Día 05

Camináis los tres por la calle formando un triángulo. Delante va Alberto, Salvador y tú sois la base del pelotón. Te giras un segundo y ves la casa a tus espaldas. Os estáis adentrando en la ciudad y sientes frío. Estás intranquilo.

Esta mañana te despertaron y te pidieron que te prepararas. Ellos ya lo estaban. Alberto limpiaba los cañones de su rifle de caza, Salvador se ajustaba el pasamontañas. Las primeras fincas a las que llegáis están destrozadas. Pisos quemados, paredes derruidas y coches formando barricadas en los portales. No hay ningún muerto, ningún cadáver. Lo único que ves es un gato subido en el techo de un todoterreno. Se limpia las patas. Es el primer animal, que no sea una rata, que te encuentras en mucho tiempo. Desde que empezó la guerra fueron desapareciendo. Huían de los muertos.

Ese pequeño felino es una buena noticia, una esperanza. Un gato, al fin y al cabo, es comida.

Seguís caminando. Vuelves a pensar en Alberto y Salvador, han hecho un gran trabajo. Ver algunas calles del barrio tan limpias es como encontrarse el letrero de tu bar encendido. Los coches aparcados son un pequeño latido, una muestra de que esta ciudad aún no está muerta. Ellos son los dueños de este barrio. Los Corleone de la zona. Sony y Vito. Salvador y Alberto. Te gustaría preguntarles por Diane Keaton, te gustaría saber si en la época en la que se grabó El padrino aún estaba tan buena como en sus primeras películas. Diane Keaton. Te excitas. Diane Keaton. Otra persona a la que jamás conocerás. Sonríes para ti. «Al menos de eso no tiene la culpa esta mierda de guerra».

Miras al padre y al hijo, a los Corleone. ¿Les molestó cuando afirmaste que este era tu barrio? No te lo pareció. Ahora sabes que es suyo, que tú pudiste haber crecido aquí, pero ellos han trabajado para que siga vivo. A partir de ahora tendrás que ir con más cuidado.

Se paran frente a un colegio. Toda una manzana protegida por una valla enorme de casi dos pisos de altura. Una cárcel, una fortaleza en mitad de un barrio. Muros de más de tres metros. Comida para varios días. Tal vez la mejor solución de supervivencia durante el principio de la guerra.

Entiendes lo que quieren hacer.

Aprietas el desencofrador con fuerza. Notas el sudor corriendo por tu frente. Todavía no has entrado pero ya quieres salir.

—¿Cuánto tiempo nos llevará?

—Si no hay ningún percance, un par de días.

Ningún percance, bonito eufemismo. Te han estado esperando. A ti o a cualquiera, daba igual. Tenían que entrar allí, limpiar lo que quedara y poder señalar como completada otra parte del mapa. Otra porción del barrio bajo su control.

—Primero debemos rastrear los campos de deporte y la planta baja. Salva, ve delante, nosotros vigilaremos.

—Entendido.

—Tú, Roberto, permanece atento a lo que pueda ocurrir en las plantas de arriba. Tiene que haber una escalera principal en el hall. Préstale atención.

Te quedas con las ganas de preguntarles cada cuanto tiempo hacen esto. Te gustaría saber si van una vez por semana a limpiar alguna parte del barrio. Hasta ahora los habías visto trabajar en la casa, en los alrededores. Pero entrar en un sitio así, en un lugar que esconde tanto peligro, es algo nuevo.

—¿Por qué hacemos esto?

Salvador no parece interesado en responderte. Es Alberto el que se gira.

—Tenemos que hacerlo.

Tenemos. Una obligación, casi una convicción religiosa. Durante el último año has visto como la gente huía, se defendía, se escondía, pero nunca buscaban voluntariamente un combate.

—Hemos de acabar con ellos. Tenemos que hacerlo.

