V
SERVICIO SECRETO

LA AVENIDA y el Paseo de la Concha eran hervideros de gente. Refugiados de guerra de media España habían duplicado la población flotante de San Sebastián; y se diría que las casas, como un río salido de madre, lanzaban fuera de sus cauces, sobre las orillas de estos dos paseos, toda la población sobrante. Los militares con permiso, que no habían encontrado sitio en «Xauen», el «Bar Bosque» o el «Café Madrid», los «enchufados», en edad militar, que no iban al frente «por patriotismo», pues querían salvar sus preciosos y preciados talentos para servir a la Causa desde la retaguardia; los «guardias cívicos», caballeros de edad avanzada —boina gris, insignia en la solapa— que prestaban servicios auxiliares en la censura de cartas o de teléfonos; escolares, oficinistas, adolescentes con ganas de presumir, obreros, soldados, niñeras, se daban cita, al atardecer, bajo los tamarindos y paseaban lentamente en grandes grupos.

Allí se comentaban las noticias cada vez más alentadoras de las operaciones militares; allí las viuditas jóvenes daban sus primeros paseos después del encierro de viudedad, exhibiendo candorosas y entristecidas su luto y su juventud; allí los estudiantes más generosos explicaban a sus compañeros más torpes los problemas que éstos no entendieron en clase; allí los pequeños, amparados en la confusión multitudinaria, fumaban sus primeros cigarrillos. Allí, en fin, se fabricaban los bulos políticos y los chismes eróticos, se cruzaban las primeras miradas de interés, las primeras palabras alusivas, los primeros recados de amor…

Los uniformes privaban sobre los atuendos civiles. Unos los exhibían con orgullo legítimo. Otros, como los «enchufados» —puñal damasquinado al cinto, pulsera con balines a modo de adorno—, lo usaban como disfraz.

Las personas importantes, o los que pretendían serlo, paseaban entre Oquendo y el nacimiento de la Concha. La chiquillería estudiantil, las gentes de poco más o menos, deambulaban por el paseo que bordea la playa desde Alderri-Eder a los Relojes, desde los Relojes hasta la Perla.

A partir de la hora en que concluían las clases, las colegialas colaboraban con sus uniformes a dar pinceladas de color al abigarrado conjunto de atuendos que allí se veían. Las alumnas de la Asunción llevaban por aquel entonces una larga capa colorada sobre su uniforme azul. Parecían esas ramas pintorescas y exuberantes que lanzan fuera de sí algunas plantas tropicales antes de que sus frutos comiencen a madurar.

Cierto día, Anastasio, a la salida del colegio, se paseaba por la Concha con un nutrido grupo de compañeros de clase, cuando oyó una voz que le llamaba.

Desde la terraza de uno de los hoteles más elegantes que daban sobre el paseo, Enrique le hacía señas de que se acercara.

—¡Da la vuelta y sube al hotel! Ya verás qué cosa más estupenda…

Anastasio se resistió. No estaba vestido como para entrar en aquel hotel.

—Es un favor que te pido… ¡Sube!

Era difícil resistirse a Enrique. Cuando se empeñaba en algo, siempre lo conseguía. Anastasio anunció a sus compañeros que volvería dentro de poco, y dobló por la calle de Easo, para entrar en el hotel.

Enrique le esperaba en la puerta.

—Estaba en la terraza para cazar a alguien. Ha sido una suerte encontrarte a ti.

—¿De qué se trata?

—¡Sensacional! ¡Sencillamente sensacional! ¡Ya verás!…

Enrique iba vestido como Dios manda, pero Anastasio, con su cazadora de cremallera y sus pantalones bombachos, se sentía desplazado.

En el hall del hotel se reunía la crema de la retaguardia: señoras y señoritas de la aristocracia, que habían prestado sus servicios durante el día en hospitales y policlínicas, se reunían a última hora de la tarde en el hotel, vestidas de enfermeras, para tomarse una copa; militares de alta graduación que estaban de paso; corresponsales de guerra que iban al frente o volvían, y una extraña raza de aventureros extranjeros y aventureras (que acudían al olor de la guerra como las moscas a las llagas) pululaban juntos por los pasillos, las terrazas y el hall.

Enrique hizo un gesto para indicar a Anastasio que le siguiera y se precipitó escalera arriba hacia el piso superior.

