III
LA BODA

ANASTASIO, plantado ante un Vicente López, soberbio retrato de un bisabuelo de Celia, lo estudiaba detenidamente con falsa atención de entendido. El cuadro no le interesaba lo más mínimo, pero era un pretexto para hacerse el abstraído y que nadie notara que no sabía a quién dirigirse ni a quién saludar. Eran muchos años ya los que habían pasado sin tener contacto alguno con sus antiguos compañeros. Salvo aquella semana, al concluir la carrera, en que salió con Celia, no había vuelto a ver a ninguno, con la sola excepción de Adolfo. A unos metros del Vicente López había un Madrazo. Representaba a una mujer de cuerpo entero, vestida de verde, los hombros desnudos y en una de las manos un abanico de plumas de avestruz, negras y moradas. Anastasio encendió un cigarrillo rubio y se lo colgó de los labios. El humo le subía por el rostro hasta invadir, sin molestarle, las cuencas de los ojos. Con las manos cruzadas a la espalda, se situó ante el lienzo y lo estudió lentamente, como el primero.

—¡Hola, tú! Se saluda…

Anastasio reconoció la voz. Se volvió. Unos metros más allá estaba Javier, a quien no veía desde San Sebastián. La presencia de una cara conocida le tranquilizó, y a duras penas consiguió llegar hasta él, atravesando un agitado mar de elegancias.

—Salgamos de aquí, tú, o nos ahogan —dijo Javier apenas se hubieron saludado.

Anastasio le siguió y alcanzaron a codazos la escalera que unía el hall con las habitaciones superiores. Javier se sentó en uno de los peldaños, a media altura.

—Oye, ¿no estará feo hacer eso? —preguntó Anastasio alarmado.

—Me importa un pito. Aquí se está bárbaro. Y se ve mejor a la gente. ¿Qué es de tu vida?

No le dio tiempo a responder.

—Yo me voy a América, ¿no sabías?

—¿A América? ¿A qué?

—A Venezuela. He metido allí todo mi dinero…

—Me dejas helado. Explícate.

Javier le expuso su plan. En Venezuela, el Gobierno vendía a precios irrisorios inmensas propiedades en la jungla, y daba tantas facilidades de pago que era casi un regalo. Pero había que transformar el terreno. Había que robarlo a la selva, convertirlo en algo productivo, catear minas, talar bosques, desbrozar caminos, sembrar. Era peligroso, pues había tribus insumisas que no hacían fácil esta labor, ni muchísimo menos. Pero a él le encantaba la idea, le gustaba este género de vida.

—¿Y te vas solo?

—¡Hombre! ¡Si encontrara a alguien!… Anímate tú.

—Yo no sirvo para eso. ¡Qué locura!

Javier se quedó mirando un punto fijo entre la gente.

—Mira quién está ahí… La novia.

Anastasio no pudo reprimir un aletazo de nostalgia.

—¿Te acuerdas de cuando Enrique la echó del cuarto para jugar al escondite a oscuras?

Javier sonrió, mientras afirmaba con la cabeza.

—Se ha puesto muy guapa. ¿No encuentras que se parece a Celia?

—¡Vamos —protestó Anastasio—, ya quisieran sus hermanas parecerse a Celia!

—¡Que me lleven los mismísimos demonios! —le interrumpió Javier—. ¿A que no sabes a quién estoy viendo?

Abriéndose paso entre unos y otros, avanzaban hacia la escalera Leopoldo y Enrique saludándolos desde lejos.

A Anastasio le molestaba profundamente llamar la atención; y Enrique, en cambio, no era feliz sin percibir cien ojos pendientes de sus actos. Las miradas ajenas le hacían el mismo efecto que las banderillas a los toros de casta: le animaban, le embravecían.

Anastasio se sintió profundamente incómodo cuando Enrique, a medida que avanzaba hacia la escalera, como un divo entre muchedumbres que le abrían paso, comenzó a entonar, a todo pulmón, acompañando el ritmo con las manos alzadas sobre la cabeza:

Riau, riau, riau,

los de la panda, los de la panda,

riau, ríau, riau,

los de la panda estamos aquí.