Otra vez el tener, otra vez es Alberto el que habla. Nunca has sido capaz de aceptar ese tipo de obligaciones. Llegaste a cumplirlas, pero no a entenderlas. Por primera vez en tu vida te reprimes las ganas de responder como un adolescente y te olvidas de lo que te ha dicho. Había algo en su voz que parecía suplicar comprensión. Su tono no ha sido autoritario.

Tenéis que hacerlo.

Lo haréis.

Quitáis entre los tres el coche que hay aparcado frente a la entrada. Ellos ya han estado aquí antes, lo sabes. Salvador busca en sus bolsillos, saca una llave y abre el candado que mantenía la puerta principal cerrada.

—Pasad vosotros delante.

Claro que han estado aquí antes. Es evidente. Lo tenían preparado, estaban esperando, querían encontrar el momento oportuno y tú has sido ese momento. «Un colegio, mierda. No un puto geriátrico ni un hospital, estás entrando a un colegio. No te pongas nervioso, puede que no haya niños muertos ahí dentro». Eso es lo que te dices pero no acabas de creértelo.

Puestos a elegir entre todas las pesadillas que tuviste siempre te quedarás con los niños. Como la de El exorcista, o la de Poltergeist o ET. El maldito ET, el niño alienígena, la cosa esa con voz aterradora. Más niños, muchos más niños, como los que salen en los videojuegos. Damien es la encarnación del mal, el bebé de Mia Farrow es el mal. Estás seguro de que esta guerra, de que esta plaga apocalíptica, nació de un maldito bastardo preadolescente.

De uno de esos.

Como aquellos.

«Mierda».

—Son tres. Vamos Roberto y yo. Tú vigila, Alberto.

No te parece buena idea.

—Da igual, yo me quedo aquí. Id vosotros dos.

—No digas tonterías, vienes conmigo.

«Mierda, mierda de complicidad». No quieres acercarte a ellos, no quieres verles de cerca, porque recordarás sus caras y su ropa. No vas a quitártelos de la cabeza en semanas. Robert Smith en el videoclip de Lullaby está asustado en la cama, cantando una nana, sabe que el origen de su miedo se acerca. Él está quieto, allí, sin hacer nada.

Tú andas, caminas en la dirección del miedo.

Son tres, deambulan por el campo de baloncesto. Ves las marcas de los huesos en la piel. Llevarán semanas, meses sin comer nada. Tres niños. Uno moreno y dos rubios. Tienen sangre seca en su boca, chocan entre ellos, arrastran los pies. Aprietas el arma en tus manos. No hay adrenalina, solo miedo.

Te mueves porque Salvador te está indicando lo que tienes que hacer. Obedeces a lo que él te dice, caminas por donde te guía. Estás bloqueado. Ahora entiendes la imagen que creaste de la historia de Alberto y su mujer. Ella debía de actuar como tú ahora, por impulsos, por referencias, con miedo. Sabes que avanzar así no va a ser suficiente. «Recobra el control, recóbralo ahora. Ya».

Lo haces.

Atacas antes incluso que tu compañero. Mucho antes. La sangre que sale de la cabeza del primer niño riega el suelo de cemento. No has visto su ropa ni te has fijado en su piel, solo has escuchado el ruido de su cabeza partiéndose.

Huesos. Te tranquilizas.

Lo has superado, eres como el mono de 2001 descubriendo que un hueso se puede utilizar para partir cabezas. Aprendes, superas tus miedos y sigues avanzando. A tu alrededor no hay tapires que cazar, no hay clanes rivales a los que alejar de la charca. Te sientes como si estuvieras dando el primer paso hacia la inteligencia. «Adiós Robert Smith, adiós Lullaby. No más miedos, no por ahora».

Continúas moviendo tu desencofrador de un lado a otro. Salvador también lucha. Otro niño salta sobre él. Son pequeños, pero se mueven con la misma rapidez y tienen la misma fuerza que los adultos. Dosis concentradas del mal. Consigues quitárselo de encima a tu compañero. Le revientas la cabeza. La sangre salta hacia tu cara. Choca contra el pasamontañas. Has tenido suerte. Te limpias. Habéis terminado.

