabezas ahora mismo estaría intentando comer carne cruda, quizá la tuya.
Sonríes, te ríes.
—Este tabaco está de puta madre. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo tenía Salva ya en casa. Aunque se está acabando.
—Pues tendremos que pillar más en el estanco que había en la calle 37, junto al centro de salud.
—¿Eras del barrio?
—No, taxista. Supongo que por eso me subí al coche para huir, rutina irracional o algo así. Pero este barrio lo conocía bastante bien. Durante un tiempo me estuve tirando a una morena que vivía delante de la iglesia. Flexibilidad de horarios, chico, los taxistas siempre tuvimos los horarios flexibles y podíamos descargar cuando nos viniese en gana.
Te ríes, ahora ya no ocultas la sonrisa.
—Me alegro de saber que hay alguien más vivo.
Notas como ha cambiado el tono de voz.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
—Salva varios meses, la niña un par de semanas y yo desde enero.
—¿Enero? ¡Ostia! Para ti siguen existiendo los meses.
—Es una forma de mantener el orden.
—Sí, sí, cada uno hace lo que le sale de los huevos. No me tienes que dar explicaciones.
—¿Te duele la pierna?
—Mucho, pero acabaré acostumbrándome, tranquilo ¿De dónde sacasteis a la niña?
—Del colegio del barrio, llevaba un tiempo sola.
—Es guapa.
No te ha gustado el tono.
—No es guapa, es una niña.
A él tampoco le gusta el tuyo.
—Tranquilo. Si quieres un consejo, córtale el pelo. He visto como algunas tías acababan muertas por culpa de sus melenas. Cuanto más pelo más sitio donde agarrar.
—Cierto, puede que mañana se lo cortemos.
—¿Cómo se las apaña para sobrevivir?
—Bien, se pasa gran parte del tiempo leyendo y muchas veces nos acompaña para realizar las tareas de limpieza.
—¿Tareas de limpieza?
—Sí, intentamos tener el barrio controlado, vigilamos que no entren cadáveres.
—¡Ostia! Por eso el cabreo que pilló el Salva.
—Sí.
—Buena idea. En fin, yo me voy a dormir. ¿Seguro que no quieres que haga algún tipo de guardia?
—No, esta casa es segura.
—Como quieras. Buenas noches Roberto.
—Buenas noches Pedro.
Os habéis presentado esa misma tarde y ya usa tu nombre, te personaliza, te convierte en alguien. Un gesto demasiado próximo. No te gusta. Escuchas como baja hasta la cocina, controlas cada uno de sus pasos, te aseguras de que se duerme. Luego compruebas que tanto Salva como Ana también lo hacen. Te conviertes en una monja de orfanato, en una rígida vara de medir que en el fondo tan solo quiere que todo salga bien.
Aunque no te gusten las maneras de Pedro, aunque no te fíes de su herida, aunque apareciera conduciendo un coche cuando todo el mundo, vivo, sabe que un coche es como la batseñal en el cielo de Gotham, todo está yendo bien. Te gustaba el Batman de Tim Burton, luego lo aborreciste después de tantas continuaciones y niñas pseudogóticas que lo utilizaban de argumento en sus conversaciones. Estás seguro de que Pedro no conoce a Tim Burton. Tampoco serviría de nada explicarle quién era, o es, posiblemente nunca más podréis volver a ver una película suya. Solo te queda imaginarlas, reproducirlas desde tu memoria portentosa, desde ese disco duro infinito que te atormenta en los peores momentos.
La aparición de Pedro en tu vida, más que una película, sería el episodio quinto o sexto de una serie de televisión. Una vez que los personajes están presentados, cuando parece que el argumento se va a estancar, surge un personaje que desequilibra la balanza perfecta que los guionistas habían diseñado. Si tu vida fuera una sitcom Pedro sería el tipo que te levantara a la chica de la que estás enamorado. Pero por desgracia no estás en Cheers o Friends, estás en esta mierda de historia, en esta mierda de guerra.
