III
QUINCEPESETAS

¡QUÉ ESTUPENDA HUMANIDAD la del Padre Usoz! Nadie diría, al verle tan grande y tan gordo, que era capaz de correr así tras la pelota y de machacarla, una vez alcanzada, con aquella fortaleza.

—¡Aaaa…! —gritaba contenido, mientras giraba la pala en el aire. Y cuando golpeaba la minúscula esfera (dura y blanca como una bola de billar), sus pulmones se vaciaban en una especie de mugido, mezcla de explosión natural y de satisfacción—: ¡…Hum!

El Padre Usoz era, sin discusión alguna, el mejor jugador de frontón de todo el colegio. Sus alumnos de Literatura le regalaron por San Fernando una pala de primera calidad con mango reforzado, comprada en los afamadísimos «Echevarrieta y Hermanos». Los domingos, y casi todos los días entre semana durante las vacaciones, se paseaba, regalo en ristre, por las proximidades del frontón, en busca de un rival voluntario. Sonreía a unos y a otros maliciosamente, y se diría que llevaba colgado de la mirada —como Don Juan en su puerta napolitana— un cartel no poco fanfarrón: «Aquí está Fernando Usoz para quien quiera algo de él».

Era un placer verle jugar, y no sólo por su extraordinaria pericia y fortaleza, sino por las interjecciones y comentarios que intercalaba entre pelotazo y pelotazo.

Cuando Anastasio cruzó la verja del colegio, oyó a lo lejos al golpe seco, en tres tonos, de una buena partida de frontón. (Cuando jugaban los maletas, era imposible distinguir el golpe el golpe de la pala sobre la bola, de la bola contra la pared y su rebote en la piedra del suelo). También oyó las voces y los aplausos de los «hinchas» de uno y otro bando.

—Bien, Echave…, ¡duro!

—Ésa no la coge, Padre…

Y el resoplido en dos tiempos del Padre Usoz.

—¡Aaaa… hum!

Anastasio no pudo reprimir un gesto de fastidio.

Había ido al colegio con intención de hacerse el encontradizo con el profesor de Literatura y dejarse interrogar por él. No tenía una idea clara de lo que quería decirle, pero sabía muy bien que, una vez mano a mano, el Padre provocaría la confidencia.

Y ahora oía sus gritos en el frontón. ¿Estaría jugando? ¿Estaría jaleando a los jugadores? En el primer caso, sería punto menos que imposible conseguir un aparte con él.

Cruzó el patio de los pequeños y se encaminó hacia la cancha. En efecto, no había nada que hacer: el Padre jugaba contra Echave, alumno de sexto y su único rival posible. Hacía pareja del segundo el Padre Larrañaga, muy buen zaguero, y de Usoz, Anchón Usandzábal, que no era manco. Dos docenas de curiosos jaleaban a los jugadores.

«Y ahora ¿qué haré?», se preguntó Anastasio. Cuatro día, llevaba sin ver a sus amigos, y haciendo lo indecible para no encontrarse con alguno. Quedarse en casa le producía un tedio de muerte, y salir de casa, también.

A veces, algunos compañeros de clase se reunían en el colegio los domingos y días de vacaciones, a jugar al ping-pong o al billar, en la sala de recreo de los mayores. Pero era estúpido venir a ciegas sin haberse citado antes con alguien.

«Quizás el partido no dure mucho —pensó— y pueda tener un rato de charla con el Padre». Con esta esperanza su sentó en el suelo, a prudente distancia de los jugadores.

El Padre Usoz, pala en ristre, sudaba como un condenado Tras cada tanto tenía que interrumpir el juego para limpiar el vaho que empañaba los cristales de sus gafas.

—Si quiere usted, lo dejamos, Padre —dijo Echave por picarle el amor propio.

—Eso quisieras tú, granuja —respondió el campeón.

Y siguieron jugando.

Gran tipo el Padre Usoz. Anastasio lo tuvo el año pasado de profesor de Religión, y ahora, en quinto, en Historia de la Literatura. No había en todo el colegio hombre más ameno en clase, ni que más se hiciera querer de sus alumnos. Su facilidad para traer por los pelos citas literarias era asombrosa. Y con ellas, tan pronto provocaba un golpe de humor como explicaba los más arduos problemas de gramática, de moral o de filosofía. Otro de sus fuertes era la improvisación en verso.

Contaba entre sus alumnos con media docena de muchachos con clara vocación literaria. Al margen de la composición redactada por uno de éstos, el profesor escribió:

Bien por tu incipiente vena,

Iñaqui Machimbarrena,

Con constancia y con gran fe

Irás rompiendo la bruma,

Llegando tu joven pluma

A brillar en A B C.

