CUANDO EL COCHE se puso en marcha, Anastasio ya no era el mismo que cuando penetró en el pueblo. Pidió a Anselmo que le sirviera una nueva cerveza y hundió los ojos en el vaso, como si allí, en el breve recinto de la espuma, se encontrara la solución de los mil problemas que le atormentaban. ¡Qué duros, qué tenaces eran sus recuerdos! Hacía tiempo que Anastasio los creía relegados. Eran como objetos viejos, como joyas inservibles trasladadas al desván de su memoria. Los sabía allí, pero procuraba no entrar nunca en contacto con ellos, se esforzaba por no penetrar en el oscuro y entrañable recinto donde los había desterrado. No siempre fue así.
Cuando huyó precipitadamente de Madrid, la incertidumbre de si había hecho bien o mal le atormentó mucho tiempo mordiendo insistentemente su conciencia, pero logró superar esta desazón. El entusiasmo que puso en su trabajo, el tesón con que inició una nueva vida, la alegría de ver al fin a su madre contenta, llenaron plenamente los meses y los años más difíciles. Volcó sobre su madre toda la devoción y la ternura de que era capaz…
Más tarde, cuando ascendió por segunda vez, su madre quiso casarle con una muchacha del pueblo adonde le destinaron. Era rica, era virtuosa, era guapa. Las relaciones duraron dos meses. Anastasio no la podía soportar. Un tedio de muerte, un increíble desprecio hacia la pobre muchacha, una irritación constante por todo cuanto hacía o decía, fueron el balance de la prueba. Y volvió entonces a atormentarle, avivado por la nostalgia, el lejano, turbador recuerdo de aquella Celia de su adolescencia y su juventud.
Cuando su madre murió, Anastasio buscó en el trabajo, en el estudio, en la ampliación de sus conocimientos jurídicos y profesionales, remedio para su dolor y su soledad. Comenzó a escribir en las revistas del Cuerpo, a enviar comunicaciones, fruto de sus experiencias e iniciativas, a sus superiores. Pronunció unas conferencias, fue consultado para la reforma del Reglamento de Presidios y Prisiones, redactó una ponencia en una reunión internacional de Derecho Penitenciario Comparado, y fue designado miembro —designación que le colmó dc orgullo— del Patronato de la Merced. No era usual que el Patronato llamara a su seno a un técnico, a un funcionario. Aparte de los que eran miembros en relación con su cargo, lo:; designados libremente por el Ministro de justicia eran grandes abogados, catedráticos o criminalistas famosos. De aquí que Anastasio considerara como un verdadero triunfo el nombramiento que tanto le honraba. ¿Qué representaba Celia en todo esto? ¿Qué cabida tenía en sus ocupaciones, en su diario quehacer, en la devoción a «esa carrera horrible que has escogido», como le dijo un día? No. Ya no la quería, si es que la había querido alguna vez. Sólo quería, seguía queriendo, en esto no se podía engañar, un viejo recuerdo. Un viejo recuerdo en el que Celia era un ingrediente tan sólo, el más importante quizá, pero sólo un ingrediente más de todo un mundo lleno de evocaciones y de nostalgias. No había, pues, por qué volver a pensar en ella. El impacto producido en su ánimo por la presencia de aquel joven y adorable torbellino humano, de aquella sobrina que tanto se parecía a ella, y más que nada la inquietud nacida en su corazón al saber que Celia estaba a media hora de camino del pueblo, desaparecerían pronto. Esta desazón, este violento renacer de los recuerdos, este extraño saber y no saber qué decisión tomar, se borrarían pronto de su ánimo. Se acostumbraría a la idea de la proximidad de Celia y su vida seguiría un curso sosegado apenas se apaciguaran los torpes vientos de las recientes impresiones recibidas.
Anastasio se decía esto, se hacía estas consideraciones, engañándose a sí mismo, pues apenas pasó ante él uno de los coches del Penal y el mecánico le preguntó si deseaba algo, el director subió al vehículo y, sin detenerse a meditarlo, ordenó:
—Llévame a Las Mirillas. ¡A la finca de Las Mirillas!