Un botones les preguntó:

—¿Adónde van ustedes?

Enrique se volvió iracundo hacia él.

—Para hablar conmigo te tienes que cuadrar primero.

—Perdón. Yo sólo quería saber…

—Soy el ayudante del general, si eso te basta.

El muchacho se disculpó, y Enrique, seguido de Anastasio, continuó subiendo muy dignamente los peldaños.

—¿De qué general?… —preguntó Anastasio emocionadísimo al llegar al rellano del primer piso.

Enrique le guiñó un ojo.

—De ninguno. ¡Mira éste! Pero decirlo te abre todas las puertas. Y si añades que eres del Servicio Secreto se te cuadran hasta los muebles…

Anastasio no había pisado nunca alfombras tan muelles ni tan bonitas como las que cubrían la escalera y los pasillos. Daba pena andar sobre ellas, por miedo a mancharlas.

A pesar del azoramiento que le había producido la llamada de Enrique, Anastasio estaba satisfecho. Aquella mezcla de curiosidad y temor era muy emocionante. Por dos veces pidió a Enrique que le aclarara tanto misterio, y otras tantas Enrique se llevó un dedo a los labios exigiendo silencio. Al fin se detuvo ante una de las muchas puertas que bordeaban el pasillo y, a la vez que daba media vuelta a la llave, que estaba puesta por el exterior, hizo un ademán a su amigo de que le siguiera, y entraron.

—¿Estás ahí? —preguntó Enrique con voz muy baja.

Una mujer contestó algo en un idioma extranjero desde el interior del cuarto de baño.

Anastasio respiró emocionadísimo y llenó sus ojos con cuantos detalles se ofrecían a su vista. Estaban en un dormitorio muy elegante. Frente a la cama, anchísima, un armario con las hojas abiertas. Colgados de las perchas, muchos vestidos de señora y una hilera de zapatos de altísimo tacón alineados en posición de firmes. Un gran ventanal daba al Paseo de la Concha. Anastasio se hizo rápidamente su composición de lugar. Recordó las palabras de Enrique «ayudante del general», «servicio secreto»… y aunque después le aclaró que había dicho estas palabras sólo como un «¡ábrete, Sésamo!», Anastasio comenzó a sospechar que todo aquello tendría algo que ver con el espionaje, con los servicios de información de la retaguardia o algo así; y su sospecha se tradujo en casi una evidencia cuando en el marco de la puerta apareció la inquilina de la habitación. Tenía esta mujer un inconfundible aspecto de espía internacional. Era alta, pelirroja, elegante; y aunque su vestido y su peinado eran de jovencita, tendría por lo menos cuarenta años, si no tenía más.

Sonrió a Enrique embelesada. Era una sonrisa mucho más cálida de lo que correspondía a un simple saludo rutinario. Anastasio creyó ver en el gesto, la sonrisa y la mirada que dirigió a Enrique una significación especial: ella estaba agradecida por un servicio, por un servicio secreto, sin duda, que Enrique habría conseguido realizar. ¡Qué no sería Enrique capaz de hacer! Después la pelirroja miró a Anastasio detenidamente. Lo analizó de arriba abajo, sonriendo, como si pensara si sería capaz de realizar con éxito la misión que le iban a encomendar. No dijo nada. Se acercó al ventanal, les indicó con un gesto que se sentaran, y ella también se sentó.

Desde luego, no había como salir con Enrique para ver cosas extraordinarias. Anastasio se sintió protagonista de una aventura, y a pesar de que sus condiciones personales eran contrarias a toda acción que rebasara los límites de lo normal, pensó para sus adentros si serviría o no para espía. Y no se desechó plenamente. No tenía edad para hacer la guerra, pero quién sabe si en la retaguardia podría ser de gran utilidad…

—Qué giovinezzos son tutus lispañuolos —dijo la señora riendo.

Y Enrique palmoteó entusiasmado.

—Para aprender un idioma, no hay como dormir con el diccionario. —Y guiñó un ojo a Anastasio aclarando…—: Yo soy su diccionario.

Anastasio no comprendió de la misa la media.

—¡Muy bien, muy bien! —le dijo Enrique a la recién llegada—. ¡Esa lengua va progresando!

