VI
LA TAZA DE TÉ

MINUTOS MÁS TARDE, Anastasio cruzaba la verja de casa de Celia. El criado le acompañó hasta el cuarto de estar. Los salones estaban en penumbra. Todas las ventanas tenían las persianas corridas, para evitar el calor, y habían retirado las alfombras. Siempre que entraba en aquella casa, Anastasio sentía una sedante sensación de bienestar. Era silenciosa, majestuosa y triste. En invierno, no se notaban, como ahora, los pasos al andar sobre el parquet. Había que cruzar un vestíbulo, el hall del Madrazo y del Vicente López, y dos salones más antes de llegar a la salita donde Celia le recibía. Los primeros eran imponentes y grandes. Esta otra habitación era acogedora, audazmente moderna, cómoda y alegre. Celia estaba haciendo punto.

—Te vas a quedar ciega de trabajar con tan poca luz.

Celia le enseñó su obra.

—¿Te gusta?

—Admirable.

—Es para Carmina. Un chal. Para cuando tenga el niño.

Anastasio se sentó frente a ella.

—¡Qué elegante vienes hoy!

—Es que hemos tenido una comida para despedir a Javier y a Enrique.

Celia bajó los ojos y siguió haciendo punto, sin decir nada ¡Qué bonita estaba! A Anastasio también le gustaba más Celia cuando llegaba el verano. Vestía un traje muy sencillo, casero, de escote cuadrado. No llevaba medias. Si Anastasio supiera pintar, le haría un retrato así en penumbra, la cabeza inclinada y el cuello desnudo, perfecto, los hombros un poco bronceados, tersos…

—Javier me telefoneó ayer para despedirse. Con todo lo brutote que parece, es de lo más correcto —comentó Celia.

Anastasio era incapaz de mancharla con un mal pensamiento. Si alguna vez una idea torpe, sin él consentirlo, se le venía las mientes, acto seguido la miraba a los ojos, y el mal pensamiento se esfumaba. Los ojos de Celia eran un antídoto contra el pecado. Irradiaban tanta dulzura, tanta serenidad…

—En cambio, Enrique no se ha despedido.

¿Por qué Celia no se habría casado? Carmina fue la primera de las hermanas, hacía ocho meses. Y Amalia hacía dos. Ninguna podía compararse con su hermana mayor. Pretendientes los habían tenido y los seguía teniendo a montones. A Anastasio le molestaba pensar en los pretendientes de Celia, y le molestaba también que ninguno la hubiera llevado al altar.

—¿Irás a la estación a despedir a Enrique y a Javier?

—Sí.

—¿No te importa acompañarme?

—Sí me importa, pero lo haré.

—¿Por qué te importa? —dijo Celia, adivinando la respuesta. Y levantó los ojos de su labor, sonriendo.

—Porque estoy celoso de Enrique —comentó Anastasio bromeando.

—¡Qué mala persona eres! ¡Tú nunca me has querido!

Anastasio no dijo nada. Se arrellanó en su sillón y encendió un pitillo. Se encontraba bien allí. Siempre se encontraba bien junto a Celia. Le divertía ese medio juego de indeciso floreo y agradecía a Celia su generosidad al permitírselo: al permitírselo y al provocarlo muchas veces. Cuando lo provocaba, ya no le parecían tan dulces sus ojos, sino cargados con toda la malicia del mundo. En cualquier caso, ¿cómo se podía comparar la sucia juerga que se estarían corriendo sus amigos, con esta sensación tan grata, tan pacífica, tan llena de encanto de sentirse junto a Celia?

Y apenas lo hubo pensado, cuando un recuerdo lejano —lejano y entrañable— se posó junto a él.

Fue en San Sebastián, bajo las arcadas del Paseo de la Concha. Celia iba entonces vestida de colegiala. Se había refugiado él en aquel escondite para que no le encontrara Enrique, que pretendía arrastrarle a una increíble aventura con dos extranjeras mucho mayores que ellos.

