LA VIEJA CRIADA, toda pálida y temblorosa, cruzó la habitación y abrió la ventana. Los ruidos de la calle —el chirriar de un lejano tranvía, el voceo del periódico de la tarde, el llanto de un niño— se mezclaron con el murmullo de los rezos en la habitación. El aire era denso, enervante, por el olor de las flores —dalias viejas, ajadas: dalias de veinte horas— y el olor del formol. Afuera llovía mansamente.
Cuando la criada volvió a su sitio, la señora se incorporó hacia ella.
—Ama, se lo suplico, váyase a descansar.
La vieja movió enérgicamente la cabeza, negándose; sus labios se contrajeron en un puchero y se arrodilló.
—Ama, siéntese por lo menos. ¡Vamos…, hágalo!
La señora —tía política del muerto— ayudó a la criada a incorporarse y le cedió su asiento. El ama obedeció. Sus labios temblaban al ritmo de los rezos y sus ojos lloraban, como la lluvia, mansamente.
Unas monjitas dirigían el rosario. Adolfo, de pie, los brazos cruzados sobre el pecho, rezaba también, pero su oración, como un disco enganchado, repetía tan sólo una y otra vez: «Ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte, ahora y en la hora de nuestra muerte, ahora y en la hora de nuestra muerte…».
Poco a poco, fueron llegando todos los amigos. Alcanzaban el marco de la puerta con el impulso de quien ha subido los escalones de dos en dos, con prisa de llegar a la capilla ardiente. Una vez allí, frenaban y se quedaban quietos, con miedo de penetrar, de adentrarse en el aire enrarecido de la penumbra, el olor de las flores ajadas y el rumor de los rezos. El primero en llegar fue Leopoldo. Cometió el error tan común de hacer una genuflexión y persignarse ante el muerto, como si estuviera ante el Sagrario, y se acercó a Adolfo:
—¿Cómo ha sido esto, ¡por Dios!, dónde, cuándo?
—Su hermano lo metió en una ambulancia para que lo operaran en Zaragoza… Murió antes de llegar… Entonces lo trajo hasta aquí. Acércate, míralo…, parece dormido.
Leopoldo lo miró de lejos, horrorizado, y desvió rápidamente la mirada. Después se arrodilló y unió sus rezos a los de las monjitas.
Anastasio llegó pocos minutos más tarde. Se veía que había llorado. Por no acercarse a Leopoldo, se situó en un extremo de la habitación lejos de todos. Aún le parecía oír a Andrés, hablándole la víspera de su partida.
—Mi caso es distinto, ¿comprendéis? Todos vosotros tenéis una familia a la que no podéis castigar inútilmente. Pero yo no tengo padres. Mi único hermano está en el frente…
—Nadie te obliga… con catorce años…
—Claro que nadie me obliga… Además, ya casi tengo quince.
¡Con qué claridad recordaba Anastasio los giros, los gestos, la voz de Andrés aquel atardecer, mientras las sombras se desplomaban desde las montañas sobre el mar! Estaban solos. Andrés buscaba la confidencia. Se echó a reír, se rascó la cabeza con las dos manos y golpeó con el pie una piedra inexistente, como si fuera a meter gol.
—Me da algo de vergüenza lo que voy a decirte…
—¿Vergüenza de mí…? ¿Porqué?
—Júrame que no te reirás…
—No seas tonto, hombre. ¿Qué es?
Andrés se colgó del brazo de su amigo, obligándole a andar, para que no le mirara a los ojos durante su confesión.
—Todo el mundo sirve para algo…, ¿no? Cuando uno llegue a viejo y…, ¡qué diablos, todos tendremos que morir algún día…!, pues creo yo que le gustará pensar que ha servido para algo alguna vez… Déjame terminar…, no me interrumpas… ¿No ves que me da vergüenza decirlo? ¡Si me interrumpes, no sigo…!
—¿Y si te matan…?
—No creo que me maten…
Anastasio se le quedó mirando fijamente.
—Y… ¿si no te matan…?
Anastasio estaba seguro de que esta idea ni siquiera se le habría pasado por la cabeza, pero se equivocó. Andrés contestó rápido:
—Pues cuando llegue ya viejo al final de mis días… (¡qué solemne suena esto, caray!), seré un tipo que durante años y años no habrá servido para nada, no habrá hecho nada útil; pero una vez, al menos una vez, dio todo lo que tenía… ¿No comprendes que es maravilloso?