La señora golpeó a Enrique en una mano, frunciendo los labios escandalizada:

—¡Oh! —dijo tan sólo… Y volvió a repetir como si lo dicho por Enrique la hubiera azorado…—. ¡Oh!… How «terrible» you are…!

Enrique se doblaba de risa.

—Ha entendido mal —le explicó a Anastasio, como si éste hubiera entendido bien.

Y volviéndose hacia ella, le aclaró:

—Me refiero a la lengua de Cervantes…

—¿De Cervantes? —preguntó la señora admirada.

—Sí, de Cervantes; el idioma…

—¡Ah!… —exclamó la señora, y durante un buen rato no pudo dejar de reír.

¡Qué extraña era aquella mujer! Vestía muy bien —o al menos así le pareció a Anastasio— y estaba muy perfumada. Era una señora muy mayor, y ni por un momento pudo sospechar que Enrique mantuviera con ella ninguna relación especial… No se le pasó por la cabeza, como no se le pasaría el imaginar que una piedra diera flores o que una vaca pastara en el mar. Sin embargo, en su fuero interno, percibió una voz de alarma y se puso en guardia. La señora pelirroja se había olvidado de cerrar los botones de su blusa más próximos al cuello, y al reírse se escotaba aún más, con lo que Anastasio hacía esfuerzos indecibles por mantener retraída la mirada. Los riesgos del espionaje eran muchos, sin duda. Y no era el menor de ellos tener que tratar con una espía profesional…

De pronto, alguien hizo girar desde fuera la llave de la cerradura y entreabrió la puerta. Una cabeza rubia se asomó y ya dentro golpeó con los nudillos, cosa que Anastasio juzgó inútil y carente de sentido.

—¿Puedo entrar? —preguntó en castellano, aunque con acento…

La recién llegada era algo más joven que la pelirroja; pero no bajaría de los treinta y cinco. Su pelo era rubio como la paja; en cambio, sus cejas —y esto sorprendió muchísimo al pobre Anastasio, que la observaba deslumbrado— eran oscuras. Tenía dos hoyuelos en las mejillas que sólo le surgían al reír; pero como no dejaba nunca de hacerlo, adquirían en su rostro carta de naturaleza. Hablaba el castellano de corrido alternando en sus expresiones el dejo de algún país sudamericano y cierto acento británico. Debía de ser muy simpática y muy ingeniosa, según dedujo Anastasio por las exclamaciones y risas con que Enrique y la pelirroja la coreaban. Él no entendía bien su sentido del humor; pero se reía también por no parecer descortés.

This is Enrique… —dijo la pelirroja muy orgullosa al hacer las presentaciones, y señalando a Anastasio, se encogió de hombros disculpándose por la imposibilidad fonética de pronunciar su nombre.

—¡Oh, querida!… ¿Son tus hijos? —preguntó la recién llegada con sorna.

La pelirroja no entendió y la rubia platino se lo repitió en inglés. Después, sin dejar de reír, analizó a Anastasio de arriba a abajo, con muchísimo descaro. Igual, igual que había hecho la pelirroja. Indudablemente le estudiaba, antes de proponerle quién sabe qué delicada misión. Volviéndose a su amiga, la platino comentó:

—He is really too young…!

Y se le quedó mirando a los ojos sin dejar de reír.

Enrique tradujo:

—Ha dicho que eres demasiado joven… ¿Qué opinas tú, eh? ¿Tú, qué opinas?

Y Enrique se reía como si estuviera borracho.

«Aclaradme lo que queréis de mí y yo mismo os diré si soy o no capaz», pensó Anastasio, pero no lo dijo en voz alta por culpa de su timidez.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Enrique guiñando un ojo a las señoras, comentó:

—Es muy tímido…, ¿verdad?

La rubia replicó:

—¡Me encantan, me vuelven loca los jóvenes tímidos! ¡Pero no los niños tímidos! —Y añadió mientras cubría a Anastasio con la nube de humo de un cigarrillo turco—: En fin… ¿Quién sabe? ¡Ya veremos!

Anastasio palideció de rabia. ¿Quién la autorizaba a…? ¿Qué pretendían de él? ¿No habría algo turbio, algo sucio, algo inconfesable escondido detrás de todo aquello?

