Día 32

Vuelves a no dormir. Vuelves a ser tú el que acuesta a Ana, vuelves a escuchar los primeros ronquidos de Salva. La música llega a tus oídos. Suena otra vez Lullaby de The Cure, la nana, el miedo en la cama, el terror a lo desconocido.

Luego te levantas y subes al tejado. La luna llena ilumina de forma natural los restos de la ciudad. Todo te parece falso, muy falso, irreal. Las ciudades se construyeron gracias a la electricidad, a la luz artificial. Sin ellas no son más que ruinas sin vida ni valor arqueológico.

Deshechos, basura.

Tienes ganas de tabaco, tienes ganas de sentarte en la barra de tu bar y pedirte un agua con gas. Tienes ganas de encender un cigarro y ponerte a hablar con alguien, con cualquier desconocido. La máquina de dardos, las mesas al final del local, las tetas de la camarera. Todo eso es lo que echas de menos. Estar aquí, en tu barrio, lo único que consigue es agravar ese dolor. La herida sigue estando abierta y deseas que se prenda y estalle en un dolor insoportable para que desaparezca de tu vida. La noche continúa avanzando.

Enciendes otro cigarro y con él viene la música. Otra canción, una nueva canción. Esta vez Enter Sandman de Metallica. La maldita luz de la luna crea sombras, escondites, claroscuros que empiezan a ponerte nervioso. Fumas a un ritmo constante, continuo, fumas como si fuera parte de tu vida. Fumas.

No puedes mirar debajo de la cama, pero las zonas de oscuridad que generan los depósitos de agua van poniéndote nervioso. Se acelera tu ritmo cardíaco. La canción sigue sonando en tu cabeza. La voz va entrando en ti. Tienes miedo, miedo a la oscuridad, a lo desconocido. Tiemblas como un niño.

Ana duerme.

Has bajado hasta su cuarto y puedes verla dormir tranquila. Sus tebeos descansan en la mesita. Te acuestas. La canción vuelve a sonar. Metallica, Enter Sandman. El arenero, los miedos infantiles, este barrio, este barrio maldito.

Te duermes.

No hay sueños, nada, negro, oscuridad. Como los autómatas, como los robots. Hay algo que te incomoda justo antes de despertarte. El mundo se va materializando a tu alrededor. Primero llegan los sonidos. La sensación está ahí. Después son las primeras imágenes borrosas mientras abres los ojos.

Remordimientos por lo que no hiciste, por Eva.

Remordimientos por lo que hiciste, por Eva.

Dudas que han debido recorrer todo el trayecto desde el primer sueño hasta ahora. Preguntas que han atravesado la noche y que te han llenado de oscuridad. La oscuridad, el final, el amanecer. Se acabó la noche y comienza el día.

Te duelen los músculos. Escuchas a Salva hablar. Nadie le responde. Sigue hablando. Sigues escuchando. Te levantas y andas hasta la cocina, hasta el punto de encuentro. Allí están, desayunando. Salva le comenta algo a Ana. Ella no le responde, te mira a ti.

—Buenos días, Ana.

Y el nombre lo dices con satisfacción. Pronunciar esas sílabas es una liberación. Querías sacarlas fuera, que se convirtieran en algo real, tangible, sonoro.

—Buenos días.

—¿Sabes lo que me ha dicho la pequeña hace un minuto?

Ves a Salva con una media sonrisa en la boca. Esta noche ha debido realizar algún experimento de alquimista y su espíritu se ha transmutado. Algo ha cambiado.

—¿El qué?

—Que no conoce tu nombre.

—¿No sabes cómo me llamo?

La niña te mira con vergüenza.

—Soy Roberto. Y ayer fuimos unos maleducados al preguntarte el nombre sin decirte el nuestro.

—El mío sí que lo sabe. Dice que no paras de repetirlo.

Los nombres, algo prescindible. Ahora los nombres no son necesarios. Podríais relacionaros solo con pronombres, con artículos, con indeterminaciones. Sois tres. Los números también podrían servir. La metáfora más manida del siglo XX, el hombre como una cifra, como un número despersonalizado, utilizada en la situación menos oportuna. El sistema se ha ido a la mierda.