¿Por qué había hecho esto cuando su decisión era otra? Pero, apenas el coche se puso en marcha, ya no hubo lugar a considerar las contradicciones de su carácter, las mutaciones constantes de su espíritu. El paisaje que se iba abriendo ante sus ojos era un anticipo de la presencia de Celia. Le hablaban de ella, se presentaban como sus heraldos.
¡Celia! ¡Celia!
La tierra estaba recién segada; en unos lugares habían metido al ganado para que aprovechara el parco residuo de la recolección como pasto. En otros, quemaban los rastrojos para que abonaran la tierra. Las llamas, a la luz del sol, no se veían. Eran como breves temblores blancos que agitaban el aire.
¡Celia!
En el horizonte, sobre una colina amarilla, pardeaban unas encinas. Así, de lejos, moteada la tierra por las manchas redondas del encinar, el montículo parecía el lomo de un leopardo dispuesto a dormir.
—Allá, detrás de esa elevación —dijo el mecánico—, está la Quebrada de Las Mirillas…
Anastasio se movió inquieto en su asiento.
¡Celia!…
Miró hacia atrás. A través de la ventanilla posterior, una inmensa polvareda levantada por el coche cubría todo el horizonte visual. Delante, en cambio, el cielo era claro, puro, transparente.
¡Celia, Celia, Celia!…
Unas perdices se espantaron ante el coche y patalearon fugitivas a pasitos cortos y rápidos, batiendo las alas sin decidirse a alzar el vuelo. Tras ellas correteaban —bolillas oscuras— los perdigones.
—¡Mire!… —le dijo el mecánico—. ¡Un gavilán!
El ave giraba lenta y alta, en círculos concéntricos, ilustrando sobre el azul un texto de celeste geometría. Al avanzar el coche lo perdieron de vista.
La recta acababa, el coche tomó una curva, bruscamente.
—Vaya más despacio, no hay prisa…
La carretera ascendía ahora por una pendiente suave. Dobló una curva más y el mecánico comentó:
—Ésta es la Quebrada de Las Mirillas.
—¡Pare! ¡Pare usted, por favor!
Anastasio descendió del coche. El paisaje antiguo se derrumbaba allí mismo, como si fuera un trozo de costa que se precipitara bruscamente hasta el mar. Y en su lugar, otro paisaje nacía. Los pinos y los abetos, invisibles pocos metros antes, se apretaban ahora unos contra otros y crecían desordenadamente por la pendiente; pero ésta era tan grande que no llegaban a ocultar el paisaje. Una inmensa llanada, un escalón más bajo de la meseta, se extendía desde allí hasta el horizonte; y la línea quebrada, brevemente encrespada del fondo, indicaba que, tras aquellas lomas, un nuevo escalón de la meseta, más bajo aún, se extendía.
—¿Ve usted esa mancha de pinos? —le dijo el conductor—. ¿Ve usted esa torrecilla blanca? ¡Ésa es la finca de Las Mirillas!
Anastasio encendió lentamente un cigarro.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las cinco y media van a dar…
¡Las cinco y media ya! Anastasio no podía comprender cómo habían resbalado las horas sobre él desde el momento en que la furgoneta con los familiares de Celia abandonó el pueblo. Habíase olvidado de almorzar. Ni siquiera la comezón del hambre había sentido.
Los rayos del sol, que doblaba ya su itinerario hacia poniente, caían oblicuos sobre los pinos duplicando su espesor. Porque cada mancha de un árbol sobre el paisaje se desdoblaba en otras más: la sombra torturada que desde el tronco se proyectaba alargándose, ciñéndose a las sinuosidades del terreno o trepando sobre las copas de los otros pinos. ¡Las cinco y media ya! ¿Qué haría Celia ahora? Cuando él llegara, ¿cómo le recibiría? ¿Cuáles serían las primeras palabras que se cruzarían? Celia estaría muy cambiada sin duda. Quizá no podría reconocerla. ¡Quién sabe si ella misma no le reconocería ya! Su pequeña sobrina estaba sin duda mucho más cerca del recuerdo que Anastasio conservaba de Celia que Celia misma.
Anastasio permaneció silencioso. Después mordisqueó el cigarro, lo tiró al suelo y lo apagó cuidadosamente con el pie, antes de subir al coche de nuevo.