Observas los cuerpos. Tres niños de seis o siete años. Visten pantalones cortos y camisetas deportivas. Serían amigos, posiblemente sus padres se refugiaron aquí durante los primeros días. Sus padres. No debes perder la concentración. Te habla Salvador.

—Vamos a dejarlos aquí. Alberto nos está haciendo señales.

—¿Estás bien?

—Sí ¿y tú? Has atacado como un salvaje.

—Lo sé, lo siento, me he puesto nervioso. No puedo dejar de pensar que son niños.

—Lo entiendo.

Entiende algo pero estás seguro de que no llega a comprender el miedo que sientes. Lo que ha debido de comprender es que te cuesta matarlos porque un día fueron niños. Una equivocación por su parte, un error de lectura que te favorece, que te humaniza. Si le dijeras que te has sentido tan de puta madre golpeando esas cabezas demoníacas hubiera reaccionado de otra manera.

Miras el techo del edificio. Tres pisos y decenas de aulas. Centenares de escondites. Un colegio. No puedes dejar de pensar que podrías estar haciendo otras cosas y no correteando por pasillos oscuros. Oscuridad. Una duda.

—¿Hemos cogido linternas?

Alberto te mira sorprendido.

—Nosotros sí ¿tú llevas alguna?

—Sí, pero no sé cómo va de pilas.

—¿De cuáles usas?

—De las de petaca.

—No llevo en la mochila, pero en casa debe de haber. No te preocupes, tendremos suficiente.

Salvador se ha adelantado y está abriendo la puerta principal. Le seguís. Llegáis al hall, es cuadrado. Alberto se separa de ti y anda hasta el centro de la sala. Una escalera lleva a los pisos superiores que tienen los pasillos abiertos a la estructura central. Otro motivo más para pensar en una cárcel. Tres pisos, lo ves con claridad. Un colegio grande, un centro pensado para un barrio repleto de niños, un edificio al que nunca habías entrado.

Vivías muy cerca de él y siempre lo veías cuando caminabas hasta la parada del autobús. El colegio de tu barrio, pero no el tuyo.

—Roberto, vigila la escalera. Salva entra allí, en la conserjería.

Sony obedece como un buen soldado. Alberto vigila la puerta, tú también lo haces. Hay ruido arriba, los dos lo habéis escuchado. Es un ruido mínimo, minúsculo, pero es algo. Una posibilidad real, cercana, una mierda de posibilidad.

Pasan varios segundos. Salvador sigue buscando en esa zona. Vito espera. Pasa el tiempo. Un minuto, dos, tres y sale el explorador. Escuchas la conversación.

—El botiquín está vacío.

—¿Hay algo más?

—Un megáfono, era el que usaba el conserje en los recreos.

—¿Tiene batería?

—Ceo que no, funciona a pilas.

—Perfecto.

Ahora te miran a ti y te hacen una señal. Tienes que ir, acercarte hasta allí y mantener una cierta distancia, porque ellos van a entrar en otra sala. A ti te excluyen, quieren que te quedes vigilando. Mejor.

Te mantienes alerta, ahora solo observas. «Eres un vigilante, Roberto, los vigilantes no recuerdan ni piensan». ¿Qué ves? «Un colegio vacío, aparentemente vacío». ¿Algo llama tu atención? «No, ningún movimiento, ningún ruido extraño». Bien, debes de seguir así. Por ahora los Corleone, los dueños de este barrio, no te han hecho ninguna señal. ¿Seguro? «Sí». ¿Seguro que ese silbido no es un aviso?

Y lo es, claro que ese silbido es un aviso.

Entras por las puertas que antes habían atravesado tus compañeros y llegas al comedor. Es igual que todos, es casi un tópico. Mesas largas, sillas de plástico, comida podrida en el mostrador. Sony, Vito y, junto a ellos, dos cuerpos con la cabeza hundida en un plato de comida. Una mujer y un niño. Una madre y su hijo. Esa es tu primera conjetura.

