VII
ALA DE LIBÉLULA

ENRIQUE, EN EL SALÓN, sentado ante el piano, improvisaba una melodía. Estaba intensamente pálido. Sus dedos tan pronto corrían sobre el teclado como se deslizaban suaves o se alzaban crispados para atacar los compases más duros.

«¡Yo hubiera sido un gran músico si hubiera querido!», pensó. Y esta vez pensó bien.

Interrumpió su labor para humedecer los labios en una taza de café puro que tenía junto a él en una mesita auxiliar.

«¿Estás nervioso, Enrique? —se preguntó a sí mismo—. ¡Dime la verdad!». «No lo estoy —se respondió—. ¡Además, todavía hay tiempo!».

Y miró la hora en su reloj de pulsera.

Enrique se había acostado muy tarde. La juerga organizada por Leopoldo se había prolongado hasta muy avanzada la madrugada. Hubiera podido retirarse mucho antes, pero una inercia insufrible, el temor de regresar a casa, le retenía, moviéndole a buscar un pretexto para tomar otra copa —que siempre sería la última— y sacar un nuevo tema de conversación procaz que prolongara la reunión y retrasara el encerrarse entre las paredes que ahora le cercaban.

El tema de Anastasio —azuzado por Leopoldo— hacía desternillarse de risa a las chicas, y la más inexperta de ellas confesó que con un hombre así estaría dispuesta a dejar de serlo.

Pero fue el propio Enrique quien se encargó de este menester. La chica, más ambiciosa que la casada infiel de García Lorca, estaba encaprichada con tener no ya un costurero, sino una máquina de coser eléctrica y Enrique tuvo la humorada de encargar y hacer que se la trajeran, por no pecar de moroso en el pago.

Enrique durmió poco y mal. No llevaba siquiera tres horas de sueño cuando la sensación de que algo urgente e inaplazable le quedaba aún por hacer ese día, víspera de su viaje, le desveló. Estuvo un largo rato bajo la ducha helada, gozando con el choque de la breve cascada sobre su cuerpo.

Después se vistió y se sentó ante el piano. «¿Estás nervioso, Enrique?». «Hay tiempo, todavía hay tiempo».

En realidad, no tenía motivo alguno para estar inquieto. Hasta ahora todo había salido tal como estaba previsto. Giselle había introducido en España ilegalmente una suma considerable, para invertirla, siguiendo los consejos de Enrique, en la compra de unos terrenos que se revalorizarían increíblemente en pocos años, y el dinero se guardaba en casa, en el doble fondo de una maleta, hábilmente reformada por Giselle bajo la dirección artística de Enrique: la misma maleta en que los billetes cruzaron la frontera por Irún. ¿Qué más podía pedir él?

La operación se reduciría a trasladar los billetes a otro sitio. Cuando Giselle se diera cuenta, Juan Luis sería un fantasma inexistente… ¡Y Enrique estaría tan lejos…!

«Éste es mi crimen —pensó Enrique—, mi verdadero crimen: prescindir de Juan Luis, asesinarle, hacerle desaparecer para siempre. ¡Era un tipo colosal!».

Y miró el reloj.

Las once de la mañana. Veinte horas más tarde, a las siete treinta del día siguiente, saldría el tren para Vigo, donde embarcarían rumbo a Venezuela. A las siete menos cuarto convenía estar en la estación. A las cinco y veinte era necesario salir de casa, camino de su domicilio oficial, donde guardaba el equipaje. Le quedaba, pues, mucho tiempo por delante.

Giselle tenía cita en la peluquería. Enrique contaba con este margen de dos horas para realizar el traslado de los billetes. Después iría a recogerla a la peluquería y haría vida normal con ella el resto del día y de la noche hasta la hora del viaje, viaje que muchos días antes había anunciado a Giselle, diciéndole que tenía que salir para Toledo a primerísima hora de la mañana para acompañar a unos músicos extranjeros a quienes le convenía extraordinariamente cultivar.

Enrique encendió un cigarrillo y miró en dirección al cuarto de vestir, donde estaba Giselle. Ésta, tumbada sobre el toallón de baño extendido a guisa de segunda alfombra sobre la moqueta, con las puntas de los pies estiradas hacia adelante, y los músculos de las piernas en tensión, presionó el suelo con las palmas de las manos y alzó, rígidas y paralelas, ambas extremidades, hasta conseguir la perfecta verticalidad. Dobló acto seguido una rodilla, después la otra, y con movimientos rítmicos y lentos comenzó a pedalear sobre una invisible invertida, imaginaria bicicleta.