—¡Vamos! —dijo.
El coche reanudó la marcha, despacio, por la pendiente. Pero no había andado cien metros cuando lo mandó detener.
—¿Qué hora me dijo usted que era?
—Las cinco y media.
—¡Dé usted la vuelta! —ordenó Anastasio—. Es muy tarde ya…
El mecánico le miró extrañado a través del retrovisor. Anastasio se hundió en su asiento. El vehículo realizó en tres tiempos la difícil maniobra de girar en tan corto espacio de terreno e inició el viaje de regreso hacia el Penal.
¡Era tarde, era muy tarde ya para volver a empezar!
Catorce años antes se había hecho un propósito firmísimo que no tenía por qué romper. Se había marcado un camino que no tenía por qué desandar. ¡Era tarde, era muy tarde ya para volver a empezar!
Concluida la maniobra, el automóvil inició el camino de regreso. Media hora más tarde, aparecieron en la lejanía las casas del pueblo. Una leve gasa de neblina se extendía como un vaho de vida sobre el apretado caserío. A medida que se acercaba al pueblo, los baches del carril, producidos por los carros, la sequía y la desidia —pequeños cráteres abiertos en la carretera, embudos en que se hundían las ruedas— sacudían el coche con un infernal traqueteo que las ballestas no eran capaces de amortiguar. Una furgoneta quiso pasarles y les avisaba con la potente bocina que le cediera paso.
—¡Échese más a la cuneta! —dijo Anastasio al conductor mientras el otro vehículo les adelantaba.
La carretera era muy estrecha y Anastasio no estaba muy familiarizado con sus riesgos.
—Nos hacen señas de que paremos —dijo el conductor, apenas el vehículo les hubo adelantado.
Y así era.
El mecánico del otro coche, con todo el brazo fuera de la ventanilla, bajaba la mano como el ala de un pájaro al volar.
—¡Esa chica, esa chica! ¡Se va matar!
Era la pequeña Celia, medio cuerpo fuera de la portezuela, agitando los dos brazos al aire para que se detuvieran.
Los dos coches fueron perdiendo lentamente velocidad. La niña bajó corriendo del suyo y se acercó al del Penal. Anastasio la vio llegar, a través de la nube de polvo que los envolvía.
—Pero ¿dónde vas tú por aquí? —le preguntó el director.
—¡Eso digo yo! —contestó la niña, después de restregarse los ojos para limpiarse el polvo que la cegaba—. ¿Dónde vas tú? ¡Yo iba al Penal!
La pequeña Celia apenas podía hablar a causa de la carrera en pelo entre un coche y otro coche. Estaba monísima con su trajecito nuevo, de organdí blanco, cerrado hasta el cuello, y un sombrerito de paja puesto en la nuca.
—¡Ya sé dónde ibas! —le dijo Anastasio—. A la finca de tu amigo. El que hoy es su santo…
—¡Ni hablar! —dijo Celia—. La finca esa está al lado de la nuestra. Por allá. —Y señaló hacia levante—. ¡Yo iba al Penal, palabra!
Anastasio la miraba con desconfianza.
—Pero es rarísimo —continuó la pequeña— que tú vengas de ese lado. —Se mordió el labio inferior y miró hacia el cielo a la caza de una idea. Su cara se iluminó de pronto—. ¡Ya lo comprendo! —dijo—. Se te ha escapado un preso y lo buscabas en la Quebrada de Las Mirillas. ¡Seguro que es eso!
Anastasio no dijo ni que sí ni que no. Era ella la que tenía que explicarse.
—En las Quebradas hay muchísimas cuevas —continuó Celia, con tono de infinito misterio— y ahí se esconden que da gusto… Una vez…
Anastasio cruzó los brazos sobre el pecho y la interrumpió:
—Y tú venías al Penal… a contarme que habías visto un preso que se escondía en las grutas, ¿no?
—¡No! —contestó Celia. Y moviendo tristemente la cabeza, añadió—: ¡Qué pena que no te haya encontrado en el Penal!
Anastasio enarcó las cejas, interrogador.
