ENRIQUE DEJÓ A UN LADO la máquina eléctrica de afeitar. Era éste un artefacto casi desconocido en España. Giselle se lo había traído de Suiza como regalo curiosísimo. Era el primer modelo europeo que se lanzaba al mercado. Pero para el bigote Enrique necesitaba una hoja más fina que pudiera manejarse con la mayor precisión. Introdujo una Gillette en su vieja maquinilla y, acercándose al espejo de aumento, inició la delicada operación.
—¿Vas a salir otra vez, vida mía?
Enrique se volvió, irritado, hacia la puerta entreabierta.
—¡Te he dicho cien veces que no me hables mientras me afeito! —gritó.
—Está bien, mi amor.
—¡No se puede uno afeitar el bigote y estar al mismo tiempo de charloteo! —Lo había dicho con la maquinilla levantada, y esperó unos segundos a comprobar que no había réplica, antes de pasarla de nuevo entre el labio y la nariz. Cuando concluyó, puso los ojos en blanco con gesto desesperado. «Apuesto —se dijo— a que está llorando».
A continuación se mojó las manos con la loción facial y se la aplicó a la cara, dando un resoplido de dolorosa fruición. «Apuesto —pensó— que ahora me dice que le gusta esta loción porque huele a menta, a cuero y a tabaco de Virginia…».
Se apartó del espejo pequeño y penetró en el cuarto.
Giselle, tumbada en la cama, envuelta en una nube de tules vaporosos, lloraba.
—¡No llores, por Dios —exclamó con tono de infinito aburrimiento—, que se te corre el rimel!
Giselle hacía esfuerzos ímprobos por no llorar. Al fin logró dibujar en sus labios la caricatura de una sonrisa. Tendió los brazos hacia él. Enrique la miró compasivo. Estaba un poquito ridícula con aquella bata de tul rosa, superpuesta al camisón de tul celeste, y con las uñas de los pies y las manos pintadas de oro como los cascos de los caballos de la guardia mora. Se acercó a ella y se sentó al borde de la cama.
—No deberías tumbarte sobre las sábanas, te vas a resfriar.
—¿No te gusta verme? Me he arreglado para ti, y ahora te vas.
—Volveré pronto; ya te dije que tenía una boda.
Giselle lo estrechó contra sí.
—¡Qué bien hueles!
Enrique se mantuvo quedo, sin rechistar, y esperó, cruel, a que continuara.
—Es como menta, cuero…
—¡Y tabaco de Virginia! —concluyó Enrique sonriendo.
Giselle alzó de nuevo los brazos hacia él.
—Juan Luis, no te vayas…
Un año atrás, Enrique hubiera dado un salto al oírse llamar Juan Luis. Ahora ya estaba acostumbrado. Conoció a Giselle recién concluida la guerra, en un cafetucho del barrio chino de Barcelona. Ella le confesó que había llegado pocos días antes; que era uruguaya, viuda de un gobernador inglés en Hong Kong, y que venía a olvidar un gran amor. Enrique intuyó —sin hacer uso de mucha perspicacia— que Giselle era carne propicia para las mayores locuras, y dedicó la noche a enamorarla. No volvió a verla en varios años, y cuando se encontraron de nuevo, ella —confundiendo su nombre, sin duda, con el de otra aventura fugaz— se empeñó en llamarle Juan Luis. Le invitó a revivir en Barcelona las horas inolvidables —según ella— en que se conocieron. Enrique aceptó, encontrando comodísima la suplantación de nombre, que después completaría colgándose un apellido extraordinario: Díaz de Vivar, y una profesión «excelsa, romántica, sugestiva», como ella misma dijo poniendo en blanco los ojos y apretándole las manos: la de compositor. Si Enrique hubiera sospechado que la aventura iba a durar tanto, no se habría embarcado en tales mentiras, no siempre fáciles de mantener —máxime después de establecerse definitivamente en Madrid—, pero también es cierto que en la duración del episodio amoroso colaboraron no poco, aun por encima de las gracias personales de Enrique, el ser éste un noble de rancio abolengo, descendiente del Cid Campeador, artista y arruinado, por añadidura. En este matiz de la ruina, Enrique insistió con suma delicadeza desde el comienzo de las turbulentas relaciones. Él era pobre, paupérrimo, miserable. Su infancia había transcurrido en una fortaleza almenada, que fue destruida, como toda su fabulosa fortuna, durante la guerra civil. Giselle se extasiaba ante las fantásticas evocaciones que hacía Enrique de su niñez. Todas falsas, por supuesto.
