—¡YA NO HAY MOROS EN LA COSTA! —gritó Leopoldo en cuanto la madre de Celia salió de la habitación.
Enrique se había quedado mirando la puerta y tardó unos minutos en preguntar:
—¿Qué edad tiene tu madre, Celia?
—Treinta y cinco años —comentó. Y añadió desolada—: ¡Ya es muy mayor!
—¡Déjate de mayor! ¡Está cañón! —sentenció Enrique. Y volviéndose hacia Leopoldo, le disparó un directo al hígado y un crochet a la barbilla, en una parodia de boxeo un tanto espectacular. Leopoldo, enemigo de las bromas violentas, le dejó el campo libre, y Enrique siguió luchando con el vacío. Tan pronto hacía gestos de dolor por los imaginarios golpes recibidos, como se cubría el rostro con la izquierda mientras avanzaba la derecha hacia su rival. Después le acorraló en las cuerdas, martilleándole sin piedad, y derribó por la cuenta de diez, según todos dedujeron, cuando alzando los brazos se proclamó campeón del mundo por K. O. a los once segundos del primer asalto.
Era la Navidad de 1938. La víspera, Enrique había regresado de Lecároz para pasar las fiestas con su madre. Tres vacaciones —dos de Navidad y una de verano— habían transcurrido ya desde que Enrique ingresó en el internado. Anastasio lo encontró muy cambiado. Estaba más bajo. Enrique estaba a punto de cumplir la fabulosa edad de diecisiete años. Anastasio había cumplido los quince la primavera pasada, y en los últimos meses había dado el estirón. Ahora tenían aproximadamente la misma estatura. Esto sorprendió muchísimo a Anastasio, más aún que verle vestido de pantalón largo, más aún que observar su piel tersa y brillante por los primeros afeitados. Porque él también se había afeitado una vez, hacía tres meses; pero el resultado fue tan desastroso, que no volvió a repetir la trágica experiencia. Se cortó la cara tan concienzudamente, decapitó los múltiples granos que le abultaban la piel con tal afán de universalidad, que, más bien que del lavabo, se diría que acababa de salir de un combate con gatos enfurecidos. Prefirió, pues, conservar la pelusilla que le alfombraba los carrillos y reservar la navaja de tío Anselmo nada más que para suprimir cada domingo el bozo humillante que le ahumaba el «terreno de nadie» entre el labio y la nariz. Y esta operación no la realizaba por esconder el nacimiento de su mostacha virilidad, sino, muy al contrario, para ocultar la poquedad y la timidez de su pilosa manifestación. De aquí que la perfección del afeitado de Enrique le tuviera conmovido.
—Juguemos a algo —exclamó éste apenas puso fuera de combate al ex campeón del mundo.
—Si queréis —insistió Adolfo, no sin cierto temor de ser rechazado—, os recito unos versos que escribí anoche.
La repulsa fue unánime.
—¡Ni hablar! —rugió Javier, anticipándose a todos.
—Os advierto —insistió Adolfo muy serio— que lo que he escrito es importante…
—Por eso…
—Razón de más.
—Nada de cosas importantes. Juguemos a cosas sin importancia, que es lo bueno —dijo Enrique.
Adolfo, sin embargo, ya había extraído sus cuartillas, y estaba dispuesto, quieras o no, a cumplir su amenaza. Pero Ana Rosa, que era su musa inspiradora, se las arrebató, tirándolas al fuego. La cara de Adolfo no se contrajo menos violentamente que la de Dante si hubiera visto perecer la Divina Comedia en manos de Beatriz.
Se arrellanó en un sillón y quedó sumido en un patético mutismo. «Con gentes así —pensó—, España no se salvará nunca».
Enrique tomó el mando de la situación.
—Os propongo que juguemos a las prendas, pero sólo a condición…
—¿Qué condición?
—Lo diré si las chicas no se enfadan. Y si tus hermanitas —añadió, dirigiéndose a Celia— se van a jugar a las muñecas, que es lo que corresponde a su edad…
Celia miró imperativamente a sus hermanas. Los deseos de Enrique eran órdenes para ella. Las pequeñas, muy ofendidas, se pusieron en pie.