Solo quedáis vosotros. Y vuestros nombres.

—¿Qué vamos a hacer hoy?

—Hoy salimos Ana y yo a hacer vigilancia.

No te gusta la idea. No quieres dejar a la niña con Salva, pero no puedes oponerte. No hay nada que pueda cambiar esa decisión.

—¿Seguro? ¿Estás bien de la pierna?

—Estoy perfectamente.

—Entonces no tengo nada que objetar.

Sí que lo tienes, claro que tienes algo que objetar. No te gusta la idea de que se marche todo un día con una persona que hasta ahora la despreciaba con la mirada. No te gusta que salga a la calle con un herido que está aburrido de quedarse en casa. Y, sobre todo, no te gusta la felicidad que ves en el rostro de la niña. Nunca la habías visto así de feliz. Nunca, ni cuando salía a la calle contigo.

Pasan los minutos. Se marchan.

Te quedas en la puerta mirando como se alejan por el camino como una madre que ve a sus hijos marcharse a la guerra. Te das asco. Tendrías que haber hecho algo, tendrías que haberte opuesto. «¿Con qué argumento? No podía decir que era poco seguro para la niña». No podías hacerlo, porque hasta ahora sí que iba contigo.

Desconfías de una persona que te ha aceptado en su casa, te jode desconfiar de quien te sirvió la primera comida caliente de tu nueva vida, te jode hacerlo, pero lo haces.

Registras las habitaciones, registras el cuarto de Salva. No ves nada extraño. Se ha marchado con la maza y el rifle. En su habitación encuentras algo de porno y unas revistas de viajes. Viajar, descubrir países. En el resto de la casa tampoco hay nada llamativo. Objetos, comida, utensilios, lo necesario para seguir viviendo, pero nada fuera de lo normal.

Has perdido parte de la mañana. Tus manos están manchadas de polvo y empiezas a estornudar. Buscas algo para lavarte. Enciendes un cigarro. No habías vuelto a estar solo tanto tiempo desde que llegaste a esta casa. Necesitas moverte, luchar, sentir la adrenalina en tu cuerpo.

Ahora eres tu madre esperando con la mesa puesta para tu padre. Te duele sentirte tan inútil. Te duele convertirte en un mueble. Antes no te importaba estar solo. Encendías el ordenador y buscabas datos o jugabas a algún juego. Ahora no puedes hacer nada más que seguir sentado, fumando.

El sol marca el mediodía y estás esperando a que lleguen. Miras desde la terraza y compruebas que nada se mueve en el camino. ¿Nada? Ves una diminuta columna de humo entre las fincas. Es tan fina que al principio la habías tomado por un efecto óptico. Esperas unos minutos. Desaparece. No sabes que la ha provocado, no sabes donde están Salva y Ana.

Nervios.

Un cigarro.

Menos nervios.

Escuchas en tu cabeza Enter Sandman.

Más nervios.

Otro cigarro.

Tranquilidad.

Piensas en ellos.

Suena otra vez la canción.

Te muerdes las uñas.

Miras hacia todos los lados.

Escuchas el silencio.

Bajas corriendo. No sabes nada. Coges tu mochila, la cargas con la cantimplora de Alberto y varios paquetes de comida. Buscas el desencofrador, te pones el pasamontañas, sales a la calle y sientes el calor de febrero. Un calor que te hace sudar. Rebajas el ritmo. Recuperas el pulso. Escuchas y miras con atención.

No hay nada a tu alrededor, solo ruinas y silencio.

Sigues andando. Estás nervioso, quieres tranquilizarte. Piensas en Eva. El barrio va recobrando la vida paso a paso, como en esas películas que querían demostrar su presupuesto en un arrebato final de efectos especiales. Las paredes crecen, los árboles recobran el color, los coches llenan las calles. Una banda sonora anárquica y preciosa acompaña cada uno de tus pasos.

