Día 07

Te desata Salvador. Es pronto y tienes frío. No sabes cuánto tiempo has dormido. Las horas han pasado sin detenerse. De vez en cuando abrías los ojos para comprobar que todavía permanecías en la habitación. Aunque te duele la espalda por culpa de las cadenas ha sido una noche estupenda.

Tienes resaca.

Resaca de nicotina.

La garganta te duele, estás mareado y cuando pruebas las naranjas del desayuno te das cuenta de que no notas su sabor. El tabaco ha colapsado tus papilas gustativas. Todo te sabe igual, no hay diferencias. Tu adicción ha homogeneizado los sabores y ha convertido la realidad en monocroma.

Estás de puta madre.

Te gustaría ponerte unas gafas de sol, sentarte en una silla, encender la televisión, bajar el volumen y dejar pasar la mañana. Una preciosa mañana de resaca sin una gota de alcohol. Otra de las cosas maravillosas que esta guerra te ha quitado, levantarte con el cuerpo desgastado de tanta nicotina aspirada y con la garganta dolorida por el humo. Pero no te importa. Tu cerebro se pone a funcionar y te trae hasta este mismo momento una sucesión de instantes que tienes archivados en la carpeta «resaca». Con un poquito de cada uno generas una realidad alternativa y consigues la sensación que querías. Ahora sí que estás bien.

Salvador entra y sale de la cocina. Cada vez que pasa frente a ti te sonríe. Está nervioso. Le debe preocupar tu estado, tu no transformación. Aún no se debe sentir del todo tranquilo a tu lado.

—¿Dónde está Alberto?

—Ha salido a hacer una ronda.

No continúa la conversación, no quiere dar ni recibir más información. Él no.

—Casi me partís la cabeza.

—Sí.

—Tuve suerte.

—Mucha.

—¿Qué es lo que vamos a hacer hoy?

—Nada, esperaremos a que pase el día.

—Para mañana regresar al colegio.

—Sí.

Entiendes. Hoy es un intermedio, un descanso para retomar fuerzas y tranquilizarse un poco. Te parece bien. No tienes nada que objetar. Estiras los pies sobre otra silla y te relajas.

Si alguien te viera desde fuera pensaría que eres un hijo visitando la casa de sus padres. Tumbado, sin hacer nada, haraganeando. Y en parte eso es lo que eres. Tu posible infección, el ataque del otro día en el colegio, te ha convertido en una especie de parásito al que nada se le exige. Hoy es tu día.

Subes al terrado y ves de nuevo la ciudad, tu ciudad. La echas de menos. Allí viviste. No te gustaba salir de ella. Sus calles te calentaban el ánimo. Disfrutabas siendo uno más, abandonándote a sus placeres. «Abandonarse al abandono», como te decía Eva. Era una frase pedante que te lanzaba siempre que te veía abstraído por algo. A ella le gustaba leer, a ti te era imposible abrir un libro.

Eva te dejaba vivir, no solía exigir demasiado. De vez en cuando tenía esos días en los que quería convertirse en el centro de tu vida pero luego el huracán pasaba y poco a poco iba acomodándose a su lugar. Cada uno en su sitio. Así pasó el tiempo. Ahora lo echas de menos.

En el último año no habías tenido un día como el de hoy. No al menos durante esta guerra. Este día es para ti. El descanso provoca que el cerebro organice esa montaña de papeles sin archivar que has ido acumulando durante este tiempo. Ese proceso trae nuevos recuerdos. Hoy es un día de no hacer nada, como los domingos con Eva.

No consigues sacártela de la cabeza. La tensión la había mantenido alejada pero ahora se ha aferrado al presente y no consigues que se marche. Al recordarla sientes cariño, culpabilidad y deseo. Hoy sería un día de sexo para celebrar la vida, un día de resurrección, un día para dedicarse a disfrutar.

Te levantas y sales a la calle. Un viento frío te golpea en la cara y termina de despertarte. Estás solo. Allí fuera no queda nadie más. La ciudad sigue muerta. Nada sale de ella, ni ruidos, ni polución ni personas. Te entristece saber que jamás volverá a ser como era.

Aún estás excitado. En el último año no has visto a ninguna mujer viva, solo a Eva. Sin quererlo te la imaginas desnuda. No hay solución, no hay marcha atrás. Vuelves a pensar en Trainspotting, te encanta esa película. Cuando Ewan McGregor deja la heroína lo primero que recupera es el apetito sexual.

A ti te está pasando algo parecido. En cuanto te has relajado, cuando tu cuerpo ha dejado de estar alerta, tu entrepierna se ha puesto a elucubrar maldades. Y no puedes evitar su progreso. Has estado a punto de morir y has de celebrarlo aunque sea en soledad.

Regresas a casa. Alberto está leyendo un periódico. Una imagen típica, hogareña, sino fuera porque desde hace once meses no se editan diarios. No ves a Salvador por ningún lado.

—¿Dice algo de cuando retransmiten el partido?

—¿Perdón?

Le has pillado por sorpresa. No te había escuchado, no te esperaba. Cuando su cerebro procesa la información te sonríe la gracia.

—No, no, solo estaba releyendo el último periódico local que he encontrado. Es el del tercer día de la infección. Tres días después de los primeros altercados serios y nadie supo cómo comenzó.

—En Internet pude leer algunas teorías pero parecían locuras de personas con unos conocimientos muy básicos de epidemiología.

