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EL PENAL

EL PRIMER RECUERDO que Enrique conservaba del Penal era el de un rótulo colocado sobre la puerta de la muralla exterior: unas grandes letras negras sobre fondo amarillo, que decían: «Odia el delito y compadece al delincuente». Enrique se acordaba de la nieve apretada, abundante, gorda, que dificultaba su lectura. ¿Seguiría el rótulo en su sitio? ¿Sería siquiera el mismo después de tanto tiempo?

Traía el cuerpo medio congelado, pues nevaba despiadadamente, y la primera galería que cruzó estaba más fría si cabe que el exterior. Al entrar en la oficina, un calorcillo suave que lo invadía todo, le dio la bienvenida ayudándole a des entumecer los huesos.

El Departamento de Régimen tenía dos estufas; una en cada extremo de la gran habitación. Y como hacía frío, los oficiales de prisiones allí destinados habían colocado las mesas desordenadamente junto a los calentadores.

Cuando Enrique penetró en la oficina, los oficiales y auxiliares de prisiones, que estaban charlando y fumando en el extremo opuesto, dejaron de hablar y le miraron. Después, perezosamente, se acercó cada uno a su mesa.

—Por aquí, muchacho —dijo uno de ellos, indicándole lo que había que hacer.

Enrique ya tenía alguna experiencia de los trámites que se seguían en el Departamento de Régimen. Eran idénticos a los ya vividos por él en la prisión de Madrid, cuando ingresó desde la Dirección General de Seguridad. Sólo que el papel había aumentado de volumen. El jefe de escolta de la fuerza pública que los acompañaba se había hecho cargo de la documentación y la entregaba ahora a las autoridades del Penal. Enrique tenía curiosidad por conocer su ficha clasificadora en la que se recogía el informe de su comportamiento y los varios aspectos —¡cómo se reía al recordarlo!— biotipopsicológico, pedagógico, correccional, moral, psicotécnico, correspondientes a las observaciones que hicieron de él desde el día de su detención. «Lo que habrán notado con todos esos camelos —se decía Enrique por lo bajo— es que soy un tipo colosal: ¡colosal, sencillamente!». Enrique llevaba además el uniforme y la ropa interior reglamentaria de la estación invernal que le dieron en su anterior destino.

Al mismo tiempo que él, ingresaron en la cárcel un anciano muy tímido, correctamente vestido, que parecía muy afectado, y un granuja charlatán y encantador condenado por cuestiones de faldas. Enrique se reía sólo al evocarle. Se dedicaba a enamorar criadas, y a incitarlas al robo para ayudarle en unos tremendos apuros que se inventaba para cada caso, y según la mentalidad de las chicas de turno. A pesar de ser reincidente, le pusieron en libertad antes de que Enrique fuera trasladado al penal. El anciano tenía cinco años de condena, pero murió a los seis meses de ingresar en la cárcel.

Les tomaron la filiación. Trámite inútil, pensó Enrique, pues ya la conocían de memoria. El penado respondía a un breve interrogatorio y el funcionario anotaba en unos impresos los datos que recibía: «No deberían preguntar el nombre del padre y de la madre», pensó Enrique. «¿Qué tendrá mi vieja que ver en todo esto…?». «A uno le sale un hijo golfo como a otros les salen sabañones… y no hay por qué proclamarlo…».

—¡Eh, tú, no te despistes! Por aquí…

En otra mesa les tomaron las huellas dactilares, y en otra les vaciaron cuanto llevaban en los bolsillos. Tomaban nota cuidadosamente de todos los objetos y los metían en una bolsa. «Esto te lo devolveremos luego —decía el oficial— y esto otro cuando salgas». El dinero se lo dejaban. Se lo dejaban tinos minutos, hasta llegar a la mesa siguiente.

—Y ahora al Banco —dijo otro oficial de verde, del Cuerpo de Prisiones—. Cambió de moneda como en las aduanas.

