ANASTASIO CRUZÓ muy despacio el vestíbulo del hotel, que tanto le imponía; a mucha mayor velocidad bajó los peldaños que daban a los jardincillos y cuando alcanzó la calle echó a correr como si cien demonios le persiguieran.
¡Qué extrañas mujeres la pelirroja y Ester! Estaba seguro de que eran malas, de que eran viciosas. Sólo hablar con ellas, ser mirado por ellas, dejaba un extraño regusto en el espíritu, algo así como «mal sabor de alma»…
Cuando llegó a la Concha, respiró más tranquilo. Allí estaban sus compañeros, los que eran sus amigos y los que no lo eran, paseando lentamente bajo los tamarindos. Y los del colegio rival, los Maristas, que estaban insoportables desde que uno de los suyos —alumno de sexto año— había sido fichado por el equipo de la Real Sociedad, para jugar en sus filas.
¡Qué distinto era todo esto! ¡Cuánto más sencillos y más simpáticos los problemas que aquí se debatían!
Hasta los cruces de miradas y de sonrisas de los muchachos con las alumnas del Sagrado Corazón y la Asunción (que paseaban en grandes hileras cubriendo todo el frente del paseo, desde la línea de los edificios hasta los árboles) eran limpios e inocentes. A veces, las miradas quedaban enganchadas de tal suerte, que cuando el grupo de chicas había cruzado y rebasado al de los muchachos y uno de entre ellos se volvía para mirar de espaldas a la elegida, ella —¡oh, extraña coincidencia!— se había vuelto ya para mirarle, también. ¡Cómo se azaraban las chicas cuando esto ocurría! No pasarían muchas semanas sin que algún correveidile de uno u otro bando se acercara a uno de los que se sintieron extrañamente anudados por la mirada, para decirle: «¿Sabes? ¡Me ha dicho fulanito, o fulanita, que le gustas!». Y si el informado era tímida y después de este avance decisivo no tomaba la firme resolución de declararse, le acusaban de soberbio y presumido.
Anastasio paseaba ahora entre ellos, y se sentía marcado por un infamante sambenito. «Todos los que pasean por aquí —pensaba—, ¡todos sin excepción!, son mejores que yo». Nadie entre sus compañeros de clase tendría nada oculto de que avergonzarse. Y, en cambio, él tenía tres tachas que le ensuciaban, que tendría siempre que llevar ocultas: su entrada en una casa mala, el día aciago de Quincepesetas; el haber dejado que Andrés se marchara solo a la guerra y su coloquio turbador con aquellas dos diablas extranjeras. ¡Andrés, Andrés! Su recuerdo le hacía daño como si le vaciaran por dentro cada vez que pensaba en él. El salto de la mediocridad a la grandeza no dependía más, muchas veces, que en seguir los impulsos de la generosidad. Y él había sido cobarde. No por miedo a los peligros de la guerra, sino por falta de arranque para romper con la pequeña rutina de cada día. Era un ser despreciable. Se despreciaba a sí mismo. Se merecía haber sido humillado por aquellas extravagantes mujeres. Las imaginaba en la habitación del hotel riéndose con Enrique de su poquedad, de su timidez.
Delante de él —y caminando en su misma dirección— iba Celia. La reconoció —entre la muchedumbre uniformada de sus compañeras— por el mechoncillo rebelde de la nuca. Celia —y todos bromeaban con ella a causa de esto— cambiaba constantemente de peinado. Ahora se había recogido el pelo por detrás con una cinta, dejando suelta una impertinente y petulante «cola de caballo». Pero entre el haz apretado y estirado por la presión de la cinta, un mechoncillo, rebelde a toda disciplina, se escapaba travieso.
No la veía desde aquella tarde desgraciada en casa de Maribel. ¡Cuántas suciedades, cuántas bajezas!
De pronto Celia se llevó una mano a la nuca y se arregló el mechoncillo. Anastasio quedó perplejo. Otra vez —dos años atrás—, viajando en tranvía camino de Ondarreta, había acontecido algo muy semejante. Celia tendría entonces trece o catorce años; y aquel día precisamente, gracias a la denuncia de que Escribano les espiaba, Anastasio ingresó en la flamante pandílla… ¡Qué lejano era aquel episodio! Habían pasado siglos…
Celia se volvió de súbito, y sus ojos fueron directamente a clavarse en los de Anastasio. Apenas le reconoció, se soltó del brazo de sus amigas y esperó a que Anastasio llegara.
—Tú me estabas mirando, ¿verdad? —le dijo Celia a guisa de saludo.
