Día 02

Oscuridad. Posiblemente sea eso lo último a lo que podrás acostumbrarte. Las ciudades, tu ciudad, tenían un interruptor mágico que utilizaban todas las noches. En ese momento se encendían las farolas y los neones. Una vida artificial iba llenando las calles y se propagaba por los barrios. Todo era distinto. Podías ir de un lugar a otro contemplando los escaparates de los comercios. Las aceras se teñían de un color irreal que permitía que la vida continuase.

Hoy solo puedes ver la oscuridad.

El cielo está nublado y tú sigues despierto en el techo de una vieja casa de campo. A tu alrededor hay bidones llenos de agua de lluvia. Salva y Alberto deben de estar durmiendo. Serán poco más de las doce y te ves obligado a mirar a la oscuridad. Es una obligación que aceptas sin quejas, porque gracias a ella formas parte de un grupo.

Hasta ahora te escondías en bunkers improvisados en apartamentos desconocidos. Durante las primeras semanas de la guerra podías ver algunas luces en el horizonte. Luego fueron desapareciendo. La luz había pasado de ser una aliada a una enemiga. Nunca te acostumbraste. A ti te gustaba y te gusta observar, saber lo que hay siempre a tu alrededor. Guardar en tu memoria imágenes y sensaciones. Como esta.

Como ese ruido.

Alguien está subiendo por las escaleras.

—Ya es mi turno.

Es la voz de Salvador. Después aparece él. Como estás acostumbrado a la oscuridad, puedes verle sin dificultad. Intenta localizarte, te busca por el terrado.

—Estoy aquí.

Llega hasta ti.

—¿Cómo te ha ido?

—Bien, bastante bien. No he escuchado nada.

—Es lo habitual. Normalmente no hacemos guardias, pero después del combate de esta tarde teníamos que estar alerta.

Sientes curiosidad.

—¿Cuánto tiempo lleváis en esta casa?

—Mucho, tal vez un par de meses.

—Os habéis organizado muy bien.

—Gracias. ¿Bajas a dormir?

—Sí.

—Acuéstate en el sofá. Mañana te prepararemos una cama.

—Vale.

Se produce un incómodo silencio. Es Salva quien lo rompe.

—Antes dijiste que eras de este barrio.

—Sí.

—¿Dónde vivías?

—Cerca del hotel, frente a la pasarela de la avenida.

—Yo vivía aquí al lado, en las últimas fincas que hay antes del final del barrio. Cuando te he visto esta mañana me has resultado familiar.

—¿Si?

—Supongo que alguna vez nos habremos cruzado por la calle.

—Supongo.

Otro incómodo silencio. Ahora te toca a ti romperlo. Es tu turno.

—Mañana, si quieres, seguimos hablando. Necesito dormir.

Ves su sonrisa. Una sonrisa cómplice.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Bajas las escaleras y encuentras el sofá. Es cómodo. Las mantas permiten que te calientes con facilidad. Vas perdiendo la noción del tiempo. No necesitas nada más. Tal vez una nana, una canción que te ayude a dormir. Recuerdas Lullaby de The Cure. El ritmo pausado de la canción te va arropando. Sin darte cuenta tus primeros sueños se van llenando de telarañas y de soldaditos de plomo que tocan instrumentos polvorientos.

Pasa la noche.

Te despiertas. Te hubiera gustado levantarte con ese olor a café y tostadas que siempre saca de la cama a los protagonistas de las películas. Pero te levantas solo y en un sofá. No escuchas nada. Las habitaciones de Alberto y Salva están vacías. La tercera, un cuarto de niño, también. Todas las camas están sin hacer.

Una de las puertas de la cocina, la que da a la sala donde te desnudaron, está abierta. Te acercas. Allí están los dos, luchando. Por lo que parece es Salvador quien se defiende sin armas de los ataques anárquicos de Alberto. Esquiva un zarpazo, un intento de mordisco. En ningún momento contraataca. Solo lo mantiene alejado. Le golpea en el estómago, en las rodillas. Alberto cae al suelo.

—Buenos días.