—Yo quería ver a los hombres atados, con los hierros… —Arrugó la naricilla y frunció el ceño con gesto de espanto—. Y las rejas esas por donde lloran… y las galerías oscuras, sin luz ninguna, completamente negras…, donde no se ve nada…, como una sombra larga… y… —Celia miró hacia el cielo otra vez, en busca de más inspiración. Su capacidad enumerativa, como un pozo del que se ha extraído mucha agua, amenazaba secarse—. Y… ¡Oye! ¿Qué más cosas hay en el Penal?
—¡Tigres! —contestó Anastasio.
—¿Tigres? —Pero en seguida recapacitó—. ¡Eso es cuento! ¡No lo creo!
—¿No lo crees? Sube a mi coche y te llevo al Penal y te enseño todo lo que hay dentro.
Los ojos de la pequeña brillaron de entusiasmo.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo —respondió el director, a quien le divertía la idea de hacer de cicerone del Penal al servicio de aquel volcán de fantasía en permanente erupción.
Celia abatió los brazos desolada.
—¡No puede ser! Tenemos que ir a la finca…
—¿Cómo vas a tener que ir a la finca si acabas de decirme que venías hacia el Penal?
—¡Claro! —respondió la pequeña—. Pero es que yo iba al Penal a invitarte a venir a la finca… para merendar.
—¡Qué disparate más grande! Yo no puedo… tengo que trabajar… Además —Anastasio clavó sus ojos en la pequeña con desconfianza—, ¿quién te ha dado a ti permiso para que me invites?
La pequeña Celia le miró con un gesto que estuvo a punto de fundir como blanda cera todos los propósitos de resistencia que Anastasio se forjó en su interior. Porque la chiquilla dibujó en su cara un gesto igual, ¡igual!, al que Celia hubiera puesto en semejante ocasión. Le miró muy fijamente forzando la serenidad de su rostro, pero sin poder ocultar un puntillo de guasa en su sonrisa. Y contestó a la pregunta que se le formulaba:
—Nadie me ha dado permiso… Es la tía Celia quien te invita…
Anastasio la miró de hito en hito sin decir nada.
La pequeña le sonreía.
—Tía Celia es guapísima, ¿sabes? Es más guapa que mamá… ¡Con eso está dicho todo!
—Y batió los dedos de su mano derecha y frunció los labios en un «uf» que no llegó a pronunciar, pero que demostraba su admiración ilimitada hacia su tía.
—Anda…, ¡ven! —Y sin más preámbulos le tomó de una mano pretendiendo arrastrarle hacia la furgoneta. Anastasio se resistió y apenas había andado unos pasos tirado por Celia, cuando se detuvo.
—No, no. Yo no puedo ir…
Celia se echó a reír y le agarró con las dos manos tirando fuertemente de él.
—Anda, ven… ¿No ves que hay chocolate con nata?
Todo el mundo de su infancia le cercaba ahora y disparaba contra él, desde tan lejanas atalayas, sus dardos más crueles.
—Tía Celia me repitió que tenía que decirte muy claro que te iba a preparar chocolate con nata. Pero que no me olvidara «porque si no, no venías».
Anastasio sonrió.
—¿Te dijo eso? ¿De verdad te dijo eso?…
Celia seguía tirando de él con todas sus fuerzas.
—Te gusta mucho el chocolate con nata, ¿verdad? ¡A mí también!
Anastasio se soltó de sus manos.
—Escúchame, pequeña… Ya te he dicho que no puedo ir.
La chiquilla pegó con rabia dos patadas en el suelo.
—Pero ¿porqué? ¡Eso es una tontería! ¿Porqué?
—No lo entenderías…
La pequeña se abalanzó de nuevo hacia él para agarrarle la mano, pero Anastasio retrocedió y las manitas de Celia quedaron en el aire como si hubiera pretendido aprehender humo o un globo de colores que se hubiese escapado.
—No puedo… Compréndelo… Tengo mucho que trabajar.
La niña se había puesto repentinamente seria. Había bajado las manos dejándolas caer a lo largo del cuerpo. Tenía la cabeza un poco ladeada y le miraba de abajo arriba con los ojos muy abiertos y sorprendidos.