El banco era una mesa más, provista de un tarugo con un rotulo que decía: «Peculio». Allí les canjearon el dinero que llevaban por unos vales.

Enrique hizo un gesto de extrañeza y el oficial de turno le explicó:

—Si le mandan dinero de fuera, se lo daremos en vales. Y cuando se marche le daremos tanto dinero como vales le sobren. ¿Lo entiende?

—No.

—Pues ya lo aprenderá. Por ahí…

Un auxiliar del Cuerpo le situó en el último extremo de la oficina, frente a una puerta, y esperó, antes de abrirla, a que los otros recién llegados hubieran terminado su última operación.

—Ya han pasado la Aduana. Ahora hay que cruzar la frontera.

Enrique observó que el más anciano de todos, fijos los ojos en la pequeña puerta, lloraba. Él también sintió un cosquilleo en la garganta y respiró hondo para deshacer el nudo —un nudo de aire quieto— que amenazaba formársele dentro del pecho. La pequeña puerta al fin se abrió y el oficial les hizo pasar a un pasillo muy largo y estrecho, casi a oscuras, que limitaba al fondo con una reja. Al cerrarse la puerta tras ellos, tuvieron la impresión de encontrarse en una jaula. Pero la sensación duró poco, pues la reja se descorrió y al cruzarla salieron a una enorme galería toda de piedra, una de cuyas pare des daba a un gran patio interior. Por los ventanales, a la altura del techo, se veía la nieve caer en gruesos copos.

Al llegar a un recodo, una verja más que llegaba hasta el techo, a pesar de la gran altura de éste, y en su centro, una puertecilla de hierro de casi un palmo de espesor. Cruzaron varias galerías y varias verjas. En todas ellas, invariablemente, había un oficial al que veían desde lejos detrás de los barrotes a medida que se acercaban, y que, al sentirlos llegar, interrumpía la lectura, descorría los cerrojos y les dejaba el paso libre. Los oficiales se saludaban.

—Con Dios…

—¡Hola, golfo!

Según pasaban por una u otra galería, subían una u otra escalera, dejaban atrás una puerta, el sujeto de verde que los acompañaba les iba explicando: «Por aquí se va a “Comunicación”, por ahí a la cantina, eso es la enfermería, ese que va por ahí es el oficial de “Peculio”».

Al fin se detuvo ante una puerta.

—Esto es la Galería de Período. Estaréis aquí tres días.

Golpeó la puerta con fuerza.

—¡Traigo visitas! —gritó. Y añadió confidencial—: Si os portáis como Dios manda, volveré a buscaros el viernes.

Enrique no pudo reprimir un vago gesto de satisfacción. ¿Qué sería «aquello» que duraba tres días? No es que él se hubiera entretenido en imaginar minuto a minuto los años de encierro que le esperaban (entre otras razones, porque le aburría detener su pensamiento en ninguna clase de meditación); pero, sin proponérselo, había asociado la idea de la cárcel a una celda que se cerraría tras él apenas entrara en ella y no volvería a abrirse hasta que se cumpliera la condena. La idea, pues, de vivir tres días «algo» no esperado, le entretenía. No podía evitarlo.

Tardaron unos minutos en abrir la enorme puerta de la «Galería de Período». Estaba impaciente por saber qué habría tras ella. El futuro le importaba un comino. El pasado no tenía remedio. El presente… era su tiempo. El «hoy». El «ahora»… Abrieron al fin la puerta. Primera sorpresa. Quien lo hizo, llevaba una bata blanca, como un enfermero.

—¿Un médico? —murmuró decepcionado.

—Es un recluso, como ustedes —aclaró el oficial.

¡Aquello sí que era sorprendente! Un recluso vestido de médico. A Enrique se le había metido entre ceja y ceja la idea de que los vestirían con un pijama rayado, como a los presidiarios de los dibujos de humor; pero jamás pensó que serían uniformados con el pálido atuendo de la Cruz Roja. Más tarde aprendió que algunos reclusos prestaban en la cárcel determinados servicios en las oficinas, en el hospital, en los diversos departamentos. Y éste, cuyo atuendo tanto le sorprendió, era, por lo que se veía, uno de ellos.

