VIII
LA EDAD PROHIBIDA

ANASTASIO HABÍA PEDIDO permiso para no ir a clase. A las once operaban a tía Enriqueta de amígdalas, y tío Anselmo, desde la víspera, se había fingido enfermo por no tener que acompañarla. «Que vaya el niño, que ya es un hombre», había dicho con voz autoritaria desde el lecho del dolor. Y Anastasio no se hizo de rogar. Se levantó a las siete y media, como todos los días. Y en vez de tomar el tranvía alquilado de los jesuitas, que recorría por la mañana toda la ciudad recogiendo alumnos, se fue a misa al Buen Pastor. Tenía tiempo sobrado para ir a la iglesia, para desayunarse y hasta para aburrirse antes de la hora de ir al hospital.

«Que vaya el niño, que ya es un hombre», recordaba Anastasio mientras se vestía. Y añadió mentalmente: «La verdad es que ni soy un niño ni soy un hombre, ni soy nada». El problema del afeitado había adquirido para él caracteres dramáticos. No podía dejar de afeitarse cada mañana, so pena de parecer un presidiario. Pero si se afeitaba, parecía un guillotinado sometido a un verdugo con mala puntería. El de los pantalones tampoco tenía solución. Con los bombachos parecía un hombrón disfrazado de niño. Con los largos, un niño disfrazado de hombrón. ¡Y si no fueran más que éstos sus problemas! Todos sus amigos tenían vocación de algo. Él, en cambio, a pesar de faltarle muy poco para concluir el bachillerato, no sabía qué carrera elegir. Bien es cierto que los estudios, que tanto le costaba seguir al comienzo de su vida donostiarra, no se le daban ahora tan mal como al principio. La sorpresa que se llevó en junio del año pasado al aprobar todas las asignaturas con notables y sobresalientes, le dio un margen de seguridad en sí mismo que antes no tenía. En clase le llamaban empollón, pero en realidad no le molestaba lo más mínimo, pues al revés de lo que acontecía en segundo y en tercero de bachillerato, ahora —ya en el quinto curso— eran muchos, y por lo general los mejores, quienes se tomaban muy en serio «eso» de los estudios. Adolfo, por ejemplo, empollaba como un león, y Enrique preparaba a saltos —accesos de entusiasmo y de decaimiento— la temible reválida, recién creada. Javier era el único que había abandonado el bachillerato, y sus padres se lo habían llevado a una finca, donde, al parecer, se ocupaba con bastante fortuna en las cosas del campo. Anastasio estudiaba, sí. Pero tenía cien dudas sobre el camino que debía seguir. Y esto le torturaba.

Los estudios, la vocación por una carrera, el éxito o el fracaso en los exámenes eran problemas comunes, sociales, públicos, en todos los chicos de su edad; pero había otros ocultos, de los que Anastasio no hablaba nunca con nadie, y que creía propios, exclusivos suyos. Dos fuerzas antípodas tiraban poderosamente de él: Dios y la carne. ¡Cuántas veces, cuando estaba solo, una vez concluido en casa el repaso o el estudio de las lecciones del día siguiente, se iba a la iglesia, se arrodillaba o se sentaba frente al Sagrario y se quedaba horas a solas, dialogando, mano a mano con Dios! En muchas ocasiones no rezaba, sino que iba de visita, como quien va a casa de un amigo, no a charlar, sino a sentir el placer de estar sencillamente en buena compañía.