Celia cantó unas canciones. ¿Cómo eran? ¡Ya no las recordaba! Pero estaba seguro de que aquel día se hizo esta misma consideración. ¿Cómo podía compararse aquella sucia juerga que se estaría corriendo Enrique con esa sensación tan grata, tan amable, de estar junto a Celia, y charlar y reír y bromear con ella?

—Celia —dijo de pronto Anastasio—, ¿cómo era aquella canción que me cantaste un día, a la salida del colegio? ¿No te acuerdas? Era de noche, junto a la playa, bajo las arcadas de la Concha…

Celia entornó los ojos para recordar.

—¿No te acuerdas, mujer, no te acuerdas?

Celia sonrió como ella sólo sabía hacerlo.

—Ahora caigo. Era cuando tú me querías…

Y se le quedó mirando y riendo, feliz al observar la turbación que sus palabras producían en Anastasio.

—Eso no es verdad. Yo no te quería. Dime: ¿cómo era esa canción?

Celia no estaba dispuesta a dejar de torturarle.

—¿No me querías, eh? ¿A qué hoy no serías capaz de buscar un pretexto para llevarme de noche bajo las arcadas de la Concha?

—Eres terrible, Celia. ¡Qué cosas se te ocurren! Dime, ¿cómo era esa canción?

Celia tarareó muy bajo:

El confesor me ha dicho

que no te quiera.

Y yo le dije: ¡Padre…

si usted la viera…!

Es tan bonita…

es tan bonita,

que sólo con mirarla

las penas quita…

Anastasio se puso en pie con gesto desolado. Alzó los brazos y los dejó caer a lo largo del cuerpo. «No lo puedo remediar, Celia; no lo puedo remediar. Perdóname por decírtelo, pero… te quiero. Es algo más fuerte que yo. Sé que estás jugando conmigo. Y te quiero a pesar de todo. Tú sí que eres bonita. Tú sí que sólo con mirarte quitas las penas». Anastasio pensaba eso, y no lo decía. Era incapaz de decirlo.

—No era ésa la canción, Celia, no era ésa.

—¿Sabes lo que te digo? Me acabas de mirar de una manera, que me has sorprendido.

Anastasio volvió a sentarse.

—No he querido molestarte. ¿Te he molestado, Celia?

Celia movió negativamente la cabeza.

—Al revés… Me has mirado muy monamente… Como si… —Y Celia, dejó vagar en su expresión unos puntos suspensivos. Después añadió—: Escucha. A ver si era ésa la canción de aquel día.

Y la tarareó muy despacio para no perderse en los juegos de palabras:

No me mires, pues miran

que nos miramos.

Miremos la manera

de no mirarnos.

No nos miremos,

y cuando no nos miren

nos miraremos…

Celia y Anastasio se miraron en silencio.

—Tú no tendrías ningún plan esta tarde, ¿verdad? —preguntó de pronto Anastasio.

—Había quedado en salir con Carlos, pero voy a telefonearle que me duele la cabeza.

—¿Quién es Carlos? —preguntó alarmado.

Celia no respondió, se encogió de hombros y tocó un timbre.

—¿Te duele la cabeza, Celia? —preguntó Anastasio.

—¡En absoluto! —contestó riendo.

Entró el criado, y Celia le encargó que telefoneara al señorito Carlos, que no podría salir; que la disculpara.

—¿Por qué has hecho eso? No me gusta que lo hayas hecho.

Celia, sin levantar los ojos de su labor, replicó:

—No pienso regalarte el oído.

—Pero, Celia… —protestó Anastasio—, ¡si tú no me quieres!

Celia guardó silencio unos segundos. Después, dejando la labor, añadió con firmeza:

—¡Si vieras cómo me aburre oír siempre las mismas galanterías de muchachos que tienen los mismos problemas, que visten igual y que hablan de las mismas cosas! Prefiero mil veces tu compañía, ¡mil veces…! Además, tú respiras tranquilidad. Me das paz…

—Vamos, vamos. ¿Cómo puedes decir eso si toda tú eres paz?

Celia se puso muy seria.

—¡Qué sabes tú de eso!

—¿Qué te pasa? ¿Tienes algún problema?

Los ojos de Celia se llenaron de lágrimas.

