Día 06

Tienes los ojos cerrados. Debes mantenerlos así. Paso a paso. Analiza la situación. Estás vivo, estás consciente. Puedes razonar. «Razonar, primer paso. Si puedo razonar no soy uno de ellos». Corrige eso. «Si puedo razonar aún no soy uno de ellos». Mejor. No sabes cuánto tiempo ha pasado desde que los sesos de aquel gigante acabaran en tu boca y dieras con tu cuerpo en el suelo. ¿Quién te golpeo? Alberto, sabes que fue él. Salvador estaba frente a ti con su carita de ángel, con su rostro afeitado.

Si con el mazazo no te mató es porque no quiso hacerlo. Tampoco usó su rifle. Confiaba en ti. Aún confía en ti. Debe confiar en ti. «Espira, tranquilo. Sigue así, aguanta». Tienes que aguantar, es lo que has vivido durante este año.

Dejas de pensar en lo que has hecho y te concentras en lo que debes hacer. Analizas todo lo que puedes sentir.

La cabeza te duele. Te duele mucho. Posiblemente tengas sangre seca en el pelo. «Eso quiere decir que no me han lavado». ¿Lavarte? ¿Para qué iban a lavarte? Desechas esa idea de inmediato. Te cuesta concentrarte. Necesitas algo más. Información.

Un ligero movimiento de las muñecas y compruebas que no puedes mover las manos. Frío. Cadenas. Dos. Una para cada brazo. Perfecto, estás atado, bien atado. ¿Los pies también? No, te han inmovilizado lo suficiente para evitar que te escaparas y les causaras problemas. Buenos chicos. Chicos inteligentes. Por eso están vivos.

Ahora, otro pasito más. Escucha ¿Qué oyes? ¿Silencio? «No, escucho algo». Entonces ¿Qué es? «Lluvia». ¿Lluvia? «Sí». ¿Estás seguro? «Lo estoy». ¿Había nubes cuando fuisteis al colegio? «No». ¿Con cuánta velocidad se puede encapotar tu ciudad para que llueva? «Horas, no sé cuantas, pero tienen que ser horas». ¿Qué día es hoy? «Ya tiene que ser mañana». Hoy es el mañana de ayer.

Más pasos.

Te tranquilizas.

Deben de haber pasado más de doce horas. Lo sabes. Tienes hambre, está lloviendo y notas a través de tus párpados cerrados la luz que entra en la sala donde estás. ¿Dónde estás? «En una habitación con el suelo de cemento». Donde te llevaron el primer día, donde te desnudaron. Aquella vez te preguntaron si te habían mordido. Les dijiste la verdad. Si hoy te lo preguntaran otra vez les responderías lo mismo. Pero eso no quiere decir que no estés infectado.

Algo entró en tu boca. Una pequeña porción de carne, de cerebro. Tosiste. Salió fuera. Lo crees. Lo deseas. Podrías estar infectado. Ellos lo saben, tú lo sabes. Por eso sigues encadenado. En cualquier momento podrían llegar los espasmos, el coma y después la no vida. Te levantarías y serías uno más. Un objetivo. Pero han pasado ya varias horas y sigues siendo capaz de razonar. Bye, bye Alzheimer. Adiós muerte.

Aquellos a los que mordieron se levantaron a las pocas horas. Como mucho cuatro o cinco después de la infección. Al resucitar se movían dando tumbos, gemían, se convertían en muertos hambrientos. Cuerpos torpes con sed de carne humana. «Torpes». ¿Torpes? El colegio. El jugador de baloncesto. El golpe en la cabeza. La sombra que viste al otro lado del pasillo que se movía demasiado rápido. Eso no estaba muerto.

Abres los ojos.

Semioscuridad.

Una sombra sentada al otro lado de la habitación.

Algo junto a ella.

Claridad.

Un hombre sentado en una silla a varios metros de ti.

Un palo junto a él.

Luz.

Alberto sentado en una silla en el marco de la puerta.

Su rifle entre las piernas.

—Buenos días.

«Buenos días. Perfecto. Horas, han pasado muchas horas». Puede que estés a salvo.

—¿Cómo estás?

—Asustado.

—Tienes motivos.

—Lo sé.

—Estarás atado el resto del día. Como puedes comprobar te hemos dejado libertad para que te muevas ¿Quieres algo?

—Sí. Un cigarro.

—¿Un cigarro?

—Sí, tabaco. Rubio o negro, me da igual.

—Vale, ahora te lo bajo.

«Ahora te lo bajo. Ha dicho eso. Ahora te lo bajo». Y lo baja. Tarda unos minutos, pero aparece allí con un paquete de rubio y un mechero. Te lo da, te pone un cigarro en la boca y te ofrece fuego. Le haces un gesto con la cabeza. Intentas hablar con el tubito de nicotina entre tus labios.

—Por favor, déjame encenderlo.

Coges el mechero. Haces girar la rosca, escuchas el gas, ves la llama, sientes el calor. Ya no eres un yonki de Trainspotting, eres John Travolta en Pulp Fiction. Primeros planos. Cucharilla, aguja, sangre. Una música cojonuda. Un sonido de satisfacción al final. Solo te falta una cita con Uma Thurman para sentirte como Dios. Un dios omnipotente y todopoderoso.

Das la primera calada.