Hubo un larguísimo silencio. Habían caminado lentamente por el Paseo Nuevo. La noche había caído sobre la costa y no había luna ni estrellas. Los dos amigos se habían apoyado en la balaustrada que daba sobre las rocas. Abajo, apenas se veía, pero se oía el mar. «¿Y no es éste mi mismo caso? —pensó Anastasio—. Yo tampoco serviré nunca para nada. Seré siempre un don nadie, como ahora…».
Andrés se volvió bruscamente hacia su amigo.
—Pero… ¿qué te pasa…? ¡Anastasio!, ¿estás llorando?
Anastasio movió afirmativamente la cabeza.
—Te juro —insistió Andrés— que no hago ningún sacrificio.
—No es eso, no sigas. ¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—¿Hace falta mucho dinero?…
—No.
—Entonces —respondió rápido, decidido—, ¡me voy contigo!
Andrés se apartó de la barandilla, con la cara iluminada de gozo. Él también tenía ahora los ojos arrasados en lágrimas. Se miraron en silencio, riendo y llorando a la vez…
—A las siete de la mañana…
—A las siete…
—En la Estación de Atocha…
—En Atocha…
Se abrazaron. Entre los dos críos, apenas sumaban veintinueve años.
Desde su «hasta mañana» en el Paseo Nuevo, Anastasio y Andrés no habían vuelto a verse. Pasado el primer entusiasmo, apagado el primer impulso de fervor, Anastasio meditó fríamente que él se debía a su madre y sólo a ella. Si moría en la guerra, su madre, viuda, tendría que venirse a vivir con tío Anselmo y tía Enriqueta. «Ella no merece que yo la castigue así», se dijo. Encendió la luz de la mesilla de noche y cogió en sus manos el grueso reloj de cifras fosforescentes. La aguja del despertador marcaba las seis menos cuarto. La hizo girar lentamente hasta situarla en los confines de las ocho. Cuando Anastasio se despertó, Andrés llevaba ya una hora de camino.
Enrique y Javier llegaron juntos a la capilla ardiente. Se acercaron al féretro. Enrique se retiró pronto hacia el grupo de sus amigos. Javier se quedó de pie junto al cadáver, mirándole detenidamente, observando sus rasgos, afilados por la muerte, y el color —estatua de cera sin policromar— de su piel. Andrés estaba de uniforme. Bajo las manos cruzadas, la boina del requeté con su borla de gala; entre las manos, un crucifijo, y sobre el pecho, dos viejos retratos del padre y de la madre, muertos mucho antes y puestos allí por la vieja criada. El vientre y las piernas no se veían bajo las flores. Únicamente las puntas de las botas surgían entre los pétalos de las dalias.
Un viejo sacerdote entró en la habitación y preguntó por la familia del difunto.
—Sólo vive su hermano —le dijeron—, y ahora está descansando…
El Padre rezó un responso.
—¡Oh Dios, de quien es tan propio compadecerse y perdonar, humildemente te suplicamos por el alma de vuestro siervo Andrés, que habéis ordenado pasara de ésta a la otra vida… No la entreguéis en poder de sus enemigos… Mandad a los santos ángeles que la reciban, a fin de que, ya que creyó y esperó en Vos, posea los eternos gozos del cielo!
El sacerdote trazó una cruz en el aire sobre el féretro:
—Dadle, Señor, el Eterno Descanso… Y la luz perpetua le ilumine. Descanse en paz. Amén.
Enrique hizo entonces un gesto a sus amigos y salió fuera de la habitación. Todos le siguieron. Javier tardó unos minutos más en imitarles, absorto como estaba en la contemplación del muerto.
Se sentaron en un viejo salón con olor a cerrado.
—Hay un tufo terrible en aquel cuarto. Respiremos un poco aquí… —dijo Enrique.
Encendieron sus cigarrillos en silencio. Anastasio, que casi nunca fumaba, también lo hizo esta vez.
—¿Cuándo es el entierro? —preguntó uno.
—Mañana por la mañana. A las nueve.
Tardaron mucho en entablar conversación. Habían decidido quedarse allí hasta que se levantara el hermano de Andrés para darle el pésame. Parece ser que llevaba tres noches sin dormir, las dos últimas viajando, primero con el cuerpo de su hermano herido, después con el cuerpo de su hermano muerto.