—Mamá se va a casar…

Anastasio se quedó como de piedra. Después reaccionó y se puso violentamente en pie.

—¡Te lo suplico, Celia! ¡Te lo he pedido varias veces! ¡No llores delante de mí! ¡No lo puedo resistir!

Celia, entre las lágrimas, sonrió.

—No te pongas así…

—Me dan ganas de abrazarte, de besarte, de tomarte en mis brazos y de llorar yo también. No lo puedo evitar.

Celia reía ahora de buena gana. No era la primera vez que Anastasio la veía reír mientras sus ojos se ahogaban en lágrimas.

Celia las secó sin dejar de reír y echando la cabeza hacia atrás retó a Anastasio con audacia.

—¿Qué has dicho que te gustaría hacer?

—No me tientes, Celia; no me tientes: abrazarte, besarte…

—¿Por qué no lo haces…?

Anastasio se irritó.

—Eres una coqueta, una chiquilla estúpida; eso es lo que eres. —Y se sentó muy enfadado. Apagó el pitillo, aplastándolo contra el cenicero, y encendió otro—. A ver si hablamos en serio, Celia. Si tu madre se casa, ¿viviría aquí?

—¡Claro! La casa es de ella. Y aunque no me lo haya dicho, está deseando que me case yo. Pero ¿qué voy a hacer? ¿Casarme con el primero que llegue, aunque no me guste, aunque no me interese, aunque no le quiera? ¿Poner un anuncio en los periódicos buscando novio? Me pasa como a sor Juana Inés de la Cruz. A los que me quieren, no los quiero yo; y a los que podría llegar a querer, ésos nunca me dicen nada.

—Hay cosas que no necesitan decirse… —murmuró muy bajo Anastasio. Y no lo había acabado de decir cuando ya estaba arrepentido.

—¡Qué disparate! —exclamó Celia—. Todo necesita decirse.

Y le miró a los ojos retadora. Dejó a un lado su labor, juntó las manos sobre las rodillas y se inclinó sobre el respaldo del sillón, sin dejar de mirarle.

—¿No crees que todo necesita decirse? —añadió.

Anastasio sacó un pañuelo y se secó la frente.

—¡Parecía que no hacía calor, pero hace un calor brutal…!

Celia se llevó las manos a la cintura para contener la risa. Su cuerpo se inclinaba de atrás adelante al compás de sus carcajadas. Anastasio no sabía qué hacer: si abofetearla o cogerla por los hombros y besarla.

—Eres de lo más bobo que he visto —exclamó muy corrido—. ¿De qué te ríes?

—¡Te adoro, te adoro…!

—Pero, Celia, no seas cruel. ¿En qué sentido lo dices?

Celia dejó a medias de reír.

—Siéntate aquí, a mi lado, y cuéntame cómo te declararías tú sin necesidad de decir nada de lo que hay decir…

—No me gustan esas bromas. Mi caso es muy especial.

—¿Qué más?

—¡Nada más!

—Pues te aseguro que, dicho así, ella no se enteraría nunca.

—Mi caso es muy especial, Celia. Mira…, yo soy de una familia muy modesta. Mi madre, la pobre, no sabría cómo comportarse en estos salones. Y yo no aguantaría nunca que nadie se avergonzase de mi madre. Yo mismo no tengo ningún dinero. Mi mujer tendría que arreglarse con lo que yo ganara…

—Eso es una tontería —interrumpió Celia—. Si no eres un gandul, si trabajas como Dios manda en cualquier cosa que no sea esa carrera horrible que has escogido y aportas a tu casa todo el dinero que ganes, ¿por qué te vas a avergonzar de que ella aporte también el suyo?

—Ya te dije que mi caso es especial. Por culpa de la guerra me metí en vuestro grupo…, pero yo soy de otra clase. Tengo otras costumbres, otros modos; siempre temo estar estorbando. Hoy mismo… Has dejado de salir con ese Carlos, que no sé quién es ni me importa; pero seguramente sería un buen partido, un hombre que te conviene.

Hizo una pausa.

