I
1945
LAS OPOSICIONES DE ANASTASIO

—PERO, MADRE, ¡si te dije que me plancharas la camisa blanca!

—La camisa blanca está zurcida; y ésta es nueva.

—La blanca está zurcida por la espalda, y no se nota. En cambio, ésta es rayada, y no se puede llevar con un traje azul. Anda, dame la blanca.

Anastasio se encerró en su cuarto y se sentó. Apoyó los codos en las rodillas y la cara entre las manos. No sabía qué hacer. No le apetecía asistir a la fiesta de la boda. Le azoraba. Le violentaba. No conocía a nadie. No sabría qué hablar con nadie. Sus amigos de ahora eran otros. Los de Celia y sus hermanas, también. Sólo Adolfo había mantenido con él una relación de amistad no enturbiada por los años. Los últimos de la carrera de Anastasio habían coincidido con los primeros éxitos del escritor. Cuando Anastasio se encerró para preparar sus oposiciones, Adolfo ya comenzaba a ser popular. ¡Las oposiciones! Nadie en su casa, ni en la vecindad, entendía lo que esta palabra mágica y terrible representaba. ¡Cuántas veces se había sorprendido al descubrir la primera luz del sol dorado y flameando entre los visillos de su ventana! «Voy a repasar un poco los temas antes de dormir», le había dicho a su madre. Y el amanecer le cogía de sorpresa, cuando apenas comenzaba a sacar fruto de su repaso. Era una lucha tremenda contra el tiempo y contra la salud. Había que alcanzar una meta terrible. No era suficiente dominar las materias, como en el colegio y la universidad. No era bastante hacer un examen brillante. De nada servía «saber mucho». Era necesario «saber más»: más que los otros opositores, que sabían mucho. Y si se ganaban las oposiciones, la vida estaba resuelta. Y si se perdían, quedaban irremisiblemente perdidos con ellas los años de preparación. Y a empezar. Otra vez a empezar. A esperar de nuevo dos, tres años, los que fueran necesarios. Esperar, esperar siempre; éste era el destino del opositor: esperar a que murieran o se jubilaran los veteranos del Cuerpo para que hubiera vacantes; esperar a que se convocaran oposiciones: esperar a conocer los temas, esperar a estudiarlos; esperar ganarlas. Y si esto no se conseguía, esperar… esperar…

—¡A ver cuándo te decides a trabajar, so gandul, que no tienes edad de vivir a la sopa boba de tu madre! —le dijo un día la portera.

Y su propia madre, al verle tan delgado, tan pálido, vencido por el insomnio, por la inapetencia y los nervios, le amenazó con quemarle los libros cualquier día.

—Sólo faltan unos meses, madre. Hay que esperar…

Desde que la guerra terminó, Anastasio no tuvo otro horizonte que el de los libros ni otra meta que la de concluir cada año las asignaturas con la calificación máxima y obtener matrícula gratuita en el curso siguiente. Obtuvo dispensa de escolaridad como hijo único de viuda para cursar dos años en uno, y gracias a esto pudo aprobar quinto en junio y sexto en septiembre del año en que acabó la guerra. El esfuerzo que realizó Anastasio fue ingente. Los jesuitas de Valladolid le ayudaron mucho y por recomendación del colegio de San Sebastián le alojaron en su internado los días necesarios para presentarse en esta ciudad a los exámenes de séptimo y reválida, convocados en enero de 1940, fuera del tiempo escolar, para excombatientes y casos especiales derivados de la guerra.

Anastasio se encerró entre las cuatro paredes de su dormitorio y se encerró también dentro de sí mismo. No podía seguir el ritmo de gastos de sus antiguos amigos. No podía vestirse como ellos. Su madre consideraba como despilfarros los gastos que le ocasionó su ingreso en la Universidad, la compra de los libros de texto, la transformación de su ropa de escolar en ropa de universitario. Hubo que acudir una vez más a la humillante ayuda de los tíos de San Sebastián.

Anastasio supo que Celia salía de nuevo con Enrique, que eran novios, que iban a casarse, y una extraña desazón le turbó. No había razón alguna para ello. ¿Qué motivos podía tener él para oponerse? ¿Qué mayor alegría podía sentir que la nacida de la unión de dos buenos amigos suyos a los que quería bien? Y, sin embargo, una absurda tristeza, una arbitraria e inexplicable amargura le acompañó mientras duraron estas relaciones. Y sólo ganó la paz cuando supo que una vez más Celia y Enrique habían dejado de verse.

Cuando Anastasio concluyó la carrera, todos cuantos le querían bien le aconsejaron que no pusiera límite a sus aspiraciones, que iniciara la preparación de notarías, abogacía del Estado o cualquiera de las oposiciones consideradas en los medios universitarios como más ambiciosas, sólo aptas para los mejor dotados o los mejor dispuestos para el estudio. Esto representaría para él no ya salir del paso, sino conquistar una seguridad económica, subir peldaños en su posición social.