Javier se doblaba de risa al verle llegar. El mismo Leopoldo estaba un tanto corrido, y le seguía a prudente distancia, dispuesto en cualquier momento a negarle —como Pedro negó a Cristo— si alguna persona le preguntaba que quién era aquel demente. Y Anastasio se ocultaba detrás de Javier, haciéndose el distraído. Pero era tanta la alegría que experimentó al verle tan igual, tan como siempre, que su bochorno desapareció apenas se dieron el abrazo de salutación.

No tardó en circular el rumor de que Enrique estaba en la fiesta, y muchos amigos y amigas se acercaron a la escalera para saludarle y asaetearle a preguntas indiscretas. Leopoldo dio en el clavo al comentar:

—¡Hay que ver el éxito que da en España tener fama de golfo!

Javier agarró a Enrique por un brazo.

—Oye, tú… ¿Sabes que me voy a América?

Enrique se interesó muchísimo.

—¿De verdad? ¿Cuándo?

—Dentro de dos meses. El dos de junio embarco en Vigo para Venezuela. Ya tengo el pasaje. ¡Vente conmigo y en pocos años seremos dos tipos importantes!

En pocas palabras, Javier le expuso su plan, y mientras lo hacía, la imaginación de Enrique se desbordaba. En unos segundos desfilaron por su fantasía los peligros y las bellezas de la selva; el descubrimiento de los esqueletos de unos misioneros devorados por las hormigas; Javier y él talando bosques, agotados por las fiebres, y, al fin, condecorados y poderosos, firmando contratos y hasta tratados comerciales con varios gobiernos americanos.

Anastasio interrumpió su ensoñación.

—¡Qué bonita es!

—¿Quién?

Señaló con la cabeza hacia un lugar del hall. Entre la resaca humana que se movía ante la pequeña atalaya de la escalera; entre un mundo de calvas, sombreros y joyas, Anastasio veía a Celia, que salía del comedor, rodeada de una nube de admiradores.

Enrique se incorporó para poder verla bien. Y, apenas la hubo descubierto, lanzó un prolongado silbido de admiración en tono menor.

—¡Qué barbaridad! ¡Cómo está de guapa esa chica!

Anastasio se quedó embobado mirándola. Celia parecía un cisne entre patos, un hada entre caricaturas, una porcelana entre ridículas figuras de barro cocido. Estaba divina.

Celia estaba de medio perfil, y no había manera de atraer su mirada. Sonreía a unos y a otros muy en ama de casa, poseída de su importante papel de hermana de la novia. Enrique sacó el pañuelo y comenzó a agitarlo para llamar su atención. Como no lo conseguía, pidió con gesto a un invitado próximo a ella que la avisara; pero éste era torpe y no acertaba a comprender lo que querían de él.

Celia no miraba.

—No hagas el ganso —suplicó Anastasio—. No insistas…

—Dale un vozarrón a lo Tarzán, como hacías en Ondarreta —sugirió Javier.

—Tengo una idea —afirmó Enrique.

Anastasio, ante el solo anuncio de que Enrique «tenía una idea», estuvo a punto de marcharse. Pero ya era tarde. Enrique había sacado la armónica, y, muy bajito, sin armar ruido, tarareó las notas finales de

los de la panda, estamos aquí…

—No ha podido oírlo —comentó Javier—. Dale más, alto.

Celia, sin embargo, giró lentamente sobre sus talones y comenzó a buscar muy extrañada, de un lado a otro, incluso por encima de su cabeza, como si el ala de un pájaro invisible hubiera rozado sus cabellos. Al fin dirigió sus ojos hacia la escalera, y una sombra levísima como un chispazo negro, los cruzó. Miró uno a uno a sus cuatro amigos, que de lejos le sonreían, y olvidando a los que estaban con ella, avanzó hacia la escalera.