—Un dos…, uno; un, dos…, dos; un, dos…, tres; un, dos…, cuatro; un, dos…, cinco; un, dos…, seis.

Mientras pedaleaba, se miraba en un espejo lateral de tres cuerpos. «No están mal mis piernas, para mi edad».

—Un, dos…, veinticuatro; un, dos…, veinticinco…

Las juntó para hacer la tijereta. Después, muy lentamente, gozándose en el tiempo que invertían en llegar al suelo, las fue bajando hasta alcanzar la horizontal. Sin incorporarse, respiró hondo y descansó.

—¿Por qué no tocas más, querido Juan Luis? ¡Era sublime! ¿No me oyes?

Enrique no se molestó en contestar.

—¿No quieres que te hable? —insistió Giselle.

¡Do! —respondió el piano en su lugar, sobre cuya tecla correspondiente descargó Enrique el índice con violencia.

Giselle se incorporó y se sentó, a la usanza mora, frente al espejo.

«¡Jesús, qué indecente soy!», pensó. Y añadió en voz alta:

—¡No te acerques sin avisar, querido mío, que estoy haciendo gimnasia y no quiero que me veas así!

¡Dooo! —aseguró el piano, con impaciente vibración.

Giselle estiró el cuello como un gallo en trance de cacarear y comenzó a girar la cabeza rápidamente de un lado a otro.

—Izquierda, uno; derecha, uno; izquierda, dos…, derecha, dos; izquierda, tres…, derecha, tres… ¡Qué ridículo es esto! ¡Cuatro! ¡Cochura por hermosura! ¡Cinco! Izquierda, seis…, derecha, seis. —Al llegar a diez, descansó. Y con las yemas de los dedos, a palmaditas cortas y nerviosas, se hizo un masaje en el cuello, la barbilla y la nuca.

«Los hombres no merecen todo lo que hacemos por ellos».

—¡Querido!

El piano tardó en contestar.

¡Re! —dijo al fin.

—¿Quieres que te sirva otra taza de café? ¡Tocas tan bien cuando te excitas!

¡Mi! —contestó ahora rápido.

Giselle, de un salto, se puso en pie.

—¡Ahora mismo te lo sirvo!

Se echó la bata de gasa, de color rosa viejo; que tanto daba no ponerse nada, de puro transparente que era. Tenía forma de campana: ceñida y estrecha por los hombros y amplia y desahogada a la altura de los pies. Anudó cuidadosa y púdicamente el grueso lazo de raso que remataba los dos bordes bajo el cuello y, descalza como estaba, corrió a preparar la taza. Apenas la hubo entregado, se retiró dos metros para que Enrique la viera mejor.

—No me gusta que te pasees desnuda por la casa. Ese tul es indecente.

Giselle suspiró, conmovida por tanta ignorancia.

—Este «tul» no es tul, cielo mío. Es gasa. Y se llama «ala de libélula».

Con paso de vals, Giselle, sobre las puntas de los pies, dio dos vueltas en redondo para que el «ala de libélula» se agitara con el breve viento de su giro.

«Es tonta del bote —comentó Enrique para sí—. No tiene remedio».

—Si mi hombre va a trabajar, me marcho; si va a descansar, me quedo.

—Quédate —le dijo Enrique—. Hoy no puedo trabajar. Le estoy dando vueltas a lo del negocio. ¡Creo que vamos a dar en la diana!

—¡Yo también estoy segura, querido! Y por eso no me preocupa lo más mínimo. Sólo me agobia tener tanto dinero en casa… ¡Ah!, ¿no te lo he dicho? Ayer estuve con el alcalde…

Enrique la miró con expresión glacial.

—No sabía…

—No me mires así, querido. Siempre piensas que voy a cometer una tontería. La prolongación se unirá con la carretera de Francia. Desde los nuevos ministerios hasta allá habrá una inmensa avenida rodeada de rascacielos… todos nuestros…

—Ya te lo dije…

—Sí. Ya me lo dijiste. Pero ¡tú eres un músico, un pintor, un artista, un ser superior! Y él, en cambio, sabe las cosas: es el alcalde…

—¿De qué más hablasteis?

