Aprietas el botón start y saltas todo el recorrido hasta el colegio. Las calles son las mismas, todo se mantiene igual. Para tu memoria este trayecto no tiene valor informativo, no es relevante. Estáis en la puerta. Los tres. Esta vez has mejorado tu uniforme de combate. Llevas el arma cerca y tu ropa está mucho más ajustada. Tus compañeros visten igual. Parecéis sacados de una partida del Counter Strike. Vosotros sois los terroristas.
Nueva partida.
Juego cooperativo.
Habla el líder del grupo por el chat.
<Albert> Lo primero que vamos a hacer es repasar las salas que visitamos el otro día. ¿Entendido?
Lo entendéis, lo hacéis. Primero vistáis el patio donde están los cuerpos de los tres niños. En el hall nadie ha movido nada. La mujer y el niño siguen en el comedor. Vuelves a sentir náuseas.
<SalV> Estos merecen ser enterrados.
<Albert> Sí, lo haremos cuando todo esto esté limpio. Ya volveremos.
Volver, regresar. Habrá una tercera visita. Las segundas partes nunca fueron buenas, pero las terceras siempre retomaban el nivel de la primera. Ahí está La jungla de Cristal o Indiana Jones o Regreso al futuro para demostrarlo.
<Albert> La cocina está limpia. Vamos a las escaleras.
<SalV> Perfecto.
<Rob> Entendido.
Subís. Cinco, diez, veinte. Veinte escalones. Estáis arriba. Él está abajo, en el suelo, con la cabeza reventada. El maldito gigante, el jugador de baloncesto.
<SalV> Míralo, ahí lo tienes.
<Rob> Sí.
<Albert> Te libraste por muy poco. No te lo dije ayer pero perdona por el golpe. Creo que fue excesivo.
<Rob> No pasa nada yo hubiera hecho lo mismo.
Eso quieres creer. Tal vez tú no hubieras dejado espacio para la duda. Te olvidas del razonamiento y seguís caminando. Dos o tres pasos. Silencio. El tono de la conversación ha ido bajando. En la calle hablabais casi con total libertad, en el hall os moderasteis un poco, ahora casi son susurros los que trasportan la información de un punto a otro. Susurros. Silencio. Concentras todos tus sentidos en el exterior. Tu función para el grupo es la de un vigilante. Tú vigilas, ellos buscan muertos.
Para que un grupo funcione todos y cada uno de sus miembros tienen que hacer su trabajo en el instante oportuno. Como en el World of Warcraft. El sanador tiene que estar en última línea preocupándose que el tanque se mantenga en pie. En el Counter Strike era igual. Había un francotirador, los de corto alcance y los de medio. Diversas funciones para que todo salga bien. Hoy debes escuchar.
Ningún ruido extraño viene de la zona en la que tus compañeros trabajan. Correcto. Pisadas justas, puertas que se abren, mesas que hay que mover y al final tres aulas más revisadas. Una nueva porción del mapa descubierto. Ya queda menos trabajo para salir de aquí.
Empiezas a preguntarte por la sombra que viste el otro día. Te cuestionas su existencia. Tu primer razonamiento te lleva hasta el golpe ¿Y si aquella imagen fuera la consecuencia del mazazo en la cabeza? Deshechas esa idea. Sabes que viste aquello antes, no después ni durante. Fue antes. Ahí, en ese lado del pasillo, cerca de aquellas dos aulas que quedan sin registrar.
Esas dos aulas.
Ahí.
<Rob> Sigamos. Registremos aquellas dos.
<Albert> Vale, continuemos con la formación. Salva ven conmigo.
<Rob> No.
<Albert> ¿No?
<Rob> No, dejadme entrar ahí. Aún no he registrado yo ninguna de las salas. Me gustaría participar algo más.
Hay un momento de tensión en el que cruzáis miradas. Primero Alberto te mira a ti y luego va hasta Salvador para permanecer ahí unos segundos. Imaginas algún tipo de diálogo mental en el que a través de sus ojos están cuestionando tu capacidad para entrar solo. Sabes que la duda real no es si eres capaz o no de registrar un aula, el tema que se esconde en esta conversación es si tu poder social en este grupo es el suficiente para tomar este tipo de decisiones. Parece que no hay unanimidad.
<Albert> Creo que sería conveniente que fuera Salva quien entrase.
<SalV> Por mi puede ser Roberto.
Otra vez la conversación silenciosa. Primero es Alberto quien busca a Salvador con duda y luego es Salvador quien te mira con una ligera sonrisa. Hay sintonía entre vosotros. Ahora sientes una pequeña cantidad de culpa bailando en tu estómago. Tenías que haberle dicho lo que viste. Remordimientos.