Te paras en un cruce, miras el reloj y te das cuenta de que llegas tarde. Eva tiene que estar esperándote en casa. El bar te ha atrapado mucho más tiempo del que esperabas. Nunca imaginaste que la nueva camarera pudiera tener unas tetas tan increíbles y pudiera hablar con tanta soltura sobre Regreso al futuro. Le gustaban las tres, pero siempre prefirió la primera. Eso es lo bueno de los referentes, están ahí para hacerte las conversaciones más sencillas o, en el peor de los casos, hacer una criba de indeseables.

El semáforo se pone en verde. Escuchas a través de los cascos, el reproductor está en el bolsillo. Es una selección aleatoria, una probabilidad de entre todas las combinaciones posibles que te pueden proporcionar los discos que llevas guardados. Primero escuchas alguna canción de Oasis, luego pasas a Close to me de The Cure y antes de abrir la puerta de la finca empieza a sonar la primera parte de Master of puppets de Metallica. Una guitarra cojonuda. Piensas en la cocaína, en el control que ejerce sobre la vida y en el placer que debe sentirse al esnifarla.

«Un placer comparable al de mil polvos, al de un millón de mamadas». Y por tu cabeza pasa el recuerdo de Pulp Fiction y Trainspotting. Luego besas a Eva y acabáis en la cama. Varios gritos de satisfacción, os tocáis desnudos, comprobáis el sudor que recorre vuestros cuerpos y todo se acaba. Habláis unos minutos sobre vuestra relación, sobre vuestro futuro. El vuestro. Egoísmo puro y duro. Ella quiere más, tú quieres saber qué quieres. En ese momento estás bien. Es una satisfacción momentánea. No puedes ofrecerle otra cosa. Eso es lo que tienes.

Después de la reflexión todo se acaba.

Notas el calor en tus ojos. Un calor irreal. Estás a la sombra, escondido, pasando el tiempo con las improbabilidades de tu imaginación. Intentas descubrir el origen del humo que viste desde la casa, pero un golpe de calor te llega de nuevo a la cara. Miras hacia el lugar de donde procede mientras el sol sigue avanzando en la dirección contraria.

En una ventana, algo genera un haz de luz. Un espejo, Salva. Te han encontrado ellos a ti. Eres un mal vigilante, eres un explorador horrible. No sabes cómo puedes seguir con vida. Probablemente le debas todo a la suerte.

Dejan de enfocarte con la luz y te hacen señales con los brazos. Quieren que subas. Estás a dos manzanas de la gasolinera y a tres o cuatro del origen del fuego. Ellos debieron verlo antes que tú y se escondieron. ¿Por qué se escondieron? No tienes una respuesta para eso. Puedes hacer conjeturas pero prefieres subir las escaleras y preguntárselo.

Son siete pisos, la puerta está abierta. Ana espera en el balcón, Salva está mirando con los prismáticos. Te acercas hasta él.

—¿Qué ha pasado?

—Qué está pasando.

Coges los prismáticos y miras hacia las ruinas de la ciudad. Tardas unos segundos en encontrar el punto exacto. Por tus ojos pasan fincas borrosas y agujeros en las paredes hasta que encuentras lo que buscabas. Están ahí, son diez o doce cuerpos intentando volcar un minibús. «¡Un minibús!». Una aberración de la ingeniería. Un coche grande, un autobús pequeño, un transporte para ganado celebrando despedidas de soltero o para colegios pequeños y lejanos.

Los muertos lo golpean.

Te preguntas el porqué.

Ves el motor humeando y parte de la chapa quemada.

Tiene que haber algo dentro.

—No puedo verlo, ¿hay alguien vivo?

—Supongo, fíjate en ellos.

Están flacos, muy flacos. Tienen la piel podrida, la no vida que les mueve no puede regenerar los tejidos y el tiempo sigue pasando. Pasa para ti y para ellos. Tú tienes miedo y ellos hambre. Las dos cosas se agravan con el tiempo. No hay nada que no se pueda solucionar.

—Tenemos que volver a casa.

Salva no está de acuerdo.

—Ni de coña. Tenemos que ir hasta allí y ver si hay algún superviviente.

—Es demasiado peligroso.

—Lo sé, pero todo el trabajo que hemos hecho se irá a la mierda si estos muertos siguen dando por culo en la calle.