La Galería estaba encalada como una nave de hospital. Era inmensa y había más de cincuenta camas adosadas a una de fas paredes. Los recién llegados fueron situados cada uno junto a un catre. Como eran pocas las operaciones, se realizaron con bastante celeridad.

—Desnúdense…

—¿Qué…?

—Que se desnuden.

—La ropa —añadió el que mandaba— la dejan en el suelo, frente a la cama.

—¿El calzado también?

—También.

Enrique obedecía con menos pereza que sus compañeros. Tenía prisa por saber adónde conducía todo aquello. Se alarmó cuando vio que uno de los de la bata blanca, que había aparecido por un extremo de la galería empujando un carrito, retiraba bonitamente la ropa de cada uno, y se la llevaba sobre ruedas a un incógnito destino; pero se tranquilizó al ver que otro recluso veterano colocaba sobre la cama de los recién llegados un mono caqui como el de los soldados, unas medias de lana y unas alpargatas nuevas.

No fue el único que hizo ademán de vestirse con aquellas prendas, apenas las tuvo al alcance de la mano, pero una voz les ordenó:

—¡Que nadie se vista!

Enrique miró riendo a sus compañeros. Los pobres diablos, desnudos como estaban, pegando saltitos y moviendo los brazos para matar el frío, formaban el cuadro más grotesco que cabe imaginar. Uno de ellos, el de más edad, apenas se movía. Estaba paralizado por la vergüenza y la tristeza. Tenía la cabeza baja, la mirada hundida y los brazos caídos sobre el cuerpo, tapándose con pudor. «¡Pobre viejo! —pensó Enrique—. ¿Quién le mandará meterse en estos fregados, a sus años?». Y se le quitaron las ganas de reír.

Dos enfermeros y un oficial de prisiones se acercaron a lo, presos. Traían en las manos extraños instrumentos. El más estrafalario de todos, era un fuelle gigante, de los que sirve para avivar las llamas de una chimenea.

Los presos miraban todo aquello con más desconfianza que curiosidad. Como novatos, no alcanzaban muchos puntos a las costumbres carcelarias, y no podían imaginar para qué diablos servirían el cubo lleno de harina y el fuelle que enarbolaba en sus manos el más corpulento de la comitiva.

Enrique, de pronto, se dio un golpe en la frente. Se le vino a la memoria un cuento danés leído de niño, y el pintoresco dibujo que lo ilustraba. De tener que escoger para aquellos bártulos entre varias aplicaciones posibles, Enrique, por supuesto, imaginaría la más estrafalaria.

No podía despintársele la vieja historia de su niñez. Unos gnomos armados de un fuelle inyectaban aire, por no muy púdico escondrijo, en el cuerpecillo de un mozalbete, y éste, hinchado como un globo, ascendía por los aires y lograba así escapar del peligro que le amenazaba.

Los del fuelle se acercaron al primero de la fila.

Enrique los miraba con aire espantado.

—Levante los brazos… Ahora vuélvase de espaldas… Abra las piernas… baje la cabeza.

El fuelle, convertido en original espolvoreador, dejaba escapar un insecticida blanco como la sal y pegadizo como la harina. Una nubecilla blanca envolvió al recluso como una bélica cortina de humo, y un olor acre, de trastienda de farmacia, se extendió de parte a parte por toda la galería.

—¡Esto sí que es bueno…! —exclamó Enrique en el colmo de la sorpresa.

Era tanta la eficacia del fuelle, que, mediada la operación, la nave entera había quedado cubierta de una espesa neblina, como la que emerge de las grandes ciudades y queda flotando sobre el apretado caserío, aun en los días más claros.

Los presos recibieron la desinfectante nevada con muy distinto humor.