Y no te fías de Pedro. No lo haces porque no te da la gana, porque no sabes quién es, porque ha entrado en tu pequeño mundo y porque ha nombrado a la niña, a Ana. Eso es lo que más te hace pensar. La niña es tu niña, tu Ana. Salva perdió mucho por ella, perdió todo lo que tenía. Pero Pedro es un taxista gordo y putero, un cerdo con los huevos tan llenos de esperma que no dudaría en abalanzarse sobre ella para perpetuar la especie.
Perpetuar la especie. Reproducción. Te asusta esa idea, te aterroriza pensar que sois tan solo cuatro en esta ciudad, que sois los únicos. Tienes miedo. Principalmente por la niña.
Los tebeos de Tom Strong están sobre la mesita. Te gustaría saber de qué van, leerlos. Nunca fuiste un buen lector. Bueno, nunca fuiste un lector clásico. Leías mucho en la pantalla del ordenador, leías subtítulos de películas y leías revistas. Pero tus padres se desesperaban cuando veían que ninguna de las novelas que te habían comprado acababa en tu mesita de noche. En la estantería se perdían. Allí las dejabas morir.
Amaneces conteniendo las ganas de fumar. La primera en levantarse es Ana, luego sale de la cama Salva, a mediodía se despierta Pedro. Estáis todos juntos, como una familia perfecta, como los Brady o los Simpson o cualquier otro modelo de familia disfuncional que pudieras haber visto en la tele.
—He dormido de cojones.
¿Por qué tiene que hablar tan mal? ¿Por qué? Menos mal que es Salva quien retoma la conversación con el nuevo.
—Sí, yo también he dormido bien. En cuanto estés preparado iremos a por los cadáveres, no podemos dejarlos ahí.
—¿Ir a por los cadáveres? ¿De qué estás hablando?
—De esconderlos para que no huelan mal, ¿verdad Salva?
Mira a tu compañero con una sonrisa. A ti te ignora. La voz de la niña ha surgido de la nada sin que os dierais cuenta. Os ha sorprendido a los tres. Su respuesta ha sido tan natural que el acto de enterrar a los trece cadáveres medio descompuestos que ayer intentaron mataros parece un juego de niños. «Quien sabe, es posible que a partir de ahora sea un juego de niños». No te asusta el razonamiento, nada en tu cerebro se conecta para indicarte que es una broma macabra. Quizá pensar eso, tal y como están las cosas, sea lo más normal.
—Sí, Ana, de eso estaba hablando.
—¿Hacéis esto a menudo?
—¿Limpiar el barrio?
—Sí.
—¿Para qué?
—Para tener un sitio donde vivir.
Te alegra la respuesta de Salva. Tener un sitio donde vivir. No un sitio en el que esconderse o en el que pasar el tiempo. Un sitio donde vivir, un hogar, un barrio.
El sol te da en la espalda, se cuela por una de las ventanas de la sala y te va calentando los ánimos. Te permites inclinarte en la silla, apoyar las patas traseras y dejar el cuerpo medio en el aire, casi flotando, despegado de la realidad. Eso te hace sentir bien.
De repente te acuerdas de esta casa cuando tenías siete u ocho años. Ves a un hombre que salía a regar el campo con un chándal pasado de moda y unas zapatillas blancas. El sol te daba entonces en la cara y te impedía ver la pelota que corría entre los naranjos. Erais niños que se escapaban del cemento de la ciudad para jugar al fútbol en la tierra.