Giselle le miraba ahora con gesto inocente. Pero Enrique creyó advertir un deseo de penetrar en su mirada, de leer sus pensamientos.

—¿Ves tú? No te fías de mí. ¡Qué equivocado estás! ¡Si supieras las medidas que he tomado para que todo salga bien! —Lo dijo sin recalcar las palabras, sin subrayarlas con el tono de voz.

—¿Qué medidas? —preguntó Enrique indolentemente, mientras se llevaba la taza a los labios. Pero percibió que ella buscaba en sus ojos un punto de turbación y prefirió dejar de estudiarla a cambio de no ser estudiado.

—No le habrás dicho que al alcalde que has entrado el dinero en España ilegalmente…

—¡Ni lo pienses! ¿Me crees zonza?

Enrique miró la hora en su reloj de pulsera y bebió dos sorbos más.

—Anda. Vete para dentro y vístete. Que tienes cita en la peluquería.

Giselle giró de nuevo sobre sí misma, agitando suavemente los brazos como en un paso de ballet, hasta que el «ala de líbélula» se alzó desde el suelo, flotando en un gran círculo vaporoso a la altura de los hombros. El cuerpo de Giselle era blanco como el de un calamar.

—¡Estás indecente, Giselle; vístete! —gritó Enrique antes de que ella, girando como una peonza alada, cerrara la puerta tras sí.

«¿Qué habrá querido decir con eso de que ha tomado las medidas para que todo salga bien? —pensó Enrique—. ¡Si será boba! ¿Le he dado algún motivo para que sospeche de mí? ¡No, padre! ¿No la he dejado en libertad para que ella misma se entienda con los vendedores de los terrenos? ¡Sí, padre! ¡Pues entonces…!».

Los vendedores estaban de acuerdo en percibir el total de la cantidad en billetes de banco suizos. Y sólo habían exigido —no sin poco disgusto por parte de Enrique— la entrega de una cantidad a cuenta.

«Pero ¿quiénes se habrán creído estos mercaderes —decía Enrique, indignado— que somos nosotros?».

Todas las operaciones previstas eran reales: la compra de los terrenos; la escritura sin más falsificación que la del precio (pero esto sólo a efectos de ahorrar en el impuesto de derechos reales); la constitución de la sociedad compradora, en la que Enrique ni siquiera tenía una pequeña participación… ¿A qué medidas se refería ahora la tonta esta «para que todo salga bien»? Enrique se puso en pie. Estiró los brazos, bostezó y se dirigió a su habitación.

En el suelo del cuarto de vestir, las manos en la nuca, la faldilla de la combinación recogida por los muslos, Giselle, las piernas en alto, hacía la tijereta.

—Veo que te has puesto la combinación. Pero no me parece bastante para la peluquería. ¿No te vistes?

Giselle, de un brusco movimiento, bajó las piernas y se estiró la combinación.

—¡No me gusta que me mires así!

—No te miro. Te veo. ¿Por qué no te vistes? Es tardísimo. No vas a llegar…

—Lo he pensado mejor. Iré mañana…

Enrique estaba apoyado en el marco de la puerta. Muy sosegadamente, insistió:

—Si te das prisa, todavía llegas a tiempo. Yo te llevo… Y después nos vamos a comer juntos por ahí. ¿De acuerdo?

—No, querido. Deberías agradecérmelo… No quiero separarme de ti ni para ir a la peluquería.

—Pero ¡si yo, de todas maneras, tengo que salir…!

—Y si tú sales —dijo Giselle, muy lentamente—, ¿quién se queda guardando el dinero?

—No había pensado en eso —dijo Enrique—. Creo que tienes razón…

Y se retiró del marco de la puerta.

«No cometas la menor torpeza —se dijo Enrique—. Insistir sería imprudente». «¿No has dicho que tenías que salir?». «¡Pues sal!». «Fuera estudiaremos lo que conviene hacer». «En cualquier caso te sobra tiempo».

Desde la puerta de la calle, Enrique gritó:

—¡Estaré fuera una hora o así! ¡Hasta luego!