Enrique gozó indeciblemente por lo que tenía de inesperada, con la grotesca experiencia, pero recordaba la cara de horror del más anciano de los presos, del que se cubría púdicamente con las manos, del que estaba inmovilizado por la vergüenza y el sentido de la dignidad.

A medida que los enfermos se acercaban a él, su frente se fue cubriendo de abundante sudor. Cuando le llegó el turno de la desinfección, los polvos se le quedaron, como un sambenito cruel, pegados a la frente. Sus profundas arrugas parecían pequeños ríos de nieve que le bajaban por el rostro.

Dos veces al día, durante los tres que allí estuvieron encerrados, se repitió la misma operación. Al tercero, les devolvieron la ropa particular, lavada, desinfectada y sin planchar, y les asignaron una celda y un número.

No seria justo decir que Enrique se recreara evocando viejos recuerdos. Éstos llegaban de pronto, se le escapaban del subconsciente, se desparramaban dentro de él. A veces, por pura distracción, Enrique los dejaba estar. Pero les ponía como condición que no le abrumaran, que no le turbaran, que no dejaran en él un pozo de amargura. «Si os ponéis tontos —les decía—, os echo fuera, y a otra cosa».

Los recuerdos no siempre le obedecían.

Desde que Anastasio Fernández estaba en el Penal, su lucha con el pasado se había hecho más dura, se había recrudecido. Los años inmediatamente anteriores a la llegada del nuevo director fueron años de sosiego. Enrique había conseguido crear una costra en su memoria, encallecerla, levantar una muralla infranqueable entre su pasado y él. Si a veces una corriente de recuerdos se filtraba a través de esta línea defensiva, llegaba tan leve, tan atenuada, que Enrique pensaba que se trataba de otro ser, de otro Enrique distinto a él, que no existía ya, si es que había existido alguna vez. Pero ahora desde la venida de aquel hombre —de aquel hombre que hacía presente cada día con sus reformas, que estaba en labios de todos porque la comida era mejor, o porque los servicios higiénicos estaban más limpios, o porque recibía a los presos, y éstos le elogiaban desmesuradamente—, le había renacido esa lucha interior, esa guerra cuerpo a cuerpo con un ayer que creyó definitivamente muerto y sepultado. «No se juega con los cadáveres», se decía Enrique cuando la lucha se iniciaba. «Un padre no airea el cadáver de un hijo por mucho que le quiera. ¿Por qué voy a permitir yo que se desentierre mi pasado, un pasado que me aburre?».

A pesar de esas consideraciones, Enrique, con defensa o sin ella, se entregaba cada vez más en brazos de sus fantasmas. Dudaba si presentarse o no en el despacho de Anastasio. Aunque no hubiera rellenado el famoso impreso pidiendo ser recibido, aunque no fuera lunes, estaba seguro de que el director le abriría sus puertas. La primera entrevista entre los dos la había imaginado cien veces. «¡Hola, viejo!», le diría. Y cuando Anastasio creyera que se iba a echar en sus brazos gimoteando o poco menos, le sorprendería diciéndole: «Estás más gordo». En varias ocasiones Enrique llegó a creer que Anastasio vendría a verle a la celda. Era colosal imaginar su cara de estupor al ver la formidable decoración montada pacientemente por Enrique en las paredes.

—Tanto cuento como te das con tus reformas… y ¿a que no se te ha ocurrido obligar a los presos a adecentar sus celdas como yo he hecho con la mía?

Enrique se puso en pie al pensar estoy pasó revista a sus obras de arte. Toda la pared lateral, a la derecha de la puerta, estaba materialmente forrada con sus cabezas de viejos. Einstein, Moisés, El Cid, Carlos Marx, San Pedro. Y en un extremo olvidado, el dibujo de un mendigo de ojos claros, sentado sobre unas rocas, rodeado por un mundillo de cabezas —cabezas sin cara— de la chiquillería…

Sobre la pared del camastro, en hileras, sus animales de papel acababan de sufrir una importante reforma. Enrique había forrado toda la pared con papel pintado de negro, de modo que los pintorescos perfiles de las figurillas resaltaban mucho más que antes sobre el gris sucio de la piedra.

