ANASTASIO ENTORNÓ LOS OJOS. No tenía sueño. Se había dejado arrastrar por la fuerza de la evocación y ahora se sentía extrañamente dominado por ella. De pronto, un rumor levísimo le sobresaltó. Sobre el gran silencio transparente que envolvía al Penal cuando los gallos callaban, comenzó a destacar un clamor delgado, huidizo, como de agua entre guijarros, como de viento entre cristales. El rumor se escapaba, deslizándose, hasta perderse entre la lejanía muy próxima al silencio, y, de pronto regresaba aleteando quedo sobre una nota o encrespándose en una agitada, contenida melancolía. ¡Era Enrique, era Enrique, con su armónica, que improvisaba! Anastasio hizo un esfuerzo por dominar su emoción. Porque detrás de aquellas notas no era sólo Enrique el que jugaba, sino él también, con todo su pasado. Hundió la cabeza sobre el pecho y se dejó arrastrar por la música y los recuerdos… Eran recuerdos vagos, confusos, cruzados por brumas blancas de olvido.
Veía a Enrique sentado sobre una alfombra, tocando la armónica. Pero no adivinaba qué había más allá de su contorno. Lo veía iluminado por una extraña luz rojiza, las manos junto a los labios pulsando el breve instrumento musical; pero no lo situaba en el tiempo ni en el espacio. Anastasio hizo un esfuerzo por desenterrar aquella escena apenas intuida, situarla en un «dónde» y en un «cuándo»; pero toda una muralla de olvido cerraba el paso a su recordación. ¡Qué extraña reminiscencia aquélla!
Su memoria era como un foco de luz disparado de improviso sobre una zona de su pasado cubierta hasta ahora de espesísimas sombras. En el centro de este aro de luz, Enrique, sentado en el suelo, solo, casi inmóvil, iluminado por aquel resplandor…
Anastasio comparó aquella singular visión, cuya lejana esencia no alcanzaba a descifrar, con la figura central de un ballet salvada de las sombras de un escenario por la corona luminosa de un foco. Y en este caso el foco era su memoria; su memoria, limitada a un solo círculo de luz, en cuyo centro estaba Enrique. Más allá, las sombras del tablado. El olvido.
Al primer golpe de evocación provocado por el entrañable sonido de la armónica de Enrique (de Enrique, que estaba ahora en cuclillas ante el ventanuco de su celda, iluminada su cara por el primer resplandor amarillo de las luces del día), Anastasio tuvo la visión de aquel otro Enrique de diecisiete años, tersa la piel de sus primeros afeitados, marcada la raya de sus primeros pantalones largos, sentado sobre una alfombra y la cara iluminada, inflamada, por aquellos reflejos.
Anastasio hizo un esfuerzo para que su memoria —igual que el foco de aquel ballet de su adolescencia— ensanchara su base y encerrara a otra figura dentro de su aro blanco. Y lo consiguió. Celia penetró de pronto en la corona de luz de su rememoración. Estaba sentada en un sillón de cuero, inclinada hacia delante. Enrique estaba en el suelo, a sus pies, y de espaldas a ella, interpretando una melodía. Celia le acariciaba suavemente el pelo. También ella tenía el rostro iluminado por un extraño resplandor.
El foco de la memoria de Anastasio abarcó algo más. Unos troncos ardiendo. Sí, ahora lo veía con seguridad. Había unos troncos ardiendo. Una chimenea con unos troncos. Era Navidad…
Otras figuras silenciosas e inmóviles comenzaron a surgir de la penumbra de su memoria. Adolfo estaba allí, y Ana Rosa junto a él. Y las hermanas pequeñas de Celia, y Charito, la pecosa. Y Leopoldo. Y Javier… Andrés ya no estaba. La luz estaba apagada. Celia la había apagado. Todos escuchaban a Enrique. Sobre sus rostros, los reflejos rojizos, oscilantes, de la chimenea. De pronto, alguien movió el interruptor de la luz. Y Anastasio se puso en pie muy azorado.
—¿Qué hacéis aquí, a oscuras?
Era la madre de Celia. Había un dejo de severidad y de recelo en su voz.
—No hacíamos nada malo —protestó Celia—. Enrique estaba improvisando…
—¿Y Enrique no puede improvisar con la lámpara encendida? —preguntó la señora con estupor.
Encendió uno a uno todos los apliques y lámparas de pie.
—Así se os ve a todos mucho más guapos —dijo sonriendo.
Y con el ceño levemente fruncido, como si el roce de una preocupación le hubiera oscurecido por un segundo la frente, salió de la habitación.
Anastasio no recordaba más. Había algo que se resistía a resurgir del olvido, que se debatía, que se cubría el rostro para no ser recordado. ¿Por qué se azoró tanto cuando se encendió la luz? Una extraña sensación de angustia se apoderó de él —ahora, al cabo de tantos años— al recordar el porqué.
Mientras Enrique tocaba la armónica, Anastasio había tomado entre sus manos la mano de Maribel —¡Maribel…! ¡Qué lejana estaba ya en su vida!—, y ella había reclinado suavemente la cabeza en su hombro. La música, la penumbra, el roce del pelo de Maribel sobre sus mejillas… ¡Qué extraña cosa que no hubiera intuido a Maribel desde el comienzo de la evocación, ni aquel clima encantador de ensueño y de ternura que le embargaba y que se quebró cuando la madre de Celia penetró en el cuarto! Ahora lo revivía todo de golpe. Ya los recuerdos no exigían, para surgir del olvido, ser atraídos unos por otros como el hilo y el ovillo del refrán, sino que se le presentaron juntos, sin dimensión narrativa: en bloque. Y no eran gratos, sino amargos, infinitamente dolorosos. El revivirlos era para Anastasio como arrancar una venda de una herida siempre abierta. «No quiero pensar en ello», se había dicho una y mil veces. Y lo había conseguido. Pero ahora Enrique, tantos años perdido, estaba allí, con él, junto a él, inquilino forzoso del propio penal que Anastasio regía; y aunque tantas cosas los separaban, la música los unía. Y los recuerdos.
Y el sonido de la armónica de Enrique le precipitó en uno de los episodios más dolorosos de su existencia. Y en el recuerdo volvió a sangrar, como entonces, sangre de sus quince años.