—Juan Luis, no te marches…
Enrique cerró tras sí la puerta de la casa, cruzó los dos metros de jardín que mediaban hasta la verja, salió a la calle y puso en marcha el automóvil de Giselle.
¡Cómo iba a faltar a una fiesta así! Seguro que estarían todos sus viejos amigos, y no le extrañaría nada encontrarse incluso con alguno de sus hermanos. Esta idea le divertía. ¿No le habían acusado de vago, de inútil, de incapaz? Pues aquí estaba él, vestido como un señorito, con camisa de la mejor seda y coche propio. «Los negocios, querido, los negocios». Y Enrique se entusiasmó al pensar que los dejaría asombrados e incluso arrepentidos de su falta de fe. «Supongo que ahora devolverás a mamá el Goya que le robaste», imaginó que le dirían. Pero tampoco esta pregunta le asustaba. «Yo no he robado nada, puesto que el Goya era tan mío como vuestro. Lo único que hice fue llevármelo prestado sin pedir permiso, que no es lo mismo. Pero lo devolveré todo». Si le preguntaban que cuándo, respondería: «En cuanto redondee mí posición». ¡Qué frase más estupenda ésta de «redondear una posición»!
Y Enrique disminuyó la velocidad del coche para mejor saborear el diálogo imaginado.
Una idea, súbitamente, le turbó. ¿Y si sus hermanos no iban a la fiesta? Que no estuvieran invitados era imposible, pero era muy probable que se limitaran a asistir a la ceremonia religiosa y dieran, en cambio, esquinazo a la reunión social. «Mis hermanos son unos merluzos de tomo y lomo —pensó Enrique— y son muy capaces de haberse rajado». Esto sí que sería una lata. Quería que le vieran, que comentaran después con su madre cómo iba vestido, cómo había charlado con esta o aquella niña bien. Todo esto contribuiría sin duda a la recuperación del prestigio perdido en el ámbito familiar.
Enrique se estuvo riendo un buen rato mientras conducía su coche, al pensar en la importancia que daban en su casa al nivel social de las amistades que frecuentaba. Tenía muchos y buenos amigos entre los empresarios de salas de fiestas, representantes de artistas del género ínfimo, patrones de las chicas del descorche, muchachos estupendos todos, que hacían negocios colosales, pero a quienes su madre y sus hermanos no podían tragar por no considerarles de suficiente «clase». ¡Qué majadería! ¿No eran acaso los cabarets el centro donde coincidían las niñas bien de familias mal con los niños mal de familias bien? ¡Pues entonces…!
En cualquier caso, a Enrique le interesaba que sus hermanos supieran que había sido invitado y por si no los veía allá, decidió pasarse unos minutos por casa de su madre, para que le vieran.
Conrada pegó un grito de júbilo al verle entrar.
—¡Señorito Enrique!
Enrique le dio una palmadita cariñosa en la cara y se precipitó hacia el salón.
—¿Dónde está mi vieja? —gritó.
Su madre estaba sentada, las gafas puestas, leyendo. Al oírle dejó la lectura, se quitó las gafas y alzó la cabeza llena de ilusión hacia él. Enrique se quedó un momento en el marco de la puerta para que su madre le viera bien, para que se fijara en lo bien que iba vestido, para que de una vez se convenciera de que sabía abrirse camino en la vida, por sí solo, como cada quisque. Después extendió los brazos y se acercó a abrazarla. La madre, después de la primera mirada ilusionada, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar.
—Vamos…, vamos…, ¡qué lágrimas son éstas!, ¿es así como me recibes? —le dijo Enrique mientras le retiraba las manos de la cara y la besaba.
Ella se colgó de su cuello, le apretó contra sí hasta casi hacerle daño y después, mirándole desolada, siguió llorando mansamente. Enrique se sentó en la alfombra, a sus pies, esperando que el temporal amainara. Le irritaban los sermones en general y los de su madre muy en particular, pero al verla tan callada, tan silenciosa, se sintió invadido de una súbita ternura.
—¿No me dices nada? —le preguntó temeroso.
—¡Ya para qué! —respondió. Y guardó silencio, pues no quería sermonearle, ni aburrirle, por temor a que se fuera.
Enrique le sonrió agradecido.
