EXTENDIÓ EL TOALLÓN DE BAÑO sobre el cuerpo de Giselle para no verla. «Tonta del bote; eso es lo que eres tú. Mira a lo que me has obligado. ¡Tanto no querer ir a la peluquería, tanto no querer separarte de mí! ¿Tú crees que me divierte haber hecho esto, pedazo de boba?».
Cerró todas las contraventanas, y con un paño de cocina fue limpiando las manillas de las puertas, los grifos de los lavabos, los espejos, los vasos de cristal, las botellas, las teclas del piano, los cristales de las mesillas de noche; todo cuanto pudiera conservar, aunque fuera lejana, alguna huella.
«Le estoy haciendo el trabajo a la asistenta —pensó—. Esto la compensará del susto que se va a llevar mañana».
Acto seguido, Enrique introdujo sus manos en unos guantes de cabritilla, abrió la maleta, descerrajó el doble fondo, extrajo los fajos de billetes y llenó con ellos un maletín de respetable tamaño. Algunos no cabían y los guardó en los bolsillos. Después salió al exterior y guardó el maletín en el coche.
Se sentó frente al volante y antes de arrancar meditó. En la casa no había cartas; fotografías, tampoco. Dejaba mucha ropa, eso sí; pero toda ella encargada a nombre de Juan Luis Díaz. Su verdadero nombre no aparecía más que en su pasaporte y en los billetes del barco, y el tren, todo lo cual estaba en sus bolsillos. No se dejaba olvidado nada que pudiera comprometerle: la armónica, los dibujos…
Salió de nuevo al exterior, dio una propina al sereno, se metió en el coche y abandonó para siempre la casa de Giselle.
«¿Estás nervioso, Enrique? —se preguntó—. Ni pizca Esto va que chuta». Bajó por la plaza de la República Argentina hacia la Castellana. A su derecha quedaban los terrenos, que ya no serían nunca propiedad de Giselle. «¡Pobre chica! —se dijo con pena—; si no hubiera sido tan mema…». E hizo un esfuerzo para no volver a pensar en ella. Por Ríos Rosa enfiló hacia Cuatro Caminos. El coche debía de estar lleno de huellas. Convenía limpiarlo. Lo guardó en un garaje y encargó que lo fregaran de arriba abajo y le sacaran el máximo brillo por dentro y por fuera. Dio una propina anticipada, sacó el maletín y abandonó para siempre el automóvil. Bajó la escalerilla del metro de Cuatro Caminos y se fue a la Puerta del Sol, donde tomó un taxi que le llevó a la pensión.
—Señorito Enrique, su hermana le ha estado telefoneando toda la tarde. Que no dejara usted de ir a cenar a casa. Que era la última noche.
—Ya es muy tarde para ir a cenar —contestó Enrique—. Si llama otra vez, diga usted que no he regresado. ¡Y me voy a dormir, que mañana hay que madrugar!
Entró en su cuarto. Taponó el ojo de la cerradura, colgando su chaqueta de la manivela de la puerta, y vació sus bolsillos y el maletín, trasladando su contenido al falso fondo de la maleta. «Esto no hay quien lo descubra». Enrique se metió en la cama sin cenar. El recuerdo de Giselle le molestaba. Los saltos bajo su cuerpo y el largo, angustioso gruñido que dio cuando comenzó a apretar, se le representaban una y otra vez retrasando su sueño. Menos mal que no la había mirado, que cerró los ojos para no verla. Hizo un esfuerzo para alejar estos pensamientos y buscó otros que los sustituyeran. ¡¡América, América!! En cuanto le cogiera el tranquilo a eso del toma y daca, se independizaría de Javier. Cada uno sus tierras propias. Nada de sociedades en común. Pero al principio se ayudarían mutuamente, y el trabajar juntos les sería a los dos de gran utilidad. Tenía que hablar con Javier de esto desde el principio. Javier le estaría esperando en la estación por la mañana. Lo primero que harían al llegar era ir juntos al puerto a ver el barco iluminado. ¿Dónde dormirían? ¿En un hotel, o en el barco mismo? ¿Estaría abierta la aduana por la noche? Esto de la aduana sería un mal trago, el último mal trago. Estaba deseando verse a bordo. Se quedaría en cubierta, mirando cómo la tierra se alejaba, hasta perderse de vista. Esto sería bonito, sin duda. ¿Cuánto tardaría la tierra en desaparecer totalmente? ¿A qué distancia dejaría de verse? Durmió poco y mal.
