—LAS PARTES DE LA GRAMÁTICA son cuatro: Analogía, Sintaxis, Prosodia y Ortografía. ¡Ay mi tía, ay mi tía!
El abucheo fue de los mayores que se oyeron en todo el curso. Una formidable explosión de risas estalló en el aula. Los muchachos golpeaban con los puños en los pupitres y con los pies en las baldosas. Algunos se embalaron de tal manera en la pendiente de las carcajadas, que ya no podían detenerse aunque quisieran. El mismo Padre Usoz, después de luchar inútilmente con el hormigueo de la risa propia, renunció a su propósito de imponer la seriedad y se reía ahora a mandíbula batiente.
—¡Huy, qué malo! —dijo alguien en las últimas filas; y un billetito escrito con mano rápida comenzó a circular de banco en banco haciendo redoblar las risas y el alborozo general.
El Padre Usoz recogió el billete, le echó una rápida ojeada y se lo guardó en el bolsillo. Después dio unas fuertes palmadas y amenazó con hacer preguntas que fueran válidas para las notas.
—¿Las partes de la gramática son…? —Y señaló a un alumno de la primera fila.
—Analogía, Sintaxis, Prosodia y Ortografía —contestó éste muy rápido.
—¡Usted! —dijo, señalando al fondo del aula—, ¡dígame cuáles son!
—Analogía, Sintaxis, Prosodia y Ortografía —contestó el aludido.
—¿Hay alguien en toda la clase que no sepa cuáles son las partes de la gramática?
Nadie respondió.
—Esto significa —dijo el Padre Usoz, rascándose la barba con gesto malicioso— que se lo han aprendido bien… o, dicho de otra forma, que yo he buscado la manera de que se lo aprendieran. Y no me he equivocado… De modo que no creo que pueda llamarse decadente a quien tiene el arte de perforar cerebros de diamante. Y si digo diamante no es por el valor de las entendederas que aquí se usan, sino por su dureza e impenetrabilidad.
Sacó la hojita de su bolsillo y continuó hablando:
—Digo esto porque en este papelito panfletario alguien ha escrito:
¡Jesús, qué versos, qué horror! |
Sólo oírlos es demencia… |
Y es que nuestro profesor |
está en plena decadencia. |
Las risas, los pateos, las chuflas volvieron a estallar, incontenibles.
Anastasio fue el único que no se rió. No había prestado atención cuando el Padre Usoz expuso su jocosa división de la ciencia que estudia la palabra hablada o escrita, y no se rió con la lectura de la intencionada estrofa. Estaba ido, apagado, ajeno a todo y a todos.
—Si alguien cree que el profesor está en plena decadencia, que se ponga en pie —dijo el Padre Usoz.
Los muchachos dejaron de reír y todos permanecieron sentados.
Usoz los miraba por encima de sus cristales.
—¡Cuánto honor! —dijo burlón.
—¿Y tú, Adolfo, no opinas que tu profesor está gagá?
Adolfo se levantó un poco molesto.
—No, Padre.
—Y entonces, ¿por qué has escrito este papelito revolucionario?
—Hay muchos en la clase que hacen versos —se disculpó Adolfo.
—Pero ninguno los hace tan malos —respondió, como un eco, el Padre Usoz.
Adolfo se sentó muy corrido, se redoblaron las risas y el Padre, decidido esta vez a imponer silencio, dio unas palmadas llamando al orden a los alborotadores que pescaban motivos de jolgorio en el río revuelto del divertido episodio. La clase continuó por cauces pacíficos. Cuando estaba a punto de concluir —y al igual que otros días en que se aprovechaban los últimos minutos para leer composiciones cortas y originales de los alumnos—, Usoz preguntó:
—¿Quién ha traído hoy un «rollo»?
Adolfo se levantó.
—No irás a leer otra diatriba.
—No, Padre. Es un «verso» en serio. Creo que es muy bueno.
—Eso seré yo quien lo diga, que tú no puedes ser tu juez. Empieza…
—Es… que… no sé si a usted le parecerá bien. Son versos de amor.
Los veintidós alumnos que llenaban el aula se movieron inquietos en su asiento. El tema les interesaba.
—No será indecente…
—¡Por Dios, Padre! ¿Cómo van a ser indecentes… siendo versos de amor?
—Pues adelante. Empieza.