Enrique aprovechó la mañana para hacer una visita a su madre. No quiso utilizar el coche de Giselle. Y se fue a pie, paseando y meditando hasta encontrar un taxi que le llevara.

No había detalle que no estuviera pensado, medido. Dos semanas antes, y para justificar ante su familia su presencia en Madrid, Enrique había tomado una habitación a su verdadero nombre, en una pensión poco recomendable, donde nadie se extrañaría ni se ocuparía en saber si pasaba las noches dentro o fuera de casa.

En esa habitación guardaba Enrique en los armarios las compras necesarias para el viaje a América y una maleta, también de doble fondo, construido por él, de acuerdo con las experiencias obtenidas del que utilizó Giselle para pasar el dinero desde Francia. A una hora determinada, Enrique pasaría por la pensión y llenaría con su fortuna tan hábilmente ganada la falsa bodeguilla de su maleta. Más tarde, inmediatamente antes de la salida del tren para Vigo, pasaría a recoger tan estupendo equipaje.

A Enrique le parecía imprudente dejar transcurrir demasiado tiempo entre la obligada denuncia de Giselle, con la que contaba de antemano, y el instante solemne en que el buque zarpaba del puerto.

En casa de su madre hubo lagrimitas, protestas, promesas de cartas y la felicitación calurosa, sincera, de sus hermanos. A pesar de lo intempestivo de la hora, todos irían a despedirle a la estación.

Al regreso, durante el almuerzo, mano a mano con Giselle, Enrique apenas pronunció palabra. No podía alejar una idea obsesiva, torturante, que se le había incrustado en el cerebro.

«Giselle sospecha algo». «Pero ¿qué más te da a ti —se replicaba— que sospeche o no? Hasta puedes llevarte el dinero de sus narices, si quieres, con tal que no sepa tu nombre».

—Escucha, Giselle —le dijo, a los postres—. Comprendo que peco de desconfiado; pero ¿no te da miedo guardar tanto dinero en casa?

—Un miedo horroroso, querido Juan Luis; pero si metemos en el Banco las divisas, habrá que justificar su entrada en España, y si hacen la vista gorda, nos entregarán la contrapartida en pesetas, al cambio oficial. ¿Te das cuenta de la pérdida tan horrible que esto representa? ¡Tú mismo me abriste los ojos en esto!

—¿Y cómo no se nos ha ocurrido meterlo, no en una cuenta corriente, sino en una caja de alquiler en el Banco?

Giselle vaciló.

—¡Cómo no me has dicho antes que en España existe eso!

—Porque soy un artista, como tú dices. Y los artistas vivimos en la luna. En una caja así puedes guardar joyas, plata o un paquete de divisas. ¡Lo que quieras!

—De acuerdo, mi amor. Haz lo que juzgues más prudente.

—Pues mete el dinero en un maletín y me lo llevo ahora mismo en el coche.

Giselle miró el reloj, y dijo muy lentamente, clavados sus ojos en los de Enrique:

—Los Bancos están cerrados al público por las tardes, ¿no?

Enrique sintió un cosquilleo molesto en el estómago. Encendió un pitillo riendo.

—Una cantidad así… ¡aunque sean las doce de la noche! ¡Pues no saben poco los Bancos! Anda. Prepárame un maletín con los billetes.

Giselle hacía esfuerzos ingentes para dominarse.

—No quiero que seas tú quien lleve ese dinero —dijo al fin.

—Pero ¡Giselle…!

—¡He dicho que no quiero!

Le miraba, muy engallada, con gesto retador.

Enrique miró el reloj. «Hay tiempo —se dijo—. No te precipites. Cálmate y cálmala».

—No quiero que tú lleves el dinero —volvió a repetir Giselle, dando una patadita en el suelo.

—Dejémoslo ya… —dijo Enrique con voz muy sosegada—. No vale la pena llevarse un disgusto por eso. Total, de aquí a mañana no va a pasar nada. Anda, dame un beso… y échate a dormir, si quieres. Yo voy a trabajar un rato. Mañana por la mañana, mientras yo esté en Toledo, tú misma lo llevas a una caja fuerte o haces con él lo que quieras…

Enrique regresó al salón y cambió la palanca del teléfono, para tener la seguridad de que Giselle no lo utilizaría desde el dormitorio.