«¡Cuántas veces —pensó—, hubiera querido estar así, con ella, mirándola!». Pero no podía ser. No bien se acercaba a su madre, comenzaban las protestas, los lamentos, las recomendaciones. ¡Al diablo, al diablo con todo! Eso no era vivir.
¡Qué distinto era todo ahora! Su madre no le sermoneaba. «¡Ya para qué! —le había dicho—. ¡Ya para qué!».
Enrique la miró enternecido.
—¿Por qué lloras…, eh? ¿Por qué? Algo malo te habrán contado de mí… Y tú, como tienes vocación de mártir… y lo que te gusta es sufrir…, te lo habrás creído…
La madre le miraba ahora, sin cesar de llorar, a los labios. ¿Qué sarta de barbaridades, qué colección de originalidades no saldrían de su boca para convencerla de que llevaba una vida ejemplar?
—Además…, si yo lo paso bien, como bien, duermo bien, vivo bien…, me parece fatal que llores por mí. La gente va a pensar que me tienes manía. Y que lloras porque te da rabia que al fin haya sentado la cabeza y me haya dedicado a hacer negocios y a trabajar.
—Pero ¿en qué trabajas? Dime: ¿en qué?
—No lo entenderás, mamá. Pero trabajo, y los negocios me van colosal. ¡Mira este traje, mira! Y la camisa…; ¡tócala! ¿Me la has comprado tú? ¿Crees que la he robado? ¡Pues entonces!…
Si alguien, ajeno a la conversación, los hubiera estado observando, pensaría que Enrique se estaba burlando de aquella pobre mujer vencida. Nada más lejos de la verdad. Enrique se había empeñado en hacerla reír. Ya era cuestión de amor propio. ¿Y no iba él a conseguirlo? ¡Y de su madre! De su madre, de quien querían separarle —¡si serán imbéciles!— sus hermanos. Le dijeron: «Te ha robado, nos ha robado, y te atreves a reír porque nos ha engañado “con gracia”. ¿Sabes lo que te digo, mamá? ¡Que Enrique te está pervirtiendo!».
¡Qué deliciosa venganza representaba para Enrique, no ya reconquistar el corazón de su madre, sino confirmar que nunca lo había perdido!
La madre sacó un pañuelo y se secó las lágrimas.
—Colosal. Se acabaron las lágrimas. Así estás mucho más guapa.
La madre movió la cabeza y sonrió. Enrique palmoteó halagado…
—Genial. Esto sí que es bueno. Mi madre ha sonreído. Mira, viejita. Sé buena. Y escúchame. Yo no te he mezclado nunca en mis negocios, en mis pequeñas aventuras, en mi manera de ver las cosas. Lo que a ti te tiene que preocupar es si yo te quiero o no. Si decides que sí…, ¡a sonreír! Si decides que no, pues ¡hala, a llorar a caño suelto! Pero no es éste tu caso, viejita. ¿Verdad que no es éste tu caso?
La madre le miraba embelesada, y a medida que Enrique disparaba más, más crecía su sonrisa.
—Ya ves —comentó—. Y tus hermanos se enfadan porque te quiero.
—Lo que a ti te pasa es que estás enchulada conmigo. Confiésalo.
Ella rió y lloró al propio tiempo, pues sus lágrimas y su risa nacieron juntas, y movió afirmativamente, categóricamente, la cabeza.
—Sí. Eso es lo que me pasa. Y no te lo mereces. Pero a las personas no se las quiere porque lo merezcan o no…
—Vamos, vamos… Confiesa que no has tenido suerte conmigo. ¡La verdad es que las mujeres os quejáis por vicio!
La madre se le quedó mirando e hizo un esfuerzo por calmarse y dejar de llorar.
—Cuéntame algo de ti, hijo mío. ¿Cuándo has llegado a Madrid?
—Estoy de paso —mintió—. Mis negocios están en Barcelona, pero tendré que venir aquí con mucha frecuencia.
Enrique estaba sentado a los píes de su madre, en el suelo, y ella sentada en su sillón preferido, el cuerpo echado hacia adelante y los antebrazos apoyados en las piernas. Enrique oyó la puerta de la calle que se abría y se cerraba, y los pasos de su hermano Claudio que se acercaban. No se movió.
—¡Vaya, vaya! —dijo el recién llegado con sorna—. Reunión familiar.
La madre levantó la mirada aterrada, como si la hubiesen sorprendido cometiendo una mala acción.
—¡Hola, Claudio! —dijo Enrique sin levantarse—. Me alegro de verte…
Claudio tardó mucho en contestar…
—Ya has hecho llorar a mamá…
Enrique se salió por peteneras.
