Crees que fue Jimmy Hendrix quien escribió aquello de «solo un segundo en el reloj de Dios». Solo un segundo, una vida, y toda esta mierda desaparecería. No puedes quitarte esa idea de la cabeza. Para Dios la guerra pasa en un instante. La eternidad es tan puta que está ahí como un sueño inalcanzable. Si no tuvieras que preocuparte por tu vida ahora mismo te sentarías a mirar el paso del tiempo. Observarías algunos detalles, te detendrías en contemplar como una lata se oxida y se descompone, esperarías a que la vida brotara de nuevo a tu alrededor.
Eso es lo que harías.
Pero tú no eres Dios. Ni siquiera eres un dios. Para ti la vida es una vida completa no un mísero segundo en un reloj al que nunca le van a faltar las pilas. Tienes que vivir. No quieres morir, no quieres morir. Posiblemente esa sea una de las pocas convicciones firmes que te quedan. Los ídolos se fueron y la esperanza en la eternidad es demasiado frágil.
Apagas el cigarro y vas a ver como se encuentra la niña.
Duerme.
Caminó todo el trayecto a casa cogida de tu mano. A cada paso apretaba más sus pequeños dedos en los tuyos. Notaste sus huesos, la suciedad de su mano, su desesperación. En ningún momento habló ni cruzó una mirada con ninguno de vosotros. Caminaba como uno de ellos, sin ninguna muestra de humanidad en sus acciones. Solo esos dedos clavándose en tu piel, esas uñas manchadas con la sangre de tus heridas, te demostraron que seguía viva.
En la casa comió todo lo que le distéis mirando al plato sin levantar la cabeza. Bebió la sopa con ansias, peló las naranjas con sus manos y acabó con la jarra de agua. Nunca viste tanta desesperación en un ser humano.
No sabes lo que debía pasar por su cabeza, pero te sentías bien al verla comer así. Congelaste ese instante de satisfacción y lo archivaste en tu memoria. Una imagen, una polaroid de felicidad después de un año de guerra. Lo guardaste con recelo. Aquel instante te pertenecería eternamente. «Bueno, no eternamente, solo una vida, solo un segundo en el reloj de Dios».
Te ríes.
Se gira en la cama.
Duerme con la misma ropa que llevaba. Las sábanas están sucias. Por la mañana tendréis que lavarlas y darle a la niña un baño. Bueno, lo más probable es que seas tú quien tenga que hacerlo. No crees que Salva sea capaz de acercarse a ella en un tiempo.
Esta noche, cuando intentaste hablar con él después de regresar del colegio, parecía recorrer un camino extraño.
—¿Estás bien?
—No, joder, claro que no.
—¿Quieres que te deje solo un rato?
—Preferiría tenerte por aquí. Dime ¿a quién perdiste primero?
—¿Perdona?
—Que a quien viste morir antes.
No quieres hablar de eso, pero Salva tampoco quería perder a Alberto. Puestos a estar jodidos él te gana.
—A unos niños que estaban en la calle. Había ido al supermercado. Por aquel entonces nadie en mi barrio parecía preocupado por las noticias.
—¿No vivías aquí?
—No, estaba alquilado cerca del centro. Cuando volvía a casa un infectado me vio y empezó a seguirme. Era la primera vez que me encontraba con uno. Escapaba con las bolsas de la compra llenas de latas de conserva. Giré una esquina y me encontré con una madre y sus dos hijos. Iban cargados con maletas y mochilas. Iban a coger el coche. Tropecé con ellos, perdí algunas latas. Los derribé. El infectado llegó hasta nosotros y saltó a por los niños que estaban en el suelo. Los devoró. Recuerdo la sangre que salía del cuello del más pequeño y uno de los brazos en la boca del muerto.
—¿Qué hizo la madre?
—Corrió conmigo. Ni lloraba, ni gritaba, solo corría. En la primera esquina la perdí de vista. Subí hasta mi casa y me encerré.
—¿Cómo te sentiste?
—Seguro. Sé que puede ser egoísta. Allí no podían hacerme nada. Estaba preparado.
Estabas preparado y con Eva.
—¿Preparado?