Una masilla hecha con miga de pan masticada era el original pegamento que adhería a la pared el pequeño ejército animal.

Enrique estaba satisfecho de su obra. Una cortinilla hecha con cuerdas trenzadas ocultaba la incómoda presencia de las rejas y una funda gruesa y artística, también de cuerda, cubría la ignominiosa taza desportillada del retrete.

¡Qué diferencia esta celda, tal como estaba ahora, con la de la primera noche, catorce años atrás! Enrique pensó entonces que llegaría a enloquecer.

De la Galería de Período, todos empolvados por el famoso desinfectante y con las cabezas rapadas como bombillas, los llevaron a las duchas. Era repugnante aquella masa humana —pues allí se unieron los presos bisoños con los veteranos— recibiendo la lluvia que por unas cañerías agujereadas caía sobre ella. Y el olor, el olor a miembro escayolado, a animal sudado de la multitud. Era repugnante, pero la experiencia ya había sido vivida en el ejército. No era nueva. La de la celda, en cambio, sí lo era, y creyó no poder resistirla. Para evitar el riesgo que suponía que el instinto venéreo de dos presos no guardara armonía con su sexo, los encerraban siempre por números impares. Uno, tres o cinco. La compañía de aquellos seres, lejos de ser un consuelo, representaba para Enrique la más insoportable de las torturas. Y la taza. La taza desconchada, allí dentro, junto a la cama. No tenía cadena, para evitar suicidios; ni depósito de agua, para suprimir gamberradas. Cada tres minutos, automáticamente, una corriente de agua de un depósito oculto y común a varias celdas, caída en la taza y la limpiaba si estaba sucia. Si no lo estaba, caía también, de día, de noche, siempre, siempre, sin descanso posible, sin vacación alguna para los oídos ni para los nervios. Uno de los compañeros de celda, sentado en tan humillante trono, charlaba animadamente con todos mientras dejaba actuar a su organismo. El anciano que ingresó en la cárcel el mismo día que Enrique, sólo lo hacía de noche, cuando todos dormían: y se cubría la cabeza con la chaqueta, ayudándose así a combatir el invencible pudor. A Enrique le irritaban por igual todos sus compañeros. Por eso, cuando años después consiguió una celda para él solo, se consideró tan feliz, que dudaba si fuera de la cárcel se sentiría mejor.

El ruido de la corneta —a través del altavoz instalado en el recodo de la galería— rompió el hilo de sus recuerdos.

—Ya eran las siete. Todos los pequeños ruidos rutinarios —los pasos de los oficiales, los cerrojos de las puertas descorriéndose, las palmadas llamando a recuento— se repitieron igual que la víspera a la misma hora, igual que hacía un año y cinco años, igual que al día siguiente, cuando las agujas del reloj marcaran de nuevo las siete de la tarde.

Si un día ya lejano quiso aprender la hora por el juego de las sombras y la luz sobre las paredes del patio, y no lo consiguió, con los ruidos, en cambio, llegó a saber la hora exacta sin haberlo pretendido. Porque la corneta, a través de los altavoces, daba los toques de diana, fagina, recuento, oración y silencio. Pero él ya sabía de antemano cuándo estaba a punto de producirse el toque. De todos los ruidos había uno inconfundible y preciso: «El juego del arpa», como él lo llamaba: «el arpa con los barrotes».

Todos los presos salían de sus celdas y formaban en la galería. Un oficial pasaba lista —«recuento» en la jerga carcelaria— y entretanto, otro penetraba en las celdas y con un barrote de hierro largo como una lanza, golpeaba las rejas para comprobar su entereza. Si alguna de éstas tuviera una fisura, si la paciente mordedura de una lima hubiera trabajado sobre ella —y este caso no se produjo nunca en el Penal en todo el tiempo que Enrique llevaba de inquilino—, el sonido vibrante y falso denunciaría la anormalidad.