¡Qué desagradable sensación la de sentir cómo la sangre, desafiando la ley de la gravedad, inunda de pronto el rostro y quema las orejas! A Anastasio no se le había subido el pavo ante las dos aventureras. ¿Por qué, pues, esta absurda, incongruente manía de acholarse ante una colegiala?
—¡Hola, hola, hola! ¿Por qué me miras, si puede saberse?
Celia estaba con las manos en la espalda. Al hablar se ponía de puntillas y dejaba después caer todo el peso del cuerpo sobre los talones. En esa misma postura recitaba en el colegio su lección.
—Si dejas de saltar te lo diré.
Celia tensó la atención, interesada.
—Nunca te había visto de uniforme. ¡Estás graciosísima!
Y le tendió la mano para atender el protocolo.
—¡Hola, otra vez! —le dijo Celia extendiendo la suya y dándole un apretón—. ¿No me encuentras bien de uniforme?
¡Qué distinto era el contacto de una mano al de otra mano! La de Celia no le produjo ese latigazo en la piel, en la sangre, como la de aquella otra mujer, aquella Ester que tanto le turbó.
—Estás como dormido. ¿Qué te pasa? —preguntó Celia retirando su mano.
—Una cosa horrible. No te lo puedo contar.
—¿Adónde ibas?
—Acompáñame, pero no mires hacia atrás.
Celia, naturalmente, miró hacia atrás picada de curiosidad, pero no vio nada que mereciera aquella preocupación. Siguió a Anastasio y se apoyaron en la barandilla que daba a la playa de cara al mar, junto a una de las escaleras que bajaban a la arena.
—Dime lo que te pasa, cuéntamelo.
Celia llevaba, igual que las condecoraciones de los militares, una medalla enganchada al uniforme sobre el pecho y un rosetón de tela arrugada semejante a un capullo un poco ajado. En torno del cuello, una banda blanca y azul.
—¿Qué es eso? —preguntó Anastasio.
Eran las insignias de aspirante, congregante, Hija de María u otras de esas recompensas, que inventaban las monjas para premiar a las mejores. Anastasio no se enteró bien. Interrumpió la explicación de Celia. Miró hacia atrás temiendo que le siguieran. Tuvo miedo de que Enrique saliera en su busca y le viera con Celia de charloteo. Pero más miedo le causaba la idea de que Celia le viera con las extranjeras.
—Bajemos a la playa y te contaré…
Celia dudó si debía hacerlo o no, pero la curiosidad pudo más que ella y siguió a Anastasio, que ya se había adelantado escalera abajo.
—Es horrible lo que me ha pasado.
—Cuéntamelo.
—Me querían invitar a comer.
—¿Y eso es horrible?
—Era una gente rara, muy rara… Gente viciosa, gente mala. Espías, estafadores… o algo más feo aún.
—¿Algo más feo? —preguntó Celia intrigadísima—. ¿Qué quieres decir?
—Sí…, eran unas mujeres…
—¿Unas mujeres? —le interrumpió Celia abriendo mucho los ojos.
—Mujeres perversas o algo todavía peor…
—¿Peor?
—Sí. Pervertidoras…
—¡Ah! —exclamó Celia en el colmo de la admiración. I’cro después meditó un instante.
—¿Y eso… qué quiere decir?
—No sé cómo explicártelo —respondió Anastasio desolado, y bajando la voz susurró—: Les gustan los chicos jóvenes.
Celia meditó un momento mordiéndose una uña.
—¡Qué divertido, a mí también me gustan! ¿Y eso está mal?
Anastasio no sabía cómo explicar unos matices cuyo verdadero enlace él mismo desconocía. Al fin, con tono de suficiencia, afirmó:
—Eres muy joven para que te lo explique.
—¡Ja, ja! —exclamó Celia, displicente—. Tenemos casi la misma edad.
—Pero tú eres una chica. Y no es lo mismo.
—Eso son tonterías que decís los chicos para presumir. Anda, cuéntamelo.
Anastasio y Celia mantenían este diálogo —hundidos los pies en la primera arena— al pie de la escalera que bajaba desde el paseo. Apoyados en la barandilla de arriba, un grupo de soldados y de muchachas seguían muy entretenidos todos los matices de su conversación. Celia los vio y echó a correr azaradísima hasta ocultarse de su vista bajo las arcadas que bordean la playa.
—¡Qué vergüenza! —dijo Celia—. No nos habrán reconocido, ¿verdad?
—¿Qué más te da? —preguntó Anastasio, que la había seguido hasta allí.
—Si me hubieran visto, sería espantoso —comentó Celia.
—¿Por qué?
—Imagínate, ¡bajar a la playa con un chico a estas horas…!