Adolfo tosió para aclararse la voz, y comenzó a leer con voz muy clara y perfecta dicción. Recitaba despacio, marcando las pausas y las consonantes. Leía con gran sencillez y, sobre todo, con limpia emoción. Sus compañeros le escucharon conmovidos.
Quisiera ser estrella para verte. |
Y quisiera ser bosque y ocultarte. |
Y ser nube del valle y abrazarte. |
Y quisiera ser viento y sorprenderte. |
Quisiera ser el mar. Adormecerte, |
y al ritmo de mis ondas acunarte. |
Y ser un alto sueño y ensoñarte. |
Y ser llama de amor para quererte. |
Quisiera ser la brisa que respiras. |
Quisiera ser la fuente donde bebes. |
Quisiera ser el río en que te miras. |
Quisiera ser el aire en que te mueves. |
Y lo quisiera ser, cuando suspiras, |
el Pensamiento, amor, en que me lleves. |
El Padre Usoz, desde el comienzo de la lectura, había dejado resbalar sus lentes sobre la punta de la nariz, y complacido y admirado, miraba a su alumno por encima de los cristales. Los compañeros —acordándose del breve duelo entre el alumno poeta y el profesor poetastro— no se atrevían a pronunciarse sobre la calidad del poema y miraban al Padre para ver qué opinaba.
—Repítelo —dijo éste tan sólo.
Adolfo reanudó la lectura. La cuartilla en que leía temblaba ligeramente en su mano derecha, pero en su voz no se percibían grietas ni quiebros. Leía el endecasílabo de corrido, sin hacer pausa en las comas.
Quisiera ser estrella para verte.
Adolfo marcaba el punto detrás de cada verso, anteponiendo el gusto por la rima y el ritmo a esa innecesaria fidelidad gramatical que emplean los malos actores por lealtad a unas leyes que desconocen, atentando gravemente contra unos poemas que no entienden, abusando de una profesión que no aman.
Y quisiera ser bosque y ocultarte.
Los jóvenes escolares se dejaban sugestionar por la idea de posesión total que el poema encarecía.
Y ser nube del valle y abrazarte. |
Y quisiera ser viento y sorprenderte. |
Anastasio, que escuchaba con la cabeza oculta entre las manos, se enderezó de pronto, como si un bronco viento interior le hubiera sorprendido.
Quisiera ser el mar. Adormecerte. |
Y al ritmo de mis ondas acunarte. |
Y ser un alto sueño y ensoñarte. |
El poeta quería ser la brisa que ella respiraba, la fuente en que bebía, el aire que la envolvía, el río en que se miraba… y más que todo: Pensamiento.
El Pensamiento, amor, en que me lleves.
—¡Magnífico! —dijo el Padre Usoz, y una cerrada ovación estalló en los bancos de la clase. Muchos de los compañeros se levantaron para golpear a Adolfo en la espalda felicitándole; le arrebataron la cuartilla para copiarla, abrumándole con toda clase de enhorabuenas, que el Padre Usoz permitía con sincero orgullo y Adolfo recibía con falsa modestia. Sólo Anastasio no se levantó. Hundido en su asiento, caídas las manos sobre su pupitre, perdida la mirada en el vacío, atravesaba con los ojos la pizarra que tenía frente a sí, como si sus pensamientos buscaran «algo» más allá de las paredes de la clase. Estaba ausente del aula. Se diría que estaba ausente de sí mismo.
Cuando bajaron a la sala de recreo, los chicos se precipitaron sobre las mesas de ping-pong y de billar. Anastasio salió al patio.
Una mano se posó en su hombro.
—¿Qué te ocurre, Anastasio?
—¡Nada! —contestó, incómodo.
—¡Anda, sube a mi cuarto para que charlemos!
El Padre Usoz se esforzaba en leer sus pensamientos.
—Le he dicho que no me pasa nada… —se defendió Anastasio.
—Bien, bien… me alegro —dijo el Padre, y cruzó el patio camino de la residencia de profesores.
—¡Padre Usoz! ¡Padre Usoz! —gritó Anastasio al verle partir.
Y salió corriendo tras él.
El profesor le esperó.
—¿Qué te ocurre ahora?
—¡Quisiera hablar con usted! Pero…, la verdad, es que no tengo nada que decirle.
—Eso ya lo veremos —dijo—. ¡Anda, sube a mi cuarto! ¡Corre!