—Que conste que si nos vamos es porque nos aburrimos —dijo Amalia, la más pequeña.
Y Carmina, menos parlanchina pero no menos elocuente, sacó la lengua a la concurrencia y salió pegando un portazo que hizo temblar los cristales de la araña.
Un clima de curiosidad se había adueñado de todos. Enrique lo percibió y estaba dispuesto a explotarlo.
—Yo llevo media vida fuera. En el «cole». Este año termino el «bachi». No voy a jugar a las prendas así como así…, como si fuéramos niños…
—¿Qué quieres decir…? —preguntó Ana Rosa, visiblemente excitada.
—Todas sabéis lo que quiero decir…
—Que sí jugamos a las prendas —interrumpió Javier—, sea a las prendas de verdad, y no de broma…
—Eso.
—Yo estoy de acuerdo —interrumpió Leopoldo.
—No entiendo nada —dijo Maribel, mintiendo.
—Que valgan los besos, tonta; no te hagas la despistada…
Hubo un silencio.
Celia, Ana Rosa y Maribel parlamentaron.
—De acuerdo —dijeron—, pero sin hacer burradas.
Enrique recogió las prendas: un reloj, una sortija, una estilográfica, un broche…
—El dueño de esta prenda —dijo palpando uno de los objetos a través de la tela— debe dar un beso en la mano, uno en la frente y uno en los labios de cada una de las chicas. A su elección. —Y extrajo de su bolsillo una pluma estilográfica. ¿De quién es?
—Mía —dijo Adolfo.
Besó en la mano a Charito, en la frente a Celia, y posó sus labios suavemente, brevemente, sobre los labios de Ana Rosa.
—¡Así no vale! —protestó Leopoldo.
—De acuerdo, así no vale —confirmó Enrique.
—¡Pues no sé qué más queréis…! —protestó Celia, enfadada.
Se abrió entonces una discusión sobre las calidades y requisitos que debía tener un beso para ser considerado como tal. Anastasio estaba molesto. De un lado se sentía atraído por el giro de la discusión; de otro, escandalizado por las risas y falsas protestas de las chicas, cuyos argumentos defensivos eran cada vez más débiles. «Soy un cobarde —se dijo—. Tengo que oponerme a que esto siga adelante». Si cada uno besara a su novia como había hecho Adolfo, el juego podría pasar…, pero Javier y Leopoldo no tenían novia… ¿Se les iba a excluir del juego? ¿Se les iba a permitir que besasen a las novias de los demás?
Enrique insistía en besar a Celia «como Dios manda» (fueron sus palabras), para demostrar en qué condiciones sería aceptado un beso como valedero para recobrar las prendas entregadas, pero Celia se negó en redondo.
—Si apagamos la luz —protestó Enrique— estas tontas no van a saber cómo tienen que ser los besos para que sean válidos…
Anastasio se debatía entre dos frentes: su hombría de bien, que le obligaba a repugnar que Maribel tomase parte en el juego, y un extraño deseo de que siguiera adelante, de que las chicas cedieran al mismo impulso ciego, morboso, cálido que paralizaba su propia defensa.
Celia ya no se peinaba con sus trenzas de disco enrolladas sobre las orejas. Llevaba melenilla corta y un poco de flequillo. Lo echó para atrás con un brusco movimiento de cabeza, como si al apartar el rizo que la estorbaba, apartara también un pensamiento.
—Si el que me besa es Javier —dijo, de pronto, Charito ante el asombro de todos—, a mí no me importa que me besen…
—¡Ánimo, Javier! —gritó Leopoldo.
Éste no se hizo el melindroso. Se sentó en el brazo de la butaca de la pecosa, se inclinó hacia ella, presionó suavemente con la mano su barbilla invitándola a entreabrir los labios y posó los suyos sobre la boca de la muchacha. Charito cerró los ojos.