El golpe de la barra, o, mejor, el deslizarse de la barra sobre los dientes de hierro de los ventanos, en cada una de las celdas, de todas las galerías, de cada ala, de cada planta del edificio, producía el más extraño, lúgubre y chirriante concierto que cabe imaginar.

La música —troc-toc-toc-tac— empezaba lejana y se iba acercando cada vez más —troc-toc-toc-tac— en un endemoniado, insoportable crescendo, hasta incrustarse —troc-toc-toc-tac— en las sienes, en la nuca, sobre las cejas. Después se alejaba llena de vibraciones en dirección contraria, hasta quedar reducido a un leve, interminable, monótono taconeo: troc-toc-toc-tac… troc-toc-toc-tac…

La experiencia de Paulov, el fisiólogo ruso que provocaba jugos gástricos en un perro con sólo rasgar un violín —por la repetición del mismo sonido a la hora de la comida—, la vio Enrique confirmada en sí mismo. Como después del «concierto del arpa» venía el rancho, cada vez que aquél se perdía en la lejanía, Enrique notaba cómo la boca, obediente al sonido de los barrotes, se le llenaba de agua. Troc-toc-toc-tac… troc-toc-toc-tac…

Aquella noche Enrique no pudo conciliar fácilmente el sueño. Y no por el ruido de las tuberías que cada tres minutos desaguaban bajo la funda de cuerda, junto a su cama —pues este ruido ya no lo oía ni aun estando despierto—, sino porque estaba irritado. Durante tres semanas consecutivas Anastasio Fernández le había invitado a su despacho. Él se había negado siempre a acudir. Pero hacía va más de un mes que la invitación no se producía. «Hoy me volverá a llamar», se decía cada lunes: «Esta tarde me llamará», se había dicho hoy. Pero el director no daba señales de interesarse por él. «¡Maldita sea la hora en que vino! ¡Maldita!».

Antonio llegó jadeando a la puerta del despacho del director. Se detuvo unos segundos, sacó un pañuelo y se secó el sudor que le caía desde el pelo por la frente, las sienes y el cuello. Se ajustó los puños de la camisa, se quitó la gorra y esperó a que por el fondo de la galería apareciesen los tres hombres. Cuando los vio doblar el lejano recodo, golpeó con los nudillos en la puerta y pidió permiso para entrar.

El director tardó en levantar la vista de sus papeles.

—Ahí está —dijo Antonio tan sólo…

Anastasio levantó los ojos y los clavó interrogadores sobre el oficial.

—¿Enrique?… ¡Por fin!

—¿Le hago pasar? —preguntó Antonio.

—No. ¡Cierre la puerta! ¡Espere!… —dijo Anastasio sobresaltado—. Explíqueme. ¿Viene por iniciativa suya? Usted no le habrá forzado, ¿verdad?…

—Viene él solito y por su gusto —contestó Antonio, riendo—. ¿Le hago pasar?

—Espere… Espere…

Anastasio sabía que este momento tenía que llegar. Era preciso actuar con prudencia y paciencia. Enrique tenía un «complejo penal» muy acusado. Y debería hacer gala del máximo tacto para no herirle. Anastasio encendió un cigarro. «El primer puro que fumé en mi vida —pensó— me lo dio Enrique en San Sebastián»…

—¿El recluso se ha desayunado?…

—Señor director… son las once de la mañana. ¡Claro que se ha desayunado! ¿Le hago pasar?

—¡Espere!

Anastasio no sabía bien por qué le hacía esperar ni por qué había preguntado si el recluso se había desayunado. Mordisqueó nervioso la punta del cigarro, cortó el extremo con los dientes, porque no tiraba bien, y lo escupió.

—¿Sabe usted si el capellán habló anoche con él?

—Sé que no habló.

—¿Y esta mañana?

—No, señor. ¿Le hago pasar?