Tiene razón, es un argumento válido, pero estás preocupado por la niña. Si ahora os convertís en dos muertos más, Ana no conseguirá sobrevivir.

—Como quieras, pero hemos de llevarla a casa.

Ves la mirada de Salva viajando de tus ojos a los de la niña. Ana está callada en un rincón del comedor. Ha cogido una revista de moda que había tirada por la casa y sigue ausente de la conversación.

—Ana, ¿quieres irte a casa o venirte con nosotros?

«Increíble».

—¿Cómo puedes preguntarle eso a una niña?

Salva ni se inmuta, sigue mirando a Ana.

—¿Te vienes de cacería o esperas sola allí con tus tebeos?

—¿Estás loco?

—No, no lo estoy. Tiene que decidir qué quiere hacer.

—No puede hacerlo, es solo una niña.

—¡No me toques los cojones! No es una niña, es una más. Como tú y como yo. No somos nadie para decidir por ella.

Claro que sois alguien, sois sus cuidadores, sus hermanos mayores, sus primos adultos. Los que la sacasteis del colegio para llevarla bajo vuestra protección.

—No quiero estar sola.

—¿Ves?

Claro que no quiere estar sola. Se ha tirado semanas, meses, encerrada en una cárcel rodeada de muertos. Claro que no quiere estar sola. Vosotros dos sois sus padres. No sus compañeros de juegos ni colegas de banco en el parque.

—Mira, creo que no deberíamos seguir con esta conversación. Ana, voy a llevarte a casa. Allí nos esperarás.

—¿Estás seguro de que es lo correcto?

—Claro.

—Creo que te estás equivocando.

—Todos nos equivocamos.

—Ya, pero en esta guerra una equivocación implica la muerte de alguien.

Una encrucijada, un cruce de caminos. Como en las aventuras gráficas. Tienes cinco frases predefinidas para responderle. El puntero del ratón pasa por encima de ellas, una sombra indica la que en esos momentos está seleccionada. Según lo que elijas el villano optará por atacarte, enviar a sus esbirros o darte una pequeña tregua para seguir conversando.

Aquí no puedes guardar partida.

No puedes rejugar la pantalla.

Tienes que elegir, avanzar en la trama, completar el juego. ¿Sabes qué hacer? «No, no tengo ni puta idea». Bien, perfecto, grandioso. Estás en mitad de una escena importante para el desarrollo de la historia y del personaje que interpretas y no tienes una guía ni conexión a Internet para buscar la solución correcta. Te gustaría estar jugando a un shooter para disparar a todo lo que se moviera, pero estás en una maldita aventura gráfica.

—Como quieras, vendrá con nosotros.

Has escogido esa frase porque parecía la menos arriesgada. Eres un cobarde que tiene miedo por lo que pueda pasarle. «Por lo que pueda pasarme a mí y a la niña, esa es la principal diferencia». Puede ser que esa sea la diferencia, pero has escogido la opción más conservadora y ahora tenéis que bajar los tres.

Vas el último, miras a la niña. Está feliz, disfruta con esto, se siente viva. Tú también te sentías vivo cuando sabías que el enfrentamiento era inminente, también notabas ese cosquilleo en tus dedos y las pulsaciones acelerándose. Ahora estás preocupado por la niña, una muñequita a escala 1:1 que va a acompañaros a la batalla.

—No pienso permitir que participe en el combate.

—Claro.

—Te lo digo en serio, Salva.

—Que sí, que sí. Evidentemente Ana no va a ponerse a pegar mazazos pero tiene que estar ahí.

Otra vez el deber sin sentido, la argumentación total que no permite respuesta.

—Ana, escucha, en ningún momento te pongas en peligro ¿entendido?

—Sí.

—Si alguno de los dos te pide que corras vete lo más rápido que puedas a casa.

—Vale.

No se ha girado para responderte. Dos palabras que han llegado hasta ti como las respuestas de un niño a su padre para que se calle. Para que te calles. El sol os da en la cara y comenzáis a andar en formación. Primero Salva, luego vas tú y detrás, muy detrás, la niña. Presuponéis que el peligro está frente a vosotros, que detrás no hay nada. Los escombros y las ruinas os permiten avanzar con calma sin levantar sospechas.