Se sentó ante el piano, dejó discurrir los dedos sobre el teclado, tocando unos compases, y en seguida lo dejó. Se llevó ambas manos a la cara. ¿No sería prudente renunciar a todo, al viaje a América en primer término, y esperar otra oportunidad, otra ocasión? «¡No! ¡Eso nunca! —se dijo, reaccionando con rabia—. América es mi gran oportunidad. Vete entonces sin el dinero. ¡No! ¡Eso, menos! Sería tanto como ir de criado de Javier».

Enrique agitó la cabeza de un lado a otro, como para quitarse una idea descabellada de entre las cejas.

«El único riesgo —se repetía una y otra vez— es que Giselle descubra mi verdadera personalidad». «Y lo descubrirá, no lo dudes —le decía su segunda voz—. En cuanto la pobre denuncie a la policía a Juan Luis Díaz de Vivar, descendiente del Cid y propietario de un castillo en Arenas de San Pedro, las carcajadas de los agentes se van a oír en Lima. Comprenderá entonces que te conocía por un nombre fingido. Por eso, se dirá, no cruzaste la frontera con ella, cuando el contrabando de las divisas, para no arriesgarte a usar tu pasaporte con tu nombre verdadero. Por eso renunciaste tan generosamente a participar en la sociedad compradora de los terrenos, pues hubieras tenido que justificar ante el notario tu personalidad. Lo comprenderá todo y hará lo indecible para descubrir tu verdadero nombre. Y no sólo por recuperar su dinero, sino para vengarse de quien la ha humillado, de quien se ha burlado de ella…, de quien…». «¡Bien, bien; de acuerdo! —cortó Enrique en seco—. Pero ¿cómo va a averiguar quién soy yo? ¿Cómo va a unir a su Juan Luis con Enrique, cómo va a…?».

«Tiene mil medios. ¿No sabe ella acaso que estuviste en una boda en casa de Celia Guzmán, una boda (tú mismo se lo dijiste) servida por Chicote? ¿Crees que sería difícil averiguar el nombre de uno de los invitados, de tu edad, de tus características, y compositor y dibujante, por añadidura?».

Enrique no replicó esta vez a su voz interior. Un sudor frío comenzó a perlar su frente.

«De haber realizado esta mañana la operación, como tenías pensado, quizás ahora mismo —Enrique miró su reloj— todo estaría ya descubierto».

«Eso quiere decir que tienes que renunciar a tu plan o completarlo. Giselle no debe sobrevivir al robo. Te descubriría».

Enrique posó las manos en el teclado y comenzó a tocar.

«Si vive, te descubrirá… Si vive, te descubrirá…».

Los dedos despertaban unos compases monótonos, repetidos, angustiosos.

«Si vive, te descubrirá… Si vive, te descubrirá…».

La música comenzó a crecer como un gran mar encrespado que ascendiera invadiéndolo todo.

«Si vive, te descubrirá…, te descubrirá…».

Al fin, cesó de tocar. Apartó sus manos, conteniéndolas, pues ellas solas hubieran querido seguir sobre el piano. Se le disparaban, tensos los dedos, hacia el teclado.

Se puso en pie. Miró de nuevo su reloj. Respiró hondo. Encendió un cigarrillo y, alzando el índice de su derecha, golpeó en el piano la tecla convenida para llamar a Giselle…

—¡Mi, mi, mi!

—¡Ya voy, querido! —oyó que le decía desde lejos—. ¡No seas impaciente! ¡Ya voy!

Giselle, al entrar, protestó:

—No me gusta que me trates así —dijo—. Ni que tengas malos modos conmigo. A la primera vez que me llamaste, ya te oí… No tenías por qué insistir…

—Pero, Giselle… ¿Estás todavía sin vestir?

—¿No te gusta esta combinación, amor mío?

—Giselle, querida, ya te la vi esta mañana; y sigo opinando que las combinaciones, las batas y los camisones deben servir para cubrir algo. Lamento que la opinión de tus modistos no coincida con la mía.

Giselle se arrodilló a los pies de Enrique.

—Mi adorado puritano… Tan noble, tan artista, tan puro, tan español… ¿Qué quiere mi Calderón de la Barca?

Enrique la besó en la cara.

—¿Qué te pasa, amor mío? ¡Estás helada!