Enrique, Leopoldo y Javier bajaron hasta el último peldaño para tenderle una mano que le ayudara a desprenderse de la apretada masa de gente que entorpecía su liberación.

Se dejó piropear sin decir nada.

—La reina de la fiesta.

—La más bonita…

Y se acercó a Anastasio, que, más tímido, esperaba rezagado su turno. Celia le tendió las dos manos. Estaba radiante.

—¿Cómo van tus oposiciones? —le preguntó. Y añadió burlona—: ¡Nadie te habrá turbado durante tus estudios, supongo!

Enrique, que esperaba recibir las primicias de los halagos de Celia, exclamó entre bromas y veras:

—¡Huy, huy, huy! No tenía ni idea de estas preferencias; yo vivía en la luna.

Celia se sentó en uno de los peldaños, entre ellos.

—Enrique…, ¡cómo me divierte que seas celoso! —dijo riendo.

Después bajó los ojos, vaciló unos segundos, y no abandonando nunca su tono jovial, añadió, con un leve dejo de melancolía:

—Eso de los celos se pasa. De pronto se dejan de tener y no concibe una cómo ha podido sufrir tanto por una persona a quien ya no se quiere.

Hubo un silencio incómodo.

—O son las menos veinte, o ha pasado un ángel —dijo Celia rompiendo el silencio.

—No ha pasado un ángel —corrigió galante Anastasio—; lo tenemos con nosotros.

Celia se volvió agradecida hacia él, y se lo quedó mirando sorprendida.

Adolfo, en aquel momento, llegó hasta ellos. Estaba muy excitado. No saludó a nadie. Ni a Celia siquiera. Se puso en cuclillas en el escalón inferior, frente a frente de Anastasio, y le agarró por los hombros.

—Vengo de las Salesas…

Todos comprendieron que algo ocurría; pero no acertaban a entender la actitud de Adolfo, ni mucho menos la de Anastasio, que se había puesto pálido como si temiera recibir un bofetón. Con la mano crispada se agarraba la corbata como si quisiera arrancársela.

Adolfo, siempre en cuclillas, le apretaba por los hombros, sonriendo.

—Dame un abrazo, hombre. Dame un abrazo.

No hubo necesidad de más aclaración.

Se pusieron ambos de píe y se abrazaron estrechamente, ante el estupor de todos.

—¿Estás seguro, estás seguro? —repetía una y otra vez, con los ojos húmedos, Anastasio, a cuyo rostro afluyó ahora la sangre como en sus mejores tiempos de ruborizado colegial.

—Todavía no lo he dicho todo —añadió Adolfo separándose de él.

Javier soltó un taco.

—Pero… (y aquí soltó otro). ¡Si todavía no has dicho nada! ¿Quién demonios son las Salesas? Si se le ha muerto alguien a ese pobre chico, ¿por qué te ríes tú? Y si le ha tocado el gordo de la Lotería al opositor, ¿por qué llora él? ¿Quieres de una pijotera vez decirnos qué pasa?

—¡Pero si no me dais tiempo a decíroslo! Además, ni Anastasio ha sido nunca «pobre chico» ni ya es «opositor».

—¡Anastasio! —exclamó Celia.

—¡Dejadme acabar! ¡Caramba! —gritó Adolfo. Y añadió con énfasis—: Fernández Cuenca es el número uno de su promoción. —Y dicho esto se sentó, dando por concluida su intervención, mientras los demás intentaban abrazar a Anastasio, que se sentó de nuevo, y no se dejaba.

—Dejadme, dejadme; ¡si no puede ser! ¡Sí no puede ser!…

—Mira —le dijo Adolfo a Anastasio, haciendo callar a los demás—. Cuando estuve en tu casa y me dijiste: «No sé…, ya te contaré…» y otras vaguedades por el estilo, me dejaste preocupado. Y me fui a las Salesas. Me dijeron que hoy mismo se sabrían los resultados. Faltaban cinco por examinar. Y tres se retiraron. He estado allí hasta ahora. Sólo han cubierto seis plazas…

—¿Sabes algo de uno que se llama Celso Otero?