Se vistió lentamente; bajó su equipaje al portal y buscó un taxi. A esas horas, abierta ya la mañana luminosa, regresaban algunos coches de las juergas nocturnas de los cabarets de las afueras. Los madrugadores —mujeres de la limpieza, con su breve paquete con el desayuno; gentes devotas, camino de las primeras misas— se cruzaban con los trasnochadores, los serenos, los periodistas, que regresaban de sus faenas. En las churrerías servían chocolate caliente, y el aire estaba turbio de aceite. Allí se encontraban los que amanecían y los que se negaban a descansar. El taxista, el escritor, el bohemio y la fulanita barata; el opositor que buscaba distraerse antes de dormir y el viajero, como Enrique, que tenía tiempo por delante antes de bajar a la estación. Enrique se acercó a la churrería buscando un coche. Ocupó un asiento en la misma mesa de un mecánico y lo invitó a chocolate. Toda cortesía era poca; pues a aquellas horas, muchos de ellos, necesitados de sueño, se negaban, no sin razón, a prestar servicio.
Y éste, a pesar de la invitación, también se negó.
—¡Si será fresco! ¡Eso debía decirlo antes de tomarse el chocolate!
—Eso de fresco se lo va usted a tragar —exclamó el taxista, amoscado— y su dinero también, que yo no se lo he pedido.
Y sacando el importe del chocolate se lo tiró a la cara.
Enrique no tenía ganas de broncas —no le convenían las broncas— y el incidente no pasó a mayores.
—¿Dónde va usted? —le preguntó un tercero.
—A la estación del Norte. A las siete y media sale el tren.
—Yo también voy para allá. Pero nos sobra tiempo… Si quiere usted, nos turnamos con sus bultos.
Enrique le miró con desconfianza. ¡Mira que si el tipo éste se me escapa con la maleta! Pero comprobó que no tenía media bofetada, y aceptó la compañía. ¡Buen tipo el gachó! Le contó que nunca se iba a dormir antes de las diez o las once de la mañana y que se aburría a muerte por las noches. Que se llamaba Malonito Pérez y que buscaba un trabajo que no exigiera mucho esfuerzo, pero que se pagara como si lo exigiese.
Era el clásico truhán simpático, y Enrique —mientras bajaban Gran Vía adelante buscando un taxi— hizo buenas mi gas con él. Llevaba el flexible muy ladeado y el traje ni era bueno ni era malo. Manolito Pérez le ofreció pitillos.
—De los caros —dijo—. Yo no tengo una «gorda», pero vivo como un señorito.
La Plaza de España, vacía de gentes, era un puro hervidero de pájaros. El aire era claro, fresco y sutil. Por encima de las copas de los árboles, trenzaban y destrenzaban su vuelo las golondrinas. Entre las ramas, toda una joven población alada hinchaba las plumas, se perseguía y cantaba a la nueva mana, gloriosa de luz, soberbia de azules.
—Yo soy un romántico —comentó Manolito Pérez extasiándose ante los pájaros—, y así no hay quien prospere…
Pasaron junto a una mole de Palacio, blanca y soñolienta, recién lavadas por el amanecer. Algo más lejos, unos camiones cargaban paquetes de periódicos frente a Rivadeneyra. Y un olorcillo a tinta todavía húmeda salía de los talleres a la calle.
Enrique comprobó la hora en su reloj de pulsera.
—Todavía hay tiempo —dijo.
—¡Qué pedazo de mañana! —contestó el otro—. Esto es gloria pura.
Cruzaron las rejas que separan la cuesta, ya vencida, del jardincillo de la estación. Hinchó los pulmones con satisfacción saboreando el aire matinal como lo haría un buen catador de vinos con un licor desconocido. Y el aire se detuvo en su garganta. Una pareja de guardias de Seguridad estaba frente a él, mirándole. «No seas pijo, Enrique, y tengamos la fiesta en paz. Aquello fue ayer, ¿no? Pues hoy es hoy, y aquí no ha pasado nada». Llamó a un maletero, le entregó los bultos y se despidió de su acompañante.
—¿Usted a dónde va?
—¿Yo? A ninguna parte. Me he dado este paseo por matar el tiempo.
—Pues váyase a dormir, que le hará falta.
—¡Quia! Ésta es la mejor hora del día. De aquí me iré a un café.
—Pues mucho gusto, Pérez. Y hasta la próxima.
—Adiós, hombre, y que tenga buen viaje.
