ANASTASIO FERNÁNDEZ recorría lentamente los tres centenares de metros que separaban el pueblo del Penal. Las gentes con las que se cruzaba le saludaban con respeto. Anastasio era el más joven de todos los directores que había tenido el establecimiento. Pero algo había en su porte —los hombros anchos y algo caídos, la cabeza inclinada, como si quisiera pasar inadvertido— que le daba, por contraste y sin él pretenderlo, cierto empaque de hombre avisado y maduro. Su cabeza era firme y fuerte, su frente ancha y sus ojos, grandes y serenos, alumbrados de una gran bondad.
Le gustaba pasear por las mañanas antes de que el sol clavara sus lanzas con la severidad del mediodía. A esas horas los rayos son todavía piadosos y las sombras de los opacos árboles y de los muros conservan el frescos del amanecer.
Anastasio paseaba despacio. Se detenía absorto ante el intersticio de dos piedras —breve grieta en la calzada— por donde una lagartija se había precipitado fugitiva o golpeaba con la punta del bastón una piedrecilla, siguiendo después con la mirada su fugaz itinerario. Toda su atención parecía prendida en los sucesos menudos que surgían a su paso: dos pájaros que se persiguen, un abejorro que cruza como un bólido el espacio, una florecilla silvestre que ayer no estaba… Pero su pensamiento era muy otro: Enrique.
La intolerable actitud de Enrique el día de su entrevista correspondía claramente a lo que Anastasio llamaba «complejo penal», tema sobre el que había escrito más de un ensayo publicado en las revistas profesionales. Los complejos de los penados son tan fáciles de reconocer como los de los niños. Tan pronto se humillan exponiéndose a las mayores bajezas, como se encastillan en «una soberbia de cuerpo», un «orgullo de penados» tan absurdos como paradójicos. Y Enrique estaba entre los que se habían fabricado un «código moral» de recluso, un «decálogo del presidiario» para su uso particular.
Pero el hecho de «comprender» la reacción de Enrique no era suficiente para consolarle. ¡Él hubiera querido llevar a Enrique un mensaje de aliento, un poco de calor de amistad!
No era ésta la primera vez que premiaban su desinterés con un portazo a su buena fe. «¡Está bien! ¡Está bien!». ¿Enrique no quería verle? ¡No se verían más! ¿Enrique quería que olvidara que estaba allí? «¡De acuerdo! ¡De acuerdo en todo! Procuraría olvidarlo…».
El director del Penal golpeó con fuerza una piedrecilla del camino con la punta del pie. La piedrecilla salió disparada, rebotó sobre el asfalto de la carretera y fue a esconderse bajo las ruedas de una furgoneta estacionada junto a la tienda de Anselmo. Y Anastasio procuró distraerse con el pensamiento de este estupendo ejemplar humano que Anselmo era, del poso de amargura que la visita de Enrique había dejado en su ánimo. ¡Qué buen negociante este Anselmo! Había convertido un tenducho infecto que tenía frente al surtidor de gasolina en un almacén por todo lo alto, a todas vistas desproporcionado con la capacidad adquisitiva del pueblo. Vendía de todo: desde cartuchos y perdigones hasta aguas de colonia caras y objetos de tocador; desde galletas y comestibles hasta raquetas de tenis y libros o aperos cíe labranza. Y es que había puesto sus miras, más que en la clientela fija del pueblo, en las grandes fincas cuyos carriles y carreteras de tercer orden confluían en el pueblo. En el verano y en las temporadas de caza el tráfico de las fincas con Madrid era incesante. Y no era raro que los señores enviaran sus coches hasta la capital a comprar lo que necesitaban. Anselmo tuvo la audacia, que muchos consideraron ruinosa, de abastecerse de todo cuanto aquellos señores pudieran necesitar y servírselo a las puertas mismas de sus fincas.
«Como en el campo se aburren —comentaba a veces— vienen hasta aquí, por distraerse. Por eso les puse un bar al gusto de Madrid. Después entran en el almacén y compran hasta lo que no necesitan».
