LEOPOLDO GOLPEÓ REPETIDAMENTE el vaso de sangría con la cucharilla del café, pidiendo silencio. Al llegar a los postres, el tono medio de las voces había alcanzado la categoría de un puro grito continuado, y no era posible hacerse oír.
—¿Queréis callaros de una vez, que empiezan los discursos?
Las voces no se aquietaban, y Adolfo no estaba dispuesto a levantarse mientras no se hiciera el silencio.
—Dale otra vez, Leopoldo, a ver si se deciden.
Al fin las voces se remansaron, y Adolfo se puso en pie. Sus primeras palabras fueron interrumpidas varias veces por Javier, a quien le daba risa ver a un amigo suyo pronunciando un discurso.
—No seas incivil, que aún no estamos en la jungla —le dijo Enrique varias veces.
Las palabras de Adolfo fueron perfectas. Habló sin pedantería, a media voz, como correspondía hacerlo para dirigirse a un número tan reducido de comensales. Se apoyó en el humor como medio de hacerse con la atención de sus amigos, recordó anécdotas de los lejanos días de la adolescencia, medio olvidadas por todos, y fue trazando la línea seguida por cada uno de ellos desde los tiempos del colegio hasta el presente, en que todos habían definido su posición frente a la sociedad y a su propio sentido de la responsabilidad. Se metió deliciosamente consigo mismo para hacerse perdonar las pullas que lanzaría después —con buen sentido— contra sus amigos, con más pretensiones de reír que de herir, y al fin se refirió a Enrique y a Javier: los dos homenajeados. Afirmó que la decisión tomada por Javier de quemar todas sus naves para ganarse a pulso la riqueza de las selvas venezolanas le llenaba de admiración. Recordó la rotunda negativa de éste a oírle jamás una sola poesía y a asistir a los estrenos de sus comedias. Javier tenía la intuición de que algún día sería autor y protagonista de una acción importante y real, y a esto se debía, sin duda, su desprecio hacía las acciones imaginadas por los poetas y los autores. Después se centró en Enrique. Aludió a la subordinación de sus actos, de su memoria y hasta de su pensamiento a la más desbordada de las fantasías. Recordó a título de ejemplo, la reencarnación del judío errante en aquella cabeza de arena que moldeó en la playa. Y las risas de todos ante el recuerdo de aquella peregrina aventura subieron de tono cuando Enrique interrumpió el discurso de Adolfo para afirmar que aquello fue absolutamente cierto y que no toleraba bromas sobre el particular. Aludió también a la incapacidad de Enrique para valorar el pasado o apuntar hacia el futuro. Enrique era como un cazador que ni sabe seguir desde lejos el recorrido de una pieza que se acerca ni consigue imaginar la dirección hacia donde se dirige. Por eso cada acto de Enrique, como cada disparo de ese cazador, es un puro presente, desligado de toda observación del minuto anterior y de toda intuición respecto al que ha de venir. De aquí que, al apretar el gatillo, más que disparar no haga sino disparatar. Su desprecio hacia el «ayer» y el «mañana» le ha llevado a supervalorar de tal forma el presente, que pocas personas sacan tanto jugo al «ahora» como él. Adolfo recordó el negrísimo cuadro que les pintó a todos antes de salir para Lecároz —pura fantasía— y la demostración de alegría y felicidad de que hizo gala en el tren, cuando salía hacia el internado, calificado por él hasta pocos minutos antes como el más cruel de los infiernos. El prurito de exhibirse, el frenético deseo de agradar, su simpatía personal no eran sino consecuencia de su amor desmedido hacia lo presente. Y su fatalismo: «esto tenía que ocurrir»; «hoy te ha tocado a ti, mañana será a mí»; «estaba escrito», ¿qué era sino un reconocimiento de incapacidad, por su parte, de influir en la trayectoria de su mañana con el esfuerzo personal?
Pero he aquí que la fantasía y el presente se habían aliado al fin en la condimentación, en la preparación de algo real mente importante y positivo. La decisión del viaje a América debía Enrique agradecerla a su fantasía, que le había hecho imaginar las más sabrosas aventuras, a las que había subordinado toda indecisión posible. Y su éxito allá estaba asegurado porque el afán de cada momento, el esfuerzo de cada minuto, no se vería entorpecido por la nostalgia (amor al pasado) ni por la duda (inquietud del porvenir).
Adolfo fue muy aplaudido. Enrique se rió de muy buena gana con sus observaciones, y los hermanos de éste, Claudio y Ramón, se levantaron para felicitar a Adolfo. Había hecho —dijeron— una perfecta disección de la personalidad del «chava»; le había troceado y analizado cada una de sus partes como no lo haría mejor un anatomista con un animal enfermo.