No se mueven. Huele mal. Las puertas del comedor debían de contener ese aroma que se cuela en lo más profundo del estómago, porque cuando estabas en el hall no notaste nada. Ahora está aquí. Ves las caras tapadas de Salvador y Alberto y sabes que tu pasamontañas debe de contener algo el olor.

—¿Están muertos?

Lo preguntas por preguntar. Sabes que están muertos. Otra cosa es que puedan levantarse. ¿Están realmente muertos? Eso es lo que deberías haber preguntado. Pero no, has decidido soltar esa obviedad.

—Sí.

No sabes quién te ha respondido. Salvador mueve el cuerpo de la madre. «No sabes si es su madre, solo sabes que es una mujer». Al apartarlo ves la comida en el rostro. Ya tienes suficiente. El niño está en la misma situación. No se mueven, no tienen heridas visibles, no hay mordeduras. Debieron morir allí. Una muerte real, sin posibilidades de regresar a esta vida. Ahora disfrutarán del cielo. Si se suicidaron para evitar esta locura ni Dios puede culparles. Era su única solución. ¿Para qué luchar? «Para seguir con vida». Pues ahora has de luchar.

Ya.

—¡Salva, vigila la puerta principal! ¡Roberto a los que están saliendo de la cocina!

Son tres, tal vez más. Aprietas el desencofrador. Sientes la adrenalina. No hay niños. «Bien. Perfecto». Robert Smith está tan lejos cantando su nana que ni recuerdas las telarañas en tus pesadillas. Escuchas un doble bombo en tu cabeza. La música se acelera en tu interior. Battery de Metallica comienza a sonar en el comedor del colegio. Corres hacia ellos, corres junto a Alberto.

El primero que ves tiene media cara arrancada. Ahí debieron morderle. Es un hombre, un adulto. Uno de los que se escondieron aquí para defenderse. Eso es lo que era. Ahora es tu objetivo. Focalizas todos tus sentidos en él. El resto del mundo se vuelve borroso. Los sonidos desaparecen. Escuchas tu respiración. Intenta golpearte, pero esquivas el garrazo. Sus movimientos son tan lentos que te permiten coger el impulso suficiente para darle con todas tus fuerzas.

Impactas en su codo. Vuelves a escuchar el sonido de los huesos partirse. Te sientes de nuevo como el simio de 2001. Tú tienes el arma, tú eres el que va a perpetuar la especie. Él ya está muerto. Lo sabes porque ves parte de su cerebro por el suelo. No sabes cómo ha llegado hasta allí. El resto está en tu arma. Te mueves demasiado deprisa para ellos.

Salvador os mira e intenta prestar atención a su cometido, vigilar la entrada. Alberto lucha contra dos muertos. Consigue apartar al primero con una patada en el estómago. Eficiente. Salta hacia atrás y choca con una pared, escuchas el ruido del rifle que lleva colgado al golpear contra los azulejos. El otro intenta morderle, pero recibe un mazazo en la frente. Retrocede unos pasos, no está muerto, no aún. Tú lo sabes, Alberto lo sabe. Vito Corleone carga el mazo, se apoya en la pared y salta hacia delante mientras revienta de un golpe lo que queda de la cabeza de su atacante.

Fatality.

Brutality.

Piensas en otorgarle un diez sobre diez en ejecución y eficiencia. Un salto impecable con una finalización perfecta. Medalla de oro.

El otro muerto acaba igual que su compañero. Otro mazazo, otra cabeza partida y de repente, silencio. Alberto comprueba el estado del rifle que cuelga de su espalda. Luego se dirige a ti.

—Hemos hecho demasiado ruido. Entremos en la cocina para ver si queda algo.

Entráis Alberto y tú. Salva sigue vigilando.

El olor en la cocina es todavía más fuerte que en el comedor. Supones que hay suficiente comida podrida en el almacén para que millones de gusanos se estén dando un festín en este momento. Tu compañero debe pensar lo mismo. Ves que contiene las ganas de vomitar. Tú no puedes.