Anastasio no pudo menos de sonreír y recordar estas palabras del lince de Anselmo, al ver a una señora seguida de un mecánico de uniforme, ocultos ambos por montañas de paquetes, y trasladando del almacén al coche sus compras voluminosas. Detrás de ellas, un caballero sesentón de pelo blanco y cara tostada, de aspecto deportivo y vestido inequívocamente de «dueño de finca grande en la proximidad» dirigía, sin cargar un solo bulto, la colocación de los paquetes en la furgoneta. Cuando la que parecía su mujer y el mecánico hubieron concluido, el caballero se llevó una mano a la frente, se declaró agotado por el esfuerzo que suponía su labor directiva, y decidió que aquel trabajo intensivo bien merecía el premio de una cerveza. Invitó a su mecánico a refrescarse y se dirigieron los tres hacia el bar.
Riendo para sus adentros, Anastasio se acercó al almacén. Quería felicitar a Anselmo por lo bien que se le estaba dando la mañana. Atravesó la cortinilla de flecos metálicos que cierra la entrada a las moscas y penetró en la tienda. Estaba medio en penumbra, y era tal el contraste con la luz del exterior, que al primer momento tuvo que guiarse más por las voces que por la vista. Anselmo, tras el mostrador, estaba de animado charloteo con una chiquilla de pocos años, a la que Anastasio situó en seguida, por su vestido, como del grupo de los forasteros.
—¡Qué cosas tiene esta chica! —reía Anselmo. Y al ver entrar a Anastasio, le señaló con un dedo y dijo a la niña:
—¿Ves este señor? Pues es el dueño de esa cárcel grande que está a la salida del pueblo…
A la chiquilla pareció impresionarle mucho lo que acababa de oír, pues dejó de reírse y se quedó mirando a Anastasio con tanta curiosidad como descaro.
—¡Hola! —le dijo Anastasio cortésmente. Pero la chiquilla no le contestó. Se apoyaba tan pronto en un pie, tan pronto en otro, y varias veces entreabrió los labios como para decir algo, sin atreverse.
—¿Y… a los presidiarios les pegáis muy fuerte? —preguntó de pronto.
Anastasio se echó a reír.
—¡Qué disparate! ¡Está prohibido! —replicó.
La niña le miró con desconfianza.
—¡No me fío nada! —contestó.
La pequeña era preciosa. Tan bonita como descarada. Llevaba unos pantalones largos de vaquero americano, muy ceñidos a las piernas, y una blusa sin mangas, que le dejaba los hombros al aire, y abotonada hasta el cuello. La piel de los brazos y la cara estaba bronceada por el sol del verano y sus ojos eran vivos, grandes y granujas. Anastasio comenzó a observarla con curiosidad. Calculó que tendría once años. O quizá doce. Pero no era su edad, ni su desparpajo, ni su divertido atuendo campero lo que atraía su atención. Era su aire. Anastasio se preguntaba dónde había visto a esta niña. Y estaba perplejo, porque sabía muy bien que era la primera vez en su vida que charlaba con ella y aun sabiéndolo tenía la sensación de haberla conocido antes.
—¿Y a los que han matado a alguien tampoco les pegáis? —preguntó la chiquilla.
Anselmo se anticipó a Anastasio y dijo, bromeando, que sí, que les pegaban y que por la noche se oían desde el pueblo los lamentos de dolor de los pobres azotados.
—¡No, no!… —protestó la chica—. ¡Yo quiero que me conteste el policía! Dime —añadió dirigiéndose a Anastasio—: ¿les pegáis o no les pegáis?
Fernández Cuenca iba a replicar que él no era policía, pero ella se le anticipó.
—¡Será divertidísimo estar en la cárcel!… ¡Oye! —añadió a renglón seguido—. Y si los presos son asesinos ¿por qué no se matan unos a otros?
Anastasio era mucho más tardo en contestar que ella en fabricar preguntas. De modo que esta vez tampoco tuvo tiempo de responder porque una nueva y mucho más delicada ya había surgido de sus labios.
—¿Y… los que están casados no pueden nunca verse a solas con sus mujeres?