¡Y cuántas veces, en cambio, sin llamar a la puerta, sin pedir permiso, recibía Anastasio la visita de la tentación! Visiones inmundas y sueños lascivos se le presentaban ante los pos de la fantasía y le deleitaban, torturándole a la vez. Al principio, la visión que más frecuentemente le asaltaba era la de Maribel, pero no en brazos de Leopoldo, sino en sus propios brazos, entregada, vencida, y con una mano a veces frenética, a veces suave y acariciante, sobre su blusa. Alguna vez vencía esos pensamientos contraponiéndolos con el recuerdo de la horrible mujer que le asaltó tres meses atrás, minutos antes que Quincepesetas, pues le causó tanta repugnancia que le parecía un remedio eficacísimo contra la lujuria. Pero ¡ay!, que este pensamiento horrible dejaba muchas veces de serlo en su imaginación al fundirse con el de otras mujeres también de mediana edad y de cabellos rojos como al fuego o pálidos como el trigo cuando se va a segar.

Como conocía el camino, Anastasio se acercó más de una vez a la calle de Zabaleta. Y si no consumó su propósito no fue tanto por virtud como por el complejo que le producían sus denigrantes granos faciales y sus ridículos pantalones.

«Son cosas de la edad», se decía para consolarse. Pero en seguida añadía, ensañándose consigo mismo, que si la edad consistía en tener granos y cortaduras en la cara, suciedad en el pensamiento, manchas en los pantalones, y el corazón, en cambio, virginal, lleno de amor, sediento de amistad y de ternura…, esta edad debería estar prohibida.

Cuando Anastasio salió de la iglesia, eran las nueve en punto. Y apenas cruzó la línea de sombra y luz que producía el sol en el suelo, vio algo que le obligó instintivamente a retroceder para quedarse escondido en la penumbra. A pocos pasos de él estaba Celia con un militar. No la veía desde la tarde aquella en que estuvieron hablando de tantas fruslerías en la Concha, bajo las arcadas de la playa…, y en esas semanas Celia había cambiado de una manera increíble. Anastasio se escandalizó al descubrir la causa. Celia llevaba sobre los labios una ligera capa de rouge. Éste y otros detalles le parecieron absolutamente intolerables. Llevaba zapatos de tacón, medias de seda, bolso y guantes.

¿No tenía acaso Celia la misma edad que él? ¿No eran igualmente niños el uno y el otro cuando se conocieron, meses más, meses menos, teniendo ambos trece años? Pues entonces… ¿por qué oculta, injustísima razón, Celia era ya una mujer, y, en cambio, él, Anastasio, no era todavía un hombre?

No eran sólo los detalles de su atavío los que le irritaron. Había otro, de un metro ochenta de estatura y una estrella de seis puntas en la bocamanga, más poderoso que ninguno. Este «detalle» era un alférez del Ejército, un combatiente, un «hombre mayor», y militar por añadidura, que hablaba con ella; y no como se habla a una niña, sino tratándola de tú a tú, de igual a igual. El oficial lo era de Regulares y llevaba una larga y espectacular capa azul que le llegaba hasta el suelo, como la cola soberbia de un pavo real. No era por Celia, sino por todas las niñas; mejor dicho, por todas las mujeres de su misma edad… ¿Cómo iba Anastasio a atreverse ya nunca más a acercarse a ellas? ¿Cómo iba a poder competir —¡esto era imposible, Dios mío!— con los oficiales de Regulares?

El alférez, entretanto, se pavoneaba de lo lindo, con su vistoso suljan azul al modo de capa donjuanesca, su gorra colorada y una ristra de cintas multicolores sobre el pecho, símbolos todas de estupendas condecoraciones ganadas en quién sabe qué fantásticas batallas. Y Celia, muy halagada, correspondía a las zalemas con risitas y otros gestos estúpidos. Así estuvieron un buen rato charlando, hasta que el alférez se cuadró, estrechó la mano de Celia, se llevó después la diestra a la visera y, dando un ligero taconazo que hizo vibrar las espuelas, giró en redondo y se fue. Por fin había concluido la endiablada entrevista. Tan irritado estaba Anastasio, que no se cuidó de esconderse. Y Celia le vio.

—¡Anastasio, qué alegría! ¿Dónde te has metido todo este tiempo?

—¿Por qué no has ido al colegio? —preguntó Anastasio secamente.