—Espere. Espere… ¡Y no pregunte más si le hace pasar o no! ¡Ya le diré yo a usted cuándo debe hacerlo pasar!

Lo dijo muy irritado. Antonio se disculpó con un gesto y esperó. Anastasio tragó saliva. Se hizo una composición de lugar. Intentó preparar unas palabras, una frase de salutación. Pero no supo.

—¡Hágalo pasar! ¿Qué espera para hacerlo pasar?

Antonio obedeció. Abrió la puerta y empujó suavemente a Enrique hacia el interior.

Los tres hombres permanecieron largo rato en silencio.

Enrique vestía una chaqueta de dril gris oscuro. El cuello vuelto, como los uniformes de los soldados soviéticos, estaba abotonado bajo la nuez. Desde allí hasta la cruz del pantalón, cuatro botones más ceñían los dos cuerpos de la chaqueta. El uniforme era estrecho y empequeñecía su cuerpo restándole corpulencia. Sus hombros, parecían más estrechos. Sus espaldas, más endebles. El pantalón de tubo, entre su último extremo, sin vueltas, y el empeine de las alpargatas dejaba ver un trozo de calcetín. El blanco de las alpargatas sobre el calcetín producía un extraño efecto de indigencia. Enrique llevaba la boina calada hasta las orejas.

Antonio rompió el silencio. Apretó suavemente el brazo de Enrique y le dijo muy bajo, por temor a herirle…

—La boina, hombre, la boina…

Enrique se la quitó guardándola en la mano.

Su cabeza estaba rapada. Su frente parecía más enjuta y sus orejas más grandes, como si estuvieran listas para moverse y volar.

Anastasio sintió una gran pena.

—Gracias, Antonio. Déjenos usted…

Enrique sostenía la boina con las manos y la hacía girar lentamente con los dedos. Tenía la cabeza baja y levemente inclinada hacia delante, pero los ojos no. Los ojos miraban a Anastasio fijamente, de abajo arriba, como un niño que espera una reprimenda, como un paletito de pueblo abrumado ante la presencia de un gran señor.

Anastasio alzó las dos manos ofreciéndole un abrazo. Enrique movió lentamente la cabeza, negándose, y como Anastasio se acercara a él, dio un paso hacia atrás y la movió con más fuerza. No dijo nada. Anastasio hubiera preferido que le dijera: «Quita, quita, no seas pijo», o que disparatara cualquier extravagancia de su estilo: que le faltara al respeto incluso. Todo menos este silencio duro como una coraza.

—Siéntate, si quieres…

Enrique apretó la boina entre sus manos y rechazó la invitación.

—Te ordeno que te sientes —dijo Anastasio con un tono de voz que quiso ser terminante y amistoso a la vez.

Enrique le miró con expresión glacial y obedeció.

—Desabróchate la chaqueta si estás más cómodo.

Enrique, con un ademán rápido de sus dedos, soltó el botón del cuello y después los otros cuatro; echó a un lado y a otro los bordes del uniforme y movió los hombros como si sintiera placer de liberarlos de la presión de la chaqueta.

«Hombre, mira tú; esto te lo agradezco», pensó Anastasio que Enrique le diría.

Pero sus palabras fueron muy otras.

—¿Me mandas que me siente? ¡Me siento! ¿Me mandas que me desabroche? ¡Me desabrocho! Tú eres el que mandas.

Las segundas palabras fueron muy extrañas. Tanto, que Anastasio, que estaba sentándose frente a él, quedó un momento suspenso y suspendido como si creyera que le habían quitado la silla que iba a utilizar.

—¿Me quieres decir de una pijotera vez qué haces tú aquí?…

—¿Dónde? —preguntó Anastasio.

—¿Dónde va a ser? ¡Aquí! ¿Estás perseguido políticamente? ¿Te han castigado a hacer esto o es que, de verdad, has escogido por gusto este oficio?