Salvador está ayudando a levantarse a su compañero. Les sorprende tu presencia. Te miran. Es el de la barba pelirroja el que te habla.

—¿Quieres jugar?

—No, gracias. Aún no estoy lo suficientemente despierto.

—Como quieras. Ahora comeremos algo. Luego iremos a por los cuerpos.

Desayunáis algunas naranjas. Habías olvidado su sabor, el tacto, las manos sucias del líquido que soltaban. Ayer viste unos árboles junto a la casa, supones que las habrán cogido de allí. En aquel momento no te fijaste, podrían haber sido peras, almendras, manzanas o cualquier otra cosa.

Alberto está más relajado. Ves sus arrugas. Debe tener cuarenta o cincuenta años. No habla. Pela la fruta con calma, deteniéndose en cada uno de los pasos del proceso. Sin prisas.

Durante el desayuno conversáis sobre el barrio. Los tres vivíais allí. Todos tenéis historias que contar. Dosificas las tuyas. No eres un buen narrador y no quieres volverte demasiado pesado. Alberto está más cómodo a tu lado. En algunos momentos sonríe. Se interesan por ti. Les cuentas tus últimas semanas, tu deambular por las calles del centro buscando supervivientes. Te escuchan. Dices las palabras justas, cuentas las anécdotas necesarias. No te gusta hablar.

—Bien, volvamos a las vías. Tenemos trabajo que hacer.

Os levantáis después de la orden de Alberto. Trabajáis otra vez en equipo. Primero caváis durante varias horas. La tierra se cuela en tus botas, te ensucia las manos. Tienes frío y te empiezan a doler los brazos. Paráis unos minutos. Te dan unos guantes, una mascarilla de papel y empezáis a coger los cuerpos. Tardáis un buen rato, no sabes cuánto, en llenar la fosa. Ves como Salvador echa sobre los cuerpos un polvo que quema tus fosas nasales. Sin perder un minuto cubrís los cuerpos con tierra. Te vuelves a fijar en Salvador, en su cara afeitada. Te sigue sorprendiendo que se preocupe tanto por su aspecto.

—¿Te quedan más cuchillas?

—¿De afeitar?

—Sí.

—¿Quieres?

—Por ahora no, me siento cómodo con la barba.

Volvéis los tres a la casa. Descansas durante unas horas. Te habías acostumbrado a dejar pasar el tiempo sin hacer nada y te molesta tanto ajetreo. Salvador y Alberto limpian sus armas y preparan las herramientas para trabajar en el campo. Llevan un listado de los víveres, se preocupan por el futuro. Para ti esta guerra era el ahora, el instante que estabas viviendo, nunca te planteaste ir más allá.

Salvador te llama desde el terrado.

—¡Roberto, ven aquí!

Subes despacio. Tienes casi todos los músculos del cuerpo doloridos por el esfuerzo de esta mañana. Tu compañero está entre los bidones que viste ayer por la noche.

—Mira.

Te señala los depósitos.

—Esto lo vi en un documental. Lo hacían los palestinos, porque nunca sabían cuando les iban a cortar el suministro.

Diez, tal vez doce depósitos de agua en el tejado de la casa. Todos tienen la parte de arriba abierta. En algunos casos está serrada, en otros simplemente han tenido que quitar una tapa. Miras al cielo, las nubes están llegando poco a poco a tu ciudad, a tu barrio. Salvador sonríe, sabe que ha acertado, sabe que un acierto así es una gran victoria.

Andas a través de ese laberinto de plástico, metal y agua. Agua. Un hogar. Te asomas al muro que pone fin al tejado y miras los campos de alrededor. Tierra seca, árboles quemados, caminos impracticables y un pequeño terreno cultivado. Un oasis en mitad del desierto. Un oasis que controlar y manipular a tu antojo. Una pequeña porción de vida.

—Tenéis mucha suerte con ese campo.

—Sí, hemos trabajado en él desde el primer día.

—Yo no hubiera sabido qué hacer.

No mientes. No hubieras tenido ni idea. No sabes sembrar, cuándo hacerlo, cómo cuidar la tierra. Vives entre cemento y metal, te has criado en ese mundo y todos tus conocimientos sirven para que siga funcionando.