Y a Adolfo, que era su debilidad, por ser quizá quien más prometía, le espetó en plena clase una tarde que no se supo la lección:

Si no estudias mucho más

Ni eres formal cual se debe,

Tú no aprobarás jamás,

Y por siempre amén serás

Un percebe.

Adolfo protestó, un poco picado, que a veces era más fácil improvisar versos malos que hacer justicia a los verdaderos talentos. El Padre le retó a que demostrara si era o no tan fácil improvisar sobre el terreno, y le anticipó el tan conocido ejemplo de quien, en caso similar, respondió:

Para mí es cuestión de honrilla,

Pero os quiero demostrar

Que el hacer una quintilla

Es la cosa más sencilla

Que se puede imaginar.

Adolfo meditó un momento, cerró los ojos, apretó los puños, garabateó unas palabras ilegibles sobre una cuartilla para encontrar los consonantes deseados, y al fin dijo:

Esto me parece atroz,

Mi querido padre Usoz,

Pues me obliga a hacer fatal,

Con método tan feroz,

Lo que no siempre hago mal.

El Padre, divertido y halagado por la improvisación de su alumno, contestó rápidamente:

Me rindo, pues tu pericia

Me obliga a hacerte justicia…

Mas no sólo vive el hombre

De la versificación…

Si quieres hacerte un hombre

Apréndete la lección…

Cuando el Padre Usoz decía misa, parecía otro. A Anastasio le conmovía la unción, que le transformaba durante el Divino Sacrificio. Porque Usoz se volvía pequeño, infinitamente humilde y distinto a sí mismo cuando elevaba la Víctima en sus manos, o cuando se volvía hacia los fieles mirándolos, sonriéndoles, para decirles: «El Señor sea con vosotros…».

Y se veía que no era una fórmula vaga de salutación, que no era una cortesía litúrgica, sino que deseaba realmente, para aquel mundo de sus jóvenes amigos, la paz del Señor.

Anastasio admiraba al Padre Usoz. Se reía más que nadie con sus golpes de ingenio. Le afectaban más que a nadie sus reprimendas. Le quería. Anastasio quería a todos los que le demostraban afecto, amistad.

En una ocasión, no sin pasar grandes apuros, Anastasio confesó al Padre Usoz su amor por Maribel. Con admirable delicadeza, el profesor de Literatura le escuchó, le dejó hablar elogió a la muchacha, que no podría ser otra cosa que un ángel de Dios, que inspiraba sentimientos tan nobles y tan puros como los que acababa de escuchar, pero…

Anastasio le miró extrañado. ¿Cómo podía haber un pero, una objeción, a aquella amistad? Por Maribel, Anastasio se sentía unido a sus amigos, a sus estudios, al resto del universo…

—Desde que el hombre nace —le dijo el Padre Usoz—, vive en un puro tránsito entre dos madres: la suya propia, de la que se va poco a poco desvinculando por ley de vida, y la que será un día madre de sus hijos, hacia la que tiende desde que alcanzó la pubertad. Te digo como Benavente en Más fuerte que el amor: «El alma de la mujer ¿qué vale si dentro de ella no hay un alma de madre?», o como Martínez Sierra en Canción de Cuna: «… ya que toda mujer —porque Dios lo ha querido— dentro del corazón lleva un hijo dormido».

»Ser madre es el mayor regalo, el mayor adorno con que Dios ha distinguido a la mujer. No olvides nunca esto, Anastasio. Y mira siempre a la mujer como a una madre. Porque si cl Creador le dijo: In dolore parcies filios, Cristo nos habla del goce de este dolor: Mulier cum parit laetitiam habet quia venit hora ejus; cum autem peperit puerum, quia natus est homo in mundum. Y el autor de las Doloras —¡qué cristianísimo sentido del amor!— nos dice: “Al besar la madre a su hijo amado, besa a un tiempo al amor de que ha nacido”.

»En no errar el camino durante este tránsito entre las dos madres reside el equilibrio del caballero cristiano; el que la Iglesia desea para sus hijos. El que yo quiero para ti.

»Pero en este camino hay un largo momento en que los lazos de la primera madre se aflojan, sin que los de la segunda hayan tensado aún las amarras…

»Y aquí está el peligro. Si tú sueltas la estaca que sostenía fuertemente tu barca y la lanzas a otra agarradera, hay un momento en que la cuerda está en el aire. ¡Qué terrible momento, qué pericia hay que tener para acertar, qué pulso más firme! Porque, entretanto, las olas mueven la embarcación, las corrientes la desplazan. Y la barca, desarraigada, puede estrellarse contra los escollos».