Anastasio no vio a Maribel ni a Ana Rosa encendidas de rubor, ni vio los ojos de Leopoldo inyectados de deseo, ni a Enrique riéndose de gusto; sólo sentía su propio cuerpo alterado, su pulso enloquecido, sus mejillas ardiendo.
Cuando Javier se apartó de Charo, ella mantuvo unos segundos la cabeza hacia atrás, entreabiertos los húmedos labios, cerrados los ojos. Bajo sus párpados brotaron dos lágrimas y se deslizaron por sus mejillas.
Leopoldo, impaciente, rompió el silencio.
—¡Sigamos el juego! ¡Ahora le toca a otro…!
Charito, mientras se secaba las lágrimas, protestó débilmente.
—Yo no sé si debíamos dejarlo…
—¡Qué graciosa! —protestó Maribel—. ¡Como tú ya has pagado tu prenda!
Enrique y Javier soltaron la gran carcajada ante la salida de Maribel.
—Mira, mira la mosquita muerta…
Adolfo sacó otra prenda.
—Te ha tocado a ti, Leopoldo. ¿A quién escoges?
—Ana Rosa en la mano, Celia en la frente, Maribel en los labios —contestó rápido.
Anastasio sintió paralizársele el corazón. «Tienes que impedirlo…, no seas cobarde», se decía. Pero Maribel se le anticipó.
—No —dijo—. En los labios, no. ¿No ves que tengo novio?
Leopoldo pegó una patada en el suelo.
—No hay derecho. Eso es trampa.
Y se dirigió a Enrique en demanda de justicia.
—Si no se deja, no le devuelvas el broche…
—En los labios, no —volvió a decir Maribel.
Una idea cruzó como un rayo por la mente de Leopoldo.
—En la cara, entonces…
Maribel accedió.
—En la cara, sí.
—¿En cualquier parte de la cara?
—Menos en los labios, en cualquier parte de la cara.
Leopoldo se volvió hacia Enrique.
—Tú haces de juez. Y yo creo que Maribel debe tener un castigo especial por haberse negado. Y como el que sale perdiendo soy yo, pido que a cambio de no besarla en los labios se me concedan tres minutos de besarla en la cara.
—No seas bestia —rió Enrique—; en tres minutos te ahogas. ¡Tú no sabes lo que son tres minutos!
—Ni hablar —protestó Maribel—. Medio minuto y vas que chutas.
—De acuerdo —sentenció Enrique—. Medio minuto reloj en mano.
—El reloj delante de mí —aclaró Maribel—, que si no, hacéis trampa.
Leopoldo guiñó un ojo a Javier y se acercó a Maribel. Se sítuó detrás de su asiento, le recogió el pelo y comenzó a besarla en la nuca. Anastasio no veía qué malicia podría tener aquello, y en el fondo se sentía liberado de un gran peso, gracias a la negativa de Maribel.
—Cinco segundos… —dijo Enrique.
Leopoldo movía los labios por el cuello de Maribel, de la nuca al oído, del oído a la nuca. No presionaba con ellos, tan sólo los deslizaba.
—Diez segundos —cantó Enrique.
Maribel se cubrió la cara con las manos. Ana Rosa, Charito y Celia abrían los ojos muy extrañadas ante aquella desconocida extravagancia.
—Quince segundos…
La respiración de Maribel se agitaba. Su blusa oscilaba al ritmo de su respiración. Leopoldo bordeó con sus labios el lóbulo de la oreja y ella hizo un brusco movimiento apartándose, pero él posó su mano junto al oído de ella como si le dijera un secreto. Movía los labios como si hablara. Ella se estremeció levemente.
—¡Déjame! —suplicó. Pero no hizo ningún ademán por apartarse.
Leopoldo redobló su extraño secreto.
—Basta…, basta… ¡Por favor, no sigas más!
Y Maribel se estremeció como si la hubieran azotado.
Leopoldo se apartó.
—Veinticuatro segundos —comentó Enrique con toda seriedad.
Ana Rosa y Celia no salían de su asombro. Anastasio no comprendía nada de nada. La extraña expresión de Maribel le tenía confuso.
Adolfo se puso en pie.