Anastasio sonrió complacido. Enrique necesitaba disfrazar su vergüenza con el antifaz de lo burlesco.

—La verdad es que Dios da pañuelo a quien no tiene narices…

—¿Cuáles son mis pañuelos?… —preguntó Anastasio.

—¡Jolín! La libertad… Tú tienes la libertad y no tienes narices para usarla.

Anastasio pensó que quizás el recluso tuviera razón.

Hizo acopio de paciencia. Trató de evitar que sus facciones se endurecieran. Sonrió.

—Me alegro mucho de verte, Enrique. Créeme, me alegro de verdad…

El cigarro de Anastasio se había apagado. Volvió a encenderlo despaciosamente. Mientras hablaba dejaba la llama del fósforo bajo la cabeza del puro calentándolo.

—La primera vez que quise verte y tú te negaste…

Enrique le interrumpió.

—Era para ofrecerme tus servicios de Director, y decirme que no dudara en dirigirme a ti si necesitaba algo… ¡Vamos: igual que un buen gerente de hotel con un cliente distinguido! ¿No es así?

Anastasio le miró fríamente.

—Sí. Quizá fuera algo parecido.

—Pues a eso venía —contestó Enrique—. A satisfacer tu curiosidad. Y una vez satisfecha, a pedirte que me dejes en paz.

Anastasio no contestó. Entreabrió los labios como para decir algo y prefirió callar.

Enrique, sentado frente a él, cerró los ojos como si hiciera un esfuerzo muy grande al pronunciar cada palabra. Anastasio creyó percibir que el tono de su voz se humanizaba. Quizá no fuera más que una ilusión.

—Olvídate de que estoy aquí. Ten la seguridad de que no necesito nada. Te agradezco tu interés, pero no me sirve de nada. Tengo dinero suficiente para mis lápices y mis cosas. Ayer mismo me he comprado unos pinceles y un bastidor y una caja de pinturas al óleo… Te suplico que no me llames más, que no me mandes recados indirectos con tus hombres, que te olvides de que estoy aquí. —Con un grito contenido, añadió—: Te lo ruego por tu madre… ¡déjame en paz!

Anastasio tragó saliva.

—Eso es lo único que quería decirte —continuó Enrique con voz muy calma—. Y ahora, si tú me lo permites, me voy. Llama al Antonio ese para que me acompañe.

Enrique se puso en pie.

Anastasio iba a presionar el timbre, pero Enrique le rogó con un gesto que esperara.

—Dime una cosa. Sólo una cosa. Aparte de mi gente, ¿sabe alguien que estoy aquí, en este penal? Tú no te habrás dedicado a proclamarlo, supongo…

Anastasio negó con un movimiento de cabeza.

Enrique se abotonó con rapidez la chaqueta de dril. Sus hombros volvieron a parecerle a Anastasio más estrechos. Toda su figura más insignificante.

—Júrame que no lo dirás nunca a nadie. No quiero recibir visitas. No necesito nada…

—Cuenta con ello —dijo Anastasio.

Y la vivencia de un lejano episodio renació en su memoria. Ondarreta. La playa. Enrique y sus amigos habían desnudado a Javier y lo habían tirado al agua. Enrique, a quien no conocía, se plantó ante él, fanfarrón, dueño del mundo. Anastasio escuchó aterrado sus palabras.

«¡Y de lo que has visto hoy, como si fueras ciego!…».

Ahora, como entonces, Enrique le pedía con la misma altanería que no dijera nada. Y ahora, como entonces, Anastasio cumpliría lo prometido. Pero había una diferencia. Enrique le parecía entonces el héroe de todos sus sueños de niño, el prototipo del fuerte, del poderoso, ¡y ahora Anastasio lo veía de modo tan distinto!… Entonces le atendió porque le daba miedo. Ahora le atendería porque le daba pena.

Enrique, de espaldas a él —la nuca rapada, el cráneo lirondo, las orejas voladoras— cruzó la puerta, acompañado de Antonio, y salió del despacho.