Leopoldo estaba especialmente afectado. La cercanía del muerto le producía una indecible incomodidad muy parecida al terror. La idea de la eternidad, del más allá, del Juicio, de los castigos eternos, le causaba pavor. Hubiera querido salir de la casa, correr por la calle; pero temía ser castigado por huir de la muerte, y soñó despierto que le alcanzaba la desnarigada y le decía:
—¿Por qué corres, Leopoldo, si sabes que algún día te alcanzaré?
La muerte de Andrés produjo en el ánimo de cada uno reacciones tan diversas como las que un mismo ácido provocaría mezclándose en distintas probetas con diferentes compuestos.
Leopoldo era cobarde ante la muerte. No lloraba a su amigo, sino al cuerpo joven lleno ayer de energía y hoy reducido a la eterna inmovilidad. Un indecible terror religioso le invadía… No amaba a Cristo, pero temía al Infierno.
Adolfo, en cambio, estaba conmovido. De poder el hombre elegir una muerte, él habría escogido la fórmula aceptada, buscada por Andrés. Era bello morir por un ideal. Adolfo interpretaba la tragedia que vivía su patria como si una roca gigantesca se desplomara desde las alturas sobre una multitud. No era el momento de discutir las causas del desprendimiento ni de saber si hubiera podido evitarse o no. Un grupo de jóvenes esforzados —los combatientes, Andrés entre ellos— se habían interpuesto en el camino del bólido, para frenar con sus cuerpos la violencia del farallón desprendido y salvar al resto de la comunidad. La fe religiosa —que en Adolfo era profunda y sincera— le ayudaba a no temer la muerte, aunque sí a respetarla. Pero su temperamento poético y mediterráneo le llevaba, más allá de la ética, a la estética. La muerte así concebida era bella, era envidiable. Tenía raíces clásicas, helénicas. El héroe se sublimaba hasta hacerse dios de su comunidad. ¡Qué hermoso sacerdocio el de estos seglares que se alzaban a sí mismos como víctimas para aplacar las fuerzas del mal!
Javier era más primitivo. No se resignaba a que un amigo suyo, tan sencillote, tan bueno, hubiera sido muerto por un enemigo. Estaba seguro de que había sido por la espalda en una emboscada, a traición. Y se sentía obligado a vengarle; mejor aún, sentía deseos de venganza. Por un momento cruzó por su mente la idea de irse a la guerra, él también, con sus dieciséis años a cuestas y un buen mosquetón, para matar, para vengar la muerte de tantos. No comprendía qué hacía allí, durmiendo, el hermano del muerto. Javier en su caso no hubiera iniciado la inútil aventura del viaje con el herido. Se hubiera apostado tras una peña, hasta agotar las municiones, disparando, disparando…
Anastasio no vibraba como Javier por deseo alguno de venganza, ni como Leopoldo por un pánico cósmico ante lo insalvable, ni como Adolfo en pura exaltación lírica por la belleza de la muerte. Anastasio sentía pena, nada más, por el amigo fraternal, perdido para siempre. Sentía entrañablemente el dolor de su pérdida, el vacío irremediable de su ausencia.
Enrique —vencida la sorpresa de la noticia— tuvo todos los sentimientos que habían privado como exclusivos en cada uno de sus amigos. Con dos notables diferencias; una de grado: las sintió más intensamente que ninguno. Otra de duración: se desvanecieron a los pocos minutos.
Su primera impresión fue envidiar —como Adolfo— la gallardía de la muerte de Andrés. Le causaba no poca desazón no haber sido él el héroe; no ser él quien hubiera reunido a todos sus amigos junto a su cadáver. ¡Qué muerte más espectacular hubiera tenido! Se habría arrastrado con el vientre deshecho por la metralla, como un caracol dejando su huella —mas no de babas inmundas, sino de sangre gloriosa— por el suelo. Habría avanzado conduciendo sus tropas y no habría exhalado el último suspiro hasta no clavar la bandera en la posición enemiga, por él conquistada.
Más tarde le asaltaron los mismos temores que a Leopoldo. La visión del cadáver de Andrés le conturbaba. Bien estaba el avanzar glorioso, el expirar sobrecogedor, la difusión de la noticia entre los amigos y parientes admirados y conmovidos; pero el estarse tan quieto entre seis tablas, mientras el alma rendía cuentas, no le divertía tanto. Sintió un escalofrío por la espalda y varió bruscamente de tema de meditación. Ya que no era el muerto, al menos podría ser su vengador.