—Porque es el cumpleaños de mamá. ¿Y tú por qué no has ido?

—Porque a las once operan a mi tía Enriqueta…

Celia miró el reloj.

—Tienes tiempo… Anda, invítame a desayunar… Eres una mala persona… Ya no quieres nada con nosotras. ¿Dónde vamos? Te propongo la «Dulce Alianza»… Hay unos pastelitos de dulce de leche estupendos.

—No. Prefiero Ayestarán…

—De acuerdo. Vamos.

Anastasio se palpó disimuladamente los bolsillos antes de añadir:

—Vamos…

Estaba deseando llegar, y no tanto por tener un mano a ¡llano con ella, sentados ante el tibio tazón de chocolate con llana, como por evitar el grotesco contraste de sus dos figuras pintas por la calle: ella, tan distinguida, tan airosa, tan mujer; él, tan desgarbado, tan niño.

—¿Por qué has escogido Ayestarán? —preguntó Celia apenas estuvieron sentados.

—Porque aquí estuvimos otra vez, hace dos años.

—¿Aquí? No tenía ni idea. ¿Con quién?

—Solos…

Celia hizo un gracioso mohín de incredulidad.

—¿Solos? ¿Tú y yo? —Y añadió maliciosamente—: ¿Y eso no es pecado?

Anastasio sintió el maldito pavo subiéndosele hasta la frente.

—Aquel día —dijo, por cambiar de tema—, ibas peinada con dos trenzas recogidas como dos discos sobre las orejas. Llevabas una falda blanca plisada con dos grandes tirantes de la misma tela sobre la blusa. La blusa también era blanca, pero estaba estampada con barcos, anclas, brújulas y peces que te habían hecho en casa con unos retales comprados en Bayona, en una tienda que se llamaba… que se llamaba «Aux dames de France».

Anastasio dudó un momento y entornó los ojos para recordar mejor.

—Llevabas en la mano un libro de misa —añadió— y un monederito de tela con broche metálico, y dentro tenías una estampa de la Virgen, un billete capicúa de tranvía, una horquilla y un retrato de Enrique, muy arrugado… ¡Ah, y un botón de ámbar!

Celia había escuchado conmovida la asombrosa recopilación.

—Sí, sí, sí. Ahora me acuerdo. Y estuvimos en aquella mesa. Pero te confieso que no tengo ni idea de por qué me invitaste… y por qué me citaste aquí.

Anastasio empezaba a sentirse mejor. Y tuvo un rasgo de audacia, imposible de concebir en él antes de los cinco sobresalientes de junio pasado.

—Fuiste tú quien me citaste…

—¿Yo?

—Y… fuiste tú quien pagó los desayunos.

Celia estaba halagada —no lo podía ocultar— de que alguien recordara tantos detalles de ella misma y de tantos años atrás.

—De eso hace cien años —dijo Celia sin dejar de reír.

Anastasio cogió la frase al vuelo.

—Tienes razón. Hace cien años. Entonces teníamos la misma edad.

—¿Y ahora, no?

—¡Ahora, no!

Celia alzó las cejas interrogadora. Anastasio prosiguió:

—Ahora tenemos una edad prohibida.

Celia se arregló un poco el pelo con las manos. Y se echó hacia atrás en su asiento.

—¿Prohibida? ¿Como «la fruta prohibida»? ¿Tan guapa me encuentras?

—Prohibida. ¡Me encuentro tan feo!…

Celia tragó saliva.

—¡Qué tontería! Lo dices por tus granos. Eso se pasa…

—Claro. Se pasa… con la edad.

Una camarera se acercó a la mesa, Anastasio sin consultar a Celia, encargó:

—Para la señorita, un chocolate a la francesa con nata, tostadas con mantequilla y un croissant. ¡Ah! Y agua con azucarillo. Para mí, lo mismo.

Celia no salía de su asombro.