—¿Ves tú? —concluyó—. Mi declaración sería muy torpe…

—¡Torpísima! —exclamó Celia riendo. Y añadió—: ¿Re cuerdas aquel día, bajo las arcadas de la Concha, que no quisiste bailar conmigo?

Anastasio rió.

—¡Aquel día sí que estuviste torpe! —prosiguió Celia, recordando—. ¡Cómo me dolió aquello! No te lo puedes imaginar. Estuve tres días llorando…

Anastasio, con audacia inusitada en él, tendió sus dos manos hacia ella.

—Celia, absuélveme. ¿Quieres bailar conmigo?

Celia se puso en pie. Presionó sobre el botón del pick-up, esperó a que el disco se deslizara sobre su eje y cuando se iniciaron los primeros compases se ciñó a Anastasio, que, un poco pálido, con los brazos abiertos, la esperaba.

Anastasio había aprendido a bailar en casa de unos compañeros de Universidad, con las hermanas de éstos y con las amigas de las hermanas. Aquellas chicas se reían constantemente al bailar y charlaban por los codos.

Celia, en cambio, bailaba en silencio. De pronto se separó de Anastasio y se quitó las sandalias.

—¿No tienes miedo de que te pise? —dijo Anastasio muy bajo.

Ella no contestó. Se ofreció de nuevo a él, y al ceñirla esta vez para reanudar las lentas evoluciones, sus rostros quedaron unidos. Celia hizo un ligero movimiento retirándose, pero él no lo consintió.

Se llegó a sentir absolutamente transportado por el lento balanceo de la música, y el roce de la mejilla de Celia sobre su mejilla, y el olor tan fresco, tan grato de su piel. El tiempo se había detenido, no existía ya. Sólo existían ellos dos, unidos, en silencio. Celia no hablaba, no reía, no le torturaba ya con sus bromas.

—Celia, te quiero…

Lo dijo muy bajo, pero esta vez no con el pensamiento, sino con la voz. Él mismo se sorprendió oyendo sus propias palabras.

Celia giró suavemente su rostro de modo que sus labios rozaron las mejillas de Anastasio. Pero Anastasio se apartó bruscamente. En la puerta de la sala, acababa de aparecer Amalia, la madre de Celia. Hizo un breve gesto de sorpresa, que en seguida reprimió, trocándolo por una sonrisa que quiso ser cordial, al ver que los chicos ya habían advertido su presencia.

—¡Hola, mamá!

La pareja se separó.

—¿Te duele la cabeza, hija mía?

—¡Psh! No es nada —respondió Celia.

—¡Hola, Anastasio! Me alegro de verte.

—¿Qué tal, Amalia?

Anastasio le besó la mano y ella le miró observadora. Se volvió hacia su hija.

—Le has dicho a Carlos que no podías salir hoy…, ¿verdad?

—Sí.

La madre meditó un momento sin poder ocultar su desagrado. Después se volvió hacia Anastasio, muy sonriente.

—¿Quieres una taza de té?

—Muchas gracias, Amalia, yo…

—Me quedo a tomar una taza con vosotros. Celia, sé simpática y ocúpate.

Celia se acercó al timbre.

—No, no. Ve tú misma a prepararlo, hazme el favor…

Celia no replicó y salió de la habitación.

Su madre esperó a que saliera para decir, clavando sus ojos en los del muchacho:

—Celia me tiene preocupada. Tú eres muy amigo de ella, ¿verdad?

—Sí…

—No quiere salir con nadie. Se pasa las tardes en casa, haciendo labores… Figúrate que ese muchacho, Carlos, que la pretende, no puede ser más encantador con ella. Es buenísimo, tiene una gran fortuna, es trabajador, de una gran familia… y es guapo. ¿Qué más quiere?

«Igual que yo…», pensó Anastasio burlándose de sí mismo, pero sus labios permanecieron mudos. Estaba deseando que Celia apareciera de nuevo y se acabara tan incómoda conversación:

La madre movió tristemente la cabeza.

—¿Tú conoces a Enrique?

A Anastasio le dio un vuelco el corazón.

—¿Enrique? Sí… ¿Por qué?

—Estoy deseando que se marche de una vez a América ese desastre de hombre, ese golfo…

Anastasio se movió incómodo en su asiento, muy agitado No quería oír lo que sabía, lo que temía que iba a oír.