Las calles del barrio vuelven a cobrar vida en tu imaginación. El dolor del trayecto se acorta. La niña es una más entre las que pasean con sus padres. Las tiendas están llenas, los coches circulan, tú sigues escuchando la música a través de los auriculares. Acabas de discutir con Eva. Ella se ha quedado en casa, leyendo alguna chorrada pedante y tú has salido a la calle a fumarte un cigarro.

Comienzas a andar con el ritmo tranquilo del Live forever de Oasis, pero tus dedos buscan en el reproductor algo con más rabia. Tal vez System of a Down o Rage Against the Machine. Pero la rabia, ese sentimiento tan puro, tan primigenio, necesita una banda sonora histórica. Vuelves a escuchar Master of puppets, vuelves al comienzo de todo, vuelves a Metallica.

Te paras, andas, escupes, miras al infinito, sientes los cambios de ritmo. Te despreocupas de todo, de todos. Las calles se convierten en una sucesión de posibilidades, de giros, de vueltas, de salidas. Eliges una, luego te dejas llevar en la siguiente. Impulsos externos te hacen tomar decisiones sin que te des cuenta. Master of puppets llega a su equinoccio, a su solsticio, al cambio de esencia de la canción. Las guitarras se callan, la batería desaparece, la rabia se convierte en calma y reflexión.

«Calma, Roberto, calma».

Un sencillo punteado marca el ritmo. Son exactamente trece muertos. Rodean el minibús, golpean sus puertas, intentan entrar por los huecos de las ventanas. Algo se mueve en el interior. Salva te mira, pasan dos segundos, entiendes el plan. Sabes lo que tienes que hacer, sabes lo que va a hacer.

Comienza el combate. Inferioridad numérica, sin continues ni posibilidad de salvar la partida. Última vida, última moneda en la máquina y prisa, mucha prisa.

Salva agacha un poco la espalda, amortigua sus pasos y corre hacia el flanco derecho. El rifle de Alberto está en su espalda, lleva la maza entre sus manos. Mientras tanto dejas la mochila en el suelo y aprietas el desencofrador con fuerza. Corres hacia el otro flanco.

Son trece.

Partida de acción en tercera persona. Contemplas el escenario, sitúas a los enemigos. No hay ningún mapa con puntitos rojos parpadeando, enseñándote donde está el peligro. Da igual, lo sabes, lo sientes. Trece enemigos, seis para Salva y siete para ti. A alguien le tenía que tocar la peor parte.

El primer golpe es de Salva. Le sigue un segundo. Dos de los muertos que había en el flanco derecho caen al suelo. Un solo movimiento de la maza de tu compañero y dos cabezas reventadas. Los que están junto a ellos gritan, se giran y se abalanzan sobre él. Salva ya ha salido corriendo.

Ves todo esto desde la distancia, compruebas cómo el resto de muertos se mueven y buscan al atacante. Siete son tuyos, los siete que están al otro lado del minibús. Empiezan a moverse y tú detrás de ellos. Imitas a Salva, imitas a Solid Snake. Flexionas las rodillas y caminas sin hacer ruido. Hideo Kojima estaría orgulloso de ti, un espía fumador capaz de enfrentarse a una fuerza que le sobrepasa en número.

«Ahora ya no hay tanta diferencia entre ellos y yo».

Acaba el intermedio de la canción, vuelven los ritmos de guitarra. Se te eriza el vello, notas una tremenda satisfacción en tus venas, la velocidad, la violencia.

Cae el primero.

Recuerdas aquella primera mañana en la que Salva y Alberto utilizaron la misma técnica junto a la casa. Ahora son más y tres te están atacando. No pueden rodearte, porque después de tu primer ataque te has apartado hacia atrás para conseguir espacio. Espacio para pensar, tu principal ventaja sobre las bestias irracionales a las que te estás enfrentando.