Algo recorre todo tu cuerpo. Vuelves a pensar en el millón de polvos. En todo lo que no has follado, en todo lo que no vas a follar. «Concentra este instante, condensa el cosquilleo que sientes en tus dedos, piensa en el calor que llega a tus pulmones. Multiplícalo por un millón de polvos y ni te acercarás a lo que sientes al volver a fumar».

Eso es lo que te dices.

Luego habla Alberto.

—Ha pasado ya el tiempo suficiente, pero queremos ser precavidos.

No dices nada. Te parece bien.

—Ahora te traeremos algo de comer. El resto del día lo pasarás aquí.

Nada que objetar.

—Mañana te desataremos.

Perfecto.

—Pasado volveremos al colegio.

El colegio. «¡El colegio!». Tienes que contarle lo que viste. Tienes que decírselo ¿Tienes? ¿Has de hacerlo? Viste algo, sí, pero no pasa nada si te lo guardas para ti. Nada. No le estás traicionando, ni mintiendo. Solo omites información. La información es poder. Información. Poder.

—¿Dónde está Salvador?

—Fuera, en el campo. Él ha hecho la primera guardia. Dentro de poco tendrá que irse a dormir.

—Ya se lo diré a él luego, pero gracias.

—De nada.

Se marcha. Cierra la puerta y te deja solo ¿Solo? No, tienes diecinueve cigarros más y un mechero. Diecinueve razones para pasar un día estupendo con estas cadenas y el dolor en tu nuca. Has de racionar los cigarros. Evitar fumártelos uno detrás de otro. No tienes más, no tienes nada más que hacer. Solo fumar y pensar.

Pensar en lo que viste en el colegio.

Dar una calada.

Pensar en lo jodidamente bueno que es estar vivo.

Otra calada.

Pensar en lo que harás de aquí en adelante.

Otra calada.

Pensar en una canción estupenda.

Otra calada.

Pensar en una canción estupenda.

Otra calada.

Pensar en el Baba O’Riley de The Who.

Otra calada.

Pensar en Eva.

Otra calada.

Pensar.

Se abre la puerta. Entra Salvador. Te sonríe. Es una sonrisa más sonrisa que la última que viste. Aquella que usó para decirte que te creía.

—Buenas.

—Buenas.

—¿Qué tal?

—Bien, ahora estupendamente. Cuanto más tiempo pasa menos probabilidades hay y más tiempo tengo para fumar, ¿quieres?

—No.

—¿De dónde sacasteis este tabaco?

—De una casa, hace unas semanas. Había varios cartones guardados en un armario.

—Qué suerte la mía. Dejé de fumar hace meses y no había vuelto a encender un pitillo.

—Yo nunca he fumado.

—Yo sí, mucho. No puedo beber alcohol, tengo el estómago muy delicado. Así que cuando salía de fiesta fumaba. Es una adicción, pero una adicción maravillosa.

Se ríe. Parece cansando. Está cansado. Sabes que no se tiene en pie.

—Me voy a ir a dormir.

—Lo sé. Me ha dicho Alberto que te has tirado toda la noche de guardia.

—Sí. Uno de los dos tenía que hacerlo. Luego te traerá él algo de comida. Toma, siéntate en esta silla.

—Gracias. Descansa.

—Lo haré.

Se marcha. Lo ves marcharse. Sientes proximidad, cercanía, cotidianeidad. Sientes lo mismo que cuando Alberto puso su mano sobre tu hombro en el colegio. Tienes ganas de seguir fumando. Un cigarro más. Lo enciendes, tragas el humo, sientes la nicotina. Tranquilidad. Estás bien. Encadenado en mitad de una guerra por la supervivencia de la humanidad, hambriento, pero estás bien. Hoy sí, mañana quién sabe lo que dirá el futuro.

Pero el futuro aún está lejos.

Antes aparece el pasado.

Lo hace, porque siempre está ahí. No se marcha. Surge de vez en cuando, con libertad, sabiendo que no puedes hacer nada para controlarlo. Al principio son imágenes aisladas, sueltas, pequeñas. Luego esas imágenes forman una secuencia, un discurso. Algunas veces esas visitas inesperadas se producen por una imagen, por una calle, por un sonido. Hoy la culpa la ha tenido el tabaco. La soledad y el humo corriendo entre tus dedos hasta llegar a tu nariz.

La culpa la tuvo Eva. La primera mujer, el principio de todos los males, la madre de Caín, la madre de Abel. Eva.

En ella piensas.

Mientras fumas empiezas a sumar ese millón de polvos que se supone deben de ser comparables a inyectarse heroína. Al menos eso decía Ewan McGregor, Obi Wan, Star Wars, tu infancia, las calles de este barrio, tu habitación en la casa de tus padres, la tuya, tu pequeña parcela, tu posesión.

Sigues fumando.

Por mucho que intentas rebobinar los recuerdos, por mucho que retrocedas en tu disco duro siempre acaba apareciendo Eva. Lo primero que ves es una imagen aislada, estáis desnudos en la cama. Fumas en su habitación. Das otra calada. Luego se va formando un cuerpo algo más perfecto. Al final consigues verla entera, consigues que sea una unidad. Eva. Sientes culpabilidad, dolor en tu estómago.

Guerra, esta mierda de guerra. Eso es lo que es. Una mierda de guerra. Ya no se puede salvar nada.

Bueno, sí, aún puedes salvar lo que viste en el colegio.