—Entonces… ¿No… vas… a… venir?
—¡Claro que no! ¡Ya te he dicho que tengo que trabajar! ¡Hoy no es domingo!
Lo dijo muy irritado, como si le hubiese insultado alguien o una catástrofe inminente fuera a producirse por un descuido de un subordinado suyo.
Celia le miraba con ojos incrédulos.
—Me estás engañando, ¿verdad? —preguntó temerosa. Y añadió ilusionada—: ¿Verdad que lo estás diciendo en broma?
Anastasio la miró detenidamente. ¡Qué perfección de facciones la de la chica! Antes, en casa de Anselmo, la había visto reír y bromear. Era un encanto de chiquilla. Pero ahora, así, con esa gran seriedad en el rostro, Anastasio le veía bellísima. Celia sonrió.
—¿Verdad que era una broma eso de que no ibas a venir?
Anastasio se irritó. ¿Por qué iba a ser una broma que tuviera que trabajar? ¿Es que acaso los zánganos con fincas ignoraban que la gente tenía trabajos que realizar, obligaciones que atender, responsabilidades que cumplir? ¿Tanto les extrañaba eso? ¿Y quién había autorizado a nadie a disponer libremente de sus horas, de su tiempo, de su voluntad? Pero ¿cómo iba a decir eso a esta criatura? ¿Cómo iba ella a entenderlo, si no había visto en toda su vida trabajar a nadie? Aquello era un atraco sencillamente. Un chantaje.
Anastasio movió lenta, firmemente, la cabeza, negándose.
Celita no había parpadeado una sola vez en todo ese tiempo. Tenía los ojos clavados en él, muy abiertos, esperando su respuesta. Y ahora, sin dejar de mirarle, sin mover el rostro, dos gruesos lagrimones los velaron y se desbordaron por sus mejillas. Sin embargo, no se movía delante de Anastasio y éste no sabía qué hacer, ni qué decir, ni qué decisión tomar. ¿Qué se hace cuando en medio del campo, ante la vista incómoda de dos mecánicos que lo observan todo desde lejos, una niña se echa a llorar y se queda plantada delante de uno, en el centro mismo de la carretera y bajo un sol de justicia?
Y una voz, su propia voz, surgió impetuosa de su pasado y oyó el eco, el sonido de su garganta con el temblor y la emoción de entonces.
«—¡Te lo suplico, Celia! ¡No llores delante de mí! ¡No lo puedo resistir!… Me dan ganas de abrazarte, de besarte, de tomarte en mis brazos y de llorar yo también. No lo puedo evitar.
»—¿Por qué no lo haces?
»—No me tientes, Celia, no me tientes».
—¿Por qué no lo haces?
»—Eres una coqueta, una chiquilla estúpida; eso es lo que eres…».
Anastasio, movido de una súbita ternura, se inclinó hacia la pequeña y la besó en la cara, como si besara también su propio recuerdo. Celita se dejó besar. Cuando Anastasio se retiró, bajó los grandes ojos hacia el suelo. Dudó un momento.
—¡Adiós…! —dijo al fin.
Anastasio la vio partir, desolado. Se dirigió hacia el coche de la pequeña, que ya estaba subida en el interior, y se aceros a la ventanilla.
—Celia…, yo no quiero que estés enfadada conmigo. Te propongo una cosa. Sube a mi coche y nos vamos a visitar el Penal. Después, mi chofer te llevará a casa.
—Es que yo tengo que ir a la finca de al lado. Tengo una fiesta —contestó la pequeña secamente.
—Estupendo… Mi coche te llevará a la finca de al lado…
—Pero tú ¿por qué no quieres venir? —insistió con femenina tozudez.
Y sin que Anastasio le respondiera, comentó con los ojos llenos de lágrimas:
—Cuando me metí en el coche, tía Celia me dijo: «No creo que venga». Y yo le aseguré que sí, porque quien te lo iba a pedir era yo y que a mí tú no me dirías que no. Entonces ella se rió. Y me preguntó que por qué estaba tan segura. Y yo le dije que me habías mirado muy desde dentro. Y que yo había creído que tú tenías una niña igual que yo, que se había muerto. Entonces ella se rió mucho, pero no creía que vinieras. Y dijo: «Le conozco muy bien». Y entonces yo dije una cosa que al abuelito le hizo tanta gracia que se atragantó de tanto reírse, y le tuvieron que dar golpes en la espalda.