Esquivas un garrazo, consigues apartar un cuerpo que se había aproximado demasiado de una patada, clavas la parte afilada de tu arma en la rodilla del tercero. Pierde el equilibrio y tú recuperas la confianza. Recuperas espacio, mucho más espacio. Ves el combate con perspectiva. Salva sigue vivo, parece que controla la situación. De tus siete enemigos uno ha caído, otro se arrastra, uno más está levantándose del suelo y los otros cuatro avanzan hacia ti.

Ahora debería venir el gran tópico de todos los videojuegos: el barril. Un barril rojo o amarillo que con un solo disparo explotara llevándose por delante al resto de tus enemigos. Después limpiarías la pantalla, recogerías los ítems en el suelo y grabarías la partida.

No hay nada de eso.

Ni siquiera un lugar donde esconderte. Te fijas en el minibús y ves a un hombre dentro. Está en el asiento del conductor. Mira la escena con los ojos abiertos, con miedo, aterrado. No tienes más tiempo para recoger información. La música sigue sonando.

Repites la técnica. Los muertos tienen una inteligencia artificial muy baja, sus programadores no fueron muy diestros a la hora de crearlos. Consigues generar un patrón de movimientos que te permite ir reduciendo a tus enemigos, siempre y cuando no cometas ningún error.

Otro golpe en una rodilla, otro muerto al suelo. Ganas distancia. Te quitas al resto de en medio. Una articulación rota, un rival menos que te puede seguir. Master of puppets. Ahora eres tú el titiritero, mueves los hilos de la función que estás viendo. John Cusack en Cómo ser John Malkovich. Agitas un poco tu mano y el personaje responde a la perfección.

Poco a poco los rivales van quedándose en el suelo.

Luego los rematas.

Uno a uno.

Se acaba la canción.

Levantas la vista.

Salva saca su maza de la cabeza de un muerto. La sangre seca de los cuerpos sin vida mancha el suelo. Llega el silencio. El resto de tus sentidos se agudizan, el tacto, la vista y el olfato. Sobre todo el olfato. La carne muerta de trece cadáveres entra de golpe por tus fosas nasales. Es una sensación momentánea, una bofetada para despertarse, un motivo como cualquier otro para vomitar.

Se abre la puerta del minibús. Escuchas los gritos de Salva.

—¿Cómo eres tan subnormal de coger un coche? ¿Tú sabes el ruido que hace? ¡Joder! Eres como una bengala diciendo «Aquí está mi culo, venid a morderlo».

Estás convencido de que jamás habías visto a Salva tan furioso. Mueve las manos tan rápido como un actor de teatro. Sabes que está sobreactuando, sabes que está comportándose así porque tiene que marcar el terreno, mear en la roca apropiada, restregarse en el pino más alto, indicarle al hombre que está ahí dentro que este es su barrio y que aquí las cosas son buenas o malas cuando él lo decide.

Es evidente, conducir un vehículo que hace tanto ruido como ese coche ha sido una mala idea. El hombre no dice nada, lo puedes ver desde fuera, a través de los cristales sucios y medio rotos del minibús.

Mira a Salva, pero está pendiente de otra cosa.

Su mano derecha tapa algo en su pierna izquierda.

No aparta los ojos de tu compañero para que este no se fije en la herida.

Salva sigue hablando.

— Bueno, ya está hecho, sal de ahí tenemos que marcharnos. ¿Hay alguien más?

Niega con la cabeza y sale andando a trompicones. Tendrá cuarenta o cincuenta años y está calvo. Va bien abrigado y compruebas como le cuesta apoyar la pierna cada vez que intenta andar. Tiene que sentir pinchazos porque contrae los músculos de la cara de forma irregular. Ves pequeñas marcas de sangre seca en la cara y en la ropa. Está pálido.

—Gracias.

—De nada.

—No sabía dónde iba, no sabía dónde estaba. Aquí se me acabó la gasolina o se me quemó el motor ¡yo que sé! Esos venían siguiéndome y no supe qué hacer. Me quedé ahí esperando. Dios, están todos muertos.

—Todos no, tú estás vivo, eso es suficiente. ¿Cómo te llamas?

—Pedro.

Pedro, bien, un nombre para una persona. Otra persona. Aún quedan supervivientes.