—Sí, por lo de Internet. Ya te dije que había visto algo del comienzo de la guerra. Muchos lo tomaron por un bulo, pero yo me dediqué a almacenar comida en casa. Es muy importante, bueno, era muy importante saber que creerte en Internet.
—Yo no tuve esa oportunidad.
—Casi nadie la tuvo. Intenté avisar a todo el mundo, aunque no sirvió para nada. Nadie me creyó.
«Menos Eva». Ella sí que te creyó, siempre lo hacía. Nunca le diste motivos para que no depositara toda su confianza en ti. Cuando le enseñaste el primer vídeo en una web se asustó. No podía imaginar lo que ocurrió después, pero supo que aquello era muy serio. Durante unos días os acostumbrasteis a recibir la información por la red.
Luego se silenció todo. El silencio antinatural de una ciudad muerta.
Salva continuó hablando.
—¿Sabes? Durante unos meses me acostumbré a que la gente muriera a mi alrededor.
Estaba sentado en una de las sillas de la cocina.
—Era la rutina, correr, luchar y ver morir a tus compañeros. Supongo que era una buena rutina. Siempre podías ser tú el siguiente y eso te mantenía alerta. Los que dudaban, los que lloraban, los que pensaban en lo que habían perdido, esos acababan desmembrados en cualquier lado. Poco a poco fuimos quedando solo unos pocos.
—Los supervivientes.
—Sí, los supervivientes.
Después de aquella conversación se marchó a su cuarto sin decir nada. Afirmar que él seguía aquí significaba que otros no lo estaban. Como Alberto. Salva se había arriesgado para salvarle aquel día en la calle. En cierta medida la vida de Alberto era un trofeo para él. Ahora lo había perdido. Un infectado, un puto infectado de mierda le había herido en el colegio y tuvo que ser él el que le disparará en el corazón.
No sabes qué sucedió con exactitud. Entraste en la sala del cine con la película empezada. Ataste cabos, hiciste conjeturas, pero la explicación que se va formando en tu cabeza no es real. Es imaginación, ficción, es una excusa en la que Alberto salva de forma heroica a la niña.
Ella duerme en silencio.
Regresas a la cocina y te fumas el último cigarro del paquete. Por la mañana tendrás que pedir a Salva uno más. No puedes dormir. La niña sigue en la cama. Esperas que esté así mucho tiempo, el suficiente al menos para que tu cabeza se reestructure y las cosas vuelvan a su sitio.
Al observarla empiezas a pensar y una pequeña irregularidad se va formando en tu interior. Es una llama que ilumina el miedo, un miedo irracional, tribal. Es una niña, si sobrevive será una mujer. La única mujer que has visto en el último año. Un pequeño cosquilleo recorre la punta de tus dedos.
Este es un problema al que no te habías enfrentado hasta hora. Un problema de los gordos, un problema que tiene que ver con la supervivencia de la especie. Si fueras un antropólogo trasnochado tendrías muy claro qué hacer. Pero eres un informático nervioso y solitario, un informático que nunca se atrevió a ser padre. Un informático que nunca quiso ser joven. Un informático al que le producen terror los niños de las películas.
Buscas y no encuentras más cigarros. Te agobia la responsabilidad, la duda, la obligación. ¿Qué debes hacer? ¿Tienes alguna obligación real? Nervios. Todo se oscurece. Piensas en Eva. Ella lo tendría claro, tú no. Piensas. Las imágenes corren a tu alrededor en una espiral caótica. Respiras deprisa. De repente la oscuridad desaparece y estás siendo juzgado en una sala iluminada por un único foco.
Habla el juez.
—¿Es usted Roberto?
—Sí.
—¿Es usted quien encontró a la niña de nombre Eva en el colegio de su barrio?
—Sí, yo la encontré, pero en ningún momento dijo que se llamaba Eva. Hasta ahora no ha dicho nada.
—¿Le preguntaron?
—No.
—Entiendo. Lo que ha quedado claro hasta ahora en este juicio y en esto todo el jurado está de acuerdo conmigo es que usted la encontró y usted tiene la obligación de hacerse cargo de ella.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque en un estado de excepción como el que vive, en el que peligra la existencia de la raza humana hay que cuidar a cualquier hembra que quede con vida.
—No es una hembra, es una niña.
—Por ahora.
—Pero Salva también puede cuidar de ella.