El Padre Usoz se interrumpió, se quitó los lentes y humedeció los cristales con el vaho de su aliento. Mientras los limpiaba con papel de fumar, prosiguió:

—Tú acabas de descubrir la Mujer, así, con mayúscula. Y la Mujer, así, con mayúscula, tiene para ti una sola cara: la de Maribel. Pero no olvides lo que dice el Eclesiástico: Brevis omnis malitia super malitiam mulieris: «Toda malicia es pequeña en comparación con la malicia de la mujer», y que propter speciem mulieris multi perierunt: «por la hermosura de la mujer se perdieron muchos».

—Eso no siempre es así —protestó Anastasio.

—¡Bla, bla, bla! —rió malicioso el Padre Usoz—. Dice Gracián que «fue Salomón el más sabio de los hombres, y fue el hombre a quien más engañaron las mujeres…». Y tú, inocente como un pajarillo, te has puesto en pie sobre la barca, y sin mirar a babor ni a estribor, te dispones, inexperto, a lanzar la cuerda, a pesar de lo lejísimo que estás. Pues mira…, la cuerda estará en el aire hasta que te cases. Entretanto, tus estudios, tu carrera, otras mujeres tenderán sus manos para agarrar la estacha lanzada; tú mismo quizá tirarás de la cuerda, en el aire, para que caiga en manos diferentes de aquellas a quien la enviaste… y las olas, las tentaciones, ¿no moverán tu pobre barquilla? Hijo mío, yo no quiero que digas nunca como Lope: ¡Pobre barquilla mía — entre peñascos rota…!

—Entonces, Padre, ¿eso quiere decir —y Anastasio lo dijo casi con terror— que tengo que dejar a Maribel?

—No, no, no. Quiero decir que no le lances tu estacha, o al menos que no ates al extremo de la cuerda tu propio corazón Es prematuro aún para ti el hacer esa maniobra. De las dos madres que te he dicho, acércate a la tuya. Eres todavía como un pajarico que tiene caliente el nido.

Anastasio recordaba estas palabras con infinito dolor.

—Padre Usoz —preguntó Anastasio—, ¿les falta mucho para acabar el partido?

—Pero, Anastasio, chico, si no te había visto… —dijo el Padre acercándose a él—. ¿Has recibido mi carta?

—No.

—Se la di al Padre Uriza, que confiesa en las Reparadoras y pasaba delante de tu casa.

—¡Vamos, Padre, no se haga el remolón! —gritó Echave impacientándose.

—¿Les falta mucho para terminar? —insistió Anastasio.

—¡Hasta que se rindan! ¡Hasta que no puedan más! —gritó el Padre Usoz, otra vez en la cancha—. ¡Ahí va ésta, Echave, que saco yo! ¡Aaaa… hum!

Aquello tenía aspecto de no acabar nunca. Sin despedirse de los jugadores, Anastasio dio media vuelta y salió del colegio. Estaba deprimido, confuso. Torció por la Avenida de Navarra y se perdió por las calles del barrio de Gros. Una mujerzuela le salió al paso.

—¡Hola, chico! ¿Tienes fuego?

—¿Qué?

La fulana, con el pitillo en la mano, le sonreía. Era vieja y delgada. Estaba pintarrajeada como una máscara. Llevaba un bolso blanco y zapatos «tanque», de suela corrida, como un yunque al revés.

Cuando Anastasio se dio cuenta de la clase de mujer que era, sintió un terror tan grande como si, perdido en la selva, se hubiera encontrado frente a frente con una fiera. Su reacción fue inmediata.

—Desvergonzada… —le dijo a media voz. Y a buen paso inició la retirada.

Los improperios, los insultos soeces, las palabras escandalosas que se desplomaron entonces sobre el pobre Anastasio, no pueden, sin romper moldes, ser dados a la imprenta. Echó a correr como si una jauría le persiguiera. Y no otra cosa parecían aquellas voces agudas, desacompasadas, rotas, que ladridos de perras en un ojeo.

Anastasio torció por la primera bocacalle. Zabaleta era su nombre, nunca lo olvidaría. Las voces cesaron, y él dejó de correr. Estaba confuso y avergonzado por la lluvia de improperios que había caído sobre él, y también por considerarla merecida. Jamás entendería que hubiera nadie en el mundo capaz de gustar ninguna intimidad con aquel esperpento deforme que le había abordado en la calle, pero eso no le autorizaba a insultarla. «Jamás, jamás —y se lo dijo golpeándose la cara con los puños— sería yo capaz de pecar con una mujer así».