<Rob> Esperadme aquí.
Has llegado al punto más crítico de tu historia reciente. Aquí se produjo tu posible infección, aquí nacieron sus miedos. Aunque es de día la luz no entra por las ventanas con libertad. Una semioscuridad lo cubre todo. Hasta ahora no les habías ocultado algo tan serio.
Por eso caminas hasta la puerta con calma.
Por eso miras hacia atrás un par de veces.
Por eso entras en el aula sabiendo que algo no está bien.
Por eso cuando ves a una niña leyendo en la mesa del profesor no reaccionas a tiempo.
Una niña.
Leyendo.
En la mesa del profesor.
Procesas la información. Piensas en la mentira y contemplas la escena. Tarde, muy tarde para reaccionar. La niña sale corriendo. Avisas a tus compañeros.
—¡Venid!
Esto ya no es un juego, no lo es. Ahora hay que correr, perseguir a esa presa, ser el cazador número uno. Para conseguirlo tienes que atravesar la puerta que une las dos aulas. Lo haces. Aceleras, corres, generas ruido. Ella también. Tus compañeros también. Todos hacéis ruido. Ploc, ploc, ploc, ploc, ploc. Los pasos se convierten en la sintonía perfecta para esta persecución. Cada uno entra por una puerta y sale por otra. Se vuelcan mesas, caen sillas.
La niña ha desaparecido.
Todo ha desaparecido. Solo ha quedado el ruido. El sonido de vuestras pisadas, el sonido de vuestras conversaciones. Ruido en el piso de arriba. Un aviso, una llamada, una señal.
Salvador te mira, Alberto no está con vosotros.
—¿La has visto?
—¿A la niña?
—Sí.
—Pasó a mi lado sin darme cuenta. Cuando la vi no supe lo que era, no supe reaccionar.
—¿Dónde está Alberto?
—Corrió hacia las escaleras. No sé dónde ha ido.
—Vamos a buscarle.
Andáis un poco. Recuerdas a la niña. Pelo largo, piel clara aunque sucia, mirada de gato acorralado y huesos marcados. Esa es la niña, así la recuerdas y así se queda en tu memoria. Primera imagen procesada, ahora necesitas más información.
—¿Alberto iba detrás de ella?
—Ni idea, tenemos que encontrarles.
«Mierda». No podéis gritar, no podéis separaros, solo dejaros llevar por el azar. Rezar en una situación así es una tontería, no debe quedar ningún santo en las iglesias y, como es evidente, si Dios está en algún lado seguro que es en un búnker antinuclear con comida para pasar unos años allí dentro.
Escuchas ruido a vuestro alrededor. Un ruido que no te gusta nada. No es un grito, ni una advertencia. Son siete cuerpos que os han rodeado. Te lamentas de tu grito de antes.
Empiezas a ponerte nervioso.
Tienes ganas de chillar.
Piensas en abrir la boca para cagarte en la puta suerte que te trajo hasta aquí. No lo haces, no vas a hacerlo. Tu cerebro recupera un poco el control del cuerpo. Si con un grito como el de antes has atraído a siete cuerpos, con un arrebato psicótico como el que se estaba fraguando en tu sistema nervioso habrías provocado a todos los muertos que se pudren en los rincones más oscuros del barrio. Ahora debes de olvidarte de probabilidades y centrarte en lo que tienes delante. Tres vienen de la planta de abajo, cuatro de arriba. Tres y cuatro siete. Ventajas y desventajas. «Ventajas: estamos armados, preparados y solo pueden acceder hasta nosotros por las escaleras, un espacio sencillo de defender. Desventajas: el miedo, la inseguridad y el sudor que está empapando mi desencofrador».
—Cada uno a una escalera, rápido.
Salvador te obedece, tú te obedeces. Te centras en los que están bajando, en los cuatro de arriba. Te superan en número y tu posición es complicada. Aún así no te lo piensas más y avanzas. Coges el desencofrador con las dos manos, lo aprietas fuerte. Esperas. Uno ya ha empezado a bajar las escaleras. Los otros tres aún no han llegado hasta allí. Caminan despacio. La velocidad es tu principal baza.
El primer muerto está frente a ti. No consigues diferenciar su rostro, es un amasijo de carne en descomposición que te está perforando las fosas nasales con su olor. Aguantas las náuseas y le golpeas en el pecho. Dobla el torso hacia atrás, pierde el equilibrio y está a punto de caerse. El segundo golpe se lo das en la rodilla. Consigues que acabe en el suelo. El cuerpo se queda cruzado en los primeros escalones. Una articulación está rota. Lo has escuchado. Gime, se retuerce, intenta levantarse. El tercer golpe va a la cabeza. Deja de moverse.