—¿Cómo sabes que yo quería eso?

—¡Ah! Y la mantequilla nos la sirve en esos cacharritos especiales.

—¿Qué cacharritos? —preguntó Celia.

Anastasio explicó:

—Aquel día nos trajeron la mantequilla encerrada en una especie de caja metálica. Se apretaba la parte superior de la tapa y por unos agujeros salía la mantequilla toda rizada. Yo no había visto eso nunca hasta entonces, pero tú la manejabas muy bien. A pesar de estar enamorada, tenías un estupendo apetito, y me dejaste sin mantequilla.

—Pues mira —respondió Celia—: Ahora no estoy enamorada, y, sin embargo, no pienso tomar mantequilla. Engorda muchísimo…

Hubo un silencio.

—¿Ya no estás enamorada… de Enrique?

Celia enrojeció y contestó con excesiva firmeza:

—¡No!

—¿Ya no conservas aquella fotografía?

Celia abrió el bolso.

—Sí, pero por costumbre. Me he olvidado hasta de romperla. Mira, aquí está. Por cierto, ¿qué es de Enrique?

—Pero ¿no me has dicho que ya no te interesa?

—No he dicho que no me interese. He dicho que no estoy enamorada de él. Cuéntame: ¿qué hace?

—¡Qué más te da!

Celia hizo un mohín de enfado.

—No seas tonto. Cuéntame cosas de él.

—Te aseguro que no sé nada. Le veo muy poco.

—¡Pues dicen cada cosa! Tú sabes —prosiguió Celia confidencial— lo maravillosamente que toca la armónica…

A Anastasio le dio un vuelco el corazón. ¿Se habría descubierto, al cabo de tanto tiempo, el robo de aquella armónica en la Casa Erviti de la Plaza del Buen Pastor?

—Sí, la toca muy bien —respondió.

—Pues mira. Me han dicho que un día estaba en una tasca del Barrio Viejo tocando la armónica y cantando con ese grupo de amigos tan raros que se ha echado. Parece ser que había unas turistas de esas que han venido a traer un donativo para los heridos. Una de ellas era australiana, o algo así, casada con un general de coraceros, y estaba encantada de oír cantar y tocar la armónica en un restaurante; porque, por lo visto, en Australia no hay restaurantes, y si los hay, la gente no canta nunca en ellos ni toca la armónica.

—¿Y qué?

—Pues que las extranjeras les pidieron que volvieran a cantar. Y Enrique se sentó a su mesa. Y tocó la armónica para ellas. Y le dieron dinero… y él lo aceptó. Y después se lo gastó con sus amigos invitando a todos…

—Pues no veo nada malo —contestó Anastasio—. Lo tomaron por un cantante profesional. Y él, con la guasa que tiene, siguió la broma y después se estaría riendo con sus amigos a costa de las extranjeras. No tiene nada de particular.

Celia bajó la voz, confidencial.

—Parece ser que desde entonces la australiana (que tiene cuarenta años; veintitrés más que él) ha vuelto a darle dinero.

—¿Por tocar la armónica?

—Ahí está lo malo. No por tocar la armónica precisamente.

Anastasio no dijo nada. Estaba confuso. ¡Ésa era, pues, la explicación de la extraña amistad de Enrique con aquella pelirroja del hotel! Un mundo de sentimientos encontrados surgió en la mente de Anastasio. A la «edad prohibida» era difícil competir con un alférez de Regulares; pero, por lo visto, no era imposible competir con un general de coraceros. Lo que no acababa de entender bien era lo del dinero. ¿Quién daba dinero a quién? ¿Ella a él, o él a ella? La primera impresión —pecaminosa, y que Anastasio rechazó en seguida, escandalizado de sí mismo— fue pensar que hizo mal en huir tan precipitadamente del lado de la rubia platino. Pues ahí era nada, ¡recibir dinero… además! Pero después lo pensó mejor y lo consideró denigrante, pues la acusación de Celia equivalía a decir que Enrique se había lanzado a la prostitución, prostituyéndose él. Su actitud no era ni más ni menos vergonzosa, triste y escandalosa que si Celia se hubiera lanzado a la calle de Zabaleta a imitar a Quincepesetas.