De pronto se sintió avergonzado de que alguien pudiera leer sus pensamientos. Delante de él, apoyadas en la pared, había tres mujeres que le miraban llegar. «Si me ven correr —se dijo— van a pensar que he robado algo y que me persiguen».

Cruzó despacio por delante de ellas.

—Déjale en paz, que es un chaval —oyó decir a una.

Pero otra de las leonas salió del grupo y se puso a andar junto a él. Anastasio miraba hacia delante, con los ojos muy fijos, haciéndose burdamente el distraído. «¿No ves que soy un chaval? —gritaba con el pensamiento a su acompañante—. Déjame en paz».

Y no volvió la cabeza para mirarla.

—¿Adónde vas? —le preguntó la chica.

«No te detengas. Sigue adelante, o estás perdido».

Anastasio se detuvo.

Era una muchachita pálida, con cara de niña y ojos tristes.

—No sé. Estoy paseando.

E hizo ademán de reemprender el camino. La muchacha le agarró de un brazo.

—No tengas prisa, hombre…

Anastasio la miró sorprendido, y se detuvo de nuevo muy azorado. En el fondo le agradecía que le hubiera llamado «hombre» y no «chaval». Aquella chica, desde luego, no parecía una «cualquiera», pero no acababa de comprender sus intenciones. ¿Sería lo que él había pensado? ¿No habría lanzado contra ella un falso testimonio, una acusación injusta, con el pensamiento? ¿No estaría necesitada?

—¿Cómo te llamas? —preguntó la chica.

—Yo, Anastasio. ¿Y tú?

—Yo…, quince pesetas.

Anastasio estaba perplejo.

—No…, no comprendo bien… —dijo tragando saliva.

—¿Tú no tienes quince pesetas?

—No…

—¿Cuántas tienes…?

—Once…

La chica meditó.

—Anda, ven…

—¿Adónde?

La muchacha le agarró de la mano y Anastasio se dejó llevar. Penetraron juntos en un portal.

—Ya ves la hora que es, y todavía no he empezado a trabajar —comentó Quincepesetas mientras subían la escalera…— Tú eres el primero.

«No subas, no cruces esa puerta, no lo hagas», gritaban mil voces dentro de Anastasio.

Cruzaron la puerta. En el pasillo, varios hombres se besaban con sus parejas, sin hacer caso de si los miraban o no. Anastasio imaginó a Maribel y a Leopoldo… y cerró los ojos. «Quiero irme —pensó—. Voy a ponerme malo otra vez».

Una vieja desgreñada se dirigió a los recién llegados.

—No hay sitio. Esperad por aquí.

Después agarró a Anastasio por la barbilla y dijo:

—Es majo este chico. ¡Qué pocholo! ¿De dónde lo has sacado?

La vieja le dio una palmadita cariñosa en la cara y siguió pasillo adelante. Anastasio, disimuladamente, se pasó el pañuelo por la mejilla, como si quisiera borrar las huellas de la mano de la mujer. Estaba aterrado. Su compañera le había dicho: «Espérame aquí. Ahora vuelvo», y se había ido, no sabía dónde.

La mujer vieja aporreó una puerta.

—¡A ver si acabáis de una vez, so guarros, que hay gente esperando…!

Quincepesetas regresó con una lata de sardinas abierta.

—¿Gustas?

—No, muchas gracias.

La chica cogió una sardina, con los dedos, y la engulló. Después otra y otra más. Al fin bebió el aceite que quedaba en el fondillo y tiró la lata al suelo; cogió el pañuelo de Anastasio y se secó los labios y los dedos.

«Aún estás a tiempo —gritaban las voces dentro de Anastasio—. Di que no tienes dinero. ¡Busca una disculpa! ¡Escápate!».

Por la puerta aporreada, apareció de pronto una mujer desmida con una toallita entre las piernas. Cruzó corriendo el pasillo y se metió en el retrete. Nadie la miró. Anastasio no había visto nunca una mujer así. Y se sorprendió de que no le conmoviera especialmente. El desnudo le pareció desolador. Le recordaba el frío, la miseria infinita, y el grabado de un catecismo francés sobre los condenados a las penas eternas.

—¡Eh, vosotros —gritó la vieja a una de las parejas que se besaban en el pasillo—; dejad algo para cuando estéis solos! ¡En seguida os va a tocar!

Anastasio estaba un poco pálido. La chica se apretujó contra él. Y le besó.

—Me gustas —le dijo.

Quincepesetas olía a sardinas. Anastasio sintió asco. Se oyó entonces tirar de la cadena del retrete y la cascada de agua al caer. La mujer desnuda cruzó de nuevo el pasillo y se metió en la habitación. Al abrir la puerta se vio a un hombre sentado en el borde de la cama calzándose.