Anastasio estudiaba la manera de contestar, pero ella, entretanto, cazó al vuelo otra duda interesantísima.
—¿Y no hay ningún chico de mi edad entre los presos? —Movió todo su cuerpo de un lado a otro para demostrar su entusiasmo, y repitió—: ¡Debe ser bárbaro estar en una cárcel!
—Si me dejas, te contestaré a la primera pregunta… —insinuó Anastasio.
Pero la chiquilla ya había disparado a boca de jarro varias más. Quería saber si los dejaban fumar, si había mujeres asesinas, si a las presas las dejaban pintarse, cómo oían misa los domingos sin salir de sus celdas y que si un policía o un carcelero se enamoraba de una presa «que qué pasaba». Y así hubiera seguido hasta la eternidad si Anselmo, desde detrás del mostrador, no hubiese puesto la mano en la boca de la pequeña para detener aquel torrente incontenible de preguntas. Ella le mordió en un dedo, Anselmo la soltó, rieron los tres de buena gana, y la pequeña se enzarzó con su agresor en una acalorada discusión que Anastasio aprovechó para considerar que muchas de las preguntas hechas por la niña valían la pena de ser tenidas en cuenta en un nuevo Reglamento de Presidios y Prisiones.
Aquel borbotón humano, aquel no dejar hablar, aquel unir en cadena preguntas que no escucharía después, trajeron a la memoria de Anastasio el recuerdo de un lejano episodio: se vio de pronto con Celia en Ayestarán, la primera vez que ella le pagó el desayuno… y que no le dejaba meter baza en la conversación. Y apenas este recuerdo se le vino a las mientes, Anastasio se volvió a la chiquilla mirándola con ojos emocionados. Sintió de pronto un extraño malestar, una increíble desazón interior. La chica se parecía mucho a Celia… Se parecía endiabladamente a Celia. El cuello —«¡su cuello, Dios, tan esbelto, tan frágil!»—, los hombros, la piel, la manera de hablar y de reír. Ahora charlaba con Anselmo apoyada en el mostrador de perfil a él. La curvatura de la frente, la línea perfecta de la nariz, el óvalo de la cara…
Anastasio sintió un hueco, un vacío, dentro de sí como si todo el aire del almacén hubiera sido retirado por una bomba neumática. No había ninguna duda. A pesar de la variedad de peinados que gustaba Celia de lucir cuando era niña, ésta llevaba uno desconocido hasta entonces por Anastasio. Recordó las trenzas enrolladas en forma de disco sobre las orejas, del día que la conoció en Urgull; recordó la melenilla corta con un poco de flequillo, de la tarde aciaga del escondite a oscuras, recordó la «cola de caballo» de aquel anochecer en el Paseo de la Concha, vestida ella de colegiala. Y ahora, al ver a esta pequeña, era como si se encontrara ante Celia otra vez, ante la Celia de sus trece años, con otro peinado nuevo.
La pequeña llevaba el pelo muy corto, casi a lo chico, desordenadamente ordenado y ahuecado sobre un trocillo de frente, cubriendo la parte superior de las orejas y dejando la nuca desnuda con lo que la cabeza adquiría una gracia especial y delicada sobre el terso cuello adolescente.
Anastasio se sintió invadido por una súbita ternura hacia esta criatura; una ternura igual a aquélla contra la que había luchado tanto, contra el que había luchado siempre…
—Dime, pequeña —le preguntó—, ¿cuántos años tienes?
—Ya no soy pequeña. Tengo trece años… —mintió la niña, que sólo tenía doce. Y mirándole con muchísima guasa, tomándole descaradamente el pelo, insistió en su primera pregunta—: Pero… ¡vamos a ver!… ¿Les pegáis o no les pegáis?
Sin hacerle caso, Anastasio preguntó con cierto temor:
—Y… ¿cómo te llamas?
—¡Huy, qué curioso! —rió la chiquilla—. ¿No eres de la policía que lo sabe todo? Pues adivínalo…
—Escucha —contestó Anastasio aceptando el reto—. No soy de la policía, pero lo voy a acertar… Te llamas…
Un calor suave lleno de infinita nostalgia le invadía por dentro. La sangre fluía por sus venas movida por una alegre tristeza.