En un banco, frente al quiosco cerrado de los periódicos, Enrique divisó a su madre, sentada junto a Ramón y Alicia. Su hermano Claudio estaba de pie con los billetes de andén en la mano y fue el primero que le vio. «Capítulo de sermones y lagrimitas. ¡Seamos valientes, y adelante!». Claudio se acercó a él, le pasó un brazo por los hombros y le llevó hasta su madre, que lloraba silenciosamente. Alicia también lloraba. Esto sí que era el colmo. Su hermana Alicia llorando. «¡Si será tonta!». Enrique ignoraba en la práctica la existencia de su hermana; y únicamente al verla se acordaba de que era un ser que había nacido de sus propios padres, que vivía y que tenía un nombre puesto por el cura en la pila bautismal. Si no hubiera acudido a la estación, ni se le habría ocurrido preguntar por ella. No lo habría notado. Pero he aquí que Alicia, al despedirle, lloraba. Lloraba porque se iba a América. Podía ella haberse ido y Enrique no se acordaría al día siguiente. «¡Qué raras son las mujeres!». Ramón lo estrechó fuertemente. Le dijo que estaba orgulloso de él y que daba por descontado que triunfaría.
—De eso puedes estar seguro —exclamó Enrique—. Voy a partirme los dientes. Voy a trabajar como un negro. Ya veréis de lo que soy capaz… ¡Un jabato; eso es lo que seré…!
Iban bajando la escalera que da a los andenes.
Su madre se inclinó hacia él y le dijo al oído:
—Te prefiero cabeza loca y a mi lado, que no un jabato, como tú dices…, pero tan lejos.
«Estas madres son terribles —sentenció Enrique para sí—. Mucho sermón, y cuando uno al fin se decide a sentar la cabeza, se quejan».
Llegaron a los andenes. El tren despedía bajo las ruedas chorros de vapor. Fuera de la boca de la estación, la locomotora se destacaba sobre el cielo clarísimo de la mañana como la cabeza de un rinoceronte, negro y descomunal, dispuesto a cornear el horizonte.
La máquina dio un tironazo que hizo crujir los vagones. Después comenzó a deslizarse lentamente.
Apoyado en la barandilla de su departamento, Enrique, muy emocionado, sonreía a cuantos habían ido a despedirle. Miró a Adolfo, Leopoldo, Ramón, Claudio y Alicia. Anastasio no estaba. Después miró a Celia. Y a su madre. Ésta le miraba con los ojos arrasados y no le decía nada. «¡Pobre vieja —pensó—, no ha tenido suerte conmigo!». Celia le sonreía.
—Que te portes bien, que seas formal.
«Tampoco ésta ha tenido suerte».
Levantaron todos la mano para decirle adiós, incluso Manolito Pérez, que con tal de no dormir se había quedado curioseando, ofreciéndose a unos y a otros por los andenes.
La madre y los hermanos de Enrique no iniciaron el regreso hasta que el tren se perdió de vista. En cuanto el vagón de Enrique se apartó unos metros, Celia volvió de nuevo la cabeza a un lado y a otro, visiblemente preocupada.
—¿Y Anastasio…? ¿No ha venido?
—Llegará tarde, seguro —comentó Adolfo.
Salieron de la estación.
Celia comentó tristemente:
—¡No ha venido Anastasio!
Manolito Pérez abrió la boca en un impotente bostezo. Se diría que quería tragarse la estación. Anotó la hora en un cuadernillo y salió a pasos lentos del andén. Fuera, tomó un taxi. Estiró las piernas y dio un cabezazo. «Creí que no me llegaría nunca la hora de dormir —pensó—. Yo no sirvo para trasnochar». Sacó de nuevo su cuaderno. Releyó las notas.
«A las diez, toma el coche frente a la casa de la viuda».
«A las diez y doce deja el coche en el garaje, manda que le cambien el aceite y lo limpien. A las diez y dieciocho toma el metro hasta la Puerta del Sol. Allí, cambia de parecer y coge un taxi. A las doce menos siete sube a la pensión Pascual, donde al parecer tiene una amiguita».
«A las seis y diez entra en la churrería».
«El tren de las siete treinta sale con dos minutos de retraso».
Pérez volvió a bostezar.
«¡Cómo se va a poner la viuda cuando se entere de que su amante se ha fugado! ¡Para un primer informe no está mal! ¡Me subirá la asignación! ¡Seguro!».
Bostezó de nuevo aparatosamente. Cuando llegó a la puerta de la casa, el taxista, zarandeándole, le tuvo que despertar.