Cuando levantas la cabeza el de la barba pelirroja está abriendo la puerta de la cámara frigorífica. No notas el frío. Aún estando en enero deseas que una bocanada de aire te golpee en la cara. Necesitas notar algo artificial, algo que te demuestre que la electricidad sigue circulando en este edificio, en este mundo.

Dentro no hay nada. Solo comida podrida y un cadáver en el suelo, un cuerpo abierto en canal. Notas de nuevo el mal olor.

Estrés. Empiezas a estresarte. Sabes que el medidor sube en la pantalla de tu personaje. «Recuerda Roberto, solo tienes una vida, una posibilidad. No hay continues ni puedes guardar la partida. Si ese medidor llega hasta el tope perderás el control. Relájate». Pero no consigues relajarte, es imposible.

—¿Ves algo?

Claro que ves cosas, centenares. Como esos litros de sangre seca formando siluetas en las paredes. También el cadáver desmembrado en el suelo rodeado de comida. Claro que ves cosas, pero nada útil.

—No veo nada.

—Ok, vamos fuera.

Notas su mano en tu hombro. Es un segundo, pero está ahí. Te toca. Él a ti. Se aproxima, rompe tu área de acción, tu espacio vital. Entra y te toca en el hombro como hacían los entrenadores cuando cambiaban a su jugador estrella. Tu hombro y su mano. Te sientes bien. Después de tantos meses ese contacto humano remueve algo en tu interior. Notas un gusanillo extraño y vagamente familiar. Proximidad, afecto, simpatía. No consigues ubicarlo, está perdido en esa región de tu cuerpo que bloqueaste cuando empezó la guerra.

Salís al comedor, Salvador sigue en su puesto. Alberto empieza la conversación.

—¿Hemos hecho demasiado ruido?

—Sí, algo se ha movido arriba.

—¿Cuántos pueden ser?

—Pocos. Dos, tres, ya nos preocuparemos luego de eso aún quedan salas aquí abajo.

Salas, en plural. Más trabajo. ¿Cuándo regresaréis? ¿Cuándo se acabará esta limpieza? No lo sabes, no es importante. Tienes que seguir actuando como la mujer de Alberto. Ellos mandan, tú obedeces. No es tiempo de cuestionar nada. Si quieren seguir registrando este colegio, tú lo harás. No hay peros.

Ahora revisan la planta baja mientras esperas. Esa debía de ser tu obligación principal, mirar la escalera, vigilar, protegerles. Hasta ahora has matado a cuatro. Bueno, los has vuelto a matar, porque ya estaban muertos. Hay días que no consigues acostumbrarte a este ritmo de vida. No hay puntos, no hay bonificaciones después de cada muerte. No hay fases completadas. Tus compañeros salen de una habitación.

—¿Ya está?

—Sí.

—¿Limpia?

—Limpia.

Sientes la necesidad de hablar.

—¿Cómo nos organizamos?

El cerebro, Vito, el don, responde.

—Como dijimos al principio. Salva entrará primero yo le acompañaré. Tú vigilarás.

El jefe vuelve a ratificarte en tu cargo. En unos días tendrás una chapita que colgar en tu camisa en la que ponga: Roberto, vigilante. Después de cinco cursos en la universidad, dos carreras y tres años de programador, ahora eres un vigilante. «Y me gusta, he de reconocer que no me desagrada esta forma de vida. Me da asco la sangre, los muertos, los niños, las vísceras, pero disfruto con todo esto». Ves a lo lejos tu habitación con tu ordenador. Una torre que trabajaba día y noche. En la mesa está tu portátil, tu verdadera herramienta de trabajo. Ahora debe de estar cubierto de polvo, inservible sin la energía eléctrica. La bendita energía que servía para darle vida a este mundo.