—Te llamas… ¡Carmina!
La chiquilla abrió la boca llena de estupor y empezó a palmotear.
—¡Caliente, caliente! ¡Huy qué cerca… casi… casi!…
—Te llamas Amalia.
La niña comenzó a saltar y a palmotear con más fuerza. Anselmo, que presencia el diálogo, estaba asombrado.
—Tampoco me llamo Amalia… pero también… ¡casi, casi!…
Anastasio dirigió su mirada por todo el almacén.
—Mira por toda la tienda —le dijo a la niña—, escoge lo que más te guste, y si acierto con una sola pregunta más, te lo regalo.
—¡Eso! —dijo la niña rápidamente alzando la mano y extendiendo el dedo sin que Anastasio se volviera a mirar qué era.
—Te llamas Celia… ¿Verdad?
Y al decirlo, detrás de cada palabra, se le iba el alma. Anastasio cerró un instante los ojos mientras ella gritaba entusiasmada:
—¡Es maravilloso! ¡Qué bien lo has adivinado!… —Y su brazo enhiesto, con el índice tenso, como el de Colón señalando tierra, apuntaba ya hacia el regalo prometido.
Anselmo se lo bajó.
—¿Se lo cargo en cuenta?
—Cárguemelo en cuenta… —contestó Anastasio—. ¡Pero… chiquilla! —exclamó al ver de qué se trataba—, ¿para qué quieres tú una escopeta de aire comprimido?
Celia enrojeció hasta las orejas y dudó un momento si decir o no la verdad. Al fin y mirando con mucho misterio hacia la puerta de entrada para ver que no lo oía nadie más, confesó, bajando la voz:
—Es que… hoy es el santo de un amigo mío que vive en la finca de al lado y no quiero llevarle lo que me han comprado para él.
—¿Y qué le han comprado?
Celia puso los ojos en blanco y se mordió el labio inferior…
—¡Una «Pesca Milagrosa»! ¡Imagínate! ¡Qué ridiculez! —exclamó con infinito desprecio, y se encogió de hombros a la par que se llevaba un índice a la frente y decía—: Algunas personas mayores están mal de la chirimoya…
Cada palabra de la pequeña era un dardo suavísimo y doloroso que se le clavaba dentro. ¡Qué hubieran pensado Enrique, Adolfo, Leopoldo, Javier, el pobre Andrés, Anastasio mismo, en la lejana época de Ondarreta, en los días del Judío Errante, de la paliza al tontaina de Escribano o del robo de la armónica, si a cualquiera de ellos le hubiesen regalado por su santo una «Pesca Milagrosa»!
(«¡Qué tontas son las personas mayores! —recordó Anastasio con nostalgia—. ¡Qué manía tienen de tratar como niños a los que no lo son!»).
La pequeña Celia miraba ahora a Anastasio con desbordada admiración.
—Y si no eres de la policía —dijo llena de curiosidad—, ¿cómo has podido adivinar mi nombre?
—Mira, Celia —le dijo Anastasio conteniendo a duras penas su emoción—. Hace ya muchos años…, muchos años…
Celia le miraba con ojos asustados.
—¡No sigas! —dijo—. ¡No hace falta que sigas! Además, me da mucha pena…
Y tenía los ojos brillantes, a punto de llorar.
Anastasio la miró sorprendido.
—Pero ¡si no sabes lo que iba a decirte!
—Sí, lo sé. Que tenías una hija como yo y se te murió.
Anastasio se enfadó de verdad.
—Pero ¡qué fantasía más ridícula! Yo no he tenido nunca una hija. Y si fuera como tú… le hubiera quitado esa imaginación desbordada con muy buenos azotes…
Celia estaba ahora un poco azorada.
—Perdona —dijo. Y se mordió el labio inferior arrepentida.
—Pues te iba diciendo que, hace muchos años, yo bajaba de un monte de San Sebastián… El monte Urgull… ¿Lo conoces?
—¡Claro! Mamá se empeña en que vayamos siempre a pasear por él. ¡Es un rollo!