La recién llegada hizo un gracioso mohín con los labios…

—¡Oh, querido!… No se me enfade por lo que he dicho… Seremos muy buenos amigos… Ya verá…

Extendió su mano y acarició la de Anastasio presionándola cariñosamente. Éste la retiró con violencia, como si le hubiesen tocado con un cable eléctrico. Y algo así fue, en efecto, lo que sintió. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. El vello del brazo se le erizó. Se le puso carne de gallina. Y después se quedó como asustado de su reacción. Se volvió a Enrique. No le importaba que ellas le entendieran o no.

—¿Quieres explicarme esto de una vez?… No entiendo ni una palabra de lo que habláis… ¿Qué queréis de mí?… ¿Cuál es el favor que me ibas a pedir?

Enrique se desternillaba de risa. Parecía el ser más feliz de la creación.

—¡No te enfades, hombre! La cosa es muy sencilla. Esta señora —y señaló a la pelirroja— es amiga mía. Había quedado con ella en cenar esta noche, después le surgió un compromiso con esta otra señora y yo me comprometí a buscarle un amigo, para que fuéramos cuatro. Ellas nos invitan. Después vendremos aquí a bailar, a su apartamento, ¿comprendes? Es un plan sensacional… ¡Sensacional…, sencillamente!

Anastasio estaba perplejo. ¿De modo que eso era todo? Una profunda decepción le invadió. ¿Por qué se le habría ocurrido idealizar, convertir en una novela de aventuras un episodio tan vulgar?

Se levantó lentamente y se acercó al balcón. Le daba vergüenza que le vieran el rostro, que adivinaran su pensamiento. Pero apenas se puso en pie, se acordó de sus pantalones bombachos, de su cazadora de cremallera manchada de tinta. ¡Qué bobada más grande había cometido poniéndose en pie! Ahora estaba indefenso ante las miradas de todos, como un condenado en el paredón ante las armas del piquete de fusilamiento. Se quedó quieto, de espaldas a los demás, fingiendo que miraba algo interesante a través de los cristales.

—Me recomendaron que mi amigo fuera jovencito… —confirmó Enrique—. Les gustan los chicos jóvenes, ¿comprendes? ¡Esto no se da todos los días, caray! ¡Es una bicoca colosal! ¡Colosal, sencillamente!

La recién llegada se encaró con su amiga:

—¡Oh, qué adorable es este joven! —dijo refiriéndose a Enrique—. Me encanta cómo habla. ¡Qué divertido es lo que dice!

Enrique, halagadísimo por la explicación de entusiasmo que había merecido, se puso descaradamente a «flirtear» con la rubia.

La pelirroja anunció que iba a preparar unos licores y se ausentó. Anastasio, confuso, avergonzado, sin saber qué decisión tomar, miraba a la gente que circulaba por el paseo. Reconoció la cara de varios amigos suyos entre los grupos y sintió el ferviente deseo de reunirse con ellos. De pronto, otra cara conocida apareció ante él. Era Celia con un grupo de chicas —colegialas todas del Sagrado Corazón y la Asunción—, que paseaba a la salida de clase, bajo los tamarindos.

Llevaba en la mano un grupo de libros atados con una goma gorda de colores —«comprada en Francia, seguro»— y un plumier donde guardaría sus lápices, plumas, plumillas y difuminos. Nunca la había visto de uniforme. Era un traje azul oscuro, tableado y de mangas largas. Con el cuello, blanco y almidonado —como una golilla—, parecía una niña antigua. Y por si fuera poco, el uniforme tenía una esclavina lisa, del mismo color que el traje, cubriéndole los hombros. Menos mal que no llevaba, como una de sus amigas, la larga capa colorada… Anastasio nunca la había visto con medias —medias altas de algodón— como las amas. ¡Qué graciosa estaba!

Anastasio siguió a Celia con la mirada hasta perderla de vista. No había hablado con ella desde Navidad, desde aquel día horrible en que jugaron a las Animas del Purgatorio… ¡Si Celia supiera que Enrique estaba arriba, divirtiéndose con la rubia!

—Mira. Por ahí va Celia… —dijo Anastasio pensando que a Enrique le interesaría la noticia.

—¡Qué se fastidie! —contestó Enrique, soltando en lugar del verbo una grosería.