Luego vendría la adicción a lo irreal, a la noche, a las luces fantasmagóricas. Llenaste tu vida de electricidad, de una falsa vida latente que se fue alargando hasta que llegó Eva. Eva, te gustaría saber si está viva o muerta, te gustaría tener una certeza, aunque fuera la imagen de un muerto devorándola mientras tú huyes para salvar la vida. Pero no tienes nada. Y ahora, mientras el sol calienta tu espalda trayéndote al presente recuerdos de la infancia, te jode haberte marchado de allí. Te jode haberla dejado sola. No puedes volver atrás, no puedes apretar alt+f4, cerrar la aplicación y comenzar el juego de nuevo. No puedes. Esta es la realidad, la puta realidad.
—Roberto, prepara la ropa, tendrás que dejarle algo de protección a Pedro.
—Perfecto. Enterraremos los cuerpos, supongo.
—Sí, hacer otra fogata hoy después del jaleo de ayer sería una locura.
Pedro os está mirando con una sonrisa.
—¿De quién os estáis escondiendo? Ahí fuera no queda nadie, todo el mundo está muerto.
—No todo el mundo. No podemos arriesgarnos.
—Haced lo que queráis, pero a mí me parece un poco de neuróticos, es como los tarados esos que se lavaban compulsivamente las manos cuando ya no les quedaba mierda que limpiarse.
Por un momento dejas de escucharle. Un enorme bla bla bla viaja desde su boca hasta tus oídos. Tus sentidos están centrados en Ana, en la pequeña Ana. Cuando creía que nadie la miraba ha cogido un cuchillo de la mesa y lo ha guardado en su pequeña mochila. Te acuerdas de algo.
—Salva, tenemos que hablar.
—¿Ahora?
—Sí.
—Como quieras. ¿Podéis salir fuera?
Pedro y la niña salen a la calle. Desde la ventana ves como ella se sienta en una piedra y él se rasca la barba, una barba que empieza a ser canosa.
—Ayer Pedro me dijo algo interesante. Cree que deberíamos cortarle el pelo a la niña.
—¿Para?
—Para evitar problemas. Con el pelo largo podría agarrarla un muerto o enredarse en algún lado.
—Hasta ahora no ha pasado nada.
—Ya, pero puede pasar. Y con esa medida evitaríamos problemas.
—Pero una niña con el pelo corto deja de ser una niña.
Una niña con el pelo corto es casi un niño, un problema menos.
—Bueno, ya lo discutiremos luego.
Odias esa respuesta, odiabas que Eva cortara una conversación de esa forma y te irrita que lo haga ahora Salva. Dejas de percibir el mundo con claridad, dejas de escucharlo, pierdes por un momento el control de ti mismo. Cierras los ojos, respiras hondo, vas rebajando las pulsaciones. Recobras la calma.
Camináis los cuatro hasta el minibús. Sois una familia feliz, un perfecto núcleo social de excursión. Pedro no para de hablar, alarga su inmenso bla bla bla durante el resto del camino. La niña no os presta atención y mira los edificios vacíos y los coches incendiados, Salva camina, tú cierras la marcha. Los controlas a los tres, sabes donde están, sabes a donde van, a donde vais.
Los cadáveres siguen en el suelo. Huele muy mal. En el estado de no vida en el que los encontráis la carne se pudre con mayor lentitud. Al estar realmente muertos el proceso se acelera. Las moscas rodean la piel verdosa o amarillenta de los cuerpos. Tu estómago vuelve a agitarse con violencia. Salva camina entre las ruinas hasta el vehículo.
—Vamos a hacer una cosa, guardaremos los cuerpos en el coche. Así no tendremos que cavar.
—¿Meterlos en el coche como una lata de sardinas?
Evidentemente Pedro tenía que dar su opinión.
—Justo, ahora coge aquel por las piernas.
Al taxista no le ha gustado que un joven imberbe le haya ordenado de esa manera. Ha hecho un gesto raro, lo sabes, lo has visto. No puedes estarte callado más tiempo.
—Ana
—¿Si?
—¿Te acuerdas del edificio al que subimos el otro día?
—¿El de Raúl?
—¿Raúl?
—Sí, allí vivía un amigo del cole.