—No lo diré en verso, por si alguno no lo entiende, pero al que bese a Ana Rosa le parto la cara.
Anastasio se recluyó dentro de sí. Había llegado demasiado lejos. Él debía haber intervenido al principio del juego, como Adolfo había hecho ahora. No entendía el significado de lo que había hecho Leopoldo, pero le desagradaba profundamente que hubiera escogido para ello a Maribel. De otro lado, ella no se habla dejado besar como Charito por Javier. Tenía motivos para estar satisfecho de ella, y sin embargo…
—¡Eh, despistado! Que te ha tocado a ti…
Se lo decía Javier a Anastasio, que —abstraído— no había seguido el curso de la discusión.
—Yo no quiero besar a nadie…
—Pero ¡no seas despistado! Si ahora estamos jugando a otra cosa. ¿No ves que Adolfo se ha sentido puritano…?
—¿A qué jugamos ahora?
—A las Animas del Purgatorio. Te ha tocado a ti salir fuera…
Las «Ánimas del Purgatorio», o el Escondite a Oscuras, era una de las diversiones preferidas de Leopoldo. Cuando sus padres le enseñaron este juego, el niño tenía cinco años, y aquellos buenos señores no podían sospechar que la afición entonces nacida le durara —muy acrecentada, por cierto— hasta después de los quince. Él fue quien puso de moda el juego entre sus amigos.
Echaron suertes a ver a quién tocaba salir, y Anastasio fue la «víctima».
Él ya había jugado alguna vez. Mientras la «víctima» esperaba fuera de la habitación a que le llamasen, el resto de los jugadores preparaban, con la luz encendida, las trampas en que le harían caer con la luz apagada. Si había entre ellos uno con más sentido común que el normal de la concurrencia —y este personaje solía representarlo Celia—, apartaba antes que nada las porcelanas, las lámparas de mesa, los jarrones. Acto seguido, Javier dirigía la construcción de unos bunkers y barricadas, amontonando sillas, mesas, vitrinas y muebles-bibliotecas. La habilidad no consistía en la solidez de la construcción, sino, muy por el contrario, en su inestabilidad. Se trataba de que, a la menor presión, los muebles se derrumbaran estrepitosamente sobre la cabeza del pobre enemigo ciego. Y por si acaso el sistema era insuficiente, cada defensor reunía junto a sí un buen acopio de proyectiles: almohadas, cojines, servilletas anudadas. La «víctima», atravesando a oscuras tales y tantos peligros, debía coger un prisionero, reconocerle al tacto. Si acertaba, el prisionero pasaría a ocupar el papel de víctima, y el juego volvería a comenzar…
Las chicas, por lo general, se negaban a que Leopoldo representara este papel, pues más de una vez se había excedido en el reconocimiento táctil de sus prisioneras. Anastasio era más rápido y más formal.
—¡A las Animas del Purgatorioooo! —gritaron los de dentro.
Anastasio penetró en la habitación. Lo hizo de espaldas, como mandan los cánones, para que la luz del pasillo no le ayudara a orientarse.
Cerró la puerta. Notó el olor a chimenea apagada con cubos de agua y percibió la alfombra del cuarto bajo sus pies. Tardó unos segundos en comprender que la alfombra había sido cambiada de sitio; pero antes de que imaginara en qué consistiría esta estratagema, Enrique y Javier tiraron fuertemente de las puntas, el suelo corrió bajo sus plantas y Anastasio se dio el gran costalazo contra el parquet. Las risas y los proyectiles iniciaron juntos el bombardeo. Anastasio aguantó la lluvia de cojines, amontonó junto a sí cuantos pudo, y los disparó ciego, contra sus invisibles enemigos.
Un crujido, un roce y un estruendo formidable se dejaron oír. El castillo de muebles se había derrumbado sobre los propios que lo construyeron. Se oyó un lamento, al que siguieron varios ayes y la risa nerviosa de Javier. Después, atildada y campanuda, la voz de Adolfo:
Éstos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora |
campos de soledad, mustio collado, |
fueron un tiempo Itálica famosa… |
Anastasio, a gatas, sin hacer ruido, marchó hacia la voz. Pero las patas de una silla volcada le dieron en el rostro, y prefirió localizar a un defensor menos atrincherado.