Notas la oscuridad, una oscuridad que envuelve cada una de las esquinas de este colegio. Buscan en la primera clase. Escuchas sus pisadas, sus pasos. Te dejas llevar por el ambiente, por el silencio, por lo que tu imaginación te trae hasta este momento. Creas una secuencia cinematográfica en tu cabeza.

El protagonista de la película está escondido en un armario. La luz se cuela por una rendija e ilumina parte de su cara. El espectador ve el miedo y escucha unas pisadas que provocan un giro brusco del ojo. El joven que está encerrado sabe qué le está persiguiendo, de qué se está escondiendo, pero el espectador no. Él solo ve al protagonista asustado. Sabe que todo es cuestión de azar.

Un segundo después la situación de crisis acaba de repente. Las pisadas se marchan y sale del escondite. El público se relaja aunque acumula en su cuerpo una cantidad de tensión que no ha conseguido soltar.

—¿Habéis encontrado algo?

—No, esta clase está limpia.

Sigues imaginando.

El protagonista se gira, porque cree que ha oído algo. Es un movimiento rápido que juega con el espacio virtual que se genera a sus espaldas. Allí puede haber cualquier cosa, por eso el chico guapo da la vuelta, para comprobar que solo hay aire en ese hueco.

Tras ese giro ve que hay algo ahí. Ve lo que le acechaba cuando estaba escondido en el armario. Y es en ese punto donde el espectador grita. Ahí es donde suelta toda la tensión acumulada en los últimos minutos.

Tú no gritas.

No has acumulado nada que necesite escapar por tu garganta.

Solo te has despistado.

Frente a ti aparece un cuerpo.

Saltas a un lado, reaccionas rápido. Chocas contra una pared «¿De dónde cojones ha salido?». Sabes que de cualquier lado. Llevas tanto tiempo fantaseando que te has olvidado de tu función. Te has olvidado de ser un vigilante. Has cometido un error. «Un error de protagonista novato de película de terror». Sí, puedes justificarlo como quieras, pero lo has cometido.

Esperas que tus compañeros hayan reaccionado a tiempo. Lo deseas con todas tus fuerzas, porque después del salto te has golpeado el hombro y te duele. Caes al suelo. Desde allí lo ves.

Mide cerca de dos metros. Un gigante para el antiguo testamento, un jugador de baloncesto para el mundo de antes de la guerra. Sus movimientos son torpes. Le cuesta mover las extremidades pero se abalanza con rabia sobre ti. Sientes su mano en tu brazo, su piel podrida sobre ti.

Asco, miedo.

Temes por tu vida. Sabes que estás cerca de acabar esta historia, cerca de acabar cualquier historia que pudieras protagonizar. Es posible que mueras en unos segundos, pero no hay ninguna imagen que acuda al rescate de esos momentos previos al final. Ni el primer beso, ni el primer polvo, nada. Absolutamente nada. Lo único que ocurre en ese instante es el sonido de huesos rotos. «¿Huesos rotos?».

Algo salpica tu cara, algo se cuela por el hueco que el pasamontañas deja en tu boca. Toses, te atragantas. «Así no». No puedes acabar de esa manera, es la peor de entre todas las opciones. No tragaste nada, pero esos pedazos de carne putrefacta han llegado hasta tu boca.

—No he tragado nada, os lo juro.

Sabes que ha sonado desesperado. Lo ves en la sonrisa tímida de Salva.

—Lo sabemos, ahora levántate.

Ha sido patético, seguro. Lo sabes, porque cuando te levantas con la ayuda de Sony Corleone no ves ni la maza ni el rifle de Alberto. No ves a Alberto. Eso es malo, muy malo. Tan malo como la pequeña sombra que corretea al otro lado del pasillo. Una sombra que se mueve muy rápido y en silencio. Una sombra viva. Una sombra que se convierte en total oscuridad cuando notas un golpe en la nuca.

Sonido de huesos.

Sonido de huesos a punto de romperse.

A punto de romperse.

Suerte, Roberto, eres un hombre afortunado.