—Bueno, sí, ese. Súbete al último piso y vigila. Si ves algo raro o escuchas algo bajas corriendo y nos lo dices, ¿vale?
—Vale.
La niña sale corriendo con una enorme sonrisa hacia el edificio. Salva te dedica otra a ti.
—Veo que ya le dejas ir a jugar sola.
No te lo tomas a mal.
—Sí, creo que ya sabe cómo cuidarse.
—Eso es lo que yo te decía.
Salva y Pedro comienzan a cargar el primer cadáver. Con un pañuelo tapándote la boca registras el resto de cuerpos. Durante unos minutos aguantas las ganas de vomitar y pierdes el tiempo en bolsillos vacíos y telas raídas. Luego sustituyes a Pedro. Cuando Salva le pide que siga él registrando los cadáveres, este agradece con satisfacción y se aparta del montón de carne.
—Oye, Roberto, ¿nos hacemos un cigarro?
«El tabaco, mierda de elemento socializador».
—Claro.
Le das un cigarrillo, te pones otro en la boca y mientras tanto Salva os espera recuperando el aliento. Le agradeces a Pedro el descanso y, sobre todo, le agradeces que por unos instantes el humo colapse el resto de olores. «Nicotina, bendita nicotina». Los cadáveres desaparecen por un momento. Te dejas llevar por el humo y recuerdas tu bar, el escote de tu camarera y la máquina del Pang. Estaba allí como un recuerdo histórico, como un guiño a la nostalgia. En tu cabeza ahora mismo disfrutas de aquella barra, sin la necesidad de cargar muertos, sin que el mundo estuviera a punto de desaparecer.
—Falta poco, sigamos.
No te cuesta obedecer a Salva. Fue la primera sonrisa que viste en mucho tiempo, la primera conversación amable después de tantos meses de lucha. Él fue quien te sirvió aquella taza de sopa caliente. Por eso no te cuesta obedecerle. Pedro es otra historia. Se queja, gruñe, cuenta historias guarras, siempre con la mirada en otro sitio. No calla, no para de hacer preguntas.
—¿Os habéis encontrado a alguien más?
Se resbala el cuerpo que cargas entre tus manos sudadas y cae al suelo. Esta vez no puedes callarte.
—Sí.
—Supongo que estarán muertos.
—Claro.
—Vaya putada, ¿no? Cada vez quedamos menos. Cuando me subí al minibús ese pensé que ya no volvería a ver a nadie. Pero mira por donde, me he llevado una sorpresa.
—Una buena sorpresa, espero.
—Claro, una sorpresa cojonuda.
El trabajo se termina y regresáis a casa. Ves a la niña feliz, la ves andar con mayor seguridad. Supones que el cuchillo que con tanto celo ha guardado en su mochila tiene algo que ver. «Chica previsora, buena chica». La miras con un orgullo paternal, la sientes tuya. Fue tu secreto, ahora es tu único vínculo con el futuro. En realidad no te importa demasiado. Sigues caminando, comiendo y matando, porque tienes que hacerlo, porque es lo que debes hacer. Ya no eres un joven respondón. Has aceptado las reglas de este juego como aceptaste las de muchos otros cuando tenías un ordenador con el que pasar el tiempo.
Anochece y la humedad te va helando los huesos. Es una noche fría, más de lo habitual. La niña está como siempre, leyendo en su cuarto gracias a una vela. Salva pone a punto el rifle de Alberto y a Pedro le has perdido la vista hace algún rato. Supones que estará en alguna esquina masturbándose o dándole la brasa a alguna rata.
Cuando todos se han acostado te metes en la cama. Primero escuchas en tu cabeza la nana de The Cure, luego el Enter Sandman de Metallica, sus ritmos cíclicos van acunándote. Vas durmiéndote con el miedo debajo de tus sábanas. Un miedo a lo oculto, a lo desconocido. Un miedo que te impide bajar la guardia.