La ciudad.

Te giras y la ves a unos centenares de metros. Las últimas fincas. A partir de allí empiezan a surgir los campos y antiguas casas como la vuestra. Residuos del pasado. Quinientos metros te separan de tu realidad, de las calles que conociste, de las costumbres en las que te criaste.

Escuchas el silencio. Estás en el campo. No hay motores, ni teléfonos, ni gritos. No hay nada, no hay ciudad. Tu ciudad. Eres como un trozo de cemento visitando por obligación a unos parientes lejanos que viven en el pueblecito de tus padres. Las nubes van cubriendo el cielo. Las nubes, el agua.

—¿A parte de esta tenéis más en algún lado?

Vuelves a ver la sonrisa de Salvador.

—Claro ¿por qué crees que vinimos aquí?

Bajáis al primer piso. No escuchas a Alberto por ninguna parte. Debe de estar en el campo, trabajando. Salvador mueve la mesa de la cocina y aparta una alfombra. Te sorprende no haberte fijado en ella antes. Normalmente nadie usaba las alfombras en la cocina. Nada es ahora normal.

Debajo de la alfombra hay una trampilla y tras ella, unas escaleras. Bajáis. Hay dos o tres metros de descenso casi sin luz. Los peldaños son irregulares. Te vas poniendo nervioso. Frente a ti aparece una sala pequeña con un pozo en el centro. ¡Un pozo! «Chicos listos, chicos muy listos». ¿Cuál es el proceso básico en cualquier juego de estrategia? «Primero asegurar los recursos, después fortificar la zona y al final conseguir el ejército necesario para destruir al enemigo». Daba igual que estuvieras jugando al Warcraft, al StarCraft, al Heroes o al Age of the empires. El proceso siempre era el mismo.

—¿Cómo sabíais que estaba aquí?

—Esta era la casa del tío de un amigo. De pequeño solía venir a jugar.

Conocer el terreno, saber dónde esconderse, dónde conseguir recursos. Una de las claves en cualquier guerra. Supervivencia. Disponer de agua es una de las grandes victorias. Agua. Vida.

Salís de la habitación y dejáis todo en su sitio. Unos minutos después llega Alberto con el rifle en la espalda y su maza en la mano. Viste con la ropa del primer día. Protección. Lleva la cara cubierta con su pasamontañas. Debe de haber hecho un pequeño rastreo en la zona.

—Sigue sin haber movimiento.

—¿Nada?

—Nada.

¿Dónde está la gente? Muchos murieron, la mayoría se convirtieron en muertos. Aquí sois tres, grupos como el vuestro tiene que haber en otras partes de la ciudad. Eso es lo que esperas.

—¿Cuánto tiempo lleváis sin encontrar supervivientes?

—Hasta que llegaste tú mucho.

—¿Mucho?

—Sí, dos o tres semanas. Cada vez es más difícil ver a alguien vivo en el barrio.

El barrio, su barrio, vuestro barrio. Salvador y Alberto no han querido salir de aquí. Estas calles les han protegido durante todos estos meses. Tú te escondiste en varios sitios. Te refugiaste en habitaciones desconocidas hasta que peligraba tu seguridad. Luego te marchabas de allí con lo puesto. Vagabundeabas durante días hasta que volvías a encontrar un nuevo piso, un nuevo refugio. Alberto os habla a los dos.

—Hoy descansaremos los tres. Mañana tenemos trabajo.

Tenemos. Los tres. Tú también. Perfecto. Eres parte del grupo, eres uno más. Piensas pasar la tarde descansando. Descansando de todo, de la soledad, del miedo, de la desesperación. Has pasado tanto tiempo sobreviviendo como un animal en un vertedero que necesitas llegar a casa, quitarte los zapatos, acariciar a tu perro, darle un beso a tu mujer, ponerte las sandalias, sentarte en tu sillón frente a la tele y ponerte a jugar al Metal Gear Solid. Al uno, al primero. Necesitas ser un tópico, necesitas saber que el mundo tiene otras reglas. Eso es lo que necesitas.

Eso y un cigarro.