El Padre Usoz penetró en el ala del colegio donde estaba la residencia y subió los escalones de tres en tres. El roce enérgico de sus piernas al avanzar hacía crujir la tela de la sotana. Era un ruido parecido al del viento cuando azota de plano las velas de los balandros. Anastasio corría tras él, temiendo que se le escapara.
—Siéntate ahí —le dijo el Padre, cuando Anastasio penetró en el cuarto. Y comenzó a trastear con unos tiestecitos de barro que había en el poyete de su balcón.
El cuarto tenía muchos muebles en poco espacio. Un biombo de tela roja tapaba a medias la cama y el lavabo. En el otro extremo, una mesa de trabajo muy ordenada, con una escribanía de bronce y un Cristo de regular tamaño sobre tina peana de madera. Frente a él un mueble, medio vitrina, medio biblioteca, lleno de libros, y encima de su tejadillo más libros sin ordenar. Frente a un reclinatorio adosado a la pared, una tela de damasco rojo, semejante a la del biombo, y sobre ella, otro crucifijo colgado y un marquito con una estampa de la Virgen. El Padre Usoz dejó los tiestos y se volvió hacia Anastasio, riendo. Llevaba en la mano un montón de minúsculos granos parecidos al alpiste que se da a los pájaros, y le lanzó, bromeando, varios puñados sobre el pecho.
—¿Qué es esto? —preguntó Anastasio, sorprendido.
—Semillas de flores —dijo el Padre Usoz. Y le enseñó una maceta llena de tierra negra y esponjosa preparada para recibirlas.
—Me ha puesto usted perdido —dijo Anastasio, sacudiéndose las semillas.
—¡No hagas eso! —gritó el Padre Usoz como si Anastasio fuese a romper un objeto valioso de porcelana.
—¿Por qué? —preguntó Anastasio, que no comprendía nada de aquella extraña ceremonia.
—¿Por qué, por qué?… ¡Menuda tontería preguntar por qué…! —Y sentándose frente a Anastasio, le dijo—: A tu edad se tiene el alma abierta y abonada, lista para la buena siembra. ¡Y para la mala! ¡Aprovecha el buen momento, muchacho! —Y le lanzó un puñado más, que Anastasio no se ocupó en sacudirse. Muy por el contrario, hundió la cabeza en el pecho y se echó a llorar.
El Padre Usoz se alarmó de verle así.
—Pero, muchacho, ¿qué tontería es ésa? ¿Qué te pasa, hombre, qué te pasa? ¿Te ha molestado mi broma?
Anastasio no podía contenerse y lloraba poseído de una tristeza infinita.
—No sé lo que es —decía entre lágrimas—. Me da mucha vergüenza, no sé lo que me ocurre…
El Padre Usoz clavó en él sus ojillos penetrantes e incisivos. Anastasio se acordó de los versos de Pemán que Adolfo citaba constantemente aplicándolos al profesor de Literatura:
… y unos ojos de carbón |
que tanto al mirar afinan |
que más que ver, adivinan |
de penetrantes que son… |
—Yo sí sé lo que te pasa. Ya verás como te lo digo.
Anastasio contestó, enfurruñado:
—Si yo no lo sé, ¿cómo lo va usted a saber?
—¿Que no lo sé?, ¿eh? ¡Ya verás tú si lo sé o no! Pero dime primero: la muerte del pobre Andrés te ha conmovido mucho, ¿verdad?
—Sí, Padre. No sé cómo explicarlo. Me ha trastornado. Cada día que pienso en ello me impresiona más. Yo hubiera debido irme con él.
Anastasio no vio cómo el Padre le miraba maliciosamente por encima de las gafas, ni la sonrisa, piadosa y burlona a la vez, que se dibujaba en sus labios.
—Y, además…, ese corazón de azúcar que tú tienes está a punto de derretirse, si no se ha derretido ya, por una mujercita…
Anastasio alzó los ojos hacia él y no dijo nada.
—Dime la verdad.
—Sí, Padre. Me da mucha vergüenza decírselo, pero es horrible: no es por Maribel…
El puntillo de guasa se acentuó en el Padre Usoz.
—Pues más le valdría a esa jovencita meterse en la cocina de su casa y no dedicarse a sorber el seso a quien no lo tiene, como tú.
Anastasio le miró tristemente.
—Y… ¿no será que tienes vocación religosa? ¿No te gustaría ser misionero?
Anastasio afirmó enérgicamente con la cabeza.
—Sí, Padre; creo que tengo vocación religiosa… Estoy seguro de que sí.