Una semana o poco más, salió a diario con Celia. ¿Por qué lo hizo? Meses, años, le duraría el arrepentimiento. Fueron sus vacaciones, sus únicas vacaciones entre la meta ganada del fin de carrera y la iniciación de la etapa más dura de todas: las oposiciones.

Fueron días inolvidables. Anastasio se preguntaba si no se estaría enamorando. Pero nunca habló con ella de esto. Le hablaba de su gran problema, la elección de una carrera, la preparación de unas oposiciones… Ella le animaba, le daba fe en el éxito final. Notarías era la oposición con más porvenir económico. Diplomacia, la de más brillo social. Abogacía del Estado, cátedra y judicatura, las de más prestigio profesional.

—¿Por cuál te decides? —le preguntó Celia un día.

—Judicatura —contestó Anastasio—. Lo he pensado muy bien. ¿No es ésa la que a ti te gusta más?

Cuando los estudios se reanudaron, Celia le llamaba por teléfono todas las noches.

—¿Cómo está mi opositor? Cuéntame qué has estudiado hoy.

—Muy poco. Sigo arreglando papeles…, haciéndome un plan de trabajo.

—Pues no te entretengo. Que aproveches bien el sueño. Tienes que ahorrar fuerzas.

—¡Qué buena eres, Celia! Eres un ángel. Si no me hubieras llamado no podría estudiar.

¡Ah, qué fácil era para sus amigos, para sus mismos profesores, para Celia incluso, el aconsejarle que se encerrara cinco, siete, ocho años en preparar unas oposiciones de lujo! Pero, entretanto, ¿quién liberaría a su madre de trabajar? ¿Quién llevaría a casa el dinero necesario para comer?

—Hijo mío —le dijo un día su madre—, ¿cuándo vas a empezar a ganar dinero? Si viviera tu padre sería distinto, pero yo no puedo más. Tus tíos me echan en cara lo que ya les debemos. La pensión de tu padre no nos da ni para comer.

¿Tenía Anastasio derecho a seguir estudiando? ¿Le bastaba a su egoísta tranquilidad saber que sus estudios no costaban dinero a su madre? ¿No estaba obligado en conciencia a sacrificar el brillo de un porvenir incierto a cambio de una solución inmediata a los problemas actuales de su casa?

Su madre le dejó iniciar la carrera sin oponerse. A los dos años ya le preguntó que cuándo la concluiría. Cuando la carrera estuvo terminada, ¿qué obstáculos había ya para que empezara a trabajar en serio, a ganar dinero como un hombre, liberándola a ella del peso y el castigo de tener que mantener la casa?

Una noche, Anastasio entregó a su madre unas pocas pesetas.

—¿Qué es esto?

—Me he colocado, madre. Hace un mes que estoy trabajando. Media jornada, nada más. Por las mañanas tengo que estudiar. Si algún día quiero ser alguien no puedo dejar de estudiar…

La madre le miró, perpleja. Contó despacio los billetes. Una sombra fue endureciendo sus facciones. Sin decir nada tomó el dinero y se encerró en su cuarto. A la hora de cenar se notaba que había llorado.

—Cualquiera de tus vecinos —le dijo después de un largo, angustioso silencio— gana más. Cecilio, sin ir más lejos, es tapicero y gana mucho más que tú como abogado. ¡Tanto aguantar, tanto esperar a que terminaras tu carrera, y ahora me traes esto!

Era muy difícil explicar a su madre que aquel dinero no había sido ganado en el ejercicio de su profesión, sino como auxiliar de archivo en media jornada de trabajo en una hemeroteca, y que para ganar más necesitaba primero triunfar en unas oposiciones, las que fueran, las más rápidas. Pero para eso debía seguir estudiando. Era difícil decir esto a su madre.

—El mes que viene te traeré algo más —dijo con voz muy baja. Y aquella noche decidió Anastasio colocarse la jornada completa y renunciar a la judicatura.

Celia se opuso a lo que ella consideraba una deserción. Anastasio replicaba que sus circunstancias personales le forzaban a hacer unas oposiciones sencillas, rápidas, que le resolvieran los problemas inmediatos. Y más tarde, quizás, ya con una base económica, podría preparar otras más ambiciosas.

Celia replicaba con calor, llegó a irritarse con él. Un día, Anastasio dijo a Celia que era mejor no volver a hablar de este tema. Ni de ningún otro. Sus llamadas telefónicas diarias le distraían. Tardaba más en reconcentrarse para el estudio… Él la llamaría los domingos… Algún domingo…

Celia le colgó bruscamente el teléfono. Y Anastasio sintió como una puerta que se le cerrara dentro del pecho haciéndole daño. Se mordió los puños para acallar el dolor interno. Y aquella noche no pudo estudiar.