Debajo mismo de la barandilla del paseo, un largo corredor de piedra bordeaba la playa. Tenía forma semicircular, como la playa misma, o como un arco en tensión a punto de disparo. A un lado de este corredor, estaban las puertas —en esta época del año cerradas— que comunicaban con las casetas donde en verano se vestían y desvestían los bañistas; el lado opuesto, abierto sobre la playa, en un juego de arcadas y columnas, estaba elevado medio metro sobre la arena. Las luces del Paseo de la Concha apenas llegaban hasta allá; y en algunos trechos en que las arcadas se cierran cubriendo la vista de la playa, la oscuridad era total. Celia y Anastasio comenzaron a pasear lentamente por el corredor. El muchacho estaba abrumado de que la reputación de Celia hubiera sufrido un duro golpe si alguien les hubiese reconocido al bajar.
—Nadie puede pensar nada malo de ti —dijo para tranquilizarla.
Celia rió.
—¿Estás seguro?
—¡Seguro! —contestó el muchacho con firmeza.
Celia volvió a reír.
—¿Seguro, seguro?
—¡No faltaba más! —comentó Anastasio—. Si alguien dijera algo malo de ti, yo le partía la cara.
Celia le miró halagada.
—No te conocía en ese aspecto tan matón…
—No soy matón. Pero tratándose de ti, te defendería. ¿Por quién me has tomado?
Celia le hizo seña de que callara. Había descubierto sin duda algo importante en la oscuridad, porque su gesto era radiante.
—Mira…
El descubrimiento, en verdad, valía la pena. Amontonadas ordenadamente bajo un gran toldo de lona, había una infinidad de tumbonas y sillas de playa, recogidas. Con mucho cuidado, temerosos de hacer ruido y ser descubiertos, apartaron dos de ellas y se sentaron.
Celia rió.
—¿Verdad que es emocionante estar aquí?
Anastasio no respondió. El lugar era muy oscuro. Las voces del paseo llegaban hasta allí confundidas en un gran rumor: como un mar de sonidos. Un haz de luz se filtraba por el hueco de una de las escaleras y caía sobre la cabeza de Celia, dorándole el pelo. Así, bajo ese foco de luz, el pelo recogido y toda vestida de oscuro, Celia parecía mucho mayor. Anastasio la contempló detenidamente. Celia dio una patadita en el suelo.
—Como me has dicho que soy tan formal, tan formal, ya no me atrevo a hacer una cosa.
—Pero, Celia… ¿qué ibas a hacer?
Celia miró cautelosamente a un lado y a otro para comprobar que nadie la observaba. Después, con la misma cautela, extrajo de su plumier dos cigarrillos y una cerilla arrugada.
—¿Quieres uno?
Anastasio la miró con reproche.
Celia dudó antes de encender.
—Fumar no es pecado, ¿verdad?
—No es pecado, pero es una tontería.
Celia rió.
—Me encanta hacer tonterías que no sean pecado… Anda, coge uno, y cuéntame cosas. ¿Ya no sales con Maribel?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no. ¿Y tú? ¿No sales ya con Enrique?
—No.
—¿Por qué?
—¡Porque es tonto! ¡De un tiempo a esta parte se da unos aires!
Celia se echó un poco para atrás en su silla y su cabeza desapareció en la penumbra.
—Me gusta estar aquí contigo. Yo te aprecio mucho.
—Yo también te quiero mucho a ti.
Apenas lo hubo dicho, Anastasio se mordió los labios. Debía haber dicho «te aprecio mucho», pero no «te quiero mucho». Era distinto y no estaba satisfecho de la equivocación. Hubo un largo silencio que Celia rompió.
—Oye…
—¿Qué?
—¿Tú crees que es posible que un hombre y una mujer sean muy amigos?
—Naturalmente —contestó Anastasio, con gran seguridad.
—Pues yo, no.
—¿Por qué? —exclamó Anastasio, ofendidísimo por aquel atentado contra la amistad.
—Porque uno de los dos mete siempre la pata y acaba enamorándose del otro. Y entonces la amistad va y se rompe.
—Eso son tonterías —exclamó Anastasio.
Celia, muy bajito, comenzó a tararear una canción. De pronto se interrumpió.
—¿Por qué has dicho que es una tontería?
Anastasio meditó.
—Tú y yo, por ejemplo, somos muy amigos, y…
Celia protestó riendo.
—Y tú serías incapaz de enamorarte de mí. ¡Dilo de una vez!
—No he querido decir eso. Pero la realidad es que…
—¡Ah! ¿De modo que tú no serías capaz de enamorarte de mí?
Anastasio se echó a reír y comentó:
—¡Qué coqueta eres!
—¿Es pecado ser coqueta?
—No. Pero es una tontería.