Y a Anastasio le dolió como si le hubieran mentado a su madre. No debía tolerar aquello. Era una injuria insufrible. No le asustaba la palabrota. Estaba harto de oír a diario, en el colegio, otras peores. Pero, aplicada a Celia, le parecía intolerable. Tenía que protestar, tenía que decir algo.

Pero no lo hizo. En cambio, cuando Enrique le miró riendo, se mantuvo serio, demostrando su radical desaprobación por lo que acababa de decir. Enrique no se enteró; y volviéndose a la rubia, de pronto, le dijo:

—¿Me permites que te tutee? En España no se usa el usted más que para hablar con los catedráticos…

La rubia le miró llena de admiración.

—Pero ¡qué manera más divertida de hablar el español tienen los españoles!… ¡Me encanta!…

—Es que…, ¿sabes? —dijo Enrique muy rápido—, lo acabamos de aprender. Volviendo a lo de los catedráticos —continuó—, si tú fueras catedrático…, yo te llamaría de usted… y aprendería todo lo que quisieras enseñarme…

What does he say? —interrumpió la pelirroja, que llegaba con una bandeja de licores.

Pero la rubia, sin atenderla, respondió a Enrique:

—Yo no tengo nada que enseñar.

—¡Que sí, que sí! —decía Enrique riendo, y cuando añadió: «Soy tan joven que todo lo tengo que aprender. Todo es nuevo para mí», ella se sumó a sus carcajadas.

What does he say? —volvió a preguntar la pelirroja.

La de los hoyuelos se lo tradujo y el efecto que le hizo fue tal, que Anastasio pensó que un duende invisible le estaba haciendo cosquillas en las plantas de los pies. Aunque no entendía nada de nada, Anastasio —con risa de conejo— se incorporó como pudo a la general hilaridad. Pero por dentro comenzó a buscar el modo y el momento de escabullirse.

No, no eran unas damas como imaginó. Eran dos aventureras que querían reírse de ellos. No acababa de comprender cómo Enrique, que parecía tan listo, no había caído en la cuenta. La rubia platino secreteaba ahora con la pelirroja descaradamente. En todos los códigos del mundo eso era una falta de educación intolerable. ¿Por qué lo habían ellos de aguantar?

La rubia, inclinada hacia delante, para hablar al oído con su amiga, estaba medio incorporada en su asiento. Llevaba la falda —de lanilla blanca— muy ceñida al cuerpo, y Anastasio descubrió horrorizado los límites, marcados bajo la falda, de su ropa interior.

Cerró los ojos. «No quiero pecar —se dijo—. El seguir aquí un solo minuto más, es pecado». Iba a levantarse, pero Enrique interrumpió el secreteo y las risas de las señoras, que se consultaban, por lo visto, ciertas dudas extremadamente delicadas.

—Tienes una falda preciosa —dijo Enrique súbitamente.

—Me está un poco estrecha.

—Eso es lo bueno, mujer —exclamó Enrique—. Falda estrecha y manga ancha…

Anastasio, como si un resorte le hubiera empujado, intervino en la conversación.

—Es que… yo… no sabía nada de esta cena… y ya tenía un compromiso… eso es… un compromiso anterior.

—¡Oh…, no se me marche! —dijo la señora.

—No…, no… Si no me voy… del todo. Voy sólo a decir a unos amigos que me están esperando… que no iré con ellos. Además, voy a cambiarme. Estoy con la ropa del co… bueno…, con la ropa de la universidad… En seguida volveré.

—No sabía que en San Sebastián hubiera universidad. Pero me parece muy bien que se cambie, mi hijito —dijo la rubia.

Enrique no paraba de reír al ver los apuros y las mentiras de Anastasio.

—No me llame mi hijito —dijo Anastasio azoradísimo—. Además, tampoco soy tan joven. En seguida volveré. Señora, si me permite…

—No me llame «señora» con tanta ceremonia —protestó ella con un gracioso mohín de enfado. Y devolviéndole el golpe, añadió—: Al fin y al cabo, sólo tengo unos años más que usted, querido mío. Llámeme por mi nombre… Me llamo Ester…

—Pues hasta ahora, Ester —dijo Anastasio. Y muy estirado, para parecer más alto, salió del dormitorio.

—Ése no vuelve —oyó Anastasio que Enrique comentaba.

Y a sus espaldas, como dos ecos que se abrazaran, sonaron, unidas, las risas de Enrique y de Ester.