Cien puntos por la muerte y doscientos cincuenta por la sucesión de golpes, por el combo. Ganas confianza.
Sigues pensando.
Quedan tres arriba.
Salvador ha utilizado bien su ventaja y dos cuerpos han caído por las escaleras, otro está inmóvil en el suelo. Acertó, acertasteis. Continuáis jugando.
Ahora te centras en los tuyos. Dos vienen por la izquierda y están a punto de llegar a la escalera. El otro sigue avanzando con lentitud. Ves su delgadez. Posiblemente lleven meses sin devorar ningún cadáver. Sus estómagos se hunden. Las costillas sobresalen en sus camisetas. Huelen a muerte, huelen mucho más que la mayoría de ellos.
No te queda mucho tiempo. Inspeccionas la situación y crees haber encontrado la decisión acertada. Apoyas el pie derecho en el cuerpo que está tendido en el suelo. Sientes la carne muerta. Coges un poco de impulso y sorteas los últimos escalones. Sabes que desde fuera tus movimientos han debido de ser espectaculares. Tu barra de confianza sigue subiendo. Aprovechas el impulso que has conseguido en el anterior salto para abalanzarte sobre uno de los dos muertos que viene por la izquierda. Tu desencofrador va cogiendo fuerza en el arco que describe desde tu tobillo derecho hasta una de las cabezas.
Aciertas.
Sus ojos se llenan de sangre. Un golpe perfecto de arriba hacia abajo. El cuerpo cae al suelo, de rodillas, como si estuviera postrándose ante ti. Una maniobra espléndida, sino llega a ser porque tu arma se ha quedado atrapada en la cabeza. Un problema. Un problema muy gordo.
Te gustaría ser Arturo recuperando la espada de la roca en un acto glorioso que te confirmara como rey. Pero no eres nada. Puestos a buscar metáforas eres como un nerd rodeado a la salida del colegio por dos compañeros violentos. Uno delante y otro detrás.
Hay tan pocas opciones racionales para salir de una situación así que decides tirarte al monte como los bandoleros. Correr hacia delante sin preocuparse por lo que tendrás mañana. Adelante.
Esquivas el zarpazo del que tienes frente a ti, escuchas al que te acecha por detrás. «Supera esta prueba para mañana enfrentarte a otra. Pero ahora concéntrate en esta». Lo haces. Después de salvarte de un mordisco que está a punto de acertarte en el brazo izquierdo le pegas una patada en la rodilla al que tienes delante. Una patada que no se puede comparar al hierro de tu desencofrador pero que consigue un resultado parecido.
Dobla el cuerpo, se inclina. No siente el dolor pero lo has desestabilizado. Eso es lo importante. Ahora le golpeas en el pecho con la otra pierna. Cae al suelo, saltas por encima, ruedas. Prueba superada. Quinientos puntos.
Cuando te levantas, los dos muertos están uno junto a otro. Tu arma sigue en el mismo sitio, atorada en una cabeza. Debes buscar soluciones.
Entrar en un aula puede suponer encontrarse con nuevos rivales pero, por otra parte, sino han salido después del ruido que habéis armado lo más seguro es que no quede ninguno dentro. Allí no debe haber nada más. «Bueno, Salvador, Alberto y la niña».
Ellos tienen que estar en algún lado.
Piensas en solucionar el problema que tienes frente a ti y la clase parece la mejor opción. Entras, cierras la puerta de un golpe y dejas caer tu cuerpo sobre ella para evitar que puedan abrirla. Están caminando hacia ti. Los escuchas avanzar lentamente por el pasillo. No te importa, en estos momentos te sientes seguro. Dispones del tiempo suficiente para recobrar el aliento, contemplar la luz que entra por la ventana y comprobar que dentro no hay nada que pueda servirte de arma. Solo las sillas podrían mantenerlos a raya durante un tiempo. «Tal vez el tiempo necesario para salir del aula y recuperar mi desencofrador». Tal vez, por ahora no tienes una opción mejor.