—Pues aquel día vi a tres niñas de tu misma edad, más o menos, con una mademoiselle…
—¿Tres niñas… en Urgull… hace mucho tiempo… con una mademoiselle? —interrumpió la chica con aire meditativo. Y después gritó entusiasmada—: ¡Mademoiselle Noemí!
—Pero ¡si no sabes lo que te voy a contar!… —replicó Anastasio molesto—. ¿Quieres dejarme seguir?
Celia se disculpó y volvió a morderse el labio inferior para autodisciplinarse o tenerle agarrado y que no se moviera.
—Aquella mademoiselle me vio charlar con una de las niñas… y le prohibió que hablara con «niños desconocidos»…
Celia no se pudo contener. Dejó libre su labio inferior y gritó:
—¡Mademoiselle Noemí!… ¡Seguro! ¿Sabes? ¡Todavía está en casa! Es pesadísima… ¡Se da unos aires!
Anastasio se armó de paciencia y quiso continuar.
—Una de esas niñas se llamaba…
—¡Carmina —gritó la pequeña, entusiasmada—, la otra Amalia, como abuelita, y la otra Celia, como yo!… ¡Eran mamá y las tías! ¡Eran mamá y las tías!
—¡Esto es el colmo! —gritaba ahora Anastasio—. ¡Yo no te he dicho nada! ¿Cómo lo has adivinado si tú no eres de la policía?
Celia se azaró un poco.
—Es que… ¡como hablas tan despacio!…
Anastasio cruzó los brazos sobre el pecho dispuesto a rendirse. Pero ahora Celia tomaba la iniciativa.
—¿Y cómo iban vestidas? ¿Y cómo iban peinadas? ¿Y se peleaban o no se peleaban? ¡Es divertidísimo!
—Una de ellas llevaba trenzas, así, en forma de discos, junto a las orejas…
—¡Qué cursilada! ¡Ya no se lleva!
—Y tenía un mechoncillo rebelde que se le escapaba de entre el pelo tirante y no se lo podía peinar. Tú te pareces mucho a las tres… Por eso te he reconocido…
Anastasio tragó saliva antes de preguntar:
—Dime, Celia… ¿De cuál de esas niñas de entonces eres hija?
Celia no le escuchó. Frunció las cejas y volvió la cabeza hacia la puerta de entrada como atendiendo a un ruido exterior. Parecía una gacela joven prendida su atención en un rumor del bosque; en un rumor extraño al mundo de las frondas.
—¡Se acabó la charla! —exclamó desolada.
En efecto; los flecos metálicos de la puerta de entrada se apartaron bruscamente, y entró la señora a quien antes vio Anastasio cargada de paquetes y cuyos pasos por la acera había, más que reconocido, presentido la pequeña desde el bar.
—Niña, eres imposible. ¿Dónde te habías metido?
—En ningún sitio, abuela —exclamó Celia, insolente—. Sois vosotros los que os fuisteis. Yo no me he movido de aquí.
Anastasio reconoció en seguida a Amalia. ¡Nunca sabría esta mujer el daño que le hizo aquel día lejano que le invitó a tomar una taza de té! Anastasio se sorprendió y se alegró al comprobar que no le guardaba ningún rencor. Todo aquello hacía tiempo que estaba muerto dentro de él. Amalia apenas había cambiado a pesar de los catorce años transcurridos desde entonces. Anastasio pudo haberse limitado a saludarla con una inclinación de cabeza, con la cortesía debida a una señora que entra donde uno está. Pero ella le miró, sin verle, como queriendo averiguar con quiénes se había entretenido su nieta durante tanto tiempo, más que por desconfianza, por disculparse de que la niña les hubiese podido molestar. Y Anastasio, al sentirse mirado por ella, se acercó.
—¿Qué tal, Amalia?…
Y ante la sorpresa de la señora al oírse llamar por su nombre, Anastasio continuó:
—¿No me recuerda usted?
—Perdóneme —dijo ella—. Este cuarto está tan oscuro… ¡No se ve nada!
—Soy Anastasio Fernández Cuenca… ¿No se acuerda usted de mí?