—No me pasa nada —dijo Giselle, disimulando su turbación—. Esa música tuya me ha impresionado. Eso es todo. Es lo mejor que has hecho en toda tu vida.

Y se puso en pie, apartándose unos metros de Enrique.

—Giselle… —dijo éste—. No pretendas engañarme. Háblame claro. Veo que recelas algo…, que temes algo. Si puedo ayudarte, si puedo tranquilizarte, ¿qué esperas para decírmelo?

Hizo una pausa. Y añadió con melancolía:

—A no ser, Giselle… que receles precisamente de mí.

La mujer se torturaba las manos y le miraba con angustia.

—No sé de qué voy a recelar. Ya te dije que he tomado las medidas necesarias para que todo salga bien…

—Y me lo dices recalcando tus palabras. Para que yo me entere bien, como si con eso quisieras que cambiara mis planes…

—¿Qué planes? —preguntó Giselle sin disimular su angustia.

—No sé, Giselle, no sé… —añadió Enrique, desolado—. Esos que tú imaginas, esos que tú recelas, como si yo te hubiera dado motivo para…

De pronto Giselle pegó un grito horrible llevándose las manos ala boca.

—¡Aaaaay!

El corazón de Enrique se disparó, como si le hubiesen inyectado diez gramos de cocaína.

—¡Mírame ahí, en el espejo! ¡Tenías razón! Estoy como desnuda con esta combinación. ¡No me mires, por Dios! ¡Vuélvete de espaldas! Estoy desnuda…

Mientras Giselle corría, pegando saltitos por el pasillo, camino de su habitación, Enrique cerró los ojos como si un gran peso se le quitara de encima. Después, intentando serenarse, miró de nuevo el reloj y se fue lentamente en busca de Giselle.

Antes de seguir al dormitorio, penetró en la cocina, abrió la nevera y llenó un vaso con varios cubitos de hielo. Cogió la botella de ginebra, la destapó y la inclinó sobre el vaso para servirse. Después lo pensó mejor y no lo hizo. Miró hacia la puerta de servicio. Estaba cerrada con llave, desde dentro. Miró de nuevo la hora en su muñeca. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a la habitación, lentamente.

«Ha querido ganar tiempo con esa majadería del grito, para decidir si me dice o no qué medidas ha tomado… contra mí».

Giselle, tumbada en la cama, fingía llorar. Sobre la combinación se había puesto su bata rosa de gasa.

—He sido muy mala contigo… Perdóname, corazón mío…, perdóname. —Lo decía entre sollozos, con grandes hipidos. No sé lo que me ha ocurrido. He tenido miedo. Me he puesto muy nerviosa… y tengo que confesarte algo… y… ¡no sé cómo decírtelo!

—Vamos, vamos —la tranquilizó Enrique—. Si esto te agita, no me lo digas hoy…

Pero Giselle se lo dijo, y Enrique percibió muy bien un dejo de amenaza, entre las lágrimas de disculpa.

—Te he denunciado. Sí, sí, no te rías. Te he denunciado. Si algo le pasa al dinero, si algo me pasara a mí, la policía te buscaría antes que a nadie.

«Mira, mira la viejecita esta del demonio —pensó Enrique— qué bien me ha advertido que sea bueno con ella». Y añadió en voz alta:

—Tú has hecho eso, Giselle…, ¡conmigo!

Giselle lloraba con falso desconsuelo.

—Soy una perversa. No merezco que me perdones siquiera… Tú, que eres tan bueno conmigo…

Giselle se incorporó para añadir:

—Le di tu nombre a la policía.

El pensamiento de Enrique fue rápido: «¡Giselle no sabe mi nombre! Está clarísimo. Quiere asustarme. Al saber yo que me ha denunciado, no podré cometer con ella ninguna fechoría. Eso es lo que piensa. Si hubiera descubierto mi verdadera personalidad, me lo diría ahora; me lo habría dicho ya, para atemorizarme más. Si no lo ha hecho, no lo sabe…».

—Se quedaron muy impresionados con tu apellido. Me dijeron que serías un duque, por lo menos, o un conde. Que les sonaba mucho ese nombre: Díaz de Vivar…

Enrique se puso en pie.

«¡Pobre tonta! —dijo para sí—. Te acabas de sentenciar…».