La idea de la venganza no duró en él mucho más. Sus mandíbulas, movidas por un repentino impulso, se abrieron de pronto en un bostezo. Enrique comprendió de súbito que se estaba aburriendo terriblemente; que aquello, no por tétrico, sino por monótono, era demasiado para él, y decidió aprovechar la primera oportunidad para marcharse.
Apenas concluyó el segundo Rosario, se reunió con Leopoldo, que ni siquiera había entrado esta vez en la capilla ardiente. Con más o menos celeridad, los demás le siguieron. Solamente Adolfo se quedó.
Nadie, salvo el ama y él, quedaba ya junto al muerto. Se sentó en un viejo sillón, extrajo de sus bolsillos unos apuntes de clase y comenzó a escribir en los márgenes, en los ángulos, en el dorso de las cuartillas. Cuando todo el espacio estuvo cubierto, deshizo su cajetilla de cigarros canarios y aprovechó el papel del envoltorio para concluir allí su escrito. Y es que, durante el Rosario, sus ideas —incapaces de centrarse en el tema tantas veces repetido de las avemarías—, se habían independizado y habían compuesto por sí solas una oración particular. Ahora, necesitaba escribirla, pasarla al papel. Y lo hacía en la misma capilla, ante su amigo muerto, para que su escrito tuviera no carácter de certamen literario, sino fuerza viva de viva oración.
Cuando regresó a la sala, sus compañeros estaban enfrascados en una acalorada discusión. Javier proponía que todos colaboraran en vengar la muerte de Andrés. En la cárcel de Ondarreta se iba a realizar aquella misma noche un fusilamiento. El condenado, un comunistazo como la copa de un pino, fue uno de los que asaltaron el fuerte de Guadalupe y participó en el asesinato de los políticos allí detenidos. Javier invitaba a todos a que se presentaran voluntarios para el fusilamiento.
Leopoldo, Anastasio y Enrique protestaron, aunque por muy diversas razones. El primero, porque el horror de la muerte se lo impedía; el segundo, porque su hombría de bien se lo vedaba. Adolfo —que entró en ese momento dispuesto a leer a sus amigos la oración que había compuesto— iba a intervenir, pero Enrique tomó la palabra.
—Estás loco, Javier. Loco de remate.
Y expuso su punto de vista.
«Cuanto más amargo es el café, más azúcar hay que echarle para compensar. ¿Es así o no? Pues la vida es igual». Ninguno podía ni debía quedarse toda la noche —añadió— con el mal rato encima de la muerte del pobre Andrés. Tendrían que buscar algo que los ayudara a olvidar, que les compensara el disgusto, que les amortiguara el dolor. Intervenir en un fusilamiento, como reacción por la muerte de Andrés, era algo así como echar acíbar en el café, en vista de que estaba demasiado amargo.
—Ni hablar, hombre, ni hablar —concluyó—. Azúcar es lo que yo necesito… —Y añadió confidencial—: Yo os sugiero que esta noche nos vayamos… de señoras.
Leopoldo se llevó las manos a la cabeza.
—Sólo pensar que me pudiera alcanzar la muerte con una…, vamos, quiero decir fuera de casa, me pone los pelos de punta. Yo voy a confesarme, Enrique; tú también deberías hacerlo…
Enrique saltó incómodo en su asiento.
—¡Chico, se te ocurren unas cosas…!
—Pues si lo piensas bien, no he dicho ningún disparate.
—Yo soy tan religioso como el que más —protestó Enrique— y me revienta que se tomen las cosas de la religión a chirigota. ¡Estábamos hablando de señoras, y mira tú por donde te sales…!
—Lo mejor es lo que yo os he dicho —insistió Javier con voz ronca.
—¿No os da vergüenza? —les echó en cara Adolfo.
—Oye, rico —cortó Enrique—; sermones, no, ¿eh?
Después estiró los brazos y las piernas, soñoliento. Bostezó aparatosamente.
—Me aburro… —dijo—. Me voy.
Se levantó de su asiento, y Javier y Leopoldo le imitaron. No había nadie de quien despedirse. El único conocido de la casa estaba muerto, y el único miembro de su familia, dormido.
Salieron los tres, escalera abajo, decidido cada uno a arrastrar a sus amigos a participar en menesteres tan dispares como un fusilamiento, una confesión general o un sueño sobresaltado en mala compañía.