—Pero ¿qué tiene Enrique que ver…?

La madre le miró desolada…

—Celia está loca por él, no piensa más que en él…

Anastasio no oyó más. Ella siguió hablando, pero él no la oyó. No sabía que la tristeza pudiera producir dolor físico; que el estupor pudiera secar la garganta, dejándola sin habla No sabía, en fin, que se pudiera sufrir tanto, tan hondo, tan desde lejos, tan desde adentro de uno mismo. Perdió la sensación del sitio en que estaba, de la persona que le hablaba, hasta que oyó los pasos de Celia que se acercaban por el salón.

Entró muy sonriente, empujando un carrito con el juego de té.

—¿Cuándo has tenido tú —le dijo a Anastasio— una camarera mejor?

—Celia —le dijo su madre—, le estoy consultando unas cosas a Anastasio. ¿No te importa dejarnos solos un momento?

Celia frunció el ceño.

—No te enfadas, ¿verdad? —añadió su madre.

Celia disimuló su enfado y salió del cuarto.

—¡Qué mona es y qué buena facha tiene! —comentó la madre, apenas Celia cerró la puerta al salir. Y se volvió hacia Anastasio, penetrándole con la mirada, leyendo en sus ojos incapaces de fingir mientras el muchacho exclamaba:

—Pero si Enrique no la quiere, si no la ha querido nunca…, si no ha querido nunca a nadie…, ¿cómo puede ser eso?

Apenas lo hubo dicho, se acordó de las palabras de Celia —«A los que me quieren, no los quiero y a los que yo quiero…»—. ¡Cómo había podido estar tan ciego! ¡Cómo había podido negarse a la evidencia! Por un momento había pensado que Celia, con aquellas palabras, se refería a él. Que era una invitación, un reto, animándole a proseguir. ¡Qué ridículo error!

—Y tú, mi querido Anastasio —continuó la madre—, le estás haciendo el juego a Enrique.

Anastasio negó con la cabeza. ¡Eso era lo último que le quedaba por oír!

—Sí, sí —corroboró la madre con firmeza—. Eres muy joven…, eres bueno (¡«muy bueno» otra vez!) y no te das cuenta. ¡Cuántas veces no he venido por aquí, y os he encontrado a los dos solos, mano a mano! Ella haciendo punto y tú sentado a tres metros de ella haciendo solitarios, con las cartas, en esa mesa. Ella se entretiene contigo porque te quiere bien, se siente acompañada; ¡y entretanto… no sale con quienes podrían hacerle olvidar a esa calamidad de Enrique…!

Anastasio la escuchaba ahora con recelo.

—No te enfades, Anastasio, si te digo esto. Además, doy por descontado que eres muy inteligente y sabes muy bien que tú no eres un pretendiente (quiero decir un pretendiente que se pueda tomar en serio) para mi hija… Ya sé, ya sé que nunca la has mirado de esa manera; que sólo sois buenos amigos…

Una losa fría cayó sobre Anastasio. Eran dos golpes bajos los que recibía por sorpresa. Como un gran mar que lo inundara todo, creyó percibir un viento oscuro y frío, un agua negra, que desde lo más hondo de sí, le ahogaba irremediablemente.

—Si Celia, por despecho hacia Enrique, se acercara a ti, yo me opondría siempre, siempre. Primero, porque sé que no te quiere; y después, porque su posición la obliga a mucho. Ella, al fin y al cabo, es la heredera del título… ¡Por Dios, tanto hablar y me he olvidado del té!

Sirvió una taza, que Anastasio tomó mecánicamente, y al punto la dejó sobre la mesa, por miedo a derramarla.

—No sé por qué te he dicho esto… Estoy segura de que era innecesario… Perdóname, Anastasio; no quisiera haberte herido inútilmente… Voy a llamar a Celia.

Anastasio no se puso en pie. Y no supo si Celia tardó poco o mucho en entrar. Toda la tristeza del mundo cabía en su pecho. Había voces dentro de él que murmuraban, que gemían. Pero no las escuchaba. No las sentía siquiera. Se sabía vencido sin lucha, porque carecía de aliento y de deseo para luchar.