—¿Por qué estás tan callado…? ¿Porqué no hablas?

—Estoy triste, Giselle. Estoy triste por lo que me has dicho.

Enrique creyó percibir en ella una oculta satisfacción. Como si pensara: «Ahora ya no se atreverá a hacerme nada». Y se sintió dolorido, herido en su amor propio.

—¿Qué he podido hacerte, Giselle; qué mal te he hecho nunca para que pienses así de mí?

Y Enrique se asombró de sí mismo, pues al decirlo había sido sincero. «Enrique, no hay quién te entienda», pensó. Y dijo en voz alta:

—No hay quién te entienda, Giselle…

Giselle estaba ahora triunfante; se sentía ganadora de la partida. Alzó los brazos hacia Enrique con mimo.

—Acércate, pichón.

Enrique se sentó al borde de la cama.

—Estoy pensando —dijo— cuánta maldad, cuánta desconfianza cabe en la cabeza de una mujer. —Y al decirlo la besó en las párpados.

—No me avergüences, Juan Luis; ya he te pedido perdón…

—Sí; pero más que pedirme perdón, parecía una advertencia. Más aún: una amenaza. «Te advierto que si me pasa algo… la policía sabrá que has sido tú. Te he denunciado…».

Y volvió a besarla en la cara.

Giselle se estuvo queda, con los ojos cerrados, mientras Enrique la besaba.

—¡Qué bien lo haces, cielo mío!

Enrique enlazó su cara en las manos y le acariciaba suavemente con los dedos —en la nuca y en las sienes— el nacimiento del pelo. Y bordeando su boca en una cadena de besos, deslizaba sus labios por la comisura de los de ella.

—¡No seas cruel conmigo! —suspiró Giselle.

Y después añadió, sonriendo:

—¡Qué bien conoces tus armas!

—Genial. Esto sí que es bueno… —bromeó Enrique—. Mi Giselle ha sonreído… ¿Sabes lo que te digo? ¡Estás divina! Más guapa que nunca… ¿Será la gimnasia? ¡No, señor! ¿Será el andar todo el día en cueros vivos por la casa? ¡No, señor!

Giselle seguía echada en la cama y Enrique sentado junto a ella.

—Yo te lo voy a decir —continuó Enrique—. A ti lo que te sienta bien… a la cara es la desconfianza, el recelo, la ingratitud…

—¡Cállate, mi amor! —dijo Giselle, tapándole la boca con la mano—. ¡No me recuerdes eso! ¡No seas cruel!

Y una lágrima se deslizó por sus mejillas.

—¡¡¡El rimel!!! —gritó Enrique, como quien llama a los bomberos.

Giselle sonrió.

—Lo que a ti te pasa es que estás enchulada conmigo. ¡Confiésalo!

Giselle —llorando y riendo— movió afirmativamente la cabeza. Enrique la besó en la frente. Y deshizo lentamente el lazo de cinta rosa que ceñía su cuello.

—Pero, vida mía —rió Giselle—. ¡Si es la hora de cenar!

—No vale defenderse —protestó Enrique.

Cogió las manos de Giselle y las bajó a lo largo de su cuerpo.

—¿Ves tú? Así, como un soldado, en posición de firme…

Giselle cerró los ojos dejándose hacer. Enrique se puso a horcajadas sobre ella, sosteniendo con sus rodillas los brazos de Giselle, y tiró fuertemente de los extremos de la cinta. Giselle abrió los ojos espantada, y Enrique cerró los suyos para no verla. Se agitaba bajo él, como una yegua encabritada, se escurría como una anguila, y Enrique estuvo a punto de caer. Inclinó todo su cuerpo sobre el de ella y apretó con todas sus fuerzas, hasta sentir dolor en los músculos de los brazos y en las manos. Apretó hasta que Giselle dejó de bailar bajo él. Y cuando percibió que no se movía, sin abrir los ojos siguió apretando.

Al fin descabalgó, y, sin mirar al lecho, tambaleándose, penetró en el cuarto de vestir y desde allí fue al cuarto de baño. No quiso verse en el espejo. Se desnudó, y se duchó con agua fría. Alzó el rostro para que la lluvia le diera en la cara. Dio un resoplido con fruición.

—¡Qué rica está el agua; qué rica!