Adolfo y Anastasio se quedaron en casa de Andrés, dispuestos a velar el cadáver toda la noche.
Una vez en la calle, Enrique convenció a sus dos acompañantes, y —todo hay que decirlo— sin mucha dificultad, de que se fueran con él al «Viejo» a tomar unos chatos y unas banderillas para hacer boca. Después, cada uno podría hacer lo que le viniera en gana.
No hacía frío, y la lluvia finísima, como lanzada por un pulverizador, no asustaba a nadie. Las callejuelas, estrechas y rectilíneas, estaban repletas de gente, y de las tascas y tabernas abiertas de par en par llegaba el vaho de las cocinas, el olorcillo del vinate y el rumor de las risas o de las broncas de los parroquianos. Una compleja mezcolanza de tipos se apiñaba en las callejas. Sobre el elemento humano connatural al Barrio Viejo donostiarra, la población flotante refugiada de guerra daba a estos rincones de la ciudad el aspecto más cosmopolita y vario que cabe describir. Pescadores, soldados d, permiso, estudiantes, noctámbulos de oficio, actores, políticos, extranjeros que husmeaban la retaguardia de una nación en guerra, se daban cita en el Barrio Viejo para mirarse las caras. Enrique metía las narices en todas las puertas, saludaba a unos, gastaba bromas a otros e iba desechando sitio tras sitio, por no encontrar una sola tasca lo suficientemente animada para su gusto. «Es intolerable salir de un velatorio para meterse en un entierro», decía.
Al doblar una esquina aguzó el oído, y, como el perro que rastrea una pieza, fue siguiendo el rumor de unas voces bien templadas hasta localizarlas, dos calles más lejos, en Casa Antxón. Guiñó un ojo a sus amigos y se asomó.
—¡Colosal!
Entraron en la taberna.
Un grupo de mozalbetes —boina en la nuca, porrón en la mesa— cantaban a dos voces canciones vascas y navarras ante la indiferencia de otros parroquianos que jugaban al mus, y el entusiasmo indisimulado de tres extranjeras de mediana edad y bastante más alumbradas, según parecía, por el vinillo riojano que por las tenues bombillas que colgaban del techo. En una mesa cercana unos casheros —amplia blusa negra, pantalón «mil rayas»— comían marmitako y cocochas en salsa verde. Algo más lejos, unos guardias cívicos se daban un atracón de pochas y misheras. Enrique pidió tres porrones —mitad de tinto, mitad de gaseosa—, alzó el codo y remojó el gaznate haciendo filigranas. Aquel espectáculo de malabarismo alcohólico tenía, sin duda, un singular atractivo para las extranjeras, pues se quedaron boquiabiertas mirándole. Enrique no pedía otra cosa, y acentuó su habilidad. Estiró el brazo cuan largo era, de modo que el hilillo clarete alcanzara al menos la altura de un metro, y con los labios casi cerrados recibía el líquido sobre los dientes por una abertura inverosímil. Después produjo un movimiento oscilante con la mano, y, moviendo la cabeza como una noria, consiguió beber un cuarto de porrón sin que una sola gota le manchara el rostro. Terminada la operación guiñó el ojo a las extranjeras como diciendo: «¿Qué les ha parecido esta exhibición?», correspondió a sus exclamaciones admirativas con una gentil reverencia y se volvió groseramente de espaldas.
—No seas chulo, tú, que te iban a decir algo —le dijo Leopoldo.
—Y tío no seas ignorante —respondió Enrique muy serio—. He hecho lo que conviene.
Echó un traguito más al porrón y se explicó:
—Si quieres tenerlas en el bote, primero hay que castigarlas.
Los chicarrones vascongados entonaron entonces el Ume eder Bat; seguídamente, el Agur Jaunak, y por último, en vascuence y castellano, La Habanera de Guría. Enrique, por supuesto, unió su voz a las suyas, y como en la canción siguiente no acababan de ponerse de acuerdo sobre la primera nota, saco la armónica y dio el tono para cada una de las voces. Después les acompañó hasta el final.
Riau, riau, riau |
Los del Amaikak, los del Amaikak |
riau, riau, riau |
los del Amaikak estamos aquí. |
—¿Qué te parece si le damos esquinazo? —sugirió Javier a Leopoldo—. A mí esto me da cien patadas.