Celia replicó, muy rápida:
—Ya te he dicho que me encanta hacer tonterías que no sean pecado. —Y se puso otra vez a tararear su canción.
¡Demonio de chica! ¡Y qué cosas se le ocurría decir! ¡Anastasio se acordó de Andrés. «¿Sabéis lo que os digo? ¡Que lo estoy pasando chanchi!», hubiera dicho el pobre Andrés en una ocasión semejante. Y, en efecto, Anastasio lo estaba pasando en grande. ¡Pobre Andrés, que ya no volvería a gozar de las cosas buenas y bellas de la vida!
Pero ¿por qué le había venido este pensamiento? Anastasio sonrió para sí al descubrir por qué. Y es que… había momentos que valía la pena vivirlos. Esta conversación, este rato de charla tan…, tan sin importancia, con Celia era una delicia: una pura delicia.
¿Cómo poder comparar la sucia juerga que se estaría corriendo Enrique con aquellas leonas pintarrajeadas, con esta satisfacción interior de charlar y reír y bromear con Celia? ¡Qué estupidez más grande dejar de ser bueno! Porque hay cosas que, además de ser pecado…, son una soberana tontería.
Anastasio se detuvo en este pensamiento con la extraña sensación de estar ahora «repensando» algo ya vivido y meditado por él con anterioridad; pero desistió al comprobar que era la primera vez que se hacía esta consideración. «Pues debo acordarme de esto —pensó con fuerza—, porque es una verdad como un templo». Y parodiando a Enrique, añadió en su fuero interno: «¡Como un templo sencillamente!».
Celia tarareaba en la oscuridad:
Me llamaste veleta |
por lo variable-e-e |
por lo variable-e-e-e… |
Si yo soy la veleta, |
tú eres el aire-e-e, |
tú eres el aire-e-e-e. |
Que la ve-le-ta-a-a, |
que la ve-le-ta-a-a, |
si no la mueve el aire-e-e |
se queda quie-ta-a-a… |
Anastasio la escuchaba embobado.
De pronto, Celia se incorporó, varió de música y se puso a bailar lo mismo que cantaba.
—Anda, acércate. Baila esto conmigo.
Anastasio replicó muy firme.
—No.
—¡Qué bobada! No nos ve nadie. ¿Por qué no quieres?
—Porque es una tontería.
—Ya te he dicho que me gustan las tonterías.
—Pero, Celia, es que ésta, a lo mejor, es pecado.
Celia dejó instantáneamente de bailar. Anastasio no le veía los ojos, pero los imaginó furibundos. Y no se equivocó porque el golpe que dio Celia en el suelo con la silla al sentarse, quería indicar clarísimamente lo enfadada que estaba.
—¡Los hombres sois todos sucios! ¡No tenéis más que basura en la cabeza! —dijo Celia, después de un paréntesis de silencio.
Anastasio estaba desolado. «Soy un majadero —se dijo—. Podrá ser pecado bailar con la pelirroja de Enrique, o con la rubia platino… Pero ¡no con Celia, por Dios, no con Celia!».
—Anda levántate —dijo, compungido— y enséñame a bailar…
—¡Ahora soy yo la que no quiero!
Anastasio guardó silencio. De un tiempo a esta parte se le habían revelado tantos misterios, había descubierto tantas inmundicias, que se había trastornado y no sabía comportarse como se debe con nadie.
—Celia, te lo suplico, no te enfades conmigo…
—Me ha molestado lo que me has dicho. ¿Por quién me has tomado? ¿Crees de verdad que es pecado bailar conmigo?
—Contigo no… Contigo nada puede ser pecado, nunca…
Celia guardó silencio un instante.
—¡Hombre…, eso tampoco…! —dijo al fin, como si protestara.
—No te entiendo, Celia. Bueno… ¡Tampoco me entiendo a mí! ¿Me perdonas?
Celia no replicó.
—Ya sabes que yo no pongo malicia en lo que digo…
—Pues deberías aprender a ser más malicioso, para no decir algunas cosas.
¡Oh, sí, sí! ¡Qué razón tenía Celia! ¡Qué acierto más grande lo que había dicho…! Era necesario conocer la maldad para huir de ella. Pero la vida era muy complicada. Era un lío.
—¿Me perdonas? —insistió Anastasio.
Celia bajó la voz.
—Soy tan tonta. Perdóname tú a mí.
Y le tendió la mano para hacer las paces.
Anastasio la tomó entre las suyas.
Y la retuvo un momento.
Celia apretó fuertemente.
—¿Amigos?
—¡Amigos! —contestó Anastasio.
Y cada uno por un lado, para no ser vistos por nadie, dejaron su escondite y subieron por distintas escaleras al Paseo de la Concha.