—Oye, oye, eso cíe animal no os honra mucho —protestó Enrique—. Que al fin y al cabo, somos hijos de la misma madre…
—Ni lo de enfermo tampoco —puntualizó Adolfo—. Que eso no lo he dicho yo…
El más sorprendido de todos era Javier. Para él eso de la poesía y de la literatura era cosa de gentes afeminadas o enfermas: «pijadas» de niños «litris». Pero ¡caray! con el Adolfo éste del demonio. ¡Qué cosas sabía decir el tío!
—¡Que hable Javier, que hable Javier! —gritó de pronto Leopoldo.
—Oye, tú, que te parto la cara —dijo éste como amable disculpa. Y añadió—: Que hablen los intelectuales.
—¡Eso es, los intelectuales! —confirmó Enrique—. ¡Anastasio, te llaman!
Anastasio se disculpó.
—¡Como no os recite la Ley de Enjuiciamiento Civil!
Los hermanos de Enrique le sacaron del apuro. Ya era tarde y tenían quehacer. Abrazaron a Enrique, felices de verle encarrilado hacia una empresa digna y útil, y se marcharon. ¡,os hermanos de Javier y un primo carnal de éste se despidieron también. Quedaron solos, los íntimos.
Leopoldo intervino:
—Yo tengo algo que decir:
Dejó un margen de tiempo para la intriga y añadió confidencial:
—Tengo cinco chavalas que son cinco fenómenos.
—¿Para «ligar plan» o para hacer el idiota? —preguntó Javier.
Leopoldo se ofendió.
—¡Cuando yo te digo que tengo cinco chavalas, no va a ser para recitar versos! ¡Dicho sea sin ánimo de ofender a Adolfo! Son cinco señoritas por todo lo alto: dos modelos, una enfermera, una manicura y una corista. Pero una corista «bien». Finísima —aclaró Leopoldo—. Sólo hay una pega: una de ellas está entera y no quiere bromas pesadas.
—¡Ésa para Anastasio! —gritó Javier, doblándose de risa.
Anastasio enrojeció, como en sus mejores tiempos.
—Yo no puedo ir. Tengo quehacer.
—¡No me fastidies, hombre! —exclamó Leopoldo—. Lo divertido es ir todos juntos. En el último día de Enrique y Javier…
—He dicho que no.
—Cuando te pones así, no hay quien te aguante —añadió Leopoldo irritado—. No pretenderás darnos a todos una lección.
—¡Haya paz! —intervino Adolfo.
—¡Tú eres bobo! —le dijo Enrique a Leopoldo—. ¡Que cada uno haga lo que le salga de las narices!
Anastasio llenó de sangría su vaso vacío y lo apuró lentamente. Leopoldo estaba sentado frente a él y le miraba con cara de pocos amigos. Anastasio volvió a llenar su vaso.
—Acláranos las cosas, tú —dijo Javier—. ¿Dónde va a ser eso?
—En mi casa —contestó Leopoldo—. Bueno, en un piso que he tomado a medias con otro, para estas ocasiones. ¡Lo tenía tan bien organizado y ahora viene este aguafiestas y nos lo estropea todo! ¿Cómo vamos a decirle a una de las chicas que se vaya? ¿Por qué no quieres venir, di?
Anastasio estaba muy violento. Si no hubiera sido por no hacer un feo a Enrique y a Javier la antevíspera de su marcha en su comida de despedida, hacía rato que hubiera tomado el portante.
—No pienso darte explicaciones ni de lo que hago ni de lo que dejo de hacer —concluyó Anastasio.
—Pero vamos a ver… —intervino Enrique—. ¿Tienes realmente un compromiso para esta tarde? Tú todavía no has empezado a trabajar… Hasta dentro de dos semanas no ocupas tu destino…
—Te diré la verdad: no tengo ningún compromiso.
—Pero ¿a ti te gustan las mujeres o no te gustan las mujeres?
—No tolero esa broma, Javier.
—Te lo pregunto en serio.
—Me gustan como al que más.
—¿Por qué no le dejáis en paz? —intervino Adolfo, saliendo en su defensa.
Anastasio se volvió hacia él, y como quien quiere asirse a un clavo ardiendo, le preguntó:
—¿Tú… piensas ir?
A Adolfo le molestó la pregunta.
—Claro…
Se inclinó hacia él.
—Anímate, hombre, y ven. Negarse así resulta un poco ridículo.
Anastasio le miró tristemente. No esperaba que Adolfo le dijera esto. Bebió un sorbo de sangría, forzándose en aparentar naturalidad, y se puso en pie.
—Me voy —dijo.
—Que conste que es una cabritada que me haces —dijo Leopoldo.
—¡Anastasio! —gritó Javier—. ¡No te marches así, tú! Si te ha molestado lo que dije antes de que la inexperta debía ser para ti, que conste que era una broma.