—¡Hombre, las extranjeras ésas…, vete tú a saber!…
—Pero ¡si son unas carcamales!…
—La pelirroja no está mal.
—Es la más joven ¡y tiene por lo menos cuarenta!
—De acuerdo. Vámonos.
—¡Eh, tú, Enrique! Éste y yo nos las piramos. Agur.
Enrique no sólo tocaba la armónica, sino que con la mano libre dirigía la musical operación. No les hizo ni caso.
Tenemos un defecto: |
que no nos gusta, que no nos gusta… |
tenernos un defecto: |
que no nos gusta el chacolí. |
Las extranjeras —a quienes sí les gustaba el chacolí y lo que les echaran— palmotearon de alegría, y Enrique se sentó a su mesa. Les habló en francés y no entendieron nada. Ellas le replicaron en inglés y él no cazó una sola palabra. Por mímica les preguntó si podía invitarlas a un nuevo porrón, y con mímica respondieron ellas que aceptaban el vino muy complacidas, pero en vaso y no a chorro. La pelirroja —después de cerrar los ojos y fruncir la nariz como si fuera a estornudar— hizo un gran esfuerzo mental y dijo:
—Vino spañuola ¡benísimo!
—¡Colosal, chica! —exclamó Enrique—. Hablas el castellano como Cervantes.
La pelirroja, naturalmente, no se enteró de nada, pero añadió:
—Mucho vino… I capisco l’ispañuolo un pocuito.
Y aproximó los índices de cada mano para indicar la cortedad de sus conocimientos lingüísticos.
Cada parto de frase iba siempre acompañado de grandes risas y de exclamaciones en inglés y de comentarios entre sí que Enrique juzgaba —y no juzgaba mal— bastante alentadores. En un proyecto de italiano —idioma que no hablaba la pelirroja ni hablaba tampoco Enrique—, consiguieron ligar, no sin muchos esfuerzos, un conato de conversación, por el cual el español se enteró de que no eran inglesas, sino sudafricanas, que estaban en España para regalar vendas y medicamentos a los heridos y que querían ir a bailar. Ellas aprendieron de Enrique varias mentiras: que era torero, que había sido fusilado dos veces por los rusos y había logrado escapar milagrosamente, y una sola verdad: que todas las salas de baile estaban cerradas a causa de la guerra; pero que si le invitaban a su hotel, él procuraría complacerlas y bailaría todo cuanto fuese necesario.
Al llegar a este punto, la pelirroja exclamó picarescamente:
—Mi marido… no gustar.
Enrique meditó un instante sobre el significado de esta frase enigmática, pues lo mismo podía significar que a su marido no le gustaría que se presentara con Enrique en el hotel, como que a ella no le gustaba su marido.
—¿Quién es su marido? —preguntó Enrique, acentuando exageradamente un vago gesto de disgusto y melancolía.
—General, marechal —contestó ella, e imitó un ceño muy fruncido, unos gruesos bigotes, y una mano, a modo de saludo militar, abierta junto a la visera…
—¿Dónde está? —preguntó Enrique.
—En… in… eh… Australia.
—¡En Australia! —exclamó Enrique en el colmo de la alegría, y añadió muy despacio para que le entendieran bien:
—Eso gustar a mí…
Las tres rieron, falsamente escandalizadas, y la pelirroja tomó a Enrique por la barbilla, dándole como castigo un cariñoso pescozón.
Acto seguido comenzaron las tres a hablar en inglés, muy agitadas. La pelirroja, tras consultar a una y a otra, preguntó:
—¿Y due amicos…, otros amicos?…, ¿dove están?
—Duermen —exclamó Enrique con voz ronca, y pensó para sus adentros que aquello comenzaba a ponerse interesante.