—¿No te parece horrible? —preguntó Celia.

Anastasio fue leal a su amigo.

—Lo que me parece es una calumnia sin pies ni cabeza.

Trajeron el desayuno, y, entre protestas de que todo aquello engordaba terriblemente, y de que a partir de «mañana» no comería más que frutas y verduras crudas, Celia engulló el chocolate con nata, el tiernísimo croissant y las tostadas con mantequilla.

Anastasio la miraba embobado. Celia se dejaba mirar. Y cuando hubo concluido, preguntó con desfachatez:

—Dime, Anastasio…, ¿no has estado nunca enamorado de mí?

—Confieso que es una vulgaridad. Todos en la pandilla estábamos un poco enamorados de ti. Pero Enrique era mucho Enrique para rival…

—Ya no hay ese rival… —contestó Celia muy rápida.

Anastasio introdujo un grueso trozo de tostada en el chocolate y se lo llevó a la boca para meditar muy bien antes de responder. Hubiera querido hacerlo jovialmente, en ese medio tono de bromas y veras que tanto gustaba a Celia, y buscó una galantería, una frase de ingenio que la halagara a ella sin comprometerle a él, pero no la encontró.

—Yo no tengo posición para interesar, ni aspecto para gustar, ni edad para enamorar.

Celia tardó un momento en responder.

—Pero tienes un corazón así de grande para querer y para ser leal.

Y abrió los brazos todo cuanto pudo, para indicar las dimensiones del corazón.

Ahora fue Anastasio quien tardó en contestar. Pero cuando lo hizo, había firmeza en su voz.

—Eso que has dicho te juro que es verdad.

Después se llevó una mano a la frente, una mano torturada.

—No me cabe en la cabeza que nadie pueda dejarte a ti, ¡a ti!, por una vieja… A ti, que eres tan… no sé cómo decirlo.

—¿Tan qué?

—Tan maravillosa… Tan bonita… Tan femenina.

Lo dijo despacio, buscando las palabras, pero después se embaló como quien coge carrerilla y ya no puede o no sabe parar.

—Tan ideal, tan dulce, tan mona, tan inteligente, tan buena, tan seria…

Celia le tomó una mano y se la apretó amistosamente.

—Tú sí que eres bueno y mono…

Anastasio respiró muy hondo.

—Yo no sé si triunfaré o no. Ahora tengo que estudiar, hacer una carrera, ganar dinero, hacerme un hombre y hacerme un nombre.

Lo decía sin mirarla, como si hablara consigo mismo.

—Si lo consigo —añadió—, buscaré una mujer que sea como tú, lo más parecida a ti, y le diré: Celia…

Un ruido de voces agitadas los interrumpió. Un hombre y una mujer, llorosos y temblorosos, habían penetrado en el establecimiento, seguidos de un grupo de gente.

—¡Dios mío, Dios mío…! ¡Os juro que es verdad…!

—Pero eso significa el fin…

Alguien, en la mesa próxima a la de los jóvenes amigos, se levantó.

—¿Qué pasa?

—Pero ¿no lo saben ustedes? —gritó la mujer desde la puerta—. ¡Ha caído Madrid!

Anastasio se puso pálido como el papel. Y una congoja le apretó el pecho dejándole sin habla.

La mujer gritaba, sin contestar, a las preguntas que todos le hacían.

—¡Ha caído Madrid! Las tropas están entrando por la Ciudad Universitaria. Esto es el fin de la guerra.

Un muchacho echó a correr por la calle.

—¡Salid a las ventanas! ¡¡¡Hemos tomado Madrid!!!

