Imagina que estás sentado en la silla fumándote un cigarro después de acabar un largo día de trabajo. Imagina que Salva ha llegado a casa después de una cacería con el rostro limpio y su arma sin manchas de sangre. Imagina que la niña no se llama Eva y que lleva varios días contándote todo lo que vivió durante el tiempo que estuvo sola.
Supón todo eso para escapar.
Escapar de lo que tienes delante, de la niña que lleva dos semanas leyendo una y otra vez la colección de tebeos que encontrasteis en uno de los arcones de la casa. Escapar de la falta de comida y del hambre que empiezas a sentir. Escapar de Salva y su pierna desgarrada.
—¡Putos perros!
Inténtalo, pero no lo vas a conseguir. Sabes que es imposible huir de todo eso. Puedes recuperar cualquier recuerdo que almacenes en tu perfecta memoria, presuponer que vives en un universo paralelo, pero nada de esto desaparecerá.
—¡Joder! ¡Puto dolor!
El rostro de Salva ha cambiado. Cambió el día en que recogisteis a la niña, cambió cuando murió Alberto. Tú lo sabes, él lo siente. Se ha convertido en un rostro duro, serio, maduro. Los rasgos ahora los tiene acentuados por culpa de la herida que aún sangra.
—¡Putos perros!
Repite lo de los perros, repite la palabra puto. Lo repite, se repite. La niña se acerca al comedor y os mira. Te giras un segundo y la ves en el marco de la puerta. Está allí desde mucho antes, lo sabes.
—Si no te estás quieto no podré vendarte la pierna.
No levantas la voz, no hace falta. Tu tono es tan serio que Salva se calma de inmediato. Tienes el mando, él obedece. Miras la herida. Es una simple mordedura de perro, no demasiado profunda. Es posible que ni siquiera se llegue a infectar, pero no puedes arriesgarte. Usas alcohol sin preocuparte por guardar para otra ocasión. Le aprietas fuerte. Terminas de vendarle. Le miras.
—¿Dónde te los encontraste?
—En la avenida, cerca de la gasolinera.
—¿Dónde la estatua?
—Sí, justo allí. Estaba revisando unos portales cuando vi una pequeña manada de perros callejeros. Cinco, seis, no sé cuantos. Debieron de olerme y empezaron a ladrar. No supe qué hacer, había demasiado ruido, demasiados riesgos.
Entonces fue cuando debió de enfrentarse a ellos. Un solo hombre contra varios perros hambrientos. Un error, un fallo de novato. Pero Salva no es un novato. Está vivo y eso le convierte en un luchador, en un superviviente.
—Cuando había matado un par corrí hacia aquí.
Supo medir sus fuerzas. Un acierto. Se dejó una carne que os podría haber servido. Un fallo. Otra vez la dualidad de Salva, acierto y error en la misma acción.
—Túmbate en el sofá.
Te giras y ves a la niña con los ojos clavados en los tuyos. Sus ojos en los tuyos. Una primera mirada, una mirada de socorro. Una mirada, comunicación. Miedo. Le sonríes.
—¿Puedes llevarle a Salva un poco de agua?
No hace ningún gesto con la cabeza pero comienza a andar. Primero un paso, luego el segundo. Un pequeño trayecto hasta la jarra de agua. Se pone de puntillas, rellena el vaso y se lo lleva a tu compañero.
Apostaste al negro y ganaste.
Es la primera vez que la niña responde a un estímulo externo tan directo. Es la primera vez que la ves así. No sabes lo que supondrá esto en un futuro, pero te sientes bien, muy bien. Es un primer paso, un enorme primer paso. Buscas en tus recuerdos algún referente que pueda explicar esta sensación pero no hay nada que se ajuste a la realidad. Una nueva experiencia, una nueva posibilidad.
Salva bebe el agua y le devuelve el vaso. Ella se marcha de la habitación. Vuelve a su cama para seguir leyendo. Os quedáis los dos solos. Es el momento de tomar decisiones.
—A partir de mañana seré yo quien haga las batidas. Necesitas descanso.
—Bien.
—¿Quieres algo más?
—Sí.
—Dime.
—Llévatela contigo.
Tendrás que hacerlo, es otra de esas obligaciones a la que no te puedes negar. Salva necesita más tiempo, toda la mierda que tiene acumulada aún no ha salido y parece que estás haciendo progresos con ella.
Ella, una indeterminación.
Dejas a Salva solo en la cocina y andas hasta el cuarto de la niña. «Está leyendo como una niña normal». No, las niñas normales no leían. Jugaban con muñecas y afilaban sus lenguas. Leer no lo hacía ningún niño. Ni siquiera tú leíste. Ni libros, ni tebeos, ni revistas. Tenías tu ordenador, tus juegos, tus programas. Pasabas las horas buscando fallos en los códigos. Memorizando rutas.
Memoria, recuerdos.
El colegio, tu colegio. El colegio del barrio. Los muertos. Tu posible infección. La niña. La niña leyendo en la mesa del profesor. La imagen que capturaron tus ojos es muy general. Haces zoom en la zona que quieres ampliar y viajas hasta el libro. Está borroso. El centro de tu recuerdo es la niña, ella sí que está enfocada. Tiene la cabeza girándose hacia ti, la mano pasando una página, pero no consigues interpretar su expresión. No sabes si es miedo, sorpresa o indiferencia.
No consigues entenderla.
Sigue en la cama, leyendo un tebeo. Otro tebeo. No está feliz, no está triste, simplemente está. No sabes lo que piensa, tampoco quieres saberlo. Te da miedo que un día se ponga a hablar y te cuente todo lo que pasa por su cabeza, porque en ese momento almacenarías todo eso como si fuera tuyo. Te pasaría como con Alberto y su mujer.
Demasiado sufrimiento almacenado en tu cabeza.
Demasiado dolor.