—Sí. El número tres.

—Ése creía yo que sería el primero…

Se volvió bruscamente hacia Celia.

—Dime…, ¿dónde hay un teléfono? Quisiera hablar con mi madre para decírselo.

Celia se llevó el dorso de la mano a los ojos.

—Pero, Celia —exclamó Anastasio conmovido—, ¿qué significa eso?

Celia se echó a reír y se sacudió la cabeza con energía, como un perrillo se sacude el agua cuando sale del mar.

—Soy una estúpida. Me he emocionado con tu exitazo. Ven, te acompaño al teléfono…

Le tendió las dos manos para ayudarle a levantarse. Anastasio las aceptó y, al incorporarse, la tuvo tan cerca que sintió deseos de besarla. Pero no lo hizo. Subieron al piso inmediato. En el de abajo no sería posible hacerse oír. Celia quiso retirarse mientras Anastasio hablaba con su madre, pero éste le suplicó que se quedara.

—Ya no soy opositor, madre. Ya puedes quemar los libros si quieres…

Como era el número uno, tenía derecho a escoger destino. Volvería pronto a casa. Estaba deseando verla por fin contenta. Quería comprobar que su madre no se había olvidado de sonreír…

Cuando colgó el teléfono, Celia, sentada frente a él, le tomó las dos manos.

—Siempre he tenido fe en ti. Esto hay que celebrarlo. Voy a organizar una comida en honor del juez más joven de España. Dime tú mismo a quién quieres que invite.

Anastasio tardó en reaccionar. Tuvo la extraña sensación de que el piso había cedido bajo sus pies y que se encontraba de pronto colgado en el vacío.

—Celia…, estás en un error… ¡Yo no soy juez!

Celia le miró sorprendida.

—Entonces, ¿qué clase de broma es ésta?

Nunca Anastasio había visto a Celia con tanta seriedad en el gesto y en el rostro. Trató de explicarle que su madre no podía esperar tanto; que él necesitaba trabajar antes que nada…, ganar dinero… Las oposiciones a la judicatura le hubieran exigido demasiado tiempo; tres o cuatro años más en la preparación. Había tenido que cambiar de parecer. Las circunstancias le habían obligado a ello…

Celia le escuchaba atenta, le sonreía cortés, esforzándose en no demostrar, por no herirle, la decepción que sufría. Y Anastasio insistía en demostrarle las excelencias de su nueva profesión. Había escogido la misma que su padre. Había una gran labor que desarrollar. Y posibilidades rápidas de ascender. Por de pronto, ocuparía un destino rápidamente. Y quizás una vez instalado, ganando ya dinero, comenzaría a preparar oposiciones a la judicatura.

A medida que Anastasio hablaba, la sonrisa se fue borrando del rostro de Celia. Cerró los ojos y preguntó con temor:

—Entonces… ¿qué eres ahora?

Anastasio desvió la respuesta. Se agarraba desesperadamente a un puntillo de felicidad.

—¡Nunca pensé que pudiera triunfar así! ¡Nunca creí llegar a ser el número uno!

—Pero ¿qué eres, qué eres ahora? —insistió Celia—. Todavía no me lo has dicho.

—Funcionario del Cuerpo de Prisiones…

Celia le miró de hito en hito. Anastasio la tenía frente a sí, junto a sí y la sentía lejana. Celia le felicitó sin calor. Y como no sabía qué más decir, le invitó a reunirse con los demás.

Enrique y Javier estaban enfrascados en el tema de América. Leopoldo pidió a Celia que le presentara «a esa monada que va por ahí». Celia se separó del grupo. Los invitados la re clamaban. Su condición de hermana de la novia le exigía atender a unos y a otros. Anastasio se retiró pronto a su casa. Eras un día importante para él. Había salido triunfador, con el número uno, de sus oposiciones. Y estaba triste como si las hubiese perdido.