—El jurado ha estudiado los informes médicos y asegura que usted es el único adulto válido para esta tarea.
—¿Qué debo hacer?
—Educarla y evitar que muera. Como entenderá, la tutela de un niño, y más teniendo en cuenta que es una hembra, es una obligación de máxima responsabilidad.
—Sí, pero no estoy preparado. Es imposible que yo me haga cargo cuando ni siquiera puedo asegurar mi vida dentro de un mes.
—¿Tiene miedo?
—¡Claro que tengo miedo!
—Pues apriete los dientes y trague saliva. Tiene mucho trabajo por delante.
Te gustaría poder abrazar a Eva y decirle lo que acaba de pasar en ti. Te gustaría decirle que la quieres y que parece que has sido capaz de tomar las riendas de algo en tu vida. Pero no está, ya no está allí. Tal vez sea uno de ellos, no lo sabes. Es esa incertidumbre la que te está matando. Te gustaría saber si está viva o muerta, saber con una certeza absoluta algo que te permita seguir adelante.
Todo desaparece.
El sol empieza a asomar por el este. La pequeña huerta sigue ahí. Ellos duermen. Acabas de recuperar el control de la realidad y has tomado una decisión. Salva te preocupa, te intriga su reacción cuando salga de la cama. No sabes qué hará, no sabes si culpará a la niña.
Intentas aplacar todas estas inquietudes con un cigarro. No te quedan. Fumaste el último hace un rato y ahora sientes una necesidad en tu sangre que no puedes controlar. Solo quieres ver salir el sol. Esperas unos minutos y al final termina asomando por el horizonte.
Por el este, como siempre. Al menos amanece. Mientras el sol siga con su rutina diaria no todo estará perdido. Mientras la niña que ahora duerme en su habitación se despierte un día más, aún habrá esperanzas. Mientras quede alguien ahí fuera, todo podrá solucionarse. Debe de haber otros grupos de supervivientes escondiéndose, luchando contra los muertos. No podéis estar solos.
Ves aparecer a Salva por la puerta de la cocina.
—¿No te has acostado?
—No.
—Has hecho bien, no podemos bajar la guardia.
—¿Has conseguido dormir?
—Sí, no sé cómo he podido hacerlo, pero durante un rato he desconectado. ¿Se ha despertado ya?
—Creo que no, no he oído nada.
—Mejor.
Salva cierra la puerta de la cocina. No sabes si realmente ha estado durmiendo o preparando esta conversación. Te busca con la mirada.
—¿Qué vamos hacer con ella?
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé.
—Yo tampoco, jamás me he encargado de un niño.
—Ni yo.
—Tendremos que ver qué pasa, cómo reacciona. No tenemos ni idea del tiempo que lleva sobreviviendo sola.
—Ni siquiera sabemos si estaba sola.
No, no lo sabéis. Tal vez alguien estaba cuidando de ella. Tal vez lo que habéis hecho es secuestrar a una niña. Tal vez. Lo único que quieres ahora mismo es terminar esta conversación lo antes posible. No te ha gustado la mirada de tu compañero.
—Salva, lo mejor que podemos hacer es esperar a que se levante. Luego decidiremos.
—Bien.
—¿Cómo estás?
—Mal, y no quiero que me lo vuelvas a preguntar.
—Perdona.
—No me vuelvas a pedir disculpas.
Cuando se marcha, porque en cuanto termina de hablar contigo sale de la habitación y sube al terrado, te das cuenta del tono de voz que ha utilizado en la conversación. Te ha hablado con frialdad, con un tono neutro que escondía sarcasmo y dolor. Estás seguro de que te ha mentido, Salva ha estado toda la noche sin dormir pensando en Alberto, en su muerte, en lo que vio y tú no viste. En la niña.
La niña.
Aún no se ha levantado. Te acercas a su cuarto y compruebas que sigue dormida. Respira con tranquilidad. No sabes cuánto tiempo seguirá así, pero esperas que sea mucho, muchísimo. Necesitas más tiempo para pensar, más tiempo para aclararte. Necesitas horas, días, años, toda una vida, un segundo en el reloj de Dios. Te vuelves a reír con tu ocurrencia y vuelves a echar de menos una buena canción. Pero esta es una guerra silenciosa, una guerra sin banda sonora.