Estiras el brazo y coges la más cercana. Ellos han llegado hasta la puerta. La golpean. Su cerebro infecto les permite caminar, morder y abalanzarse, pero no utilizar el pomo de una puerta. «Hasta los velocirraptores de Jurassic Park son más inteligentes. Si me aparto seguro que no consiguen abrirla». Te separas un palmo y no pueden abrirla. La golpean de una forma monótona. Primero es un ruido seco, luego dos más fuertes y después uno sonoro. Es un ciclo que se repite. Un golpe, tres golpes, cuatro golpes. Uno, tres, cuatro. Uno, tres, cuatro. Recuperas la respiración mientras el ciclo de sonidos se va repitiendo sin cesar. Uno, tres, cuatro. Uno, tres, cuatro. Aguantas el ruido unos segundos más, luego pierdes el control.
Pasaste demasiado tiempo encerrado en aquella casa escuchando a los muertos golpear las puertas. Primero eran dos o tres, luego llegaron decenas. Todos querían entrar, pero ninguno conseguía derribar las barreras. Simplemente golpeaban una y otra vez en el mismo sitio con la misma fuerza. Viste como algunos perdían sus manos después de varios días repitiendo lo mismo. Esa rutina, ese ruido constante y monótono acabó desquiciándote.
Como ahora.
Abres la puerta con fuerza y utilizas la silla de ariete. Corres hacia delante. Las patas se han clavado en el torso de uno de ellos. Empujas, empujas con todas tus fuerzas hasta que los cuerpos retroceden varios metros. Estiran sus brazos, ves los dedos negros cerca de tu cara, escuchas sus gritos, notas la sangre en el suelo y sigues empujando. Al final uno de ellos choca contra la barandilla y cae al hall del colegio. Dejas al que queda con la silla clavada y corres hasta tu desencofrador.
No ves nada a tu alrededor. Solo eres capaz de fijarte en el arma clavada en aquel muerto. Es tuya, la coges, la liberas, la levantas. Es el momento de reclamar el reino, de unificar Inglaterra. Eres el rey Arturo, eres el puto rey Arturo con su espada legendaria brillando en su mano derecha. La sangre ha desaparecido, el ruido monótono que te atormentaba se ha esfumado. Ahora estás en mitad de un bosque. Los pajarillos cantan en las ramas de los árboles mientras el sol reluce en tu impoluta armadura. Algún trovador improvisa versos sobre el combate en el que vas a luchar.
Frente a ti, el caballero negro.
Armadura negra, caballo negro, espada negra, corazón negro. Ha venido a robarte el reino, ha llegado para quedarse con tu esposa y tu hermoso castillo. Desmonta, saca su espada y corre hacia ti sin mediar palabra, como una bestia sin control, como el animal que es. Esquivas su espadazo y te posicionas con ventaja. Le has buscado el torso y lo has encontrado. Tu primer golpe rompe su armadura y ensucia tu espada con la sangre oscura de tu rival. Él no grita, solo se gira y vuelve a atacarte. Esquivas de nuevo, pero esta vez con tu maniobra también buscas la estocada mortal, el golpe perfecto, el verso inmortal que el trovador compondrá después de verte luchar.
Lo consigues.
La cabeza rueda por el suelo, el cuerpo del caballero negro se desploma y te sientes relajado. Has ganado el combate. Los pajarillos siguen cantando en los árboles y buscas tu corcel para regresar al castillo.
—Veo que sabes cómo utilizar eso.
De repente, todo desaparece. El ruido de los golpes que te machacaba la cabeza se va difuminando.
—Subía a echarte una mano, pero veo que no la necesitas.
Frente a ti está Salvador. A sus pies un cuerpo con la cabeza destrozada y una silla de escuela clavada en el torso. No sabes que ha pasado, pero te sientes bien. Es posible que perder el control de una manera tan brutal no sea lo más conveniente en momentos como este, pero tu cuerpo se encuentra relajado. El sonido de tu cabeza ha desaparecido. Ya no hay más ecos retumbando desde el pasado.
—¿Estás bien? Cuando te he visto encerrarte en el aula pensé que te habían herido.
—Sí, sí, estoy bien, no te preocupes. Me escondí para respirar un poco. ¿Has visto a Alberto?
—No.
—¿A la niña?
—Tampoco.
—Tenemos que encontrarlos cuanto antes.
Quieres salir, quieres dejar el colegio atrás, huir de un lugar tan desquiciante como este. Hay tantos malos recuerdos asociados al edificio y a los muertos desmembrados de sus pasillos que necesitas respirar el aire de la calle, escuchar el silencio y fumarte un cigarro. Salvador te pone una mano en el hombro.
—Hay que encontrarlos y salir de aquí lo antes posible, estoy empezando a ponerme nervioso.
Al menos no eres el único agobiado. Es más, por los gestos de Salvador puede que seas la persona más calmada de los dos. Es el momento de cambiar el papel de tu personaje. Has sido ascendido, ahora eres el que debe organizar la búsqueda.