En un segundo, todo el mundo comenzó a abrazarse y a llorar. La dueña del establecimiento salió corriendo del interior, a los gritos, y se subió en una silla.

—¡Los pasteles son gratis! ¡Que todo el mundo coma lo que quiera!

Un señor anciano se arrodilló en el suelo y comenzó a rezar en voz alta. El caballero que acompañaba a la señora que dio la noticia explicó:

—Todavía nuestra Radio no ha dicho nada. Pero lo hemos oído por la Radio de Madrid. ¿Se dan ustedes cuenta? ¡¡¡Por la Radio de Madrid!!!

Un anciano militar penetró en el establecimiento, guiado por varios chiquillos.

—Esta señora lo ha dicho.

El militar se abrió paso a codazos hasta ella.

—¿Cómo lo sabe? ¿Está segura? ¡Señora, por Dios, mire lo que dice!

—La radio… La radio…

El militar se echó en sus brazos y abrazó a la señora besándola en las mejillas. El marido de la señora apartó al militar y le dijo riendo:

—Abráceme usted a mí, si no le importa el cambio; soy su marido y también he oído la Radio de Madrid.

—¡Viva España! ¡Viva España! —gritó el militar.

Celia y Anastasio no sabían cómo ni desde qué momento estaban abrazados. Éste se disculpó por las lágrimas que no podía contener.

—¡Celia, Celia…! Madrid es mi madre, ¿comprendes? ¡Madrid es mi madre…!

Celia tenía ambos brazos en torno al cuello de Anastasio. Éste, de pronto, se desprendió de ella y se acercó a un caballero que pasaba junto a él.

—¿Qué ha dicho usted? Me ha parecido oír…

—Que me voy ahora mismo a Madrid.

Anastasio le cerró el paso.

—Por lo que más quiera. Por su madre, por sus hijos, se lo suplico, ¡lléveme con usted!

—Pero…

—Mi madre está en Madrid. No la veo hace tres años. A mi padre lo mataron. ¡Por favor…, lléveme con usted!

—Llévelo —intervino Celia—. ¡Por favor!

—Mi coche está en la puerta. Vamos…

Anastasio estrechó a Celia contra sí, la besó en las manos y en la cara y salió corriendo hacia el coche.

Celia corrió tras él.

—¿Llevas dinero?

—¿Dinero? No creo, no sé…

—Toma.

Celia vació su bolso por la ventanilla del coche. Cayeron unos billetes al suelo.

—Después los recogeré. Te lo devolveré todo. Gracias. Ahora déjame que diga que en este tiempo no he conocido más que a tres personas a quienes he querido: el Padre Usoz, Andrés y tú.

—¿A todos igual?

—No. A todos igual, no.

El motor del coche se puso en marcha. Celia se apartó, se besó la mano y sopló sobre ella hacia Anastasio. El coche se deslizó lentamente sobre el empedrado.

Anastasio murmuró:

—Adiós, mi amor.

Después respiró hondo. Ya las ventanas de las casas comenzaron a engalanarse y una inmensa multitud se apiñaba por las calles. Era difícil avanzar entre la gente, pues iban ciegas, gritando enloquecidas. Atrás quedaron los tamarindos plateados, el mar redondo encerrado en su concha de montes verdes y casas blancas, el colegio, los amigos, las amígdalas de tía Enriqueta, los últimos pantalones cortos, la primera navaja de afeitar, el primer pecado, el primer amor…

—Perdóneme si voy muy de prisa —dijo el caballero—. ¿Sabe usted? ¡Yo también tengo a mi madre en Madrid!

Anastasio se inclinó para recoger los billetes de Celia.

«Tampoco hoy le he pagado el desayuno», pensó.

En el suelo del vehículo, junto a los billetes de banco, había caído del bolso, vieja y arrugada, la fotografía de Enrique: un Enrique de quince años.