IX
EL SOTILLO DE LOS PINOS

ANASTASIO FERNÁNDEZ CUENCA, en el Sotillo de los Pinos, se levantó del añoso tronco derribado que le había servido de asiento. Se había dejado dominar por la fuerza de la evocación sin pensar que los recuerdos provocados por la armónica de Enrique (de Enrique, a quien no había vuelto a ver desde el día de su despedida) le habían de llevar de la mano por muchos caminos que creía olvidados.

Anastasio había olvidado durante muchos años todo lo referente al espantoso crimen y a la captura y condena de Enrique. Alejado de Madrid, inmerso en los quehaceres de su profesión, en la preparación de las oposiciones que le habían permitido ascender, no volvió a saber nada, no quiso saber nada de todos aquellos que un día le dieron la espalda, o a quien él se vio forzado a volver la espalda.

Apenas incorporado al Penal descubrió el nombre de Enrique en la lista de reclusos. «Enrique Fernández Suárez», leyó al pasar, y sus ojos siguieron adelante hasta rebasar cinco o seis más de los que le seguían por orden alfabético. De pronto volvió la vista atrás y lo releyó. ¡Qué coincidencia!, pensó y siguió leyendo, sin enterarse bien de lo que leía. Enrique era Fernández Cobos y Suárez del Valle… Suspendió la lectura. ¡No, no! ¡No era así! Fernández Cobos era su padre y Suárez del Valle su madre, Enrique, el Enrique que él conocía era en realidad Fernández Suárez a secas, como este otro que estaba en la lista. Poseído de una emoción particular, pidió el expediente de este recluso, buscó el sumario y comenzó a leerlo excitadísimo, sin poder contener su emoción. Todo coincidía: las fechas, el billete del barco para Venezuela. Anastasio siempre creyó que Enrique había embarcado en el puerto de Vigo, donde fue detenido. Leyó el sumario varias veces Se horrorizó del crimen cometido y comprendió incluso muchos puntos a los que el sumario ni siquiera aludía. El móvil del crimen fue el robo, sí. Pero Anastasio comprendió muy bien para qué quería Enrique aquel dinero. Lo necesitaba para unirse con Javier en el negocio de Venezuela. Anastasio no se explicaba cómo el abogado defensor había conseguido salvarle del garrote con la tesis aquella de que se trataba de un delito preterintencional cuyo móvil era el robo, y el homicidio sólo una consecuencia surgida al paso. No se lo explicaba, pero lo celebraba profundamente. En cualquier caso todo esto era agua pasada. Lo importante era que Enrique, su amigo Enrique, estaba allí, dependía de él y había que ayudarle. Las reiteradas negativas del recluso a dejarse ver eran el primer obstáculo. Enrique era el preso más antiguo del Penal, y aún le faltaban quince años —¡quince años, Dios mío!— para ser puesto en libertad…

Anastasio estiró todos sus miembros. Y llenó sus pulmones con el aire perfumado de resina del Sotillo de los Pinos.

Ya era de día. El sol estaba a dos palmos sobre el horizonte e iluminaba con rayos oblicuos la mole imponente del Penal.

Fernández Cuenca, la cabeza inclinada, los hombros caídos, las manos en los bolsillos y el cigarro apagado en la boca, se fue acercando hacia el bloque de piedra.

—¿Quién va?

—Soy yo…

—A sus órdenes…

Las cigarras y los grillos, encendidos de nuevo sus agudos timbres de alarma, habían reiniciado ya su insoportable concierto.

«Hoy hará calor, mucho calor», pensó Anastasio.

Y se acercó lentamente a la puerta del presidio.