—¿Viste hacia dónde salieron corriendo?
—No, solo a Alberto que iba detrás de la niña dentro de la clase.
—Vale, lo que vamos a hacer ahora es salir del edificio. Si estuvieran aquí dentro los habríamos escuchado.
—Bien, démonos prisa.
Podrías haber buscado cientos de excusas para salir pero esta ha sido la correcta. Salvador te hace caso, desandáis el camino recorrido y volvéis a estar en el exterior. El bendito exterior. Si Alberto y la niña han huido deben de estar por aquí, en la parte trasera del colegio o en la calle. La puerta del recinto está abierta, totalmente abierta.
—Salvador, mira eso.
—Yo la había dejado medio entornada.
—Sí, saldré fuera. Tú busca en el patio.
Te obedece. Sales y ves la calle vacía, en silencio. Miras las fincas y compruebas que nada se ha movido en este lugar durante meses. No sabes si quedan más personas vivas, no sabes si hay alguien escondido en aquellas casas aparentemente muertas. No sabes nada, ni quién eres ni lo que tienes que hacer. Todo lo que aprendiste ya no sirve en este nuevo mundo. Regresaste a tu barrio buscando algo familiar que te hiciera recuperar la cordura, pero aquí había lo mismo que en el resto de la ciudad, muerte. Una muerte sucia y asquerosa.
Estás nervioso. Tantos espacios abiertos te desconciertan. Has pasado casi un año escondiéndote en habitaciones minúsculas, en silencio, solo, sobreviviendo como una rata. Ahora no sabes qué hacer. Esperas que Salvador encuentre a Alberto y a la niña, porque tú no tienes fuerzas para enfrentarte de nuevo a la mirada que te encontraste leyendo dentro del aula.
Solo tienes fuerzas para recordar.
De repente ves estas calles repletas de gente paseando. Madres con niños que van al colegio, coches buscando un sitio donde aparcar. Es un instante, una visión de otro tiempo, una invención de tu memoria. Ella trabaja sin que puedas detenerla y te inventa a ti caminando por esa acera hasta la parada del autobús. Luego inventa una preciosa escena de amor en la que Eva te abraza con lágrimas en los ojos dentro de un coche. De repente te ves con cinco años corriendo por la calle con el balón bajo el brazo.
Tu barrio vuelve a cobrar vida. Es un instante hasta que vuelves a la realidad. La jodida realidad. Aquí y ahora las calles están vacías y la gente está muerta. En esta realidad lo único que puedes hacer es sobrevivir como has hecho hasta ahora. Es este presente, limpio de ficciones del pasado, es el que regresa con la sonoridad de un disparo.
Un disparo.
Un disparo de rifle.
Un disparo del rifle de Alberto.
Sabes que ha sido en el colegio. De allí ha venido el ruido. Tu corazón se pone a latir con tanta fuerza que lo escuchas en tu cabeza. Todo se vuelve borroso. El rifle, Alberto, la niña. Sobre todo la niña. Ella es una pequeña esperanza, la única que has visto en el último año.
Cruzas el muro por la puerta principal. Corres con el desencofrador en la mano. Tu sudor vuelve a llegar hasta la empuñadura. Te molesta el pasamontañas en la cabeza. Corres con tanta prisa que estás a punto de tropezarte con un macetero volcado en la entrada.
Rodeas el edificio principal y llegas hasta la parte de atrás.
Un espacio abierto.
Un campo de baloncesto.
Cuatro cuerpos.
Tres con vida.
Salvador está de pie frente a Alberto. La niña está junto a él. Alberto está sentado en el suelo junto a un cuerpo.
Te acercas.
Alberto le da el rifle a Salvador. La niña no se mueve. Tus compañeros se dan la mano. El cuerpo que está en el suelo tiene un disparo en el pecho. Alberto un mordisco en su brazo izquierdo. Te mira.
—Tú la encontraste.
Luego mira a Salvador.
—Salva, vamos, no pierdas el tiempo.
No eres capaz de hablar. Miras a la niña y compruebas que su cara no refleja nada. Ni temor, ni rabia, ni alegría. Salvador tiene todos sus músculos tensos. Sabes que no va a llorar.
Aprieta el rifle con sus dos brazos y lo pone frente al pecho de Alberto.
—Más cerca, sería una estupidez que malgastaras cartuchos con esto.
Se acercan. El cañón del rifle está a un palmo de la chaqueta. Se miran. No hay ninguna despedida.
Suena el disparo.
La niña cierra los ojos.
Ahora solo queda la parte más difícil, el camino de regreso.