Y al recordarlo, Celita reía y lloraba a la vez.
—¿Y qué es lo que dijiste tú?
—Me da un poco de vergüenza porque ahora veo que era mentira.
—Cuéntame. ¿Qué le dijiste?
—Les dije que una persona… Bueno, no dije «persona», dije que una «mujer» sabe siempre cuando la miran sí le van a decir que no o que sí a lo que pida. Y que cuando yo te pedí la escopeta de aire comprimido, que ya sabía que me ibas a decir que sí. Y que por eso también sabía que harías lo que yo te pidiera.
Anastasio estaba perplejo.
—Pero… ¡esto es el colmo! ¿Cómo te he mirado yo a ti, si puede saberse?
—¡Da igual! ¡Ahora veo que era mentira!…
Anastasio no salía de su asombro.
¡Demonio de chica! ¡Y qué cosas se le ocurrían a la mocosa!
No fue Anastasio quien respondió. Fue una de sus voces interiores que se disparó antes de que pudiera contenerla.
—No, Celia, no era mentira. Tienes razón. Si tú me pides que vaya al fin del mundo, voy contigo al fin del mundo.
Celia abrió mucho los ojos y le miró ilusionada.
—¿Y si te pido que vengas a Las Mirillas?
—¡También!
La pequeña, a través de la ventanilla, se le colgó del cuello y le apretó con todas sus fuerzas.
—Ahora ya no te escapas. Ya no te suelto —gritaba alborozada.
—¡Demonio de niña! Mira, me has metido el pelo en los ojos y me has sacado las lágrimas. Anda…, suéltame…
Celia le soltó. Abrió la portezuela y tiró de él hacia el interior. El coche se deslizó lentamente sobre el carril. Dio marcha atrás e hizo la maniobra, hasta ponerse de morros hacia levante.
—Tía Celia es guapísima, ¿sabes? Es guapísima. Y es mi madrina.
Y empezó a charlar por los codos, saltando en el asiento y palmoteando entusiasmada mientras la furgoneta rebasaba al mecánico de Anastasio y lo dejaba atrás. Aquél miraba y remiraba, sin salir de su estupor, la nube de polvo que se alejaba carretera adelante. Se rascó la coronilla y se puso a considerar que era el único testigo del rapto de su director.
El atardecer teñía la tarde con una luz nueva que cambiaba milagrosamente los colores de las cosas, transformándolas. Las lomas, antes amarillas, se veían inflamadas de malva y rojo. La línea encrespada del horizonte había cambiado el pardo de sus contornos por una tenue gasa violeta y azul. Anastasio lo veía todo como si asistiera al espectáculo —inédito para el hombre— de la Creación. En la Quebrada de Las Mirillas las sombras de los troncos cortaban la carretera, como grandes barrotes de una celda sin paredes. Y entre las barras de sombras, la luz del poniente pulverizaba y doraba el vuelo de las libélulas y de los pequeños insectos. Anastasio se veía prisionero de su destino y besó la mano de su joven carcelera, estrechándola después fuertemente entre sus manos. La pequeña necesitaba la mano libre para gesticular y quiso liberarse. Sus dedos se escabullían. Toda ella palpitaba en la mano de Anastasio como un pájaro pequeño. Pero el director no la soltó. No podía soltarla. El coche doblaba ahora una bifurcación y penetraba en la finca de Las Mirillas…
A la entrada de la propiedad, los pinos se entremezclaban con los castaños de hojas grandes y carnosas, los sauces despeinados y el verde y plata de los eucaliptos. Sobre ellos, persiguiendo los últimos rayos del sol, trenzaban y destrenzaban su vuelo los pájaros altísimos.
La gravilla del camino de entrada producía un extraño rumor bajo las gomas de la furgoneta. Pequeñas piedras saltaban disparadas contra la carrocería.
Pero Anastasio no las oía. Oía tan sólo sus voces interiores y el latir gozoso y apresurado de su corazón.