—Y no te preocupes, madre, por lo que me has dicho. Yo te compensaré de la desgracia de haber echado al mundo a ese desabrido. Pero no llores más. Es un calamar con tinta y todo, pero no tiene remedio…
La madre miraba a Enrique riendo y reconviniéndole a la vez, como pensando: «¡Qué cosas se te ocurren!», pero no miraba a Claudio porque le tenía miedo.
Claudio, de pie, dijo muy lentamente:
—Escoge, madre, entre él o yo. ¡O se marcha ahora mismo, o me marcho yo de esta casa!…
Enrique se echó a reír.
—Adiós, viejita; volveré otro rato, cuando estemos solos, ¿eh? Y lo dicho: acepta esa cruz con paciencia.
Y señaló a su hermano mientras se incorporaba. Cuando pasó ante él, todavía lo seguía señalando.
Abrió la puerta para salir y ya iba a hacerlo cuando guiñando un ojo a Claudio, le advirtió con suficiencia:
—Eres un temerario, hermanito. No le plantees muchas veces ese dilema a mamá, porque te veo durmiendo en un banco a cielo raso…
Lanzó desde la puerta un beso a su madre, y salió.
Alicia y Ramón no se cruzaron con él por pocos minutos de diferencia. Cuando llegaron a la casa los gritos de su hermano mayor estaban en su apogeo.
—¿Sabes lo que te digo, mamá? ¡Que te estás haciendo cómplice de todas sus fechorías, que le estás incitando con tu complacencia a la vida desastrosa que lleva, y que si algún día Enrique acaba en la cárcel, y ése es el camino que lleva…, tú serás la responsable!
La madre miró a su hijo mayor con angustia. Los labios le temblaban, pero no dijo nada.
—Déjalo ya, Claudio, déjalo ya —intervino Ramón, que acababa de entrar. Y volviéndose a su madre—: ¿Qué nueva fechoría te ha hecho Enrique? Dinos la verdad, mamá…
—Ninguna, ninguna. Enrique ha estado adorable conmigo. Es Claudio, que ha perdido el dominio de sí mismo.
Claudio se puso en pie como un energúmeno.
—¡Eso es lo último que nos quedaba por oír! Yo, en tu caso, la primera vez que se llevó los abanicos de la vitrina para malvenderlos a un chamarilero, le hubiera dado tal sarta de bofetadas que no se le habría ocurrido robar el Goya, como hizo tres semanas después. Y el día que durmió aquí, en esta casa, al lado de tu cuarto, con esa corista, le hubiera cerrado las puertas para siempre. ¿Y tú qué hiciste, mamá…, qué hiciste cuando te enteraste?…
—No lo creí…
—Ramón te lo dijo y te lo demostró.
—Pero yo no lo creí.
—No lo creíste; pero te fuiste con tu criada a primera fila del «Martín» para ver qué tal era la chica…
Hubo un silencio muy largo.
Alicia, con gestos suplicantes, pedía a Claudio que no siguiera.
La madre quiso decir algo y no estuvo muy afortunada.
—Una madre tiene derecho a saber con quiénes salen sus hijos. Además, a Enrique nadie le ha echado una mano nunca.
—¿Cómo puedes decir eso, mamá? —intervino Ramón—. ¿Sabes la cantidad de veces que Claudio y yo le hemos ayudado?…
—Dinero, y no consejos, era lo que él necesitaba. Que no hay peor consejero que los bolsillos vacíos.
—¡Dinero…, dinero! —clamó Claudio golpeando con los dos puños en sus bolsillos—. ¡Le hemos dado dinero! Yo se lo he dado a espuertas, para comprar libros, para matricularse, para que pagara la pensión y pudiera estudiar sin preocuparse de ganarlo. Y aquel viaje a Barcelona, para un puesto tan importante, se lo pagó Ramón, que ignoraba que se lo había pagado yo la víspera. Y después, Alicia nos confesó que ella también le había dado la misma cantidad…
La madre sonrió beatíficamente.
—¡Yo también le di dinero para aquel viaje a Barcelona!…
—Pues se pasó una semana en el Ritz, viviendo con una vieja. Y el puesto a que aspiraba era el de colocarse como chulo a cuenta de ella. ¡Y se colocó! ¿Te enteras? Y lleva dos años viviendo con ella, a costa de ella. ¡Ése es tu hijo…, un chulo de p…!