La expresión de Amalia varió radicalmente.
—¿Que tú eres Anastasio? ¿Qué me estás diciendo? ¡Déjame que te vea!
Y lo sacó a la calle para observarle mejor, ante el asombro de la pequeña Celia, que asistía a la salutación visiblemente interesada.
Le dijo que lo encontraba «muy guapo y muy hombre», cosa que azoró y molestó bastante al director del Penal. Amalia le bombardeó a preguntas, le felicitó por los éxitos de su carrera, le preguntó si era él, el Anastasio Fernández Cuenca que había pronunciado recientemente en Madrid unas conferencias sobre…
—¿Sobre qué era?
—Derecho Penitenciario Comparado —contestó riendo Anastasio.
—¡Eso, eso!…
Amalia le presentó a su marido. Le obligó a que se sentara con ellos en el bar y le regañó de lo lindo por el regalo que había hecho a su nieta.
—¿No encuentras que se parece mucho a Celia? —preguntó Amalia cogiéndola por la barbilla, para que Anastasio la viera mejor.
—Sí, se parece mucho —contestó turbado. Y hundiendo los ojos en un vaso de cerveza, preguntó como quien no quiete dar importancia a la pregunta:
—¿Qué… es de ella?
—¿Celia? ¡La mejor escopeta de España!
—¡Bla, bla, bla! —cortó riendo su marido—. ¡Orgullo de madre! ¡Si a Celia le he enseñado yo a cazar!…
Pero ¡Señor!, ¿qué le importaba a él si Celia sabía cazar o no? Eran otras las preguntas que se le agolpaban dentro, que pugnaban por salir de él y que no se atrevía a formular por miedo a conocer su respuesta.
—¿Es… feliz? —preguntó tímidamente. Y en seguida se llevó la cerveza a los labios para disimular su turbación.
Amalia se echó a reír.
—¡Ya me extrañaba a mí que no lo hubieras preguntado todavía!
Anastasio esperaba el final de la respuesta. Dejó la cerveza sobre el mármol de la mesa, y no desclavaba sus ojos de los de Amalia.
—¿Cómo no va a ser feliz con ese carácter envidiable que tiene? Ve a verla un día. Estoy segura de que le encantará. Estamos en Las Mirillas, en la finca. Aquí al lado…
Anastasio bebió apresuradamente su vaso de cerveza. ¿Qué había querido decir Amalia con esto? El corazón, sin ningún respecto a las circunstancias, se le disparó dentro del pecho, batiendo fuertemente, con increíble indiscreción. Amalia no era una mujer que dijera una cosa por otra. Muy por el contrario, Anastasio sabía muy bien cómo Amalia decía en cada momento exactamente lo que quería decir.
—¡Sí, sí, sí! ¡Tienes que venir! —insistió—. Quiero que hablemos despacio tú y yo. Estoy segura de que nos contarás cosas interesantísimas. Tienes una profesión «originalísima» y «apasionante».
La pequeña Celia había seguido con la mayor atención todas las frases deshilvanadas de los mayores y estaba segura de que guardaban un contenido mucho más importante del que parecían decir las palabras. Envidiaba ese arte sutilísimo de las personas mayores de decir todo cuanto querían decir sin necesidad de decirlo. Ahora miraba a Anastasio con ojos picarescos, como si hubiera adivinado a través de él un pasado misterioso y turbulento de su tía Celia.
Anastasio se volvió hacia ella.
—¡Trece años! —le dijo tomándola ambas manos—. ¡Qué disparate haberte llamado «pequeña» hace un rato! ¡Ya eres, casi, una mujercita!
La niña echó la cabeza hacia atrás, con un gesto involuntario quizá, pero de evidente coquetería. Y se sonrojó levemente. Más tarde, cuando el coche estaba a punto de arrancar y Anastasio junto a la portezuela se despedía de ellos, la pequeña clavó de nuevo en él sus ojos, como si quisiera averiguar de una vez si era o no policía, sí era verdad que por las noches azotaban a los presos o por qué diablos se había cohibido tanto al preguntar si tía Celia era feliz.