—Aquí hay médicos y biólogos hablando de que la infección tal vez dure en el cuerpo humano unos días ¡unos días! Los cuerpos que nos encontramos en las vías del tren vestían ropa de verano.

Los recuerdas, fue tu primer día en esta casa, tu primer combate junto a tus dos nuevos compañeros.

—Y lo que más me jode de todo esto es que nadie pudo evitarlo. ¿Dónde estaban los putos militares cuando empezó?

—Supongo que salvando políticos escondidos en sus refugios. Yo tampoco los vi por ahí. En seguida cortaron los móviles e Internet.

—Sí, fue demasiado rápido. No me creo que no hicieran nada, que no vinieran a ayudarnos. Es como si hubieran vallado esta ciudad y desde fuera hubieran decidido dejarnos a nuestra suerte para que el resto del mundo no se infectara.

—Hubiéramos visto algún avión.

—Yo los vi.

—Hace cuanto.

—Mucho, muchísimo.

Se calla, mira de nuevo el periódico, lo cierra, busca con la mirada tus ojos y se detiene en tu barbilla. No se atreve a mirarte a la cara. Prefiere hablar.

—Había algunos que decían que era algún tipo de castigo divino.

—¿Religiosos? No, esto no tiene nada que ver con la religión. Esto lo hemos hecho nosotros. Algún loco con un laboratorio o algo así.

—Es posible. Pero ya da igual. Lo único cierto es que estamos solos, no queda nadie más. Debemos seguir luchando.

Te duele la reflexión, pero sabes que es cierta. Es posible que no quede nadie más en esta ciudad. Encontrarlos ha sido una suerte, los tres juntos tenéis más posibilidades de sobrevivir.

Escucháis un grito, es Salvador.

—¡Abrid la puta puerta!

Sus palabras agitan la nostalgia de Alberto, la zarandean y consiguen una respuesta inmediata. El barbudo sale corriendo, te aparta a un lado y llega a la puerta de la casa. Ves como la abre y hace señales con el brazo.

—¡Vamos, corre, corre!

Está preocupado, pero en ningún momento sale de casa. No consigues reaccionar. Escuchas sus gritos, las respuestas de Salvador y detrás de todo eso algo más. Ladridos. En un instante Salvador cruza la puerta y Alberto cierra. Los dos se apoyan en la pared. El más joven tiene el corazón acelerado.

—Putos perros, casi me cogen.

—Pasa dentro, Roberto te pondrá un poco de agua.

Ayudas a Salvador a sentarse en la cocina y le llenas un vaso de agua. Bebe con dificultad. Al cabo de unos segundos ha estabilizado la respiración y te cuenta que lleva unos quinientos metros huyendo de esos cuatro o cinco chuchos. Alberto ha desaparecido por las escaleras. Ha subido al segundo piso y por lo que escuchas tras la puerta principal debe de estar lanzándoles algo a los perros, porque en unos minutos dejan de ladrar.

La situación se tranquiliza. Salvador retoma la normalidad y Alberto busca algo para cenar. Abre una lata de piña en almíbar y se lamenta del tiempo que falta para que el campo empiece a dar sus frutos.

—Como se vuelvan a acercar esos perros os juro que una noche cenamos carne fresca.

Os reís los tres con la ocurrencia de Vito Corleone. Es un chiste, pero esconde una necesidad. Los perros, después de esa frase, dejan de ser unos entretenidos animales de compañía para convertirse en una posible fuente de alimento.

Cuando anochece, Alberto se va y te quedas a solas con Salvador. Tiene ganas de hablar, de conversar. Parece que los tres estáis más relajados después de tu incidente del colegio.

—¿Por qué volviste al barrio?

—Ya os lo dije, porque era mi barrio. Aunque después de ver todo lo que habéis hecho por él creo que os pertenece.

—Que va, simplemente pretendemos que esto sea algo más habitable. No quedamos casi nadie, hemos perdido todo, creo que es bueno tener algo así en lo que trabajar.

—Sí, lo es, no lo pongo en duda, pero yo no lo hubiera hecho. Me parece un acto de cordura del que hubiera sido incapaz.

No le mientes. Hasta ahora te habías dedicado a sobrevivir, a esconderte, a alargar el tiempo que permanecías con vida. El resto te importaba poco. Regresaste aquí casi por desesperación y te encontraste una nueva vida. Te la encontraste, no hiciste nada para conseguirla. Salvador y Alberto sí, ellos han dado un paso hacia adelante. Esta guerra ha acabado con casi todo.

—En serio, no sé por qué regresaste. Podías haberte marchado fuera, buscar algún refugio o algún asentamiento de supervivientes.

—No creo que quede ninguno. Esta guerra ha matado a casi todo el mundo. Los supervivientes somos anécdotas, no creo que podamos encontrar nada más fuera de aquí.

Crees en lo que dices. Salvador también. Ninguno de los dos tiene otras esperanzas. En algún lado es posible que las cosas estén mejor pero aquí, en este barrio, en las afueras de la ciudad, no hay más opciones.

Después de un rato de cháchara al final Salvador se acuesta y te deja solo en la cocina. Estás a oscuras y puedes pensar con tranquilidad. Vas durmiéndote en el sofá aunque mantienes un ojo abierto. Las imágenes se van formando en tu cabeza con calma. Te gusta dormirte, te encanta esa sensación de abandono en la que sin poder controlarlo van apareciendo imágenes en tu presente. Al final te dejas llevar y todo se vuelve oscuridad. Incluso Eva.