—Tráeme un poco de agua, ¿puedes? —preguntó tímidamente Anastasio.

—Ven a la cocina —dijo la chica—. Por aquí…

Apenas echó a andar por el pasillo, Anastasio se precipitó hacia la puerta y salió disparado como alma que lleva el diablo. No se estrelló de milagro, pues bajó los escalones de cinco en cinco. Al llegar a la calle, el aire le acarició el rostro coma la mano invisible fresca y limpia de una madre, o de un amigo.

¿Cómo había ocurrido todo aquello? Él no lo había querido. Se pasó la mano por la frente, para borrar todo recuerdo para que no quedara huella dentro de él. Cogió un tranvía. Se quedó en el estribo para que el aire le diera en la cara. Un confuso remolino de pensamientos se agitaba, giraba dentro dc él. A veces se encabritaban como caballos locos. La barquilla entre peñascos, rota, su madre, Maribel, las prostitutas, el beso de Quincepesetas, y el aire fresco, el aire limpio de la calle.

Subió a su casa.

—Tienes una carta del Colegio —le dijo la criada.

Anastasio la tomó maquinalmente y se encerró en su cuarto con ella. Se echó en la cama. La letra del sobre era del Padre Usoz. «Mucha carta; pero, cuando he ido a verle, no ha querido hablar conmigo. Le divertía más jugar al frontón». La abrió. Eran dos cuartillas, escritas a mano y en verso. Estuvo a punto de romperlas. Dejó las cuartillas sobre la cama. Y cerró los ojos. Si se pudiera rezar a los vivos, Anastasio rezaría ahora a su madre. Quiso hacerlo. Su boca sabía a sardinas. Sentía asco de sí. Cogió las cuartillas y posó sus ojos sobre la letra grande y clara del padre Usoz.

Pajarillo volandero

decía el título, y estaba subrayado con trazo azul.

—¡Al diablo los pajarillos, los «siempre amén serás un percebe»; a la mismísima m… los versos, los curas y las zorras!

Se levantó de la cama y tiró las cuartillas lejos de sí. Apenas lo hubo hecho las recogió del suelo, se echó de bruces en la cama, y siguió leyendo:

Pajarillo volandero

que en el borde del alero

donde posas,

sueñas ya con el hechizo

de aquel balcón fronterizo

tan cuajadito de rosas.

Mira en calma

que tus alas temblorosas…

Volvió la hoja, y siguió leyendo:

… no son para largo vuelo

y en vez de…

Interrumpió la lectura. Volvió al comienzo de la estrofa y la leyó, más despacio, silabeando los versos:

Mira en calma

que tus alas temblorosas

no son para largo vuelo.

Y en vez de lograr tu anhelo.

¡ay, que con sangre del alma

vas a salpicar el cielo!

Al leérselos a sí mismo, Anastasio oía dentro de sí la voz de su profesor de Literatura. Reconocía sus giros, sus inflexiones, su estilo y hasta su gesto. Pero no el congestionado del frontón, ni el malicioso de clase, cuando provocaba a sus alumnos, sino el que ponía —lleno de ternura, traspasado de santa amistad— cuando se volvía hacia los fieles, en el Sacrificio de la Misa, y les decía sonriendo: «El Señor sea con vosotros».

Y una extraña sensación de paz, una calma sedante, comenzó a manar sobre Anastasio desde los versos del Padre Usoz.

¡Pajarico fascinado

que en el borde del tejado

donde anidas,

tiemblas de emoción incierta

ante un algo que despierta

ansias de fuego encendidas!

¡Tente alerta!

No vueles a la ventura,

que hay quien acecha en la altura…

y en tu virgen corazón

querrá saciar su hambre dura

el halcón.

Tente, tente en el alero,

pajarico volandero.

Da al olvido

tu volar aventurero

¡y vuelve a tu amor primero,

que aún tienes caliente el nido!

Anastasio cerró los ojos.

¡Y vuelve a tu amor primero,

que aún tienes caliente el nido!

Vio ante él la figura de su madre y la de Maribel…, ambas cubiertas de niebla y lejanísimas. Fue un segundo nada más, pues la primera comenzó a avanzar, a liberarse de las nubes que la cubrían, y la segunda a alejarse, a perderse, a esfumarse en la lejanía.

Boca abajo, hundida la cara en la almohada, Anastasio se quedó traspuesto… En sueños, abrazado a su madre, reclinado sobre su regazo, Anastasio oía su propia voz.

¡Que aún tienes caliente el nido,

pajarillo volandero!