Salieron al fin a la calle. El vinillo había hecho su efecto y la esposa del general tenía que ir apoyada sobre Enrique para no tropezar. Con su brazo abierto enlazando el hombro de su nuevo galán, a pasitos lentos para no caer, se quedaron rezagados. Enrique comenzó a hartarse de sus zalemas, de sus palabras ininteligibles y de su aspecto lamentable. La buena señora —veintitantos años más vieja que él—, despeinada, ojerosa y ebria, carecía de todo atractivo. Enrique, cubierto su cupo de novedad, apenas llegaron al Boulevard la metió en un taxi, dispuesto a despedirse y con el firme propósito, para días sucesivos, de practicar los usos y costumbres del «si te he visto no me acuerdo». Pero no era fácil la maniobra. La pelirroja se bajó del taxi y a grandes gritos comenzó a llamar a Enrique, el cual, ni corto ni perezoso, Boulevard adelante, se batía ya en retirada. Volvió sobre sus pasos. No sabía qué hacer con ella y la acompañó de nuevo hasta el coche para hacerla callar. A medida que ella tendía sus brazos hacia él, la repugnancia inicial comenzó a aumentar de grado. ¡En mala hora se le ocurrió sentarse a su mesa! Pero la mujer era práctica. Abrió su bolso y enseñó a Enrique un grueso paquete de libras esterlinas. Enrique soltó un taco y silbó complacido y admirado. Aquello era ya otra cosa. Al menos era una experiencia nueva para él. «La patria necesita divisas», pensó. Y subió al coche, dispuesto a sacrificarse por su patria.
Sobre el rostro de Andrés ya no caía el parpadeo de luz de los otros cuatro cirios que bordeaban el féretro. El ama se había dormido y ni Adolfo ni Anastasio se atrevieron a reemplazarlos.
—¿No te importa —preguntó Adolfo— que lea en voz alta mi oración a Andrés?
Anastasio sonrió a su amigo.
—Yo te lo iba a pedir.
Se sacó de los bolsillos las cuartillas arrugadas, con los apuntes de Física escritos a grandes rasgos. Entre los haces de luz marcados con trazos discontinuos —«Lección XIV: óptica»— de los cristales convergentes y divergentes, había varias fórmulas químicas sobre las valencias del carbono, un perfil sin acabar del padre Usoz, dibujado a lápiz, y los primeros versos de un madrigal galante, iniciado en clase cuando decidió fanático que la vida sería sin duda mucho más hermosa ignorando los secretos de la química orgánica. Entre unos y otros apuntes, siguiendo los valles dejados en blanco por tan complicada orografía, con letra muy menuda y apretada, avara de espacio, estaba escrita la Oración a Andrés. Ordenó sus papeles, sin olvidar la cajetilla desdoblada de cigarrillos canarios, marcó con unas flechas indicadoras el camino que debía seguir en la lectura y comprobando que nadie, salvo Anastasio, los veía ni podría escucharlos, se puso en pie.
—Antes de corregirlo —confesó Adolfo en un alarde de sinceridad—, algunas frases estaban inspiradas en los salmos de David; otras, en los discursos de don Antonio Goicoechea… Pero ahora ya no se nota.
Se acercaron los dos al féretro. Anastasio se arrodilló y Adolfo se mantuvo en pie. Con voz muy tenue, casi en un susurro, leyó su oración:
—Tú, Señor, que penetras en los secretos de los corazones, libera el mío de toda soberbia y de toda impureza para que mi oración, desprovista de todo vano ropaje, llegue humilde y desnuda hasta Ti y sea grata a Tus oídos.
»Forman legiones, Señor, aquellos de tus siervos que, imitando a Nuestro Señor Jesucristo, han tomado su cruz y Te han ofrecido sus vidas en el Calvario de mi Patria.
»No mires tanto a nuestros errores, ni a la soberbia de nuestros padres, ni la ingratitud de nuestros hermanos como a la limpieza de los corazones de aquellos que, como Andrés, te dieron sus vidas en ofrenda como precio de la Paz. ¡Mira, Señor, cuántas lágrimas, cuántas heridas! No te pedimos por nuestros muertos. Les pedimos a nuestros muertos que se unan en esta oración, ante Ti. Ante Ti, Señor, para pedirte, con toda humildad, que nos des la paz: esa paz que no merecemos, pero que ellos sí merecieron con el sacrificio de sus vidas.
»Ante Ti, Señor, está tu siervo Andrés. Mírale. Nosotros lo alzamos en espíritu hasta Ti como el sacerdote alza la patena en el Santo Sacrificio del Altar, y te lo ofrecemos, como él mismo se ofreció, por la salvación de nuestros hermanos.
»Andrés, tú que estás en presencia de Dios, ruega al Señor por nosotros y por nuestra Patria. Amén.
Los dos amigos guardaron silencio. Los ojos de Andrés estaban ahora más hundidos y sus labios se habían despegado ligerísimamente. Parecía un niño, que, entre sueños, sonreía.