—Sólo faltan unos meses, madre; hay que esperar…

Y los meses habían pasado. Y los dos primeros ejercicios, vencidos. Y el tercero… Anastasio no sabía nada de los resultados del tercer ejercicio. Cuando extrajo las siete bolas y leyó en voz alta los números que le habían caído en suerte, y comprobó los temas a que correspondían, una voz interior le grito: «¡Te los sabes!». Le concedieron entonces cinco minutos ¡)ara que los preparara mentalmente, para que serenara los nervios, para que trazase el camino que había de seguir en su exposición. No hizo nada de esto. Cerró los ojos, se recluyó dentro de sí y rezó. Después, se quitó de la muñeca el reloj, le dio cuerda, se lo puso delante, sobre una mesilla en la que había un vaso de agua, y comenzó a hablar lentamente, ganando velocidad a medida que las ideas se le agrupaban y se engarzaban solas, como las piezas de un ajedrez movidas por un robot. Clavó sus ojos en el presidente del tribunal, y mirándole sin verle, anudaba su mirada con la del hombre de quien dependía su porvenir, habló, habló hasta que el presidente agitó una campanilla, setenta y cinco minutos después, cuando ya no le quedaba a Anastasio nada que decir. Este sonido le sobresaltó como un despertador después de un largo sueño. Vaciló unos segundos, inclinó levemente la cabeza saludando al tribunal y giró sobre sí mismo. Las piernas se le doblaban y al salir tuvo que apoyarse en los pupitres donde los tres últimos opositores esperaban su turno. Se fue a los lavabos, bebió del grifo, dejando resbalar el agua sobre la mano, y después se refrescó la cara, la nuca y las sienes. Se peinó y salió a la calle. Anduvo unos minutos como un sonámbulo. De pronto, se encontró en su habitación, tendido en la cama, las manos cruzadas bajo la nuca, intentando reconstruir cómo había llegado hasta allí. Le divirtió comprobar que no sabía hacerlo. Había perdido la memoria de los minutos precedentes. No recordaba si su madre le había abierto la puerta o, por el contrario, la había abierto él con su llavín. No se acordaba ni de si había venido en «metro», en tranvía o a pie.

—¡Madre! —gritó—. ¡Madre!

Ésta entró con gesto malhumorado.

—Muchos gritos, muchos gritos; pero ni siquiera me has saludado al entrar. ¿Qué quieres?

—Siéntate aquí conmigo.

—Estoy lavando, ahora no puedo.

Se le quedó mirando extrañada.

—¿No estudias?

—Siéntate aquí conmigo —insistió Anastasio. Y cerró los ojos.

La madre se colocó al borde da la cama.

—A ti te pasa algo —dijo tocándole el cuello y la frente con ambas manos.

—Me duele un poco la cabeza.

—¡Claro! Y un día reventarás.

Introdujo los dedos por el nacimiento del pelo de su hijo y comenzó a frotar suavemente. Anastasio, sin abrir los ojos, aclaró sonriendo:

—No me duele la cabeza. Es que me gusta que me hagas esto.

Hizo una pausa.

—Hoy no voy a estudiar. Haré novillos —añadió.

La madre le acariciaba ahora las sienes y la cabeza, haciendo presión suavemente con los dedos, para que la sangre circulara mejor.

—¡Qué pena —dijo— que los hijos se hagan grandes!

Anastasio sonrió de nuevo. Estaba muy cansado. Como una gran sombra apretada y lenta, el sueño se le acercaba y le cercaba.

Se quedó dormido.

Adolfo le despertó a media tarde.

—Pero ¿estás en la cama a estas horas? ¿No vas a la boda?

—¿A la boda? ¡Se me había olvidado!

—No llegas a tiempo de ir a la iglesia, pero a la fiesta, sí. Allí nos veremos.

Anastasio había recibido la invitación, aprobado ya el segundo ejercicio, en plena preparación del tercero. La leyó por encima, como quien lee la noticia de un suceso lejano. No tuvo nunca intención de ir; o mejor, no tuvo nunca intención de perder ni un minuto de tiempo en considerar si iría o no. Ahora era distinto. Los libros ya no le detenían.

Adolfo iba a salir, pero se detuvo en la puerta.

—Por cierto, ¿cuándo terminas el último ejercicio?

—Ya te contaré.

—No me asustes. ¿Malas noticias?

—Todavía no sé. Ya te contaré.

Hora y media después, Anastasio, con su camisa blanca recién planchada a la que no se veía el zurcido, con su traje azul y con el ánimo inquieto, como si llevara mil zurcidos a la vista de todos, penetraba en casa de Celia. Y se sentía solo entre la masa apretada, enjoyada y perfumada de cientos de invitados desconocidos.