—¡Al cuerno, al cuerno, al mismísimo cuerno! —exclamó el Padre Usoz alzando los brazos—. Está clarísimo. Por las noches te despiertas llorando y no sabes por qué lloras. A la hora de comer tan pronto estás cordial y dicharachero como no despegas los labios ni para hablar ni para comer. Si te preguntan qué te ocurre, te levantas y te vas del comedor cerrando con un portazo, como si te hubieran insultado al ser más querido. Estás en la iglesia y te distraes y no puedes rezar. Y, en cambio, otras veces vas por la calle y sientes un impulso incontenible que te mueve a buscar la penumbra del altar y a hablar con el Santísimo mano a mano, que es tanto como decir de corazón a corazón… Estás estudiando, y te aburres de muerte. De pronto, descubres una frase, una palabra que te atrae, y comienzas a interesarte. Vuelves a leerla, y el libro de texto te entretiene ahora más que la mejor novela. ¿Es así o no es así?
Anastasio miró al Padre muy sorprendido. ¿Qué era aquel hombre? ¿Un santo, un brujo?
—¡Vocación religiosa! ¡Hasta ahí podían llegar las cosas! Ni es por la muerte de Andrés, ni es por sentir que el corazón se te ha derretido por esa criatura que no sé quién es ni me importa, ni es por vocación religiosa, que no has olido ni de lejos, por lo que estás así… Perdona, hijo, esta exclamación. ¡Cuerno! La cosa está clarísima. Lo que tú tienes son quince años…
—Cumplo dieciséis el mes que viene… —protestó Anastasio con íntimo orgullo.
—¡No te he pedido tu partida de nacimiento! —exclamó muy irritado el Padre Usoz. Y aclaró, muy serio—: Te lo decía como diagnóstico.
—¿Qué es diagnóstico, Padre?
—Tienes una bendita enfermedad, hijo mío, una bendita enfermedad… «La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido…». Todo eso que sientes dentro de ti, hijo mío, es la buena tierra que se mueve porque se sabe en sazón para recibir las semillas. Pero ¡ay de ti si lo que siembras no es bueno! Crecerá igual, ¡demontres!, que eso es lo malo a tu edad. Recibe lo que se le echa y cría igual lo santo que lo perverso. Aprovecha este momento, muchacho. Siembra ahora cosas buenas, propósitos santos, decisiones heroicas. Hazme caso: más adelante ya es tarde. Te aseguro que es tarde. El alma se endurece, el espíritu se petrifica y es muy difícil, casi inútil, sembrar. Entre los riscos no crece el trigo. Acuérdate de la parábola…
El Padre Usoz guardó silencio un momento.
—Ve por la calle, búscame un hombre cualquiera, tráemelo y yo te diré cómo es sin más que averiguar qué clase de semillas le echaron encima cuando tenía tu edad.
Anastasio abrió mucho los ojos y miró de cara al Padre Usoz. Eran unos ojos grandes, asustados, oscuros.
—Padre, siembre usted en mí. Todo lo suyo es bueno…
El Padre Usoz sintió el aguijón de una súbita ternura y se puso en pie para disimularla. Cogió un puñado de semillas y se las lanzó forzando la risa y la broma a la cara y al pecho de Anastasio.
—¡Hala, hala! ¡Vete a estudiar! Y que Dios te lo premie…
Anastasio salió de la habitación.
El Padre Usoz se limpió los cristales de los lentes y se pasó el pañuelo por los ojos.
—¡Demonio de chico! Me ha emocionado este chaval…
Cogió la pala de frontón y salió de su cuarto para bajar al patio. Anastasio estaba en la puerta.
—Pero ¿estás todavía aquí…?
—Padre…, ¿por qué me ha dicho antes «que Dios te lo premie»?
El Padre le pasó un brazo por los hombros, y mientras avanzaban por el corredor, le dijo:
—También los curas necesitamos confortarnos con la presencia de gente buena. Y tú eres un buen muchacho, un gran muchacho…
—No diga eso, Padre. Me da vergüenza oírlo…
—Pues, ¡hala!, no lo digo. Lo retiro. ¡Vete a estudiar!
Le empujó cariñosamente.
—¡Hala, hala, vete!
Anastasio bajó la escalera que daba al patio, y el Padre Usoz regresó a su habitación. Dejó la pala de frontón en su sitio y se arrodilló en el reclinatorio para abonar aquellas sernillas y dar gracias a Dios.