Celia llegó corriendo.

—Me encanta que te consideren una persona importante —dijo.

Y se sentó en el suelo, a sus pies.

—No te has tomado el té…

Apoyó sus brazos en las rodillas de él.

—Cuéntame de qué habléis hablado…

Anastasio pasó sus manos en torno de la cabeza de Celia y la estuvo mirando largo rato en silencio. Sus ojos, tan claros, levantados hacia él, queriendo leer en los suyos; su frente, con tanta luz; sus labios húmedos; entreabiertos y extrañados; su cuello… ¡Su cuello, Dios, tan esbelto, tan frágil…!

—¿Qué te pasa? ¿De qué habéis hablado? ¿Qué te ha dicho mamá?

Nunca más volvería a verla ni a escucharla. Nunca más la tendría cerca, sentada junto a él. Nunca volvería a preguntarse si la quería o no. Ahora que lo sabía, Anastasio renunciaba a ella. Renunciaba firmemente. Era la primera vez que se atrevía a poner sus manos sobre el rostro de ella, y no volvería a hacerlo más.

Anastasio acarició sus sienes lentamente —como su madre hacía con él—, con sus dedos medio crispados peinó su pelo revuelto, y unos gruesos lagrimones se deslizaron por sus mejillas de hombre.

—¿Qué te ha dicho mamá? ¿Qué te ha dicho mamá?

Había angustia y recelo en su voz.

Celia se incorporó y salió corriendo del cuarto de estar. Anastasio le oyó subir la escalera.

—¡Mamá, mamá!

Él también se puso precipitadamente en pie, cruzó por última vez aquellos salones y salió a la calle.

Una bocanada de aire caliente le dio en el rostro. Hacía un calor intensísimo. «Que nadie me vea llorar, que nadie me vea», se decía, mientras se tragaba las lágrimas y respiraba fuerte para deshacerse aquella congoja que le ceñía el pecho como un puño de hierro apretado entre la garganta y el corazón.

Subió lentamente los peldaños de su casa. Un tufillo a frituras de aceite y a lejía invadía toda la escalera, desde el portal hasta el ático. La madera curvada crujía bajo sus pies. Abrió la puerta del piso con su llavín. Las baldosas daban sensación de frescor. No encontró a la madre en su habitación. En la cabecera de la cama había una ampliación de un retrato que se hizo el padre el mismo año en que murió; y en la mesilla, otro de boda; él de smoking; ella, de negro, con un gran ramo de flores. A ambos lados, los abuelos…

—Estoy aquí, hijo… —oyó decir.

Y salió al pasillo.

—¡Qué pronto has venido hoy…!

La besó y se encerró en su cuarto. En seguida volvió a salir.

—Escúchame, madre. Quiero que me ayudes a empaquetar las cosas, y que tú también prepares tu equipaje. Debemos irnos mañana mismo.

—Pero ¡si hasta dentro de dos semanas no tienes que ocupar tu puesto!

—Han adelantado la fecha…

En seguida se rectificó:

—Aunque creo que es mejor que yo salga solo por delante. Tú vendrás cuando haya encontrado en el pueblo un buen alojamiento. Sí, eso es lo mejor. Prepara sólo mis cosas.

Entró en su habitación.

—¿Dónde has guardado mis libros? Aquí no están…

—¿Para qué quieres tus libros?

—Anda, tráemelos.

Se sentó ante su mesa. Sacó unas cuartillas y un lápiz. La congoja que le atenazaba, amenazaba ahogarle. Pero fue él quien la ahogó.

—No empezarás a estudiar otra vez…

—Sí, madre. Para ascender pronto. Además, le he cogido el gusto. Con los libros lo paso bien. En el pueblo tendré tiempo libre para estudiar.

Fue acallando una a una sus voces interiores; se negó a escucharlas, a darles beligerancia.

Tomaba notas con lápiz, ordenadamente. Una lágrima le cayó por sorpresa sobre los apuntes, manchándolos. Rompió la hoja y volvió a comenzar.