—¡Eso no es verdad!… ¡Os prohíbo que habléis así!…
Se llevó las manos a la cara y comenzó a sollozar.
—¡Y no quiero saberlo! ¡No quiero saber nada, nunca de esas porquerías que os inventáis!
Alicia se acercó a ella. Se llevó de nuevo las manos a los labios, pidiendo silencio a sus hermanos.
—Tenéis razón…, pero dejadla ya. Está descompuesta. ¡Pobre mamá!
Se inclinó sobre ella, queriendo abrazarla, acariciarle el pelo; pero ella reaccionó violentamente, como si le repugnara que la tocasen. Alicia insistió:
—Vamos, mamá. Ya no se hablará más de esto. No llores… No me hagas llorar a mí también.
—¡No quiero saber nada!… ¡No quiero!
De pronto se incorporó, dio un manotazo a su hija en las manos y la empujó apartándola de sí.
—¡Y tú, déjame en paz! —gritó en el colmo de la injusticia—. ¡No me toques, estoy harta de ti!…
Alicia, toda pálida, se echó hacia atrás.
—¡Sí, sí, estoy harta de ti!
Alicia estaba inmóvil, como si hubieran disparado sobre ella una ráfaga de metralla y fuera a caer fulminada. Claudio, ante tamaña injusticia, había enrojecido de ira, y a Ramón se le saltaron las lágrimas. Alicia, deseando que su madre rectificara, se atrevió a balbucir:
—Pero…, madre, ¿quién en el mundo te quiere más que yo?
La anciana no contestó.
—Yo no puedo resistir esto —dijo Ramón poniéndose en pie.
Alicia se acercó a él, inclinó la cabeza sobre el pecho de su hermano y se puso a sollozar, rotos los nervios, con hipidos.
—¿Que quién me quiere más que tú, que quién me quiere más que nadie? —exclamó la madre alzando la voz—. Él me quiere mucho más que todos vosotros juntos. Él es el único que me ha querido siempre. El que me dice cosas bonitas, el que me mima. Nunca… ninguno habéis sido capaces de decirme las cosas que Enrique me ha dicho a mí hoy. ¡Ninguno…, ninguno!…
Claudio la interrumpió:
—Escúchame, mamá, y es lo último que voy a decirte, porque me voy. Todo lo que él te ha dicho se lo sabía de memoria, porque ya se lo había dicho antes a la vieja del Ritz. —Y concluyó con estas palabras tremendas—: Su especialidad es camelar corazones seniles.
Se levantó, cruzó el comedor y el salón, dio un portazo y se fue.
Ramón acarició a su hermana en la mejilla, la besó en la rara y, sin dejar de abrazarla, se la llevó hacia las habitaciones interiores.
La madre se quedó sola, en el cuarto de estar.
«¡Camelar corazones seniles!… ¡Puede que sea verdad! Lo hace muy bien… Mi niño querido…».
No lloraba. De vez en cuando un suspiro le subía del pecho a la garganta, como una congoja que no alcanzaba a deshacerse en lágrimas.
Estaba sola y no lloraba.
—Enrique…, mi niño querido. El solo me quiere… ¡El solo! Mi niño chico…
«¡Qué familia, muchacho!», se decía Enrique mientras conducía su automóvil, e hizo un gesto como si apartara las moscas o los recuerdos. Giró lentamente el volante y se encaminó a casa de Celia. La idea de volver a verla le turbaba un poco. Había salido mucho con ella, seis años atrás, recién concluida la guerra, cuando todos se empeñaron en que estudiase arquitectura. Pero la verdad es que le aburría soberanamente enterrarse en vida entre libros. La vida se vivía una vez, y era un crimen desperdiciar lo mejor de la juventud, quemándose las cejas entre libracos. Él era perfectamente capaz de diseñar una casa sin necesidad de estudiar. Todo era cuestión de talento y de gusto, y ni una cosa ni otra le faltaban. Pero Celia no lo entendía así y amenazó con dejarle si colgaba los estudios. Un día, Enrique decidió no llamarla más, y desde entonces no habían vuelto a verse. Nunca la había echado de menos. Celia se había vuelto estúpidamente formal, y no había manera de intimar lo más mínimo con ella.
Enrique estacionó el automóvil donde pudo, pues todos los lugares vecinos a la casa estaban ocupados. Extrajo de la guantera un frasco de colonia, la dejó gotear sobre las manos, se peinó las cejas y el bigote, se ajustó la corbata y salió.