La oscuridad era total. Había perdido el sentido de la ubicación…
¡Qué fastidio que le hubiera tocado a él la parte menos sabrosa del juego! De no ser por esto, se hubiera atrincherado junto a Maribel, en la zona de menos riesgo, como el último día, las manos enlazadas…
En los usos y costumbres de la pandilla, el ser novios se reducía en realidad a esta sola prerrogativa: la de tomar la mano de la pareja en el cine y en las «Animas del Purgatorio». Cuando Anastasio tomaba una mano de Maribel, no hablaba. Se limitaba a estar así, en silencio, junto a ella, sintiendo sus latidos y su respiración. La última vez, arrebatado de audacia, se atrevió a acariciar suavemente a su amiga la punta de los dedos. Ella entonces le rozó con sus labios las mejillas. Anastasio sintió un calor suave, una ola tibia y divina que le recorría la espalda. Cerró los ojos y se estuvo quedo, quedo, para mejor gozar en su quietud de aquella sensación tan dulce. Y tan limpia.
Y ahora, en lugar de estar junto a ella, estaba obligado a andar a gatas de un lado a otro, esquivando almohadazos y sin aprisionar a nadie. Estuvo a punto de meterse de cabeza en la chimenea, pero el olor a ceniza mojada y todavía humeante le contuvo. Giró sobre sus pasos. Se había orientado. A su derecha, la puerta. A su izquierda, el tresillo. Se puso en pie y manoteando en la oscuridad, avanzó en esa dirección, pasito a paso…
El sofá no estaba en su sitio. Tropezó con la pared. Se volvió a desorientar. Palpó una puerta. Y el interruptor de la luz. «Esto empieza a aburrirme», se dijo. Posó una mirada sobre el vacío. No se oía una voz, ni una risa, ni un roce.
Dio vuelta al interruptor y se encendió la luz. Fue una fracción de segundo. Pero aquel parpadeo de tiempo tuvo para Anastasio dimensión de eternidad. Leopoldo, totalmente inclinado sobre Maribel, la besaba en la boca. Su mano estaba brutalmente crispada sobre la blusa de la muchacha. Y ella, vencida, caída, la cabeza hacia atrás, entregada… De un salto Maribel y Leopoldo se separaron. Nadie, salvo Anastasio, los vio.
Una oleada de protestas se elevó.
Enrique, saliendo de su escondite, se le acercó irritado.
—Esto es una canallada. Una trampa…
Pero en seguida cambió el tono de voz.
—¿Qué te pasa? ¡Estás blanco!
—Me he puesto enfermo. Me siento muy mal… —alcanzó a decir.
Y era verdad. Se diría que se le había paralizado el corazón. Que el aire no le llegaba a los pulmones. Había sentido un vacío en el cuerpo como si le hubiesen disparado un puñetazo en la boca del estómago.
—Creo que voy a vomitar… —dijo.
—Pero… ¿por qué te has puesto así…? —preguntó Celia.
—Traed agua —aconsejó Enrique.
Anastasio, tambaleándose, salió de la habitación y abrió la puerta de la calle. Echó a correr hacia los jardincillos del parque y se escondió tras los setos. No pudo seguir. Se detuvo y devolvió cuanto tenía en el estómago.
—¡Anastasio, Anastasio! ¿Dónde se habrá metido…?
Era Enrique, que le llamaba.
Hacía frío. Mucho frío. Le castañeteaban los dientes. Quería llorar, y no podía llorar.
—Pero ¿qué te ha pasado? Has vomitado… ¡Cómo te has puesto!
Anastasio no vio ni escuchaba a Enrique, ni a Celia y Adolfo, que acudían a ayudarle. Sólo veía dolorosamente a Leopoldo y a Maribel —antes de separarse de un salto— besándose. Ella entregada, vencida. Y aquella mano crispada como una garra sobre su blusa…