—Es exactamente la que me correspondía. Soy tan inexperto como ella.
Adolfo, Leopoldo, Javier y Enrique le miraron asombrados. A Javier le entró una risa nerviosa.
—¿Qué has querido decir?
—Nada.
Adolfo se tapó la cara con las manos, del mal rato que estaba pasando. Sentía vergüenza ajena.
Leopoldo le preguntó con sorna:
—No pretenderás hacernos creer que no has estado nunca con una mujer.
—Yo no pretendo haceros creer nada.
—Pero… ¿has estado o no has estado?
—No —contestó Anastasio secamente.
Enrique, en el colmo de la admiración, le miraba con los ojos muy abiertos, como si estuviese ante la mujer barbuda, el caballo que sabe multiplicar o el hombre de las dos cabezas.
Anastasio, rojo como un horno de pan, hacía esfuerzos indecibles por mantenerles la mirada.
—No lo creo. ¡Júralo! —exclamó Javier.
—No tengo por qué jurar una majadería así —replicó Anastasio.
—Pues una de dos —añadió Leopoldo riendo—: o el «carcelero» es impotente o es marica.
Anastasio no sabía qué le había herido más: si las alusiones sexuales o la palabra despectiva hacia su profesión. Su mano temblorosa agarró el vaso de sangría que tenía ante él y lanzó su contenido con fuerza por encima de la mesa, sobre la cara de Leopoldo.
A todos les cogió de sorpresa. Leopoldo se echó hacia atrás y escupió con rabia el líquido que le caía como lágrimas violetas por las mejillas.
—Eres un hi…
Javier tapó con la mano la boca de Leopoldo para que no dijera lo irremediable, y Enrique y Adolfo, repuestos de su estupor, contuvieron a Anastasio, que pretendía lanzarse, siguiendo la trayectoria del líquido, sobre Leopoldo.
—No hace falta que me agarréis —dijo tras el forcejeo, serenándose—. Ya me voy.
Les volvió la espalda, y disimulando su turbación salió a la calle.
«Hace siete años —pensó— que debí hacer eso».
Y un lejano recuerdo —¡Maribel, Maribel!— resucité, como una brasa, entre cenizas que parecían apagadas.
Las piernas le temblaban al andar, como al salir semanas atrás de la sala de oposiciones. Pero estaba satisfecho de sí mismo. ¿Por qué iba a agachar la cabeza ante las impertinencias de los demás? ¿Por qué no iba a exigir para sí propio el respeto que él demostraba hacia los otros?
Hacía mucho calor. Las mujeres vestían ya sus primeros trajes de verano. Era imposible andar por la acera del sol. Cruzó la calle. ¿Adónde iría? ¿Debía continuar las visitas, cada vez más frecuentes, a casa de Celia? ¿No estarían todos un poco hartos de él en aquella casa? ¿No se aburriría la misma Celia? Un día la invitó a salir, y ella le respondió: «¿Para qué vas a gastar dinero por mi culpa? Vente a casa y aquí charlamos». Desde entonces había repetido la visita muchas veces.
Anastasio bajó la escalerilla del «metro». Un aire fresco, con un olorcillo inconfundible a subterráneo, a raíles, a túnel, le dio en el rostro. Allí al menos se podía respirar. Tomó un billete y se situó en el andén. Unos niños correteaban por la estación, vacía. Le molestaban los niños solos por el «metro». Cualquier día iba a verlos resbalar bajo las ruedas. Una mujer encinta, con un hatillo en la mano, esperaba algo más lejos. Y dos soldados. ¡Qué calor pasarían con aquellas botas! Llegó el tren y entró. Estaba casi vacío. En la estación siguiente entró mucha gente y los asientos se llenaron. Anastasio, agarrado a la barra central, se quedó en pie. Una mujer joven, frescachona, que miraba a todo el mundo a los ojos con ademán retador, como diciendo: «¡Aquí estoy yo!», subió más tarde y se garró a la misma barra que él. Era guapota, ordinaria y limpia. Olía a agua de colonia barata y a enaguas recién planchadas. Con el traqueteo del «metro» le rozó la mano. Anastasio se apartó cuanto pudo. Se volvió de espaldas. No quería mirarla. Pero la sentía junto a él. Al empezar el verano, las mujeres se volvían imposibles. Aquélla llevaba los brazos desnudos y el escote generoso. Nueva estación. Una masa de gente penetró en tromba.
—Discúlpeme —dijo la mujer aplastándose contra él—. Es que esta gente que empuja no tiene educación.
«¡No puedo resistirlo, no puedo, no puedo!», se dijo Anastasio, y empujando a unos y a otros, se acercó a la puerta al tiempo que el primer vagón penetraba